Uno de los rasgos más
destacados de la ya larga fase de la globalización neoliberal es,
junto con la incorporación masiva de las TICs (Tecnologías de la
Comunicación y la Información) y la robotización, la
terciarización de la economía en los países centrales del
capitalismo, la desregulación de las relaciones laborales y su
legislación, la deslocalización de la producción, la
externalización de la misma y la producción en series cortas.
Esta última, las series cortas
de la producción en cadena, han sido posibles mediante los factores
anteriormente señalados como característicos de la etapa de
globalización neoliberal del capitalismo pero también de las nuevas
formas de gestión y organización del proceso productivo (paso del
fordismo a los equipos de trabajo, flexibilización de las tareas y
las plantillas de trabajadores, polivalencia del equipo, fabricación
por lotes,...).
En clave de gestión
empresarial dichos cambios representan una serie de ventajas cuándo
el mercado capitalista mundial empezó a acelerar sus períodos de
inestabilidad a partir de la crisis del 73 del siglo XX.
Las series cortas de producción
significaron un menor coste de materiales, permitiendo desescalar las
inversiones globales en los mismos y aprovechar las fluctuaciones a
la baja de las ofertas de proveedores en períodos más cortos.
En términos logísticos
favorecieron un ahorro en almacenaje (menor ocupación, ajuste de la
capacidad de transporte a la demanda prevista. Inditex (Zara) es un
buen paradigma. Dentro de una referencia concreta el grupo no vuelve
a producción de la misma, si hay alta demanda, hasta que en ésta no
empiezan a agotarse.los productos.
Desde la oferta empresarial,
las series cortas de producción han aportado grandes ventajas.
Una de ellas ha sido
multiplicar la oferta de un mismo producto, introduciendo pequeñas
variaciones estéticas y funcionales, transmitiendo a la
demanda una imagen de amplia diversificación, el efecto moda y la
idea de innovación tecnológica..
Se trata de generar en grupos
concretos de consumidores la identificación con funcionalidades,
diseños estéticos y valores imbuidos publicitariamente, dirigidos a
determinados grupos de consumidores. Aquí el producto adquiere el
valor no tanto de un bien, pensado para satisfacer una necesidad
material concreta, sino el de objeto que actúa como signo externo
diferenciador, en muchos casos del status social de sus
poseedores.
Cobran gran importancia en la
investigación de mercados factores que, tomando como referencia los
modelos weberianos de clase social, van más allá y se adentran en
cuestiones como valores de y en el consumo, estilos de vida,
tendencias, factores autorreferenciales del consumidor (¿qué dice
de mí este producto?, ¿cómo me siento conmigo al
consumirlo/tenerlo?).y variables sociográficas (sexo, edad,…).
De este modo, los nichos de
mercado son la expresión en el consumo de la producción por lotes.
La segmentación sublima la
integración del individuo dentro del sistema económico capitalista,
haciéndole sentirse identificado con el propio producto y con el
grupo de pertenencia poseedor del mismo, diferente a otros grupos de
consumidores, y desdibujando la contradicción esencial entre trabajo
y capital dentro de una pseudodemocracia de consumo cada vez más
desigualitaria.
El producto define al “homo
consumens” (Erich Fromm) a través de la subjetividad de las
emociones y el deseo, de la anticipación del goce que implica el
momento de la compra y el tiempo de disfrute, cada vez más efímero,
por efecto de la publicidad, la obsolescencia programada y la moda
(triada externa al comprador, generadora del deseo). El “otro”
lacaniano es aquí el objeto de deseo en el producto humanizado,
depositario de una afectividad proyectada sobre el mismo
La forma consumista de vivir se
extrapola al conjunto del mundo del consumidor.
El
individuo se significa a través del producto consumido. Se expresa
como status (quienes pueden alcanzar las categorías “premium”),
se
integra en
las tendencias del momento (primordialmente los jóvenes), representa
un simulacro de socialización con quienes comparten sus experiencias
de consumo, demarca
una ilusión de
diferenciación frente a quienes poseen (son poseídos por) otros
productos.
