24 de julio de 2017

HABLEMOS DE LA CLASE TRABAJADORA SIN FANTASÍAS

Por Marat

Hay un tipo de orejeras para caballos, y algunos otros équidos como el asno, que, a pesar, de su nombre, no tapan las orejas ni las enfundan sino los ojos, con el fin de que los insectos no se les cuelen y molesten.

Tomadas como metáforas, las orejeras aplicadas a los humanos serían una especie de condones mentales cuya utilidad es la de que no pongamos jamás en cuestión nuestros propios presupuestos ideológicos ni nuestros cómodos esquemas mentales.

Esas orejeras son comodísimas. Impiden que pensemos en exceso, que digamos inconveniencias, que carguemos con las consecuencias del libre pensamiento y que evitemos que nos explote la cabeza por hacer el esfuerzo absolutamente desacostumbrado de poner en duda cualquiera de nuestras certezas.

De esas orejeras no escapa ni dios. Solo en ocasiones muy contadas se nos caen los palos del sombrajo cuando la realidad desafía a nuestro pensamiento preconcebido, a nuestras construcciones ideológicas del mundo o, expresado en términos marxistas, de nuestra falsa conciencia, de nuestra conciencia deformada de la realidad.

Y ello no siempre sucede por efecto de la ideología dominante; es decir, por aquello de que “Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época; o, dicho en otros términos, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante” (“La ideología alemana”. Feuerbach. Oposición entre las concepciones materialista e idealista. K. Marx y F. Engels).

La historia nos ha demostrado que, a menudo, dentro de las corrientes emancipadoras de la explotación de los seres humanos por otros seres humanos subsisten falsas percepciones de la realidad, “opiniones”, construcciones “idealistas” que enmascaran la realidad y se sustentan más en el deseo o incluso el autoengaño, que en “el análisis concreto de la realidad concreta”, dicho en términos leninistas.

En definitiva, cuando nuestras ideas sobre el mundo desafían a la realidad estamos ante una mixtificación de ésta, ante una construcción ideológica en el sentido más peyorativo que Marx le daba al concepto, como relación invertida entre nuestras representaciones mentales y esa misma realidad. Y de esas orejeras no han escapado, en buena medida, tampoco quienes se proclaman seguidores de la “teoría de la praxis”, los cuáles sostienen, con harta frecuencia, una visión del mundo, cosmovisión les gusta decir, absolutamente idealista.

Vayamos a los hechos a partir de dos ejemplos.

Hay un mito fundacional en la idea del avance progresivo en un sentido histórico, y que arranca en los tiempos modernos de Rousseau, que señala que el hombre es bueno por naturaleza y que es la sociedad la que le corrompe. En consecuencia bastaría con cambiar las instituciones (no solo las políticas sino el conjunto de los organismos públicos o privados creados para realizar una determinada función, cualquiera que sea ésta) para que se despliegue esa bondad entre el conjunto de los seres humanos, es decir, de la sociedad.

Ese pensamiento, que es judeo-cristiano, en la medida en la que parte de una representación ideal de la persona a imitación de Dios, pues es el primero obra de su creación, es de una simpleza pasmosa pero tiene más seguidores de los que parece. Y olvida que la humanidad, conformada por individuos concretos, es la que crea esas instituciones.

El riesgo de tan ingenua concepción del mundo es caer en el extremo opuesto, planteado un siglo antes por Hobbes (“El Leviathán”), según el cual el hombre es malo por naturaleza y es necesario un poder absoluto para controlar su maldad.

Vuelve a ser un pensamiento tramposo, en este caso por varias razones: justifica la violencia sin límites de un grupo concreto desde el poder (en el pasado la monarquía absolutista) sobre el conjunto, exalta, desde una perspectiva moderna, el darwinismo capitalista y tampoco deja de ser una opinión poco fundamentada, excepto que aceptemos una selección interesada de algunas experiencias concretas que no pueden ser elevadas a un rango general por ninguna evidencia científica.

Parece necesario escapar de una visión reduccionista y global en términos morales para explicar la realidad, al menos desde el presente, ya que las explicaciones inmanentes y transhistóricas simplifican de tal modo el análisis que solo perciben aparentes constantes sin ver las líneas ni los elementos de ruptura que expresan las transformaciones sociales.

El ser humano es un producto histórico. Hace y deshace el mundo, destruye creativamente y reconstruye nuevos órdenes sociales más veces a su pesar que por su propia voluntad. Para Lukacs (“Historia y conciencia de clase”) en los momentos decisivos de la lucha “todo depende de la conciencia de clase, de la voluntad consciente del proletariado”. El elemento subjetivo es, para el marxista húngaro, clave.

Pero en tanto que no se produce ese momento ascendente de la historia humana, los trabajadores pueden alcanzar la mayor degradación moral en relación con el respeto que cada uno de sus miembros se debe a sí mismo y al resto de su clase. No hay un mérito perenne en la misma, ni el hecho de que sea la que objetivamente, por su posición en la producción, tiene todos los motivos para rebelarse, y con ello liberar al resto de la humanidad, convierten a sus componentes en modernos Prometeos ni mucho menos.

