SUMAR Y PODEMOS JUNTOS A LAS GENERALES ¿QUÉ PUEDE SALIR MAL?
PROPUESTA DE EXIGENCIAS AL POSIBLE PRÓXIMO GOBIERNO DE AMPLIAS ALIANZAS
HASTA LOS COJONES DEL ASUNTO LUIS RUBIALES Y DE TODO EL SHOW
TIEMPO DE PESIMISMO (NO EXAGERAR LOS ADJETIVOS), TIEMPO DE ESPERANZA
SUMAR Y PODEMOS JUNTOS A LAS GENERALES ¿QUÉ PUEDE SALIR MAL?
4 de octubre de 2015
RUSIA PRECIPITA EL ABANDONO DE SWIFT ENTRE LOS BRICS
Ariel
Noyola Rodríguez.
Global Research
La unipolaridad de Estados Unidos en el sistema
financiero mundial se desvanece a paso veloz. Como consecuencia de su miopía
política, Washington obligó a otros países a poner en marcha instrumentos de
cooperación financiera que abandonan el uso del dólar, así como instituciones
multilaterales que ya no se rigen más por las reglas impuestas desde el
Departamento del Tesoro.
Es que en definitiva, las finanzas y la moneda se
han venido utilizando como instrumentos de política exterior, esto es, como
mecanismos de dominación global que buscan socavar tanto a adversarios
geopolíticos (Rusia), como a potencias económicas en ascenso (China) que
resisten a doblegarse ante el yugo norteamericano.
Ante la imposibilidad de alcanzar sus objetivos
estratégicos por la vía diplomática, Estados Unidos se lanza a la guerra
financiera, ya sea a través de embargos económicos, ataques especulativos,
congelamiento de cuentas bancarias de políticos y empresarios, etcétera.
En abierta violación de los principios del derecho
internacional, Washington apunta su artillería contra los países que, de
acuerdo con su concepción, integran el denominado “eje del mal”: Corea del
Norte, Irán, Siria, Sudán, etcétera. Su modus operandi consiste en estrangular
la economía del país en cuestión para promover un cambio de régimen.
Ahora esa misma estrategia se dirige contra el
Gobierno de Vladimir Putin. Es que luego de la reintegración de la República de
Crimea y la ciudad de Sebastopol a territorio ruso –sustentada en el referéndum
celebrado en marzo de 2014–, Estados Unidos, el Reino Unido y Polonia
presionaron a la Unión Europea para que expulsara a Rusia de la Sociedad de
Telecomunicaciones Financieras Interbancarias Mundiales (SWIFT, por sus siglas
en inglés).
Fundado en 1973 en la ciudad de Bruselas, Bélgica,
SWIFT es un sistema internacional de comunicaciones que permite a los bancos
realizar transferencias electrónicas entre sí. Antes de su puesta en marcha,
las entidades financieras se limitaban a comunicarse a través de Télex y
sistemas telefónicos bilaterales.
En ese sentido, SWIFT constituye un avance
tecnológico de primer nivel, puesto que ha permitido tanto aumentar la
velocidad del comercio y la inversión mundiales, así como disminuir los costos
de transacción en una escala sin precedentes.
En la actualidad SWIFT es utilizado por 10,500
bancos –sobre todo estadounidenses y europeos– en más de 200 países. En su día
de mayor apogeo en lo que va de 2015 procesó 27.5 millones de mensajes de
órdenes de pago.
SWIFT es un mecanismo “técnico”, puramente
“neutral”, según los magnates de Wall Street y la City de Londres. No obstante,
los ataques del 11 de septiembre a las Torres Gemelas sirvieron para que
Estados Unidos se inmiscuyera en el sistema de pagos: el Departamento del
Tesoro solicita desde entonces “información específica” con la excusa de que
“monitorea” los canales de financiamiento de “grupos terroristas”.
De esta manera, con el argumento de que se
encontraban inmiscuidos en actividades ilegales se desconectó a los bancos
iraníes de SWIFT hace 3 años, situación que puso en aprietos la provisión de
crédito a las operaciones de comercio exterior del país persa.
Asimismo, Washington abrió el camino para la
intromisión de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA, por sus siglas en inglés).
Según las revelaciones de Edward Snowden, ‘Follow the Money’ es el nombre del
programa especializado de la NSA que se encarga de espiar el sistema financiero
global.
El seguimiento realizado por el personal de la NSA
desembocó en la construcción de una base de datos, ‘TRACFIN’, misma que en 2011
contenía por lo menos 180 millones de registros de las operaciones entre los
bancos, las transacciones con tarjetas de crédito y, por supuesto, los miles de
mensajes transmitidos a través del sistema SWIFT.