El
consumidor se objetiva a sí mismo. Remodela
su cuerpo en el gimnasio, en el quirófano del cirujano plástico, en
el local del tatuador, en el cambio de su máscara social con el
maquillaje, vende sus destrezas laborales en la selección de puestos
de trabajo y en las webs de empleo de acuerdo a los requerimientos
del potencial contratador, se valoriza como mercancía erótica en
las páginas de contactos y de búsqueda de parejas, busca
un refrendo social de acuerdo a lo que posee, no a su cualidad
intrínsecamente humana. Entra en el circuito de la mercancía. Se
despoja de su yo más auténtico.
Establece con los otros seres humanos relaciones pragmáticas,
instrumentales, los cosifica. El
eros no entraña compromiso sino goce individual del otro sin
esfuerzo por conservar el nosotros, es posible tener 400 amigos en
faceebock, para intentar llenar el vacío existencial, sin los
riesgos de aceptar el conocerse en persona, se evalúa la
conveniencia de las relaciones sociales en términos de utilidad. Los
otros se convierten en un fluir permanente de oportunidades, ventajas
e inconvenientes.
“La
desvalorización del mundo humano” del que hablaba Marx en la
producción de mercancías se ha extrapolado al mundo del consumo en
esta etapa neoliberal del capitalismo, representándose ahora como la conversión del individuo en mercancía de
consumo y en proceso de atomización social.
A cada forma económica de
dominación social le corresponde la ideología dominante que le
sirve de justificación.
Hasta el siglo XIX del
capitalismo se mantuvo su sustento ideológico sobre los dos pilares
que en otras formas económicas de dominación estuvieron vigentes,
la religión y la legislación jurídica, las leyes. La clase
trabajadora aún era emergente y socialmente minoritaria. No
parecían sus primeras organizaciones una amenaza para el capital que
los cuerpos policiales no pudieran controlar.
Bien entrado el siglo XIX lo
harían la educación universal, los medios de comunicación de la
burguesía y la publicidad. Frente a una clase trabajadora organizada
que comenzaba a tener proyectos, adoctrinamiento e incremento de
represión policial eran los instrumentos a utilizar.
En el siglo XX entraron en
crisis la religión y la educación. La publicidad convencional se
hizo dios y habitó entre la clase trabajadora. Cultura de masas y
contracultura entraron a saco, la primera como legitimadora, la
segunda como supuesta crítica, integrable, del capitalismo.
En el siglo XXI vivimos la
sospecha sobre los viejos aparatos de comunicación (prensa y
televisión), mientras emergían los nuevos canales nacidos de
Internet, la nueva utopía (distópica hoy) que prometía facilitar
una mayor libertad de información y opinión.
Del mismo modo en que religión
y leyes sirvieron de mordaza ideológica frente a cualquier atisbo de
crítica antes del capitalismo, y educación y medios de comunicación
fueron pasando después por la criba del rechazo social, la vieja
publicidad se fue renovando y la comunicación disfrazándose de
vuelta al origen del periodismo libre y democrático. Nada más lejos
de la verdad.
Pero la falacia de una forma de
comunicación libre, no jerarquizada, auténtica, participativa y del
“periodista ciudadano” es útil y funcional al viejo sistema de
dominación y explotación capitalista, del mismo modo que para la
crítica al neoliberalismo pero no al capitalismo.
El instrumento del que se sirve
esa forma de comunicación es Internet, un espacio de ruido no
reflexivo, sino de inmediatez sucesivamente sustitoria de contenidos
que se suceden como un menú de estímulos en el que cada nuevo item
impide detenerse en el anterior.
Las redes sociales, principal
medio de una supuesta democracia digital, no favorecen el intercambio
de ideas sino la cacofonía de opiniones inmediatas, más destinadas
al rechazo a lo expresado por el otro, que a la búsqueda de
propuestas valiosas.
Son una descarga fácil y
cómoda de la crítica política y social, más parecida a la
banalidad de los programas televisivos de telerealidad y
entretenimiento que a una implicación personal con intención de
transformar el mundo.
