Por
Marat
En
los últimos dos años posiblemente se esté hablando en España de
la represión y del recorte de libertades de expresión, opinión y
manifestación tanto o más que en el conjunto de los últimos 40
años desde el inicio de la transición política.
Y
hay razones sobradas para ello. El encarcelamiento de personas por
expresar por escrito, en protestas en la calle o mediante
manifestaciones artísticas sus puntos de vista sobre la realidad en
la que viven o su disidencia frente a lo que consideran injusto, ha
hecho de España un país desmovilizado, acobardado y amenazado con
cárcel y multas que sus receptores no puedan pagar.
Una
combinación de violencia policial, judicial y legislativa (nuevo
Código Penal y Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana)
amedrenta la voluntad de resistir ante el atropello al que
cotidianamente se ven sometidos los más débiles.
Y
sin embargo, y ante esta evidencia, nunca se ha mentido, manipulado,
ni ocultado tanto las razones de las que nace ese diluvio represivo.
Para
los vendedores de “ilusión democrática”, según la cuál el
Estado es un aparato neutro al que manejar a voluntad y en sentidos
muy diferentes según el partido que haya ganado unas elecciones, el
vendaval antidemocrático proviene de que el Partido Popular es muy
autoritario y de que pretende imponer una política de recortes
sociales que, en opinión de los sostenedores de tal teoría, la
sufren unas víctimas muy genérica: “la gente”, “las clases
medias”, “los ciudadanos”, su expresión favorita. Lo cierto es
que gobierne quien gobierne, mientras lo haga sin romper la legalidad
del sistema político vigente, la clase trabajadora ha de mantener la
lucha por sus derechos.
Vivimos
inmersos en una crisis capitalista de la que las grandes
corporaciones que dominan la economía, el mundo del trabajo y
nuestras vidas son incapaces de salir, si no es mediante la
transferencia de ingentes cantidades de rentas del trabajo al
capital, a través de la privatización de lo público, de la brutal
reducción de los salarios y costes laborales en general.
Desde
la crisis del 29 del pasado siglo jamás se había efectuado una
agresión tan salvaje contra las conquistas históricas de la clase
trabajadora y en esa agresión el Estado capitalista no es neutral,
como pretenden hacernos creer los minirreformistas vendedores de
crecepelo para calvos.
El
Estado jamas fue un órgano neutral por encima de las clases sociales
ni conciliador de los intereses antagónicos entre unos y otros
estratos sociales. Representa de un modo férreo a la clase
constituida en dominante mediante su poder económico. Quienes lo
gobiernan en representación de dicha clase y el reformismo que
aspira a sustituir a los habituales gobernantes de dicho aparato, sin
cuestionar y ni siquiera intentar confrontar dicha naturaleza de
clase capitalista, admiten que éste sea el brazo necesario para la
represión de cualquier intento de la clase trabajadora de ejercer
resistencias a su sacrificio en esta crisis.
La
combinación de policía (reprimiendo), jueces (condenando),
legislativo (nuevo Código Penal, Ley Orgánica de Protección del
Derecho a la Seguridad Ciudadana), medios de comunicación (creando
estados de opinión criminalizadores de las luchas de la clase
trabajadora) y una ideología de superioridad de la idea de segurdad
(versión moderna del “orden público” franquista) que se asienta
en una “doctrina del derecho penal del enemigo”, pretenden instaurar un cordón sanitario frente a la lucha obrera. El objetivo
no es otro que el de disuadir en primer término, mediante una
combinación de mecanismos coactivos y coercitivos, y reprimir,
cuando es necesario (y lo es de forma habitual para los gobiernos del
capital) cualquier disidencia de clase.
Se
entiende así que el Estado capitalista haga cierta la expresión del
pensador liberal Max Weber que afirmaba que “Estado
es aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio
(el “territorio” es elemento distintivo), reclama
(con éxito) para sí el monopolio de la violencia física
legítima. Lo específico de nuestro tiempo es que a todas
las demás asociaciones e individuos sólo se les concede el derecho
a la violencia física en la medida en que el Estado lo permite. El
Estado es la única fuente del “derecho” a la violencia.” (“La
política como vocación”)
Sin
salirnos del pensamiento jurídico-político liberal podríamos
reprochar a Max Weber y a tantos liberales de su especie
su “confusión” intencionada entre “legalidad”
y “legitimidad”, ya que la “fuente del derecho” a
la que alude es la del derecho positivo (de normas jurídicas
escritas por el órgano del Estado que ejerza la función
legislativa) y no la del “derecho natural” (Rousseau),
que sería fuente de “legimidad”,
en tanto que se asienta en un derecho de tipo moral. Ello hasta el
punto de que un acto puede ser legal pero no legítimo y viceversa.
