12 de abril de 2013

LA “RECESIÓN PROLONGADA” CONDUJO A LA GRAN RECESIÓN


Barbara Garson. TomDispatch
Si tuviera que poner fecha a la Gran Recesión, podría decir que comenzó en septiembre de 2008 cuando Lehman Brothers se volatilizó en un fin de semana y un masivo esquema Ponzi comenzó a derrumbarse. Hasta 2008, sin embargo, la mayoría de los trabajadores estadounidenses ya había sufrido 40 años de pérdidas en salarios, seguridad y esperanza, su propia recesión prolongada.

En los años sesenta me entrevisté con un joven que estaba a punto de licenciarse del Ejército y, por casualidad, volví a hablar con él en cada una de las dos décadas siguientes. Aunque murió dos meses antes del colapso de Lehman Brothers, esos breves encuentros me enseñaron la forma en que la recesión prolongada condujo directamente a nuestra Gran Recesión.

A finales de los años sesenta yo estaba trabajando en un café contrario a la guerra cerca de una base del ejército de la cual los soldados salían hacia Vietnam. Un joven larguirucho, que hacía poco que había vuelto de “Nam”, era particularmente hábil y reparaba nuestro tocadiscos o hacía que nuestro viejo mimeógrafo funcionara correctamente. Pocas veces hablaba de la guerra, excepto para decir que su compañía estaba drogada todo el tiempo. “Nuestra consigna”, me dijo una vez, “era ‘no lo hagamos y digamos que lo hicimos’”. Duane no tenía la menor intención de convertirse en un veterano profesional de Vietnam como John Kerry cuando lo sacaran de las filas. Su plan era volver a su casa a Cleveland y compensar el tiempo perdido en la contracultura civil de esa era.

A menudo me sentaba con él durante mis descansos, disfrutando de su calor y de su sentido consciente de sí mismo del humor. Pero miles de soldados pasaron por ese café y, para decir la verdad, en realidad apenas me di cuenta cuando partió.

A principios de los años setenta, General Motors estableció la línea de montaje más rápida del mundo en Lordstown, Ohio, y la dotó de personal cuya edad promedio era de 24 años. La administración de GM esperaba que esos trabajadores saludables e inexpertos pudieran producir 101 coches por hora sin reclamar como lo harían trabajadores automovilísticos más experimentados. Lo que GM obtuvo en lugar de reclamos fue una serie de huelgas de celo y situaciones caóticas que la gerencia calificó de “sabotaje” sistemático hasta que se dio cuenta de que la palabra afectaba la venta de coches.

Visité Lordstown la semana antes de una votación para decidir una huelga, en medio de especulación en todo el país sobre si una generación de “trabajadores hippies” podría “humanizar la línea de montaje” y así cambiar para siempre la forma de trabajar en EE.UU. En un tour guiado de la planta me sorprendió ver a Duane colocando radios en coches con una pistola de aire. Me reconoció y me pasó una nota con su número de teléfono.

Lo llamé y más tarde esa noche, en su casa, me hizo un breve resumen de su vida desde  que dejó el ejército: “Recuerdas, el día que me desmovilizaron oficialmente me disteis un gigantesco banana split. Bueno, desde entonces las cosas han ido de mal en peor. Volví a Cleveland y me quedé con mi padre que estaba cesante. Te digo que fue una experiencia desalentadora. Pero me imaginé que las cosas iban a mejorar con ruedas, de modo que me compré un coche. Pero resultó que el coche no era humano y eso fue un problema. De modo que me imaginé, que necesitaba una chica. Pero resultó que la chica era humana y eso fue un problema. De modo que terminé trabajando en GM para pagar el coche y la chica”.

Me presentó a su esposa embarazada, a la que parecía querer mucho más de lo que sugería su historia. La joven pareja no tenía quejas sobre la paga de GM. A pesar de todo, Duane quería progresar una vez que su mujer tuviera el bebé. “Me quedo para poder usar el plan hospitalario”.

¿Y cuál pensaba que sería su siguiente paso? “Tal vez iremos a vivir en el campo”, me dijo. Si eso no resultaba buscaría trabajo en un sitio menos regimentado, algún sitio donde pudiera hacer algo “que valga la pena”. Para Duane, un trabajo que valiera la pena no significaba necesariamente lanzar un transbordador espacial o curar el cáncer. Significaba ver lo que había logrado –como esas reparaciones de nuestro mimeógrafo en el café– en lugar de hacer ajustes, retorceduras y retoques en los coches que pasaban cada 36 segundos.