“Teorizar que internet es
una nueva forma y mejorada de la política, que navegar por la red es
una nueva y más efectiva forma de compromiso político, y que la
vertiginosa velocidad de conexión a Internet significa un avance de
la democracia, se parece sospechosamente a una excusa más de las
tantas que esgrimen las clases ilustradas a la hora de justificar sus
prácticas de vida, cada vez más despolitizadas, y su aspiración de
obtener una baja con honores en la “política de lo real””.
(Bauman, Zygmunt.
“Vida de consumo”.
Fondo de Cultura Económica.
2007).
Bauman cita al periodista y
ensayista norteamericano Thomas Frank, autor de la obra “Un
mercado bajo Dios: capitalismo salvaje, populismo de mercado y
fin de la democracia económica”, que desmenuza
irreverentemente tanto el espíritu neoliberal de la época de la
llamada Nueva Economía, así como el modo en que los “críticos”
de la misma, provenientes de las clases medias, jugaban a la política
como medio de autopromoción personal. Es el signo del activista.
“Citando a Thomas Frank,
para los miembros actuales de las clases ilustradas y los aspirantes
a ella, "la política se transforma primordialmente en un
ejercicio de la autoterapia individual, un logro personal, y no un
esfuerzo tendente a la construcción de movimiento”, un medio para
anunciar al mundo sus propias virtudes””
Es difícil hablar de activismo
sin hacerlo de las redes sociales y de las plataformas digitales
promotoras del activismo. La gran mayoría de los autodenominados
activistas y de los ungidos como tales por los medios de comunicación
son, ante todo, ciberactivistas. Su presencia en la calle está más
bien ligada a la realización de pequeñas “flash-mobs” y
“performances” y su forma de actuación hacia las instituciones
suele atenerse a lo que se conoce como política de lobbys, algo que
muy poco tiene que ver con el nosotros colectivo que construye
movimiento amplio.
El
activismo tiende a
la profesionalización. Muchas
grandes ONGs internacionales
participan
en las Juntas de Accionistas
de un sinnúmero de
corporaciones
multinacionales, en
cumplimiento de las políticas de Responsabilidad Social Corporativa
(RSC) de las empresas, que dicen practicar una actuación éticamente
responsable y medioambientalmente comprometida. La
ONG en cuestión pide a los accionistas minoritarios de la compañía
que unan sus votos en el Consejo de Administración de la misma y
cedan su representación
a alguien designado por la
ONG. La
colaboración llega en ocasiones a la cooptación de cargos de
activistas o al disfraz de tales para el desempeño de tareas y
responsabilidades de RSC de las empresas.
Lo
mismo sucede en la administración pública. La
Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible ha abierto una posibilidad
de negocio sideral para un capitalismo con crisis de acumulación
desde hace varios decenios, para ONGs reconvertidas en agencias de
contratación, para jóvenes ingenuos y no tan ingenuos y para
cínicos dispuestos a colocarse cómo, dónde sea y a costa de
quienes sea, pillando su parte del pastel o sus migajas, dependiendo
de sus habilidades
y límites, o falta de ellos, morales.
De las políticas medioambientales
a las
educativas, que son las previstas para la reorganización productiva
del sistema capitalista o las de igualdad, formas de
sustituir
las conquistas históricas de la clase trabajadora por
medidas asistenciales por colectivos (políticas de igualdad de
género, de sectores con minusvalías, dirigidas hacia inmigrantes,
jóvenes,…), fragmentando la universalidad del concepto en
una “igualdad” por
cuotas, y
generando un clientelismo, no muy diferente del que practican las
derechas, del que los primeros beneficiarios de empleo van a ser los
activistas-profesionales de dichas políticas de igualdad, mientras
acaba de desaparecer el Estado Social.
Grandes
plataformas promotoras del
activismo, como
change.org tienen como inversores
, entre otros varios,
a Bill Gates, Richard Branson (Virgin) y, el principal de ellos, Reid
Hoffman (fundador
de Change y cofundador de Linkedin), dan empleo a un buen puñado de
ciberactivistas.
Y es que, ya se sabe, para luchar por la libertad, que siempre es de
mercado, y el cambio social, para que nada cambie, no
hay como un buen número de idealistas activistas a sueldo del
capital y de sus objetivos de perpetuación de su maquinaria de
explotación y
dominación.