Durante los cerca de 10 años que ha durado la crisis capitalista, antes de que se iniciara la recuperación de sus beneficios, la clase trabajadora ha soportado con un estoicismo digno de estudio la depauperación de su nivel de vida, el recorte de sus salarios, la destrucción de sus conquistas sociales, la sobreexplotación en sus condiciones de trabajo, la desregulación de sus relaciones contractuales,…. Sus protestas y huelgas no han significado en absoluto un rechazo al capitalismo como régimen bajo el que superviven sus existencias.

Durante el período en el que se han mantenido sin grandes recortes las conquistas sociales, producto de las luchas históricas de sus precedentes, los trabajadores de la segunda mitad del siglo XX han actuado predominantemente como seres pasivos que validaban el pacto social de sus organizaciones mayoritarias, mientras se confortaban dentro del simulacro de una democracia de consumo.

El sujeto histórico no se ha comportado como tal.

Puede argüirse que no ha existido una organización (partidos, ya que la función sindical está básicamente limitada por lo salarial) de la clase realmente revolucionaria; pero lo cierto es que la relación entre la clase y sus organizaciones se ha retroalimentado durante cerca de 60 años en el mundo capitalista avanzado. Las organizaciones políticas gestionaban el capitalismo y sus bases sociales aprobaban con sus votos dichas prácticas.
Pero es que, además, sostener la tesis del reformismo como única explicación del aburguesamiento durante este largo período de la clase trabajadora supone asumir el principio antidemocrático de que las transformaciones sociales son obra de las organizaciones, no queriendo entender que aquellas las realiza la clase, y que el papel de sus organizaciones es el de la dirección de ésta, no su sustitución en los procesos de lucha.

La explicación de la alienación como teoría que justifica la dominación ideológica del capital sobre la clase trabajadora no es válida porque no estamos ante términos equivalentes, por mucho que los “izquierdistas” sin formación política los usen como sinónimos. El primero de esos términos se refiere a la enajenación del trabajador respecto al producto de su trabajo, al aislamiento de éste en relación con sus compañeros dentro de la producción (dificultad para crear conciencia de clase explotada) y a la negación del potencial humano del trabajador bajo el sistema de producción del capital. Estamos ante la prohibición del ser humano como creador. Por contra, la dominación ideológica se refiere a todos los aparatos de control y justificación del régimen de explotación laboral a través del mundo de las ideas y los valores (educación, justicia, cultura, religión, Estado como legitimador, medios de comunicación convencionales e Internet como transmisores de la ideología dominante,…)

Quedémonos con el uso ignorante del término alienación y aceptemos que la intención del mismo es la de referirse a los aparatos ideológicos de dominación y la transmisión de sus valores.

Pues bien, por mucho que la dominación ideológica explique gran parte de la falta de conciencia de clase, de la desmovilización de la clase trabajadora y de la aceptación del status quo actua,l no lo explica todo. Nunca lo hizo en otros momentos de la historia y no lo hace ahora.

Es cierto que la derrota que para la clase trabajadora en general y para los comunistas en particular supuso la desaparición de la Unión Soviética, como ejemplo de que era posible construir una sociedad no basada en el beneficio capitalista, provocó un pesimismo profundo y drástico que significó un golpe de gracia para los proyectos colectivos de clase y de carácter emancipador. Ello se plasmó en el abandono de muchos militantes revolucionarios en un contexto de involución ultraliberal mundial, agudizó las tendencias individualistas dentro de la clase trabajadora y la aceptación del discurso general del capital por parte de la misma. Pero su desclasamiento, la autoidentificación de muy amplios sectores de los trabajadores como clase media, avergonzados del rótulo obrero, y su caída en el escapismo de lo banal venía ya de los años 70 del pasado siglo, con rasgos que anunciaban estos hechos desde una década antes.

Los marxistas tendemos a entender todo desde lo social y casi nada desde lo individual. Craso error en el que incurrimos voluntariamente. Así nos va. Psicólogos comunistas como Wilhem Reich o Lev Vygotski fueron estigmatizados por la corriente dominante en aquellos años dentro del comunismo por esa estupidez de que la psicología es una doctrina burguesa -así, sin distinción de corrientes ni escuelas concretas- y que solo lo que tenía algún anclaje próximo a las ciencias sociales era susceptible de una aproximación a la concepción progresista de la historia. Esa excomunión se hizo en la inmensa mayoría de los casos desde visiones cerradamente ideológicas y un desconocimiento absoluto de las aportaciones que una concepción marxista de lo psicológico podía hacer a la de toma de conciencia de clase, construcción de teoría alternativa al capitalismo y procesos de revolución social, entre otros beneficios. Eso sin contar con la pasarela que entre lo macro y lo micro representa la psicología social.

