25 de diciembre de 2012

ÉPICA Y POLÍTICA

Por Marat

1.-El pensamiento débil es desarme ideológico
Mucho antes de que comenzaran a propagarse las primeras fogatas de las protestas derivadas de los sacrificios impuestos por la crisis capitalista a la clase trabajadora hubo algunos filósofos de la postmodernidad que, afirmando que el marxismo estaba desfasado (“desactualizado”) porque, según ellos, la base del orden social ya no estaba en la producción sino en el consumo, empezaron a expresar su resentimiento contra las masas –los mismos que antes las habían adulado- porque se habían vuelto silenciosas. El sesentayochismo francés iba destilando sus antaño menos evidentes esencias reaccionarias.

Es el caso de Jean Baudrillard, tan querido por algunos “izquierdistas”, entre los cuales hay quienes comparten este amor con cánticos místicos a Hard o Negri y con frecuencia “marxista” esotérico Žižek, reverenciado este último en los cenáculos de los gafapastas pseudoprogres por su capacidad para mezclar a Lacan (el metafísico del psicoanálisis) con Marx, los semiólogos del gorgorito epatante Derrida y Barthes o con Hitchcock cuando se tercia. Ignoro si lo habrá hecho ya con Ferran Adrià pero no dudo de que no tardará en hacerlo. La capacidad para la masturbación onírica de sus neuronas por parte de estos mercachifles del pensamiento tiene sólo parangón con el papanatismo beato que sus acríticos seguidores les profesan.

Pero no quiero desviarme de mi alusión inicial a Baudrillard, uno de los santos padres de esa teoría ya tan pasada de moda, rosca y vigencia que es la postmodernidad. Para actualizar el asunto algunos hablan ahora incluso de transmodernidad, el divino gurú Žižek entre ellos. Como la teoría del fin de la Historia de Fukuyma, la postmodernidad ,y buena parte de las tesis centrales sobre la misma expuestas por Baudrillard, han envejecido mal. A uno de sus supuestos máximos, el fin de la lucha por las utopías y por la igualdad parece que le ha salido una realidad respondona. A la tesis del paso de una vertebración del orden social desde la producción hasta el consumo, parece pasarle tres cuartos de lo mismo, al menos por lo que se refiere a la restricción del acceso al consumo de un creciente número de desposeídos sociales por efecto de la crisis capitalista. En cuanto a la idea de la percepción de la realidad como mero espectáculo al que se asiste en calidad de espectador también empieza a hacer aguas en la medida en que las consecuencias personales de la realidad apelan de modo absolutamente insoslayable a cada vez más personas. ¿Qué decir del fin de la validez de la construcción de los grandes relatos en la interpretación del ser humano y su historia, cuando nunca hubo tanta demanda de volver a reconstruirlo?

Es cierto que algunos postulados de la postmodernidad siguen estando vigentes pero es así porque lo estaban antes de que la propia postmodernidad los enunciase –la desacralización de la política, la pérdida de confianza en la representación- junto con algunos riesgos perniciosos que pronto eclosionarán en toda su negatividad: el conspiracionismo para explicar los grandes problemas económicos, políticos y sociales y una nueva religiosidad shoft –aparentemente- que deriva de una obsesión milenarista y que aboca a un espiritualismo con vocación de secta.

Eran los años intermedios entre el sesentayochismo y la “indignación”. Se fue pasando de un pseudoizquierdismo pedante y ajeno a la lucha de clases (situacionismo), a la búsqueda de un horizonte sin sujeto (el ecologismo) para acabar en el pesimismo de la postmodernidad que expresó alguien con acierto cuando resumió su visión de “El postsocialismo” de Tourainne como “a éste tío se le marchó la mujer con otro”.

De la efervescencia juvenil burguesa del 68 se pasó a la ingeniosidad pseudointelectual y ajena al mundo real del situacionismo y de ahí a una postmodernidad de tanguista cornudo y despechado con el mundo obrero y la emancipación social a las que se echaba la culpa de no haber cumplido su destino manifiesto. El maximalismo pseudoradical puede, mediante piruetas ideológicas, pasar de “El Viejo Topo” a las columnas de “El Mundo” sin inmutarse, después de proclamar que “todos los héroes han muerto”

La intelectualidad pseudoizquierdista francesa fue una mala heredera Sartre. Éste, al menos, intentó un contacto con la realidad social de los oprimidos. El resto sólo eran postulantes a la École Normale Supérieure de Paris y a las columnas de Le Monde, Le Figaró o de Liberation pero no con la intención de subvertirlas sino de vegetar en ellas.