Hace
10-15 años los estudios de Trabajo Social llenaron de alumnos sus
centros. Sería injusto
negar mucho del impulso generoso de aquellos jóvenes pero
su utopía personal, más activista que militante, no era ajena a las
promesas de creciente mercado de trabajo al finalizar sus estudios.
El activismo y
los activistas merecen una mayor profundización de la dedicada hasta
ahora.
Si algo define a los activistas
hoy es la microsegmentación de sus reivindicaciones en un creciente
e inmenso archipiélago de identidades.
Junto
a dos
viejas
identidades
como
la religiosa o la nacional
(históricamente
grandes movilizadoras de violencia y conflictos bélicos),
coincida o no con Estados, tenemos otras
muchas:
La
de opción
de género
(un amplio
elenco al que se incorporan cada
vez más identidades. El LGTBIQA+ va
añadiendo progresivamente más letras del vocabulario. Será por
falta de letras en el teclado del móvil…).
La
feminista (que se subdivide en varias corrientes,
La
ficticia
oposición
entre el
feminismo
de clase y el burgués. Ambas marchan
del brazo el 8 de Marzo, conmemorando
el Día Internacional de la Mujer, no el Día Internacional de la
Mujer Trabajadora, que es lo que empezó siendo, y que las
supuestas feministas de clase han enfatizado con su llamada “sororidad”
con el conjunto de las mujeres por encima de su
condición estructural de pertenencia a una clase social concreta.
La
del antagonismo entre lo biológico (las TERF,
entre
otras) de ser mujer
y el género
como elección
(transfeminismo).
Es
lo que pasa cuando, como Simone de Beauvoir, se tiene un día
tonto, y no se corrige más tarde, y se afirma que “no
se nace mujer, se llega a serlo”. La
idea que desarrolla la frase es que el significado de ser mujer ha
sido construida desde el hombre a partir de los roles sociales que
le ha impuesto y que la tarea de las mujeres es construir su propia
identidad. La falacia de esa concepción es que es cierta en su
primera parte pero es falsa en la segunda, ya que entreabre la puerta a
la subjetividad del género, otra
construcción cultural, que posibilita la negación del hecho biológico
y, paradójicamente, la elección individual a discreción de lo que se pretende negar: la adscripción a un sexo concreto.
Ello
no sólo caricaturiza la biología sino que da lugar a una división
dentro del feminismo que se irá profundizando con el tiempo, lo
debilitará desacreditándolo y abrirá, con el tiempo, nuevas
fuentes de división. Qué distinto hubiera sido una perspectiva de
lucha por una equidad que no debiera ser meramente igualitaria, dado el punto de
partida desigual, en todos los órdenes socio-culturales e
ideológicos entre hombres y mujeres, dentro de una común lucha de
clase contra clase.
La
de los animalistas, que ponen al resto de las especies animales a la
misma altura, cuando no superior, desde una visión sentimentaloide e infantil, potenciada por el mundo Disney, a la
humana. Es un hecho aberrante. Toda especie, incluso en lucha entre
sus individuos, se esfuerza en primer lugar por sí misma. El
maltrato al animal es un comportamiento tan degenerado como el de un activismo que ponga por delante, en hechos y
comportamientos, no en palabras, a menudo falaces, al animal sobre el prójimo. El
petichismo, esa forma de humanizar a la mascota como a la persona,
con frecuencia va unido a la escasa empatía hacia la realidad del
mundo humano y a la indiferencia hacia las razones sociales, económicas
y políticas de su dolor.
La
de los veganos, que son la consecuencia depurada del animalismo.
Cuando
su decisión es individual y libre de presión de comportamiento
sectario y no criminaliza a la persona omnívora, su elección es
respetable. En los casos crecientes en que deja de serlo (selección
de sus relaciones sociales según su alimentación, pintadas y
ataques a carnicerías, siendo los principales proveedores de comida
vegana multinacionales de la carne,…)
dejan de serlo y merecen entrar en el dudoso cuadro de honor de los
peores animalistas.