Sin considerar el elemento individual, por supuesto afectado por la componente social, del mismo modo en el que lo personal afecta a lo colectivo, no se comprenden cuestiones tales como por qué, mientras muchos trabajadores son unos esquiroles ante una huelga general, hay una minoría de ellos que pone en riesgo su libertad, la seguridad de sus empleos o su propio desarrollo profesional, sin ser liberados sindicales, actuando como piquetes. Tampoco es posible entender porqué hay tantos chivatos en una empresa, tanto trabajador que evita comprometerse en un conflicto laboral, mientras algunos de ellos están dispuestos a llegar hasta el final. Del mismo modo, no hay manera de explicar qué lleva a un trabajador que nunca fue políticamente consciente a tomar conciencia sin una influencia externa a él fácilmente atribuible (la organización o el militante como transmisores de esa conciencia). Igualmente no es fácil deducir qué hace que un trabajador posea conciencia crítica, sin ser un militante revolucionario, ni siquiera alguien próximo a ella, y que ello no provenga ni de una experiencia ajena pero próxima (transmisión intergeneracional, grupo de referencia del tipo amistades), mientras la inmensa mayoría se mueve entre el fútbol, la preparación de sus vacaciones de verano, el chascarrillo de la última parida supuestamente graciosa y el ir cada uno a su bola.

Mientras una minoría muy reducida pero cualitativamente más que interesante por sus motivaciones, que incluso no aparece conectada a militancia alguna ni a influencias de la misma, forma parte de un segmento de trabajadores conscientes y comprometidos con la identidad y la conciencia de clase, la gran mayoría de los trabajadores carece de la misma y, en el mejor de los casos, algunos segmentos desclasados se dejan llevar según sople el viento o se vean afectados en su situación inmediata y personal. 

Empieza a ser el momento de desacralizar a la clase trabajadora por parte de los marxistas, a entender que si es la clase que puede cambiar el mundo porque la gran mayoría de los no asalariados está objetivamente comprometida con la supervivencia de un sistema que no le extrae la plusvalía, esto no la hace en absoluto eximible de su papel como aceptadora acrítica de las reglas del juego. Toca ya dejar de justificar su pasividad, su rol como cómplice de su propia esclavitud, más allá de lo duro que es el enfrentarse a su explotación o a la dominación ideológica que se ejerce sobre ella. Si hay hombres y mujeres, no tocados por el mensaje revolucionario, que se rebelan, el comportamiento del resto, la mayoría, carece de justificación porque, seguramente, las condiciones de unos y de otros no sean muy diferentes.

Establecer esa diferencia no significa hacer rangos que diferencien entre "buenos" y "malos", al estilo de Rousseau o de Hobbes. Es hacer una lectura realista sobre la clase trabajadora, sus aspiraciones y comportamientos, las formas de ser de sus componentes y tratar de entender qué hace que tantos tengan la moral del esclavo y otros pocos la de señores (Nietzsche). No hablo de clasismo al señalar la diferencia con los señores sino de autorespeto, por aquello que decía Marx de que “el obrero tiene más necesidad de respeto que de pan”.

Si las cosas son así, va siendo el momento de virar en algunas cuestiones en relación con la visión de la clase trabajadora y de sus componentes:
  • Separar el hecho de que ninguna otra clase sufre las contradicciones entre la supuesta igualdad y libertad política y el modo en que el capitalismo demuestra que niega ambos, de la factualidad de la clase en cada momento.
  • Abandonar el paternalismo que convierte en heroica a determinada clase social en tanto que no existe correspondencia entre ser sujeto histórico y su propia práctica.
  • Situar a cada miembro de la clase trabajadora ante su trayectoria de forma que nadie pueda reclamar una solidaridad que se negó a dar a quienes antes la necesitaron, del mismo modo que el trabajador combativo merece un tratamiento especial.
  • Rechazar tanto el asistencialismo, que otorga protección sin intercambio de participación, como los derechos sobrevenidos de quienes jamás formaron parte de la lucha sino que incluso la desprestigiaron. No puede ser que el esquirol, el “apolítico” pro empresarial, el ausente de la lucha, se beneficie de esta. Basta ya de que el sindicalismo represente a todos, incluido al que se opuso a la huelga.
Solo cuando cada trabajador concreto comprenda las consecuencias de su propia posición en el antagonismo de clases (indiferente o contrario a la lucha vs. comprometido, insolidario vs. solidario) y cuando entendamos los marxistas que entre necesidades objetivas y subjetivas hay una distancia enorme que cubrir y que en ella debe reflejarse también la máxima de recibir tanto como lo merecido, será posible ir construyendo una solidaridad y una conciencia interna a la clase que no llegará jamás desde la fe de que alguien tiene derecho a lo que no ha contribuido, porque de chivatos, esquiroles, desclasados e indiferentes vamos sobrados.

EPILOGO: Sin la discusión con quien está llamada a ser una gran comunista, y una persona comprometida con su clase, este texto no hubiera sido espoleado para nacer. Estoy en deuda contigo. Gracias por el debate, aunque llegara a adquirir tintes broncos.