Cuando Duane y sus amigos hablaban de abandonar trabajos bien pagados no solo se desahogaban. En aquellos había suficiente trabajo como para que si un amigo se mudaba a Atlanta o si había un grupo musical que te gustaba en Cincinnati, podías pedir un aventón y encontrar un trabajo en un día o dos que bastaba para pagar el arriendo y la comida.
Eso, por supuesto, hacía que fuera más difícil administrar una empresa. GM se hizo eco de muchos empleadores en sus quejas sobre absentismo y alto índice de rotación entre jóvenes trabajadores. En retrospectiva, ese fue probablemente el momento en que muchos fabricantes estadounidenses comenzar a buscar cómo encarar su problema laboral. Pero ni Duane ni yo teníamos alguna premonición sobre la subcontratación y la deslocalización que pronto iniciarían las décadas de la Gran Recesión para tantas familias de trabajadores. Para nosotros era todavía una época en la que abundaba el empleo y los estadounidenses no hablaban de encontrar trabajo, sino de “humanizarlo”.

A mediados de los años ochenta, hablé en una universidad en Michigan y volví a ver a Duane, esa vez entre el público. Después de la conferencia conversamos y lo invité a salir junto a los profesores que habían auspiciado mi conferencia, pero tenía que ir a buscar a sus hijos al colegio y dejarlos con la niñera a tiempo para llegar a su turno vespertino. Su esposa, me dijo, los iría a buscar cuando terminara su turno de día.
“¡Logística complicada!” dije.

“Es una maniobra más complicada que cualquiera realizada por mi compañía en Nam”, dijo sarcásticamente.

En el poco tiempo que teníamos, Duane me habló de su vida laboral. No había vuelto al campo, pero tampoco seguía trabajando en la industria automovilística. “Demasiados despidos” fue su resumen de los años pasados. A fin de “mantener la delantera”, había mejorado sus conocimientos y llegó a ser un maquinista capacitado. En realidad había seguido mejorado su habilidad hasta el punto en el que, como explicó, “programo las máquinas que programan a los otros maquinistas”. Se encogió de hombros como si quisiera decir: “¿Qué se le va a hacer?”

En esos días se estaban introduciendo los ordenadores en las tornerías y tuvieron el efecto de arrebatar la planificación a los operadores en sus bancos y centralizar gran parte de la preparación de la producción en una oficina de administración o departamento de planificación. Duane comprendió perfectamente que estaba “tomando la delantera” al utilizar su propia pericia para afectar la de otros, de ahí su encogimiento de hombros.
El trabajo de su mujer lo estaban automatizando de forma similar. Era procesadora de datos en una compañía aseguradora y regularmente volvía a casa con dolor de cabeza por mirar fijamente los monitores inmóviles parpadeantes de esa época. Pero tenían pocas alternativas. Entonces se necesitaban dos sueldos para mantener una casa de clase media.
En el verano de 2008, sonó el teléfono y la voz de un hombre comenzó a explicarme que él y sus hermanas estaban tomando contacto con personas cuyos nombres habían encontrado en el libro de direcciones de su padre para informarles de que había muerto. Duane había muerto repentinamente en Arizona. Se había mudado unos años antes para trabajar en un negocio que, me dijo su hijo, tenía algo que ver con láseres industriales (“tomando la delantera” hasta el fin).

El funeral estaba programado para un fin de semana y gracias al trabajo manual de Duane había mucho sitio para invitados de fuera de la ciudad, me dijo su hijo. En su casa en Arizona, “mi padre construyó esos hermosos dormitorios integrados”. Sus hermanas, mencionó, estaban jugando con la idea de mudarse a la casa porque no se podían imaginar que un extraño apreciara integralmente el trabajo de su padre. Incluso estaban explorando la situación laboral en el lugar. Una era recepcionista médica, la otra conductora de un camión de reparto.

Dos meses después la economía colapsó. No era exactamente el momento adecuado para renunciar a empleos seguros. Para entonces, la burbuja inmobiliaria de Arizona había estallado totalmente dejando la casa, con todo el hermoso trabajo de su padre, “sumergida”. Incluso si pudieran venderla a un precio razonable posterior al crac, todavía deberían al banco más de 200.000 dólares.

Todo lo que Duane dejó como herencia fue esa casa, una prestación por fallecimiento de 15.000 dólares y una deuda en la tarjeta de crédito de 6.000 dólares. Sus hijos no tenían posibilidad alguna de seguir pagando la hipoteca y, por lo tanto, por consejo de un abogado, enviaron por correo las llaves al banco y se fueron.