Ahora quisiera detenerme por un momento en la principal tesis de una de las obras más conocidas de Baudrillard, “A la sombra de las mayorías silenciosas”. Las mayorías se han vuelto silenciosas y ni siquiera la demoscópica reproducción/ producción de opinión es ya capaz de sacarlas de su mutismo. Las masas ya sólo absorben opinión, no la producen, pero son incapaces de irradiar nada. Éste es, en esencia, el postulado central de una de las obras más conocidas de Jean Baudrillard.

Pero en este aspecto no fue original el planteamiento del filósofo más destacado del pensamiento “blando” de la postmodernidad. A finales de los años 60, según los autores de “La crisis de la democracia” (obra de encargo de la Trilateral), -Crozier, S. Huntington y J.Watanuki-, escrita 7 años antes que la citada obra de Badrillard, se gestó ya lo que ellos denominaban como “democracia anómica”. Daniel Bell, un post pseudoizquierdista “avant la lettre”, hablaría en 1960 de “El fin de las ideologías”. En esta obra señala el fin de la dialéctica histórica y la llegada del pensamiento único. Incluso en 1980, otro post, esta vez postexisencialista y luego partidario de la ecología política y del altermundismo, Andre Gorz, escribiría “Adiós al proletariado”.

Entre la mayoría de estos postmarxistas domina el hecho de haber sido discípulos en el pasado del existencialismo sartriano o del estructuralismo marxista althusseriano. Ambas corrientes son a su vez notarias y estimuladoras de la crisis del marxismo a partir de los años 60 del anterior siglo.

Una buena parte del pensamiento de estos y otros autores se gesta en los años 60, años de bienestar, crecimiento y desarrollo económicos pero también de las grandes revoluciones antiimperialistas en el Tercer Mundo. En el Occidente capitalista cabe hablar de ese período como el de los años dorados del Estado del Bienestar. De hecho es cuando se teoriza de un modo más elaborado la cuestión de la fragmentación de la clase trabajadora, el fin del predominio de la clase obrera en una sociedad que se aboca hacia una etapa postindustrial y el fin de las ideologías de confrontación con el capitalismo y el pensamiento liberal, poniendo especial énfasis en la crisis de la ideología comunista. La experiencia húngara de 1956 y la posterior checa de 1968 facilitarán la decepción en el socialismo de amplios sectores intelectuales provenientes del marxismo.

A pesar de que estas teorías post tienen su inicio y desarrollo fundamentalmente a partir de los años 60, época de esplendor del capitalismo, de expansión del Estado del Bienestar en los países centrales del capitalismo y de gran explosión del consumo de masas, que en USA ya había comenzado algunas décadas antes, la reafirmación testaruda en sus fundamentos teóricos principales –fin de la lucha de clases y de la centralidad de la clase trabajadora en las mismas, cambio del sujeto político de la clase trabajadora hacia la ecología, el feminismo o la antiglobalización, fin del horizonte revolucionario,...- se mantienen durante todo el período de crisis que, aceleradamente, se suceden a partir de la gran crisis de 1975: crisis de la deuda externa en los países del Tercer Mundo en 1980, burbuja de Japón en 1990, crisis mejicana de 1994, crisis asiática de 1997, crisis de la burbuja tecnológica del 2000, corralito argentino de 2001, crisis sistémica actual, iniciada en Septiembre de 2007.

Cada una de las crisis capitalistas que avanzan por el planeta de forma imparable desde 1975 es una cadena que conduce a la crisis capitalista actual, que no es financiera sino estructural, sistémica y civilizatoria.