En la dualidad
legitimidad/ilegitimidad se fundamenta tanto la razón
como la sinrazón ontológicas del ejercicio del gobierno.
En
cualquier caso, la clave del pensamiento y la acción principal del
Estado capitalista es la conservación de la llamada “paz social”
en base a la previsión (ideología dominante, coacción, legislación
disuasoria,…) y a la reacción cuando siente
que los privilegios de la clase a la que representa son amenazados o
siquiera contestados más allá de la vacuidad de las palabras.
Si
el Estado capitalista se arroga, por un lado, la voluntad y la
legalidad, que no la legitimidad del monopolio de la violencia,
necesita, por otro, negar que ejerza otras formas de violencia como
la explotación laboral, la pobreza a la que condena a amplias capas
de la población, el terrorismo empresarial que legaliza o el imperio
del “derecho” al pago de la deuda bancaria por encima del que
corresponde a una vivienda digna, por citar sólo algunos ejemplos.
En
paralelo, la oposición a su dominación de clase, el Estado la
considera violencia casi equiparable a la terrorista. Así un corte
de vías férreas o de carreteras en una protesta sindical, la
ocupación de locales de la patronal por trabajadores, un piquete
informativo que, si no es en parte coactivo, no es piquete sino grupo
informe de pusilánimes, la cobertura fotográfica de la violencia
policial en una manifestación o una frase un poco más subida de
tono de lo normal en redes sociales es violencia “ilegal” para
quien detenta más que ostenta el pretendido Estado de derecho de una
dictadura de clase.
Desde
Alfon, encarcelado en régimen FIES, con periódicos castigos, hasta Andrés Bódalo, dirigente del SAT también
encarcelado, pasando por Raúl Capín al que le ha caído una multa
absolutamente brutal en su condición de persona con limitados
recursos o Esther Quintana, que perdió un ojo por una pelota de goma
de los mossos d´esquadra en la huelga general del 14 de noviembre
2012, toda la artillería legal, legislativa y policial del Estado,
además de la de su Brunete mediática va destinada a destruir la
capacidad y voluntad de rebeldía de la clase trabajadora.
Los
sindicatos del régimen, CCOO y UGT, dan la cifra de 300
sindicalistas encausados para los que se llega a pedir hasta 125 años
de cárcel. Previsiblemente son muchos más, dado que estos
sindicatos no destacan por su solidaridad con el sindicalismo
alternativo ni con los militantes comunistas, anarquistas y
revolucionarios condenados o amenazados por peticiones de cárcel y
otras sanciones por luchar en defensa de la clase trabajadora.
La
situación del SAT refleja unos 700.000 euros en multas, unas 637
personas imputadas y unas peticiones de condenas de prisión que
suman 437 años de cárcel.
Sobre
los 8 de Airbús, finalmente no condenados por su participación en
la huelga general de 2010, pendían penas de cárcel por alrededor de
70 años, penas que CCOO y UGT, sindicatos a los que estaban
afiliados los encausados, pretendían negociar con el gobierno del PP
bajo la mesa, llegando a acariciar incluso la idea de un indulto, lo
que hubiera significado un reconocimiento de culpa por parte de los
afectados, cosa que estos tuvieron la dignidad de no admitir.
Por
fortuna, la presión desde las bases de estos sindicatos sobre sus
cúpulas y la solidaridad internacional impidieron tal ignominia y
lograron su sobreseimiento.
En
este contexto de represión, no selectiva sino masiva que amenaza al
movimiento obrero, sus organizaciones sindicales, políticas y
sociales, se hace cada día más evidente la desproporción de
fuerzas entre el Estado capitalista y la clase trabajadora. Los dos
años largos de desmovilización social y el escuálido 1º de Mayo
último dan prueba de ello.