Por lo tanto, Estados Unidos se hizo del control cuasi
monopólico del sistema de pagos internacionales para asfixiar a sus rivales.
Hasta ahora la desconexión de SWIFT aún no se ha implementado en contra de
Rusia por la “falta de autoridad” de las autoridades regulatorias. Pues sí, una
cosa es castigar a una potencia regional, y otra muy distinta es entrar en una
batalla cara a cara con una potencia mundial.
Con todo, las constantes amenazas de parte de
Estados Unidos y sus aliados europeos propiciaron que el Gobierno de Vladimir
Putin pusiera en funcionamiento un sistema de pagos alternativo. Es que más de
90% de las operaciones de los bancos rusos son transfronterizas, con lo cual,
si se hubiese concretado la expulsión de Moscú del sistema SWIFT las consecuencias
sobre la economía mundial habrían sido catastróficas.
Los principales bancos rusos (Sberbank, VTB,
Gazprombank, Bank of Moscow, Rosselkhozbank, etcétera) realizan ya acuerdos
bilaterales y utilizan de lleno el nuevo sistema de pagos, anunció hace unos
días Olga Skorobogatova, la vicegobernadora del banco central.
El nuevo sistema de transacciones disminuye el
monto de los costos en comparación con SWIFT, y más importante todavía, brinda
a Moscú de mayor autonomía política y seguridad económica en caso de una nueva
escalada de sanciones. Adicionalmente, la iniciativa rusa detonó la
construcción de sistemas de pagos alternativos en otros lugares del mundo.
Por un lado, China está lista para poner en marcha
las próximas semanas su propio sistema de transacciones. Por otro lado, los
integrantes del BRICS (acrónimo de Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) se
encuentran discutiendo la posibilidad de lanzar un sistema de pagosmultilateral, esto es, que no sean sólo Rusia y China los beneficiados, sino
que el sistema de pagos realice operaciones entre todos los miembros del
bloque.
El plan de contención orquestado desde Washington
y Bruselas en contra de Rusia derivó en un ‘efecto búmeran’, pues no sólo no la
expulsaron de SWIFT, sino que Moscú construyó un sistema de pagos alternativo
que neutralizó por completo los intentos de desestabilización y que, en
paralelo, sirve de inspiración para los países del BRICS y muy pronto, también
lo será para la mayoría de las economías emergentes.
EL NEOPESIMISMO SE PUSO DE MODA
La nueva corriente del pensamiento francés es un
himno a la depresión, un acto de flagelación público cuyo látigo es el
pesimismo, la tristeza y la repetida idea de que Francia está al borde del
abismo. Varios intelectuales, de izquierda y de derecha, se han convertido en
los portavoces recurrentes de una convicción según la cual su país se encuentra
en una irrecuperable cuesta abajo, que la cultura francesa está en una fase
moribunda, o que la inmigración vacía los fundamentos de la identidad nacional.
Los vecinos europeos de Francia conocen la misma crisis, asimilan los mismos
flujos migratorios, pero en ninguno de ellos sus intelectuales han hecho de
esta configuración una teoría del ocaso. El filósofo y ensayista Michel Onfray,
el polemista Eric Zemmour, el escritor Michel Houellebecq, el filósofo Régis
Debray o el ensayista Alain Finkielkraut son los apóstoles de esta corriente
que irriga la sociedad con una filosofía que consagra toda su energía en
diagnosticar la defunción de la cultura. Sudhir Hazareesingh, profesor en
Oxford y autor de un excelente ensayo sobre estos temas, Ese país que ama las
ideas (Ce pays qui aime les idées), lo califica de “movimiento casi filosófico de pesimismo y declinismo en Francia”.