Sin embargo, dentro del pensamiento de las izquierdas autodenominadas alternativas –difusas, anarcoides, new age, blandas, post lucha de clases- sigue predominando un discurso de movimientos sociales dispersos, ambientalista, de decrecimiento, antiglobalización y meramente antineoliberal, aunque cacareadamente anticapitalista. El postmodernismo a lo Naomi Klein que inspira el “pensamiento débil” antiglobalización continúa dejando a un lado marginal a la clase trabajadora como sujeto y centro de las luchas sociales, aunque de vez en cuando la mentan en sus textos, obligados por la vuelta de la misma al centro del escenario político y social.

Cierto que la crisis del marxismo, a pesar de la potente y renovada vuelta a Marx, al que esta gente intenta quitarle la espoleta subversiva de la lucha de clases, la ausencia de vanguardia política y el aún temprano despertar de la clase trabajadora, en posición todavía de resistencia y no de toma de iniciativa, dificultan enormemente sacar a patadas a estos post del centro del pensamiento crítico.

Pero, ¿acaso la depauperación general de la clase trabajadora, la acelerada pérdida de estatus de amplios sectores los trabajadores “white collar”, la muerte del Estado del Bienestar, con su aparejada pérdida de salarios indirectos, el avance hacia condiciones laborales y contractuales no están acercando la situación social a un contexto que recuerda crecientemente el descrito en “El Manifiesto Comunista”? ¿No es ya el momento de echar la pseudosociología con pretensiones de narcisismo literario de los postmodernos a lo que Marx denominó “la crítica roedora de los ratones”?

Quizá resulte llamativo en este sentido que el postmoderno Gianni Vattimo, padre del pensiero debole (pensamiento débil), que fue militante del débil y postmoderno Demócratas de Izquierda (ex PCI y luego del Partido Democrático), haya caído de pronto de su caballo en su viaje hacia ninguna parte y proclamado recientemente que “sólo un ideal fuerte como el comunismo podrá salvarnos” . Y se atreve a más: habla abiertamente de la lucha de clases y de Lenin. Bienvenidos sean los neoconversos, aunque haya que vigilarlos como a oportunistas que cambian de caballo a mitad de carrera. Vattimo ha descubierto la épica marxista.

2.-De la necesidad de un ideal fuerte que incendie el mundo
Más allá de que se tome por causa y no por lo que realmente es, efecto, la actual crisis de representación política expresa el desfase entre la ideología postmodernista y el pensamiento débil, por un lado, y la dureza del momento actual para la mayoría social, los trabajadores, por el otro.

Cuando los valores que subyacen dentro de la “ideología” postmoderna son el relativismo ideológico ("todas las opiniones son respetables”), la tolerancia hacia el otro (en lugar del respeto al mismo), el buenrollismo y las formas suaves de las performances frente a una realidad profundamente injusta e insoportable, las armas que se ofrecen para la crítica transformadora del mundo son tan suaves, tan blandas que se convierten en inútiles balas de algodón de azúcar para ser empleadas en la lucha política y social de los oprimidos por el capital.

Más allá de que un modelo de democracia política asociada a una formulación de Estado social se vea resentida en el principio de representación por efecto de su voladura, es el régimen de partidos, gestor del mismo, asentado tras la Segunda Guerra Mundial en los países del capitalismo central el que se ve afectado.

Y en ese régimen de partidos son tanto las derechas políticas y económicas como las izquierdas sistémicas con representación electoral las que defienden un más acá o un más allá pero dentro siempre del mismo campo de juego. Es sintomático que el eje central del debate político sea hoy el neoliberalismo, mucho más que el capitalismo, y ello es porque quienes debieran representar a los oprimidos de clase no cuestionan el elemento principal de la formación social en la que se integran: la propiedad privada de los medios de producción y lo injustas de unas relaciones sociales de producción que son la base de las estructuras de poder en las que vivimos. Pareciera que cuando condenan a lo que ellos llaman neoliberalismo hablaran de otra cosa distinta al capitalismo mismo, siendo el primero sólo una de las formas del segundo. Sin duda, su ilusión de vuelta a una forma de Estado que reparta juego y comparta migajas para los explotados y oprimidos es suficiente para ellos, como si la explotación y la opresión no hubieran existido antes que ese neoliberalismo contra el que casi en exclusiva claman.

