3 de enero de 2017

SÍNDROME DE ESTOCOLMO EN PENSIONES

Juan Francisco Martín Seco. El viejo topo

Lo he afirmado tres veces, luego es verdad. Las mayores mentiras se pueden trasformar en dogmas, o los errores en aciertos, a base de repetir un mismo mensaje de forma continuada. Esto es lo que ha ocurrido con las pensiones.
Desde hace más de treinta años todos los cañones informativos de las entidades financieras, de las fundaciones ligadas a ellas o a los poderes económicos, e incluso muchos políticos, han venido martilleando a la opinión pública con el soniquete de que el sistema público de pensiones no es viable, o de que en cualquier caso necesita una profunda reforma (léase reducción) para su sostenibilidad y de que se hace preciso, por tanto, que los ciudadanos comiencen a ahorrar, es decir, a suscribir fondos, planes de pensiones o instrumentos similares, finalidad última del mensaje.
Tanta fuerza ha tenido la ofensiva, que ha terminado calando profundamente en la sociedad. De ahí que no haya que sorprenderse de los datos que ofrece la encuesta realizada por la fundación Mapfre en la que, por ejemplo, más del cuarenta por ciento de los españoles piensan que cuando se jubilen no van a cobrar pensión. Estoy seguro, sin embargo, de que esas mismas personas no dudan de que va a seguir habiendo sanidad pública y educación pública; no cuestionan que se vaya a poder pagar a los policías, a los jueces y a los demás funcionarios o que los poseedores de títulos de deuda pública vayan a cobrar los intereses.


Sin motivo fundado, el pesimismo existente con respecto a las pensiones es radical. Una buena parte del otro sesenta por ciento considera que una vez jubilados no podrán mantener el mismo poder adquisitivo y que la cuantía de su pensión no sobrepasará los 900 euros mensuales; 150 euros menos que la pensión media actual, que ya es suficientemente baja. Se produce una especie de síndrome de Estocolmo en virtud del cual los ciudadanos han terminado asumiendo los sofismas y falacias construidos con la pirámide demográfica, con el incremento de esperanza de vida y, sobre todo, al ligar la suerte de las pensiones a la evolución de las cotizaciones, sin que nadie por el contrario repare en el incremento de la productividad y de la renta per cápita. Es una especie de promesa autocumplida, porque es precisamente el derrotismo en esta materia el que puede hacer posible que el sistema público de pensiones se deteriore, al tirar la toalla antes de comenzar el combate.

La encuesta se adentra también en el tema del ahorro que los ciudadanos guardan para la jubilación. No es de extrañar. Mapfre es una empresa de seguros y esta ha sido siempre la finalidad de la ofensiva: promocionar los fondos privados de pensiones o figuras análogas. La contestación de los encuestados es bastante lógica, el setenta por ciento no ahorra porque no puede, pero del 30% restante muy pocos serían, aunque no lo digan, los que podrían con su ahorro mantener una pensión. Por otra parte, la contestación de todos ellos con carácter general debería haber sido que de hecho ya están ahorrando todos los meses, puesto que las cotizaciones (incluyendo las empresariales) forman parte de su retribución, se pagan mes a mes durante toda su vida laboral.

Por mucho que se empeñen las entidades financieras y por mucha propaganda que hagan de los fondos y de los planes de pensiones, la mayoría de los ciudadanos no tienen apenas capacidad de ahorro. Deteriorar el sistema público de pensiones y confiar la supervivencia en la jubilación al ahorro privado es condenar a amplias capas de la población a la pobreza o a la beneficencia. Aparte de las pensiones públicas, tan solo la casa en propiedad puede tener cierta importancia en la riqueza de la casi totalidad de jubilados (presentes y futuros). Por eso se entiende mal que la vivienda se haya convertido en diana de los distintos impuestos.

El día 2 del presente mes, el Consejo de Ministros aprobó (al mismo tiempo que endurecía el impuesto de sociedades e incrementaba los gravámenes al tabaco, al alcohol, etc.) los coeficientes de actualización de los valores catastrales que subirán en 1.895 localidades de toda España, y que derivará en una subida de impuestos tales como el IBI o la plusvalía municipal. Lo cierto es que desde el comienzo de la crisis, de una u otra forma, los ayuntamientos no han dejado de subir el IBI. Pese a que el valor de mercado de los inmuebles se ha desplomado un 30%, la recaudación del impuesto ha crecido un 76%.

El hecho es tanto más injusto en cuanto que la vivienda representa el único patrimonio y la única reserva de cara a complementar la pensión de las clases bajas y medias. Resulta significativo que mientras el impuesto de patrimonio es objeto de toda clase de improperios y críticas, el IBI apenas recibe censuras cuando es en el fondo un impuesto de patrimonio, solo que parcial y no progresivo, y recae exclusivamente sobre aquella parte de la riqueza nacional que es propiedad de las capas sociales modestas.