Su hijo dijo sobre esa situación: “Mi padre habría hecho un comentario socarrón, ‘cuando estaba vivo una vez impedí que os fuerais de la casa, pero os enseñé a partir de una casa después de muerto’. Algo así. Solo habría parecido divertido”.

Volví a pensar en el café de los soldados y los chistes de Duane sobre su desventurada unidad militar. Sí, si hubiera estado vivo, podría ciertamente haber contado chistes sobre un desventurado trabajador estadounidense subiendo difícilmente una cuesta, quien, como su casa hipotecada, terminó en todo caso sumergido y probablemente también habría parecido divertido.

Esto no quiere decir que Duane haya vivido una vida indigna o de privaciones. Su propiedad ha sido víctima de la catástrofe económica de 2008, pero él había trabajado continuamente en tareas cada vez más capacitadas y posiblemente incluso más “meritorias”. Había criado tres hijos que todavía admiraban a su padre. Y parecía haber conservado hasta el final su humor consciente de sí mismo pero sin subestimarse.

Por otra parte, se trataba de un trabajador, parte de una familia con dos ingresos, que había previsto la subcontratación, la deslocalización, y la automatización y se fue adaptando regularmente. Trabajó duro durante cuatro décadas, pero murió sin ahorros, con un valor negativo de su casa y una deuda en la tarjeta de crédito.

A pesar de su creciente conjunto de habilidades, los ingresos de Duane parece que no aumentaron significativamente durante su vida. Estuvo, parece, siempre muy cerca del límite. Por cierto, no puedo pretender que lo conocí bien. Tal vez desperdició su dinero en vicios secretos, pero la probabilidad de que sus ingresos simplemente se estancaran durante cuatro décadas ciertamente corresponde a un modelo nacional.

Entre 1971 y 2007, los salarios por hora en EE.UU. solo aumentaron en un 4%. (¡No 4% por año, sino 4% en 36 años!) Durante esas mismas décadas, la productividad se duplicó esencialmente y aumentó 99%. En otras palabras, la productividad del trabajador promedio aumentó 25 veces más que el salario.

Fue, por cierto, una bonanza para las corporaciones y los estadounidenses más ricos. En 1976 el 1% de las familias estadounidenses poseía un 19% de la riqueza del país. En el año 2000, poseía el 40%. En los mismos años, el 58% de cada dólar de aumento de los ingresos lo percibió ese 1%.

Hubo, sin embargo, un pequeño problema: los estadounidenses se venden unos a otros más de un 70% de lo que producen. Si la mayoría de los trabajadores estadounidenses producían más, sin ganar más, ¿quién iba a comprarlo todo?

Los directores ejecutivos y los financistas estaban desesperados por responder a esa pregunta, porque durante esos años de alta productividad y bajos salarios, inmensos beneficios y “rendimientos” se acumularon en cuentas de corretaje y bancos. Pero un banco no puede conservar su dinero en el banco. Bajo la presión de esos crecientes cúmulos de capital, la respuesta que ofrecieron a trabajadores-consumidores como Duane fue: en lugar de pagaros lo suficiente para comprar lo que producís, os prestaremos el dinero.

Primero prestaron para cosas de valor: coches, casas, educación universitaria; luego, a través de las tarjetas de crédito, para los gastos diarios del hogar. Como llegamos a comprender después de la catástrofe de 2008, el máximo esquema Ponzi de la era involucraba la combinación y reventa de préstamos hipotecarios a gente que para empezar no podía permitirse una casa.

La respuesta a los que cada vez tenían menos dinero para gastar era: pedid más préstamos. La locura de prestar dinero a gente con salarios estancados o en disminución podrá parecer obvia ahora, pero como muchos castillos de naipes debió de parecer bastante sólida entonces. A pesar de todo no subestimemos a nuestros principales financistas. En un programa de CNBC preguntaron al expresidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, por qué nadie había previsto la llegada de la crisis hipotecaria y dijo a los banqueros: “¿Saben? Esto va a terminar mal”.

Greenspan respondió: “No es que no hayan sabido que los riesgos existían, quiero decir que hablé con ellos. No es que hayan sido tontos. Sabían precisamente lo que estaba sucediendo. La vasta mayoría pensaba que sabía cuándo retirarse”.

De hecho, la creatividad financiera había mantenido en pie ese vehículo desequilibrado durante un tiempo notablemente largo. A pesar de todo acabó colapsando como cualquier otro esquema Ponzi, y entonces la recesión prolongada de Duane se convirtió en la Gran Recesión del mundo.