El desencanto social, que en los años 80 del pasado siglo revistió en España formas de pasotismo, hacia lo político, la política y las formas partidarias y de representación institucional no es otra que el cansancio hacia una oferta política que, en lo esencial, se parece mucho a la comida china. Puede haber muchos platos en el menú pero, al final, casi toda la gastronomía cantonesa nos sabe muy parecida.

Pero ese desencanto, y mucho más el que llegó tras la mística postsesentayochista, son muy distintos del que se expresa hoy hacia las formas políticas e institucionales. Los primeros no habían alcanzado, ni de lejos el carácter de crisis general (política, institucional, económica, social y cultural) que alcanza hoy. Eran movimientos, en el primer caso nacidos aún en la etapa desarrollista y en el segundo dentro de una fase inicial del continuum de la crisis capitalista de la que entonces no se vislumbraba toda su futura intensidad. Eran crisis en la que el descontento con la política tenía un carácter mucho más endógeno y apenas influido por auténticas demandas de cambio que tuvieran una conexión directa con la base material de las relaciones sociales y económicas de producción. En consecuencia, no contenían un auténtico carácter subversivo y de explosión del entramado económico-político-social.

Lo que hoy está sucediendo en la crisis de la política tiene mucho más que ver con la desestructuración de todo ese complejo de la formación social capitalista en la que se inserta un concepto mucho más general y global de crisis que con una crisis política en sí misma.

La muerte del Estado del Bienestar supone una crisis institucional del propio Estado y de las principales fuerzas políticas representadas en él, o candidatas a integrar esa representación dentro de las reglas del juego marcadas por el capital, y ello porque implica la muerte del pacto social como forma de dirimir los conflictos de intereses dentro de las sociedades capitalistas avanzadas.

Dicho de otro modo, crecientes sectores de excluidos sociales, o candidatos a la exclusión social, en la redistribución de la riqueza nacional ven que el conjunto de las ofertas políticas conectan cada vez menos con sus demandas aún no explícitamente conscientes de sus necesidades pero sí de lo que no quieren.

Los trabajadores no demandan socialismo. No lo conocen y lo que conocen del mismo o bien ha sido tergiversado por una montaña de insultantes inmundicias reaccionarias o simplemente ha tenido poco que ver con él, más allá de su potencial para intentar edificar algo diferente al capitalismo pero no emancipador.

Pero sí saben que no están dispuestos a seguir soportando el tratamiento de caballo anticrisis que no es otro que sacrificios, miseria, miedo y desesperación para ellos y más riqueza para quienes ya nadan en ella. Apenas vislumbran el origen de esa desigualdad pero saben cada vez más que no están dispuestos a seguir soportándola en dosis incrementadas por mucho tiempo.

Mientras los trabajadores sientan que las pretendidas alternativas frente a la gestión política de la crisis capitalista aceptan respetuosamente las reglas del juego establecidas, sin derribar el edificio social de la desigualdad, remisas a romper y poner patas arriba el falso orden que no es otra cosa que el desorden impune de la fuerza de los opresores, no seguirán masivamente ninguna bandera que se levante, limitada a racionalizar el grado, ritmo e intensidad de los sacrificios y la austeridad impuesta por el capital. Sabrán, en el fondo, que esas alternativas no son sino variantes algo más humanizados de lo ya conocido y que no merece la pena arriesgar sus vidas y empleos (quienes los tengan) por tan poca cosa.

El entusiasmo y la emoción que no son capaces de engendrar las izquierdas sistémicas en las masas de desheredados por el capital lo están provocando, en forma de irracional delirio, el populismo y el fascismo que, bien como fina lluvia, bien como ciclón antidemocrático, calan crecientemente no sólo en algunos sectores antaño acomodados, hoy en proceso de depauperación, sino también en segmentos de la clase trabajadora más tradicional y castigada por la crisis capitalista.

No es ahora el miedo al comunismo lo que les agita sino el miedo al futuro y la necesidad de encontrar explicaciones simples a sus desgracias económicas. Fascismo y populismo canalizan su rabia y frustración social y les permiten proyectarla hacia objetivos fáciles y funcionales al sistema, frecuentemente sectores sociales débiles o fácilmente estigmatizables, ordenando, de paso, una construcción ideológica sencilla que les sirva de manual explicatorio del caos en el mundo.

