Los
pasados 3 meses nos revelan que el panorama del sistema mundial es
cada vez más preocupante. Tanto por las tensiones geopolíticas en
Siria, como por las tendencias económicas que rozan la recesión.
Por cuarta vez consecutiva en lo que va del año, el Fondo Monetario
Internacional (FMI) disminuyó sus estimaciones de crecimiento: la
economía global se expandirá 3.1% en 2015, la tasa más baja desde
2009.
Es
que el proceso de recuperación económica en Estados Unidos es muy
débil, mientras que la Unión Económica y Monetaria Europea y el
Reino Unido conservan el riesgo de consolidar la deflación (caída
de los precios). Los países de América Latina y el Continente
Asiático, por su parte, tampoco están a salvo de la turbulencia
económica mundial.
Luego
de la contracción del crédito (credit crunch) internacional en los
primeros meses de 2009, la mayor parte de las economías emergentes
evitaron sumergirse en una crisis profunda. Los países
latinoamericanos cayeron en desaceleración pero no en depresión.
Lo
mismo sucedió con los países de la región de Asia-Pacífico: China
continuó con la compra de una gran cantidad de materias primas
(commodities), con lo cual los países primario-exportadores de la
periferia capitalista resistieron más ante el colapso si se los
compara con las naciones industrializadas. Ahora la situación es muy
distinta, la recesión avanza en América del Sur y la desaceleración
cobra fuerza en el Continente Asiático.
El
Grupo de los 7 (G-7, integrado por Alemania, Canadá, Estados Unidos,
Francia, Italia, Japón y Reino Unido) se encuentra atrapado en una
crisis estructural. Estados Unidos, la Zona Euro, Japón y el Reino
Unido lanzaron una enorme cantidad de estímulos monetarios y
fiscales para evitar la profundización de la debacle.
Sin
embargo, esas políticas, más que dinamizar el grueso de la
actividad productiva y promover la creación de empleo masivo,
precipitaron la acumulación de deuda pública y el auge bursátil.
La crisis no se resolvió, solamente se contuvieron sus rasgos más
destructivos unos meses.
En
Japón ya se presencian los primeros síntomas del regreso a la
deflación (caída de precios). Cuando el primer ministro, Shinzo
Abe, comenzó su mandato en diciembre de 2012, se comprometió a
sacar a su país del atolladero. Con graves penurias desde 1980, por
una crisis de los bienes raíces, la economía nipona se hundió a
principios de la década de 1990 en el estancamiento, y siempre se
mantuvo amenazada por la caída de precios.
El
gobierno de Abe apostó todo su capital político en un plan de
recuperación (conocido con el nombre de Abenomics) sustentado en las
denominadas “tres flechas”: las reformas estructurales, los
estímulos fiscales (20.2 billones de yenes) y el programa de
flexibilización cuantitativa (aumento de la base monetaria en un
monto anual que equivale a 16% del producto interno bruto, 80
billones de yenes).
A
grandes rasgos, el objetivo consistía en incrementar la
productividad y la competitividad empresarial de Japón en la
economía global. Se liberalizó el mercado laboral para eliminar las
barreras de la explotación capitalista. Para sumarse en el Acuerdo
de Asociación Transpacífico (TPP, por su sigla en inglés) que
impulsa Estados Unidos, Abe pretende llevar adelante la apertura de
los sectores de la agricultura y la salud, entre otros, aunque la
resistencia interna no se lo permite todavía.
También
se disminuyeron los impuestos a las corporaciones para promover la
inversión productiva y se incrementó el impuesto al valor agregado
de 6 a 8% para no generar un hoyo fiscal. Por último, se puso en
marcha un programa de inyección de liquidez para favorecer la subida
del nivel de precios. Sin embargo, el plan Abenomics aún no consigue
el despegue de la economía.
La
economía nipona cayó -1.2% entre abril y junio (en términos
anuales). Y hay señales que apuntan a que la recesión no cederá en
los últimos 2 trimestres del año. A pesar de la agresividad de las
políticas del Banco de Japón, la tasa interanual de inflación (si
se excluyen los alimentos y la energía) sigue sin crecer. En agosto
disminuyó -0.1 por ciento. Es la primera vez que registra números
negativos desde abril de 2013.
La
depreciación del yen en más de 30% ante el dólar todavía no
termina de dinamizar lo suficiente el comercio exterior. La
producción industrial (maquinaria, automóviles y aparatos
electrónicos) se desploma y el nivel de consumo de las familias no
basta para elevar la demanda interna. La deuda pública ya casi
supera 250% como proporción del producto interno bruto; la
degradación de la solvencia es tal que la agencia Standard &
Poors no tuvo alternativa y a mediados de septiembre disminuyó la
calificación de la deuda soberana del país asiático de A+ a AA-.
El
gobernador del Banco de Japón, Haruhiko Kuroda, sostuvo que la caída
de la actividad económica se trata de una situación que muy pronto
será superada, pues es transitoria: tanto el desplome de las
cotizaciones del petróleo, como la drástica desaceleración de
China obstaculizan que el plan Abenomics logre superar el
estancamiento y la deflación.
Sin
lugar a dudas, entre los países del capitalismo industrializado,
Japón vive uno de los mayores dramas económicos desde hace más de
2 décadas. A principios de octubre, el banco central reiteró que no
cancela la posibilidad de ampliar su programa de estímulos
monetarios en caso de que la situación se vuelva más crítica. No
obstante, es evidente que de nada servirá proveer dosis más altas
de una medicina que en lugar de curar, prolonga los males.