En
el aspecto concreto que nos ocupa en este texto, es llamativa también
la diferencia entre los encausados por ejercer una faceta explícita
de la lucha de clases y los finalmente absueltos de las acusaciones
de delito que recaían/recaen sobre ellos
Más
allá de la capacidad de presión resultante de las distintas
solidaridades que afectan a cada uno de los amenazados con multas,
prisión o denuncia por los daños físicos y morales ejercidos por
los aparatos represores del Estado capitalista, lo cierto es que al
producirse el apoyo a las víctimas de los atropellos del poder de
clase de forma fragmentada, dividida en ocasiones en plataformas
ajenas unas a otras y en campañas muy individualizadas, la
posibilidad de derrota en la defensa de las libertades colectivas e
individuales de quienes se rebelan contra el atropello del capital y
sus instituciones está garantizada. Sólo la unidad de nuestra
clase, la trabajadora, puede nivelar, la fuerza que se ejerce desde
el otro lado y posibilitar el éxito.
Es
cierto que cada procesado, cada represaliado, cada violentado
policialmente en una manifestación, cada trabajador@ pres@ por
luchar en defensa de sus derechos necesita el calor solidario, que su
caso no sea olvidado dentro de una causa más general. Pero la
respuesta a esa cuestión debiera ser una dinámica de defensa de
toda la clase castigada, porque nos someten a todos en cada uno de
los que son sancionados, golpeados, enmudecidos y penados y que, a su
vez, haga de cada caso una denuncia, un ejemplo de dignidad, un
abrazo de todos los que luchan junto a él.
Por
otro lado, el sectarismo de quienes menosprecian o ignoran a otros
combatientes de nuestra clase porque considerar que sus posiciones
son “demasiado radicales”, la parcialidad de quienes se ocupan
sólo de sus militantes obreros, ha producido un daño enorme en esa
necesidad de unidad y coincidencia de objetivos en lo que se refiere
al derecho a la disidencia de clase. Es un enorme error que están
pagando no sólo cada uno de los represaliados sino l@s
trabajador@s en su conjunto, que
ven en cada reprimido un motivo disuasorio para su protesta. Sobre
nuestra división en la defensa de nuestros derechos a la palabra y
la batalla cabalgan las leyes represoras, los policías excitados en
su violencia, los jueces y fiscales feroces en sus condenas, los
medios de desinformación del capital, la indiferencia de much@s
trabajador@s ante el dolor que
experimentan los de su mismo estado de explotación y de opresión,
aún cuando no sean conscientes de sus cadenas.
Por
otro lado, habrá quienes quieran difuminar el carácter de clase del
Estado burgués y su vejación contra la clase que le es antagónica
bajo la idea genérica de una denuncia del recorte de las libertades
y de opresión, como si en los últimos años de la crisis
capitalista la represión no hubiera aumentado exponencialmente y
como si el carácter del Estado policía se debiera sólo o
principalmente a su condición de moderno “Leviatán”
burocrático.
Esta
tesis, que hunde sus raíces en la vieja desconfianza liberal hacia
el Estado (teoría del Estado mínimo), y que hoy ha sido recogida
por el minarquismo (libertarianos), precisamente porque comprende muy bien la
naturaleza de clase del Estado y prefiere que no interfiera en sus
negocios (sociedad civil), ha mutado en ambientes libertarios no
sindicalistas, en sectores del nuevo reformismo indignado y, por
supuesto, desde hace muchos años en el viejo reformismo de matriz
socialdemócrata, hoy social-liberal.
Al
desconectar estos enfoques políticos de la naturaleza de clase del
Estado se cae en un concepto meramente ciudadanista de defensa de las
libertades, lo que no es otra cosa que una visión “idealista” de
las mismas, olvidando su carácter instrumental (para difundir ideas,
expresar la disidencia, luchar por derechos concretos, defenderse de
la explotación y la opresión,...).
La
realidad es que en las etapas de crisis capitalista es cuando su
Estado refuerza especialmente cárceles, leyes represoras, aparatos
policiales,...independientemente de que pueda mantenerlos activos en
etapas de expansión económica. Pero lo decisivo en estas últimas
no es tanto lo opresivo como el fomento del consentimiento y del
consenso (a través de los aparatos ideológicos) y el contrato
social (mediante políticas, en el pasado, de cierta redistribución
social que impulsaban al mercado).