Hoy populismos y fascismos transmiten más intensidad emocional y política a un joven o incluso a una persona de mediana edad que a las izquierdas social-liberales o las socialdemocratizadas pero autoproclamadas izquierdas reales o radicales. El gran drama para un partidario de una sociedad socialista es que el desprestigio que las izquierdas sistémicas han creado sobre el ideal emancipatorio es tal que un fascista logra dar hoy infinitamente mayor sentido a su vida en la militancia en una organización de este tipo que el comunista o revolucionario que sólo encuentra organizaciones sucedáneas de tales objetivos para militar.

Capitalismo desembridado y fascismo, fascismo y capitalismo desembridado. Dos caras de la misma moneda de la crisis de civilización actual. Cuando las crisis capitalistas ponen en riesgo la supervivencia de la gran burguesía como clase dirigente, no porque se haya abierto un nuevo período de revoluciones socialistas, aún no, sino porque el conjunto de las estructuras sistémicas dan señales de disfuncionalidad, aparece el fascismo, como falsa bandera que redirija la protesta social en la dirección más conveniente para el propio capital.

Combatir al capitalismo en decadencia y combatir al fascismo es una misma exigencia para un revolucionario consciente de la necesidad de enfrentar tanto a la enfermedad como al síntoma. Pero para ello se necesita un pensamiento, una idea capaz de magnetizar y conquistar las mentes y los corazones de los oprimidos con mayor fuerza de la que hoy vuelven a demostrar fascismo y populismo en Europa y capaz también de poner por delante de la falsa ilusión de recuperar la cuota de consumo proletaria del pasado reciente la esperanza en una sociedad realmente igualitaria.

La construcción de un relato que hable con la voz de los desposeidos de clase necesita de una narrativa épica que reponga a la causa de los trabajadores y a ellos mismos en el centro del escenario de la Historia, enviando a la papelera de reciclaje de las teorías muertas a la mística pesimista y de plañidera tan del gusto de la retórica postmoderna.

Frente al pánico ante el futuro que provoca en los nuevos esclavos un capitalismo senil, que corre desenfrenado hacia su meta apocalíptica, es necesario recuperar toda la fuerza emancipadora del proyecto comunista.

La narrativa comunista debe recobrar todo el hilo histórico y la memoria de sucesivas generaciones en las luchas por la liberación de todos los humillados por el poder de clase, casta o estamento, desde Espartaco hasta los Mártires de Chicago, desde los payeses de Remensa hasta los mineros de la mina de La Camocha, desde los Comuneros del París de 1871 hasta los obreros de San Petersburgo en 1917, desde las revueltas de ayer hasta los combates de hoy de mañana.

Esa historia que es necesario volver a contar, alumbrándola con los ejemplos presentes de cada día, no requiere de grandes y ampulosas pinceladas, de distorsionadas y exageradas proporciones como aquellas viejas estatuas que representaban al forzudo trabajador en la tensión muscular propia del que parece estar construyendo él sólo la nueva sociedad.

Es preciso que en ese rescate de todas las huellas que han ido dejando los sucesivos pasos hacia la conquista del pan, el trabajo liberado de la explotación y la igualdad social el héroe destacado en cada pasaje sea el real, el colectivo. La auténtica historia del movimiento obrero y de los comunistas no es obra de grandes figuras ni de tribunos de oratoria brillante sino un trabajo coral, de masas. Los hombres y mujeres providenciales sólo alcanzan un lugar destacado en la Historia cuando el marco social, el recipiente humano que los acoge, es propicio para ello y contiene dentro de sí toda la energía transformadora del momento.

Ese marco social, ese ejercito de clase en marcha a lo largo de los tiempos, ha estado compuesto por millones de hombres y mujeres anónimos, sencillos, modestos, sin pretensión alguna de dejar una gran marca imperecedera en el tiempo sino de responder a aquello que su conciencia les decía que era justo, de rebelarse contra lo que consideraban que no lo era, de luchar junto a otros por conquistar un mundo mejor, más decente, más igualitario, liberado de la explotación y la miseria para ellos, para sus hijos, para los demás.