No cabe preguntarse ¿qué le pasa a Francia? A
Francia le ocurre lo que le pasa al mundo. La pregunta es: ¿qué le ocurre a
esos intelectuales, a menudo oriundos de la izquierda, cuyas tesis cruzan las
aguas de la extrema derecha? La respuesta progresista tampoco aparece por
ningún lado, la “pensée de gauche” se
esfumó de la escena y estos pensadores pasan a invadir todo el espectro de los
medios con sus desencantos y su dialéctica del fracaso. Michel Onfray, Eric
Zemmour, Michel Houellebecq, Régis Debray o Alain Finkielkraut, estos cinco
pensadores tienen, además, la cara de lo que venden: los tres primeros son de
una pedantería autoritaria que da miedo, los dos últimos de una tristeza
desértica. Estos neo pesimistas obtienen éxitos editoriales asombrosos. El
libro de Eric Zemmour Le Suicide français (El suicidio francés) superó los 500
mil ejemplares vendidos. Homófobo, sexista, anti extranjeros, El suicidio
francés (el título ya hiela la sangre) retrata a una Francia en irrecuperable
declive, herida en lo más profundo de su identidad por el multiculturalismo,
los homosexuales, las mujeres, los extranjeros y la permanencia de las
conquistas que cierta izquierda hoy espectral supo arrancar a partir de los
años ‘60. Según este polemista, Francia se muere bajo la gravitación de la
libertad de las costumbres, por el retroceso de la “familia, la nación, el trabajo, el Estado, la escuela”. Zemmour
promueve una sociedad colonial y blanca. En los escaparates del horror aparece
igualmente Michel Houellebecq y su libro Sumisión (600 mil ejemplares
vendidos). La novela ha sido celebrada como una obra literaria, pero es en
realidad un aburrido panfleto, una infusión racista y sin aliento, triste como
su autor, que narra una Francia gobernada por un islamista, Mohammed Ben Abbes,
candidato del partido Fraternidad Musulmana. En esa novela llena de bostezos y
obsesiones de un anciano miedoso, la Universidad de la Sorbona pasó a ser un
centro de estudios islámico en donde las paredes exhiben versos del Corán.
El mismo nacionalismo xenófobo y la obsesión por
el fin de la cultura francesa o su contaminación atraviesa la obra del filósofo
Alain Finkielkraut. Los debates que genera son una prolongación de su libro La
identidad infeliz. La palabra “identidad” reemplazó el concepto de República,
la defensa de lo “autóctono” el principio de universalismo. Francia, en su
prosa, se está desvaneciendo por culpa del vaciamiento cultural y la
inmigración. La globalización y la izquierda son así los responsables de la
contaminación. De allí previene también la saña contra las herencias de la
izquierda y sus inclinaciones a la diversidad cultural y al derecho de las
minorías. A esos defensores de la diversidad se los llama “islamo izquierdistas”. El agotador e inagotable Régis Debray
vuelve a brillar en las primeras páginas de los semanarios con un alegato en el
cual (semanario Le Point, de derecha) el intelectual “destruye a la izquierda”. Hace mucho que esa izquierda viaja en
ambulancia, pero la moda vibra con los alegatos envenenados, el silencio de los
atacados y las tramas mórbidas sobre la substitución de la esencia francesa por
los semejantes oriundos de otras culturas y religiones. Precisamente, el
profesor Sudhir Hazareesingh (Ese país que ama las ideas) califica a esta
corriente de neoconservadores de “nacionalismo
étnico”. El otro y la izquierda han sido sentados en el tribunal del
presente. El caso del filósofo Michel Onfray es aún más alarmante. Pasó de la
extrema izquierda a abrazar los ideales de lo que en Francia se llama “los soberanistas”, es decir, la idea
política que antepone la soberanía a cualquier otra instancia (en este caso las
europeas). También se convirtió en un paladín contra Europa y la izquierda, a
la que acusa de haber abandonado al pueblo francés para consagrarse a los
inmigrados. Aunque Onfray se define como un “soberanista
de izquierda”, ocurre que el soberanismo es uno de los motores de la
extrema derecha del Frente Nacional. A mediados de septiembre, el matutino
Libération acusó a Onfray de “hacerle el
juego” a la ultraderecha, de activar la ofensiva “no contra la derecha, sino contra la izquierda”. La trama de su
pensamiento es más culta, más sutil, pero similar: así, por ejemplo, puso en
tela de juicio la foto del niño (Aylan) encontrado ahogado en una playa de
Turquía. La imagen habría servido para manipular a la opinión pública y
sensibilizarla ante el drama de los refugiados. Algo parecido repitió el Frente
Nacional. Su nacionalismo étnico se desnuda cuando afirma (entrevista al diario
conservador Le Figaro): “El pueblo
francés es despreciado desde que Mitterrand (ex presidente socialista francés,
1981-1995) convirtió el socialismo a la Europa liberal. Ese pueblo, mi pueblo,
ha sido olvidado en provecho de micro pueblos de sustitución” (o sea
palestinos, homosexuales, indocumentados). Onfray, en realidad, desarrolla las
mismas obsesiones que los otros autores: Francia, o sea, el centro, está siendo
sustituída por una cultura marginal (extranjeros, homosexuales, ect.). La
impureza que carcome la nobleza y lo torna todo decadente.