Por
tanto, sea de modo intencionado (casi siempre, y desde un discurso de
clase media, negador de los antagonismos de clase, que no
necesariamente ha producido dicha clase pero que sí ha comprado a
los think-tanks de la oligarquía mundial), sea de un modo
irreflexivo, mantener la tesis de una defensa de las libertades ajena
a la cuestión de clase y a las prácticas de las políticas
antiobreras es lisa y llanamente complicidad con él capital.
No
se trata de negar que los recortes a las libertades y la represión
se estén expandiendo a ámbitos no directamente ligados a la lucha
de clases pero escamotear que la clave se encuentra aquí y en la
naturaleza clasista del Estado es sencillamente mentir. Las reivindicaciones puramente democráticas tienen su razón de ser pero
si se emplean como arma luz de gas pequeñoburguesa para tapar
la cualidad clasista de la violencia del Estado estamos ante
realidades que no deben solaparse.
De
ahí que, centrada la cuestión, en la condición de clase del
Estado, en su papel de policía, juez, consejo de administración de
la burguesía y propagandista de sus valores, sea necesario vincular
el incremento brutal de la represión con la agudización de la lucha
de clases y con las políticas contra la clase trabajadora de aquél.
Diluir
estas cuestiones en plataformas contra la Ley Mordaza en genérico,
es sencillamente claudicar desde un oportunismo zafio, echarse en
brazos del reformismo procapitalista más abyecto, derrotarse el
movimiento obrero y sus organizaciones sindicales, políticas y de
todo tipo a sí mismos y caer en una especie de pseudoradicalismo
estéril de origen burgués de corto éxito y recorrido. Su fracaso
se deberá no sólo a la menor capacidad organizativa de este tipo de
entes sino sobre todo a que, al ocultar las razones reales -la
desigualdad que genera el capitalismo y sus leyes- de la protesta que
es aherrojada, se autoexcluye de la solidaridad y compromiso
necesarios a todos los que sufren en sus propias carnes dicha
desigualdad y que no se sentirían representados por proclamas
“prodemocráticas” más o menos justas pero que no conectan con
las necesidades más tangibles que afectan a sus vidas.
En
resumen, es necesario reorientar la lucha antirrepresiva en varios
sentidos:
-
Hacia
una posición de clase, que proclame que la represión expresa un
nivel concreto de la lucha de clases y que el Estado en sus dimensiones policial, legislativa y jurídica responde a los intereses de la clase dominante.
-
Hacia
una superación de la división en la lucha de las organizaciones
del movimiento obrero por la defensa de todos y cada uno de sus
militantes sindicales y políticos a las puertas de ser procesados o
ya condenados. La consigna de marchar separados es justificable en términos de estrategia y de niveles de enfrentamiento/acuerdo con el capital pero jamás en la defensa de cada uno y todos los militantes obreros perseguidos y encausados.
-
Hacia
la consideración de “represaliados y presos políticos” de los
militantes obreros que sufren las consecuencias de la violencia del
Estado capitalista porque éste es un órgano político que ejerce
su monopolio de la misma a partir de criterios puramente políticos.
Ello
no supone en absoluto negar la utilidad y la necesidad de las
plataformas concretas de apoyo a militantes obreros específicos pero
sí superar la cultura de la división y el sectarismo, especialmente
por parte de quienes, desde una pretendida posición de
“mayoritarios”, desprecian la lucha de otras organizaciones,
trabajar en red, compartir objetivos comunes, realizar campañas
globales en defensa de todos los que sufren la represión por
defender a la clase trabajadora y, muy importante, dedicar personas y
militantes concretos a la creación de ese clima de cooperación y al
logro de dichos objetivos. Eso o acabar como los dos conejos de la
fábula de Tomás de Iriarte, que discutían si los que les
perseguían eran galgos o podencos.
“En
esta disputa,
llegando
los perros
pillan
descuidados
a
mis dos conejos.
Los
que por cuestiones
de
poco momento
dejan
lo que importa,
llévense
este ejemplo.”