No se trata de recuperar el pasado combativo de nuestra clase para hacer de él una hagiografía de iconos muertos a los que cantar panegíricos sino de iluminar el camino de nuestros retos y combates del presente y del futuro con la fuerza masiva y comunal que nos ha precedido a lo largo de los siglos.

Redescubrir el orgullo de pertenencia a una clase que no ha explotado a otras, de una clase sin la cual no se mueve el mundo, de una clase que lleva en su esfuerzo prometéico el germen de la liberación de toda la Humanidad. Y hacerlo sin el falso idealismo de quien se muestra piadosamente acrítico para no percibir que ese brío revolucionario no ha sido permanente en todo momento porque sólo en los momentos ascendentes de la Historia –y seguramente estemos en uno previo- es posible desplegar todo el impulso libertador necesario. Pero sabiendo que hay una línea, cierto que con discontinuidades, aspecto que a veces hemos olvidado los agitadores, que se mantiene, por encima de los momentos de derrota y de paz social, a lo largo de los tiempos como marca imperecedera de una insumisión con voluntad de cambiar de base el mundo.

Es imprescindible volver a refundir la unidad de intereses entre comunistas y trabajadores, limitándose los primeros a identificarse con su clase, sin tratar de integrar la representación privilegiada de los objetivos de otras clases que sólo en los momentos de inevitable decantación de las luchas pudieran llegar a aliarse con la clase trabajadora y a cuya costa tantas veces han medrado como clases intermedias. No se trata de negar la posibilidad alianzas en la construcción de un nuevo bloque social hegemónico en el proceso hacia el socialismo pero sí de situar los objetivos de aquellos aliados que no son parte de la clase trabajadora en un lugar subsidiario a ésta porque sólo nuestra clase refleja las contradicciones fundamentales del capitalismo (producción social del trabajo asalariado y apropiación del beneficio privada), lo que la convierte en la clase capaz de realizar la revolución social y de representar todas las contradicciones y opresiones de clase.

Y al fundir, de nuevo, esa comunidad de intereses entre trabajadores y comunistas, hacerlo con la conciencia y la determinación que se expresa en aquél párrafo del “Manifiesto Comunista”:
“Prácticamente, los comunistas son, pues, el sector más resuelto de los partidos obreros de todos los países, el sector que siempre impulsa adelante a los demás; teóricamente, tienen sobre el resto del proletariado la ventaja de su clara visión de las condiciones, de la marcha y de los resultados generales del movimiento proletario.”

Ser vanguardia no es algo que se logre por decreto ni por el hecho de desearlo sino por la capacidad de realizar siempre el diagnóstico adecuado a cada fase de la lucha política, social y económica y de impulsar, a partir de ahí la línea de avance más correcta y ventajosa para los objetivos de éxito de las luchas de los trabajadores, alejándose tanto del tacticismo oportunista de otros partidos que buscan colocarse con ventaja en la competencia política, a costa incluso de comprometer los resultados del esfuerzo de los trabajadores por hacer avanzar sus posiciones, como del maximalismo pseudoradical de quienes con su grito demagógico sólo buscan el aplauso fácil de los convencidos.

Retomo de nuevo el concepto de épica política y, en concreto de épica revolucionaria, convencido de que el conocimiento de nuestra historia y de nuestro presente como clase requiere no sólo de teoría y conocimiento sino de una teoría y una praxis que tensen el nervio de la pasión.

Seguramente el texto más apasionado, la epopeya más enardecedora de cuantas se hayan escrito dentro del marxismo sea el “Manifiesto Comunista” de Karl Marx y Friedrich Engels. Una épica que golpea como puño de acero contra la forzada circularidad de la opresión de unas clases sobre otras y dispara contra los relojes que marcan el paso del tiempo dominado; una épica de “las ideas que se adueñan de nuestras mentes, que conquistan nuestra convicción, y en las que el intelecto forja nuestra conciencia, -[que] son las cadenas a las que no es posible sustraerse sin desgarrar nuestro corazón”

No siempre es posible conjugar reflexión e intelecto, de un lado con épica y emoción, del otro porque, en ocasiones, esclarecer lo oscuro, sobre todo cuando se trata de desmontar las falacias que se esconden tras el papanatismo de la teoría económica liberal y ser rigurosos en el intento exige significados y términos muy unívocos. Pero hay una literatura política de urgencia, que corresponde a los momentos de agudas crisis políticas, sociales y económicas, cuando contienden entre sí dos bloques sociales antagónicos, que actúa como los himnos en los ejércitos rebeldes, electrizando las energías que los llevan a la batalla, que es tan indispensable como el saber que transmite el conocimiento de su situación real al esclavo.