“Declinistas” (Francia se hunde), “diferencialistas” (nosotros antes que los invasores), “sustitucionistas” (la cultura francesa está siendo sustituida) son las tres banderas de una filosofía empapada en la nostalgia de un Jurassic Park compartido por la extrema derecha. Los ataques de Libération contra Michel Onfray suscitaron una reacción de un egocentrismo muy parisino: el próximo 20 de octubre, la “izquierda”, se reúne en la sala de la Mutualité de París (emblema de los mitines socialistas) para respaldar al ofendido filósofo. El Frente Nacional no deja escapar el beneficio de la convergencia entre él y esta izquierda soberanista y entristecida. Ocurre que, precisamente, esos intelectuales súper mediáticos promueven mejor que nadie sus ideas. En vistas del mitin del próximo 20 de octubre, su tesorero, Bertrand Dutheil de La Rochère, publicó una tribuna en el portal del Frente Nacional invitando a los intelectuales de izquierda a entablar un diálogo. El Frente Nacional ve claros puentes entre estos turbios moralistas de la identidad y el ombligo y sus ideales. El dirigente frentista convoca a un “diálogo sin concesión” a toda esa izquierda que “denuncia la traición de los partidos que aún se dicen de izquierda. Esos partidos que eligieron la globalización ultra liberal en nombre de Europa. Esos partidos que confunden el internacionalismo con las migraciones masivas que pesan sobre nuestros salarios y desmantelan la protección social”. En suma, el mundo contra Francia. El gran, sutil y universal espíritu rebelde de Europa está embrujado por un partido excluyente y una corte de plumíferos tristes y etno-obsesivos, neuróticos de la identidad y aburridos como un tango desafinado.
NOTA DEL EDITOR DE ESTE BLOG: El neopesimismo francés del que habla Febbro es la continuación, con un giro de tuerca aún más reaccionario, de la corriente de "los nuevos filósofos" iniciada en los años 70 del pasado siglo en dicho país. No es casual que entre los neopesimistas se encuentre Alain Finkielkraut, uno de aquella tendencia del pensamiento involucionista francés.
Conviene que cuando ponemos a Francia como modelo de progreso no olvidemos que ninguna sociedad está exenta de su doble condición de dios Jano (el de las dos caras). Si Francia nos dio 1789 también produjo la reacción thermidoriana. Si ha sido cuna del socialismo como corriente de pensamiento, también fue la de la colaboración del gobiernod e Vichy con los ocupantes nazis.
En cuanto a Debray no estaría de más preguntarse por su responsabilidad en la caída y asesinato de Ernesto Guevara de la Serna (Che) y sus compañeros en las selvas de Bolivia, algo que él mismo ha intentado borrar de su biografía.
Cuando la izquierda no da respuestas a la crisis sistémica y de civilización del capitalismo, es la extrema derecha la encargada de fabricar sus monstruos.
En España tras el desastre del 98 de finales del XIX apareció una hornada de pensadores, escritores, poetas y filósofos que, desde una posición pesimista, también plantearon la necesidad de sacar al país de su frustración. Como quiera que el pesimismo es una corriente antiprogresista, al poner el dedo en la llaga de la nostalgia por lo perdido, también en aquella ristra de ajos intelectuales aparecieron los pensadores prefascistas como Ramiro Maeztu. Aquellos fueron llamados los regeneracionistas, no muy distintos de los hoy partidos de la regeneración en España. En Francia se llaman neopesimistas pero el combustible que les mueve tiene en común un mismo fondo: el llanto por lo perdido.
Por lo demás, no comparto la insinuación de Febbro de que mantener una posición antiUE sea también reaccionaria. Depende desde qué presupuestos se mantenga esa postura. La UE, no tal y como está configurada, sino como lo que es -y no puede ser otra cosa porque nació como ágora de mercado y no cómo ágora política y es, desde ahí, irreformable, como lo es el capitalismo, por mucho que se empeñen en ello los que eufemísticamente rechazan el neoliberalismo para no asustar con posiciones claramente anticapitalistas y revolucionarias- es en buena medida una de las responsables de la reacción nacionalista, excluyente, racista y xenófoba porque, al anular las soberanías nacionales, provoca fuerzas de signo contrario. La otra es la izquierda que, mientras se mantenga en su postración, en su posición a la defensiva, en su aceptación del capitalismo amable que no volvera y en su asunción de discursos antagónicos y ajenos (los liberales en lo económico, ideológico y político) será una herramienta mellada e inútil para hacer frente a toda la involución global que se nos ha echado encima a la clase trabajadora.
LOS NUEVOS ESTADOS DE VIGILANCIA
Ignacio
Ramonet.
Le Monde Diplomatique
La idea de un mundo situado bajo “vigilancia
total” ha parecido durante mucho tiempo un delirio utópico o paranoico, fruto
de la imaginación más o menos alucinada de los obsesos de la conspiración. Sin
embargo, hay que reconocer la evidencia: vivimos, aquí y ahora, bajo la mirada
de una especie de imperio de la vigilancia. Sin que lo sepamