15 de diciembre de 2013

LA REVUELTA DE LAS HORCAS

NOTA DEL EDITOR DE ESTE BLOG:
Seguramente una parte de los lectores de esta entrada se estén preguntando acerca de la naturaleza social así como de la orientación política de “la revuelta de las horcas” en Italia.

A pesar de que el mundo nunca ha estado tan intercomunicado como ahora, las sociedades humanas continúan conociendo infinitamente mejor lo que sucede en sus localidades que lo que ocurre tan sólo a 1.500 kms. de distancia. Y ello no sólo porque nos interese más lo propio que lo que creemos ajeno.

Todo medio de comunicación orienta la realidad en la dirección que a los grupos económicos, ideológicos y de poder que están detrás de él le interesa. Y de esto no se salva tampoco cualquier orientación política que haya tras un medio, puesto que la visión previa que se tenga del mundo y de lo que en él sucede afecta al propio tratamiento de la información.

Por otro lado, hasta los medios más alternativos no dejan de recoger una parte de la información que posteriormente difunden de los medios oficiales y grandes agencias de comunicación, las cuáles performan la información previamente e intoxican a la opinión pública y ocultan o destacan una parte de la noticia en función de sus intereses.

Dicho esto, y si ustedes conocer mi visión del fenómeno de la “revuelta de las horcas” que lleva ya una semana extendiéndose y creciendo en Italia, les diré que mi impresión, recogida aquí y allá, respecto a la orientación ideológica y el componente social de este movimiento es muy coincidente con el artículo que les presento. Falsas clases medias (las ideológicas pero asalariadas) y clases medias reales (pequeños y medianos empresarios,…) que se ven empobrecidos y desean volver a los años dorados y que, en su protesta, expresan su componente ideológico de clase, el mismo que aupó al fascismo en los años veinte y treinta del pasado siglo.

Comparto incluso parte del diagnóstico que Franca Giacopini hace en este artículo en relación con la responsabilidad de las izquierdas en que ello esté sucediendo por incomparecencia en el planteamiento de una propuesta propia ante la protesta social. Hace tiempo escribí sobre lo que denominé como “izquierda sistémica”. No me refería con esta expresión sólo a las izquierdas cuyo compromiso con el parlamentarismo y con el respeto a las reglas de juego del orden burgués y capitalista les impedía convertirse en herramientas emancipadoras y de lucha contra el capitalismo sino también a aquellas extraparlarlamentarias cuyas orientaciones ideológicas y de clase les había convertido en elementos del folklore político con una gran carga de falsa radicalidad.

Y es a partir de este punto donde difiero radicalmente y de modo antagónico con la señora Franca Giacopini.

Su apuesta por un ciudadanismo soberanista y nacional es más de la misma basura ideológica que dice combatir y, en gran medida, estímulo que alimenta a lo que ella llama el populismo de derechas y los fascismos.

El discurso de las izquierdas sistémicas es el de integrar en el mismo a todo “el pueblo” (el pueblo no tiene contenido de clase sino que es equivalente, desde la revolución francesa a la “nación”, en la que caben todas las clases sociales, explotadores y explotados, por mucho que los analfabetos políticos y reaccionarios, que creen ser “de izquierdas”, usen “pueblo” como sinónimo de clases trabajadoras, cuya mención se les atraganta porque les suena a comunista y ese nombre, lejos de recibirlo como galardón, les avergüenza).

Cuando se apela a “los ciudadanos” se apela a todas las clases, se pretende representar los intereses de todas ellas, algo tan imposible como sorber y soplar al mismo tiempo, porque entre las clases sociales existen intereses antagónicos y una parte de esas clases son enemigas de la clase más amplia, la mayoritaria, la clase trabajadora).

A los ciudadanos apelan los social-liberales (los PPSS, en Italia el Partido Democrático en el gobierno), fracción no fascistizada de los monigotes del capital, los socialdemócratas excomunistas, una parte de las organizaciones supuestamente situadas a la izquierda de estos últimos y, muy coherentemente, las derechas puras y duras, porque “el ciudadanismo” es el antídoto ideológico de la conciencia de clase, opone el “todos” revueltos (ciudadanos) a la gran “mayoría” (clase trabajadora) y niega, como antigualla, la lucha de clases. Es llamativo el modo en que en España el gobierno del PP apela a los derechos de los ciudadanos para intentar recortar el derecho de huelga o los de manifestación, reunión y expresión

Sí, las izquierdas, si no desean la vuelta del fascismo a Europa, deben impulsar la protesta social y radicalizarla pero no al servicio del ciudadanismo sino de la clase trabajadora, ocupada o parada, que es la inmensa mayoría de la población, deben impulsar el internacionalismo pero no ciudadanista sino de clase y rechazar las categorías “patria” o “nación” porque ellas son las negadoras de la emancipación de los oprimidos, al dividirlas y ponerlas al servicio de sus burguesías, y, principalmente, porque si la crisis capitalista es mundial y, específicamente, europea, es necesaria una solidaridad internacionalista en un mismo proyecto político y económico emancipador, el de la inmensa mayoría, la clase trabajadora. ¿Acaso la señora Giacopini desconoce o no recuerda a dónde nos llevaron los nacionalismos en Europa en dos momentos distintos del siglo XX?

En España, ahora hay quien dice que para arrebatarle a la derecha conceptos de los que se ha apropiado como la “seguridad” hay que dar una alternativa a la misma desde la izquierda. Pero es que, el concepto de “seguridad” siempre se ha esgrimido como opuesto, y ya está más que contaminado, al de libertad, cuando se juega en campo ajeno, con reglas y conceptos ajenos, se hace el juego sucio desde “las izquierdas” primero a la derecha y luego al fascismo. Lo que hoy está en peligro en las sociedades europeas no es la “seguridad” sino los derechos sociales de la clase trabajadora, sus conquistas históricas y las libertades, medios necesarios para defender los primeros.

Pero a la vez, para conectar con los oprimidos y para lograr la hegemonía en la protesta social es necesario oponer al populismo y al fascismo subyacente en los enunciados de una parte de ese magma “indignado” una movilización ajena y alternativa, capaz de expresar y proyectar la visión de un horizonte deseable radicalmente opuesto no sólo a ese populismo prefascista sino al capital y ese horizonte no puede ser otro que el socialista, no un socialismo evolutivo, respetuoso con el orden social y con los poderes del sistema sino irredento, con rabia y corazón, con esperanza y con todo el potencial de la ira social de los oprimidos. El resto, programas políticos de monjas y caridad tipo “salario social” o “toma y calla”.

Hay un mundo que ganar y ese no se gana desde la colaboración de clase del sindicalismo amaestrado y colaboracionista como mono en el circo y desde el “civismo” amable de unas “izquierdas” desnortadas como vaca sin cencerro.

El fascismo hoy conecta no sólo con las desclasadas pseudoclases medias y con las reales (empresariado pequeño y medio de capa caída) sino con crecientes sectores de la clase trabajadora, que es la que está huérfana de izquierdas, porque canaliza la rabia social, justo lo que no hacen las consideradas "izquierdas" con el orden del capital. Ellas, y las que se refugian en los museos de la historia, son sus cómplices, por omisión e unos casos, por incompetencia en otros.

Sin más, les dejo con un artículo que quizá les desvele algunas incógnitas, aunque presenta el riesgo de reproducir propuestas políticamente indeseables para una izquierda que lo sea, revolucionaria.

La revuelta de las horcas

Franca Giacopini. Rebelión
El nombre sugiere rabia y hambre, y da mucho respeto. Dura ya desde hace cuatro días en los que ha habido manifestaciones, bloqueos de carreteras, trenes, metros y cierres de establecimientos en ciudades como Turín, Génova, Florencia, Roma o Palermo, pero los grandes medios, ocupados como están con lo de Ucrania, le han dedicado poco espacio a un fenómeno que el director de la Agencia de información y seguridad interna de los Servicios secretos italianos define como “un movimiento sin una dirección única que presenta una preocupante unión entre distintos componentes animados por un sentimiento de contraposición hacia el Estado y las instituciones”, mientras, por su parte, el ministro del Interior, en una intervención en el Parlamento, lo describe como “una corriente rebelde contra instituciones nacionales y europeas a las que no les falta apoyo de organizaciones antagonistas”.

El perfil de los participantes en la revuelta se va trazando ya en las crónicas de los incidentes del pasado lunes día 9. "Aristócratas en Jaguar y agricultores. Empresarios y obreros parados. Camioneros ahogados por las multas de Equitalia y nuevos ideólogos del fascismo o jóvenes de centros sociales de izquierda. Simpatizantes de la Liga Norte y de Grillo. Ex simpatizantes de Grillo y ex simpatizantes de la Liga. Ex simpatizantes del Partido Democrático y críticos de  Matteo Renzi [reciente ganador de las elecciones primarias del PD]. Sindicalistas de base o ex sindicalistas de la CGIL. Objetores de Hacienda e independentistas vénetos. Inmigrantes y ultras de equipos de fútbol [...] Un magma volcánico”

Afinando más, el sociólogo Marco Revelli desbroza el paisaje de la protesta de lugares comunes y extrae el común denominador que hace que estalle este volcán social: la clase media empobrecida que ya “no puede más”, ha llegado al límite, y lo único que quiere es que “se vayan todos a casa”. Es cierto que hay escuadrones violentos que han amenazado a un librero de Savona con quemarle los libros, que hay quien enseña su brazo tatuado con el rostro de Mussolini Dux, y que se oyen en los reportajes de televisión participantes en las protestas que profieren vivas a la mafia o la camorra, a sus ojos más honestas que la casta política, que sería la verdadera mafia. Lo reconocen los propios organizadores del Movimiento de las horcas [I forconi], que avisan a los políticos de que son incapaces de controlar a la gente, y que el tiempo apremia, si no quieren ver una nueva marcha sobre Roma de cuyas consecuencias no responden.También está claro que hay quien tiene intereses en atizar la revuelta, como Berlusconi, cuyo periódico de familia, Il Giornale, titula: "Los italianos empuñan las horcas".

Asusta de verdad este nuevo pueblo, y el presidente del Consejo de Ministros, Enrico Letta, tuitea ayer por la mañana: “Había prometido en abril abolición financiación pública partidos antes fin de año. Lo confirmé el miércoles. Hoy en el consejo de ministros mantenemos la promesa”. La casta trata de aplacar una rabia, ya desatada en las redes sociales y las calles. Los estudiantes de las universidades se movilizan y ya ocupan la Facultad de Ciencias Políticas de La Sapienza en Roma. Se contagia el arranque de rabia y se anuncia no una marcha, pero sí una "vigilancia" de Roma para el próximo miércoles. Lo nuevo de este caos es que la crisis ha creado una nueva clase social que carece de representación política. El único signo de identidad, la bandera italiana, ser ITALIANOS, en mayúsculas, como escriben en sus octavillas. Poco es necesario en este contexto para que cuajen discursos xenófobos. Nada de banderas rojas. A un señor comunista que se presenta con su bandera roja, lo apartan en Teramo diciéndole: "Somos apartidistas". ¿Qué hacer? ¿Ensuciarse las manos en estas protestas o dejar que la derecha social se haga con todo el tejido social más tocado por la crisis? 

Es un hecho: la crisis, la guerra del euro, como antaño la Gran Guerra, ha parido en Europa una nueva clase social que busca iracunda un nuevo orden en un periodo de decadencia económica, expresión de la progresiva disolución de la economía capitalista y la corrupción del Estado burgués. Se han destruido las precedentes condiciones de vida y la precedente seguridad de existencia de vastos estratos de la pequeña y media burguesía, de la pequeña propiedad campesina y de la intelectualidad. El socialismo reformista ha desilusionado a estas franjas sociales, para las cuales el Parlamento representa la causa de la ruina del pueblo. Perdonen la trampa: son frases sacadas tal cual de la Resolución de la Internacional Comunista de julio de 1923 y del artículo "La revolución en marcha: el fascismo", escrito por el antifascista Guido Dorso en 1925.

A la revolución neoliberal de la Europa supranacional, le está llegando su contrarrevolución nacionalista. Los populismos de las derechas nacionales han cogido la delantera hace tiempo. No tienen problemas para que el análisis de la coyuntura les encaje. Según ellos, de esta crisis del Estado supranacional europeo, se sale volviendo a las soberanías nacionales, al Estado fuerte, a la moneda nacional, al rechazo del Tratado Transatlántico, al refuerzo de la identidad nacional, a la lucha contra la inmigración clandestina. Esa contrarrevolución pisa fuerte, pues recibe apoyos, como antaño el fascismo, de ciertos sectores capitalistas. Marine Le Pen llama a disolver la Asamblea Nacional francesa, mientras Berlusconi avisa  que si le arrestan habrá una revolución, y Grillo escribe a los responsables de la Policía y los Carabinieri para pedir que no se castigue a los policías que se quitaron el casco en el primer día de revuelta, y que no sigan protegiendo más a la clase política que ha llevado a Italia al desastre, que se sumen a los italianos, porque están de su lado, lo que sería una señal revolucionaria, pacífica, extrema, necesaria para que Italia cambie. (Nada dice Grillo de la dura actuación de la Policía en la Universidad de La Sapienza de Roma contra 300 estudiantes.) Pero la cuestión de fondo es: ¿basta con cambiar una clase política para resolver los problemas? A la derecha, le puede bastar; a la izquierda, no.


Estos días se reúne en Madrid el Partido de la Izquierda Europea, que parece seguir apostando por una organización supranacional, internacionalista, alejada de las “tentaciones localistas”. Pero si al término “internacionalismo”, le quitamos la raíz “nación”, nos queda solo un palabro, “interalismo”, que no significa nada de nada. Menos aún delante de una bandera o un ciudadano con una horca. No afrontar a fondo la cuestión de la soberanía nacional, quedarse en la alergia a las banderas y las palabras "patria" o "nación", deja a la ciudadanía de las naciones colonizadas del sur de Europa con una única respuesta: la del populismo de derecha. Hay que arrebatar la idea de la soberanía a la derecha, como bien dice Ludovic Larmant, porque es nuestra, porque nuestra soberanía es la soberanía popular, que significa extender los derechos a toda la ciudadanía (emigrantes, precarios etc.), quitárselos a quienes abusan de ellos (las corporaciones, los bancos, los lobbies...). Sólo así habrá mayor democracia. No salir a las calles, no dar respuesta a las revueltas populares que, gusten o no, ya están en marcha, es brindar ya por el triunfo aplastante de los populismos de derechas en las próximas elecciones europeas.

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