Es el caso de “Las Tesis de Abril” de Lenin, de buena parte de la obra del marxista latinoamericano José Carlos Mariategui, de “El principio esperanza” de Ernst Bloch, sorprendentemente escrito fuera de los momentos más álgidos de la lucha de clases, pero lleno de fe en la utopía, y en general de la obra intelectual de Rosa Luxemburgo, escrita con la pasión de una enamorada que vive en propia carne su relación con el objeto del deseo: la revolución. Significativamente quizá sea la revolucionaria alemana de origen polaco la más pura continuadora del pensamiento de Carlos Marx.

Poca narrativa que exalte desde un presente vivido en primera persona, el momento álgido de la lucha de clases, cuando la revolución y la toma del poder por las masas trabajadoras se está produciendo, con la intensidad parcial pero profundamente real y sincera, es comparable a “Diez días que estremecieron al mundo” del periodista y comunista John Reed.

En el presente de esta aguda crisis del capitalismo, en los últimos tiempos de la cuál, aunque desperezándose de un profundo sueño, y sin apenas dirección revolucionaria partidaria, los trabajadores del mundo comienzan, aún en posición defensiva, a enfrentarse al capital de un modo decidido, no parece abundar la construcción del relato que hable de nuestras luchas con la fuerza de contagio necesaria para conquistar los corazones de los menos decididos y conscientes. Quizá por ello se hace más que nunca necesario poner la inteligencia y la pasión de los más consecuentes y convencidos al servicio de la causa más justa que los tiempos hayan conocido.

No han faltado, en cambio, enfebrecidos ditirambos de uno a otro continente, de personajes de toda extracción ideológica, de la derecha a la autoproclamada izquierda , de toda condición social, desde multimillonarios hasta sindicalistas, de todo nivel intelectual, desde autores y académicos mimados por el negocio editorial hasta quienes creían que la plaza era una fiesta, pasando por cualquier “famoso” en promoción al que le preguntasen por el movimiento. No han faltado a la cita tampoco las grandes corporaciones mediáticas. Toneladas de papel y libros de los que ya nadie se acordará en 2013 han hablado del “nuevo” movimiento desde buena parte de 2011 hasta mediados de 2012. La revista del Imperio TIME le dedicó su portada. Sesudos tertulianos de radio y tv los han convertido superhéroes con uniforme incluido. Las televisiones han retransmitido en directo sus simulacros, performances y flahsmobs. Todos engordaron un narcisismo desbordado, ignorante y carente de contenido para cambiar el mundo de base. Lo suyo no era tomar el poder ni destruir el desorden del capital. No se definían como clase sino como ciudadanos y su enemigo debía ser muy pequeño porque, según ellos, sólo era el 1%. Acabaron unos por creer que el poder real estaba en gobiernos y parlamentos y les faltaron manos para rodearlos en cadenas humanas. Otros, reconvertidos y obligados por el cambio el escenario y de actor social, se hacen llamar ahora Asambleas Anticapitalistas, mutando en algo que seguirá, probablemente, esperando del espontaneismo sin organización partidaria su resurrección. No fueron lejos; sencillamente no fueron a ninguna parte. Dentro de un año, el poder que les dio alas no hablará ya de ellos; quizás lo haga algún grupillo autónomo en un fanzine conmemorativo.

Dentro de 30 años seguramente muchos jóvenes sigan colgando en sus habitaciones el cartel de los trabajadores en marcha de “Novecento”, aunque desconozcan el nombre del cuadro original y de su autor. Continuará transmitiendo para ellos la fuerza de una clase en movimiento. Dudo mucho que alguno cuelgue el de una asamblea perroflauta en sentada asamblearia. Hay demasiada pereza e inapetencia de tomar el cielo por asalto en esa imagen.