La
de las activistas de la corrección política que acobardan la
palabra. Si pudieran lo harían con el pensamiento, al estilo de los
acusados como “crimentales” de 1984, sea sobre los hechos de hoy
o del pasado, con la literatura, el pensamiento científico, el arte
o la indecorosa vida de grandes personajes de la historia.
Sospechosamente, respecto al pasado muestran una pasión inquisidora
especialmente dedicada hacia personalidades significadas por su
ideología progresiva. Y, curiosamente, se da también entre el sector feminista que afirma que “lo
personal es político” y
que exhibe, incluso institucionalmente, su concepto de lo privado
como modelo a seguir, al igual que lo han hecho ultras como
Berlusconi o Trump, los programas de telerealidad y y las vidas de
los famosos. Suelen ser mujeres groseras que intentan convertir sus complejos en éxitos personales y modelos de actuación colectiva.
La
de los milenaristas del fin del mundo. Conectan muy bien con una
infancia y una adolescencia previamente aterrorizada por medios de
comunicación y redes sociales, educadores y políticos. Ha de ser
duro pensar a tan corta edad que el Planeta se puede ir al carajo en
30-40 años y
que puedes ser la última generación viva sobre la tierra, que
antes de llegar a viejo conocerás un nivel de destrucción no
imaginable. Y, sin creer todo lo que dicen los científicos, lo
cierto es que lo que vamos viendo no pinta bien. Pero hay un
fatalismo de fondo y una urgencia que oculta que las
transformaciones energéticas, de movilidad, productivas, de
consumo, de costes y precios los está pagando ya la clase
trabajadora, que los va a pagar mucho más hasta su miseria más
radical. A
estos niños (Greta Thunberg, los de “Extinción Rebelión”
que creen coherente con sus denuncias el atacar la belleza del
arte), concienciados por el capital de la urgencia de los cambios,
alguien debiera poner ante sus ojos la película coreana
“Snowpiercer”(Rompenieves). En ella los viajeros de cola de
un tren diseñado por un ingeniero, tras la edad de hielo, que ha
eliminado la vida sobre la tierra, comen unas barras de gelatina
fabricadas con restos humanos, facilitada por los ricos de los
vagones de cabecera. Los miserables se acaban enfrentando a los que dirigen el tren y, finalmente, a su dueño. Es la historia de la humanidad y de sus formas
de dominación:
esclavos contra ciudadanos libres, plebeyos contra patricios,
siervos
contra señores, asalariados contra empresarios, miserables contra
ricos,...siempre habrá un motivo de rebelión. Los niños de la
burguesía a los que sus padres limitan la hora de jugar con la play
no son el mejor exponente de una lucha igualitaria por la supervivencia de
la especie.
El
paso del obrero masa, concentrado
en grandes empresas, con identidad de clase, organizado
y con cierta conciencia de la misma,
al obrero social de Negri,
descentralizado, dividido en
multicategorías,
desidentificado
de su conciencia del ser
y desorganizado, es
correlativo con el tiempo en
el que muere la oportunidad de una liberación colectiva, la
condición de asalariado que crea riqueza frente a quienes viven de
ella y
la realidad social, económica
y política se fragmenta
en un crisol de identidades
que, por la propia naturaleza
individualista del activista, entrará como alternativa.
Estamos
en la fase previa a la microsegmentación de todas las identidades.
Frente al capital ya no está el trabajador concienciado y militante
que expresa un no, dentro de
una conciencia colectiva que le lleva a organizarse en un
movimiento de clase mucho más amplio. El de una colectividad que
resume a casi todos.
Lo
que ahora domina en el paisaje es la superestrella mediática. El
actuante es el buscavidas en su solitario proyecto del ¿qué hay de
lo mío? en una deriva narcisista hacia causas cada vez más
minoritarias y particulares.
En
algún momento habría que explicar de qué modo, no sólo las
transformaciones estructurales que han afectado a la clase
trabajadora y a su conciencia y formas de organización han
favorecido la aparición de los activistas estrellas de la pista.
Convendría
también hablar de cómo el burocratismo de las organizaciones de
trabajadores impide la iniciativa de ideas y acciones, de la manera
en la que las direcciones se blindan frente a la crítica interna, de
la forma en que su deriva electoral convierte al militante en
afiliado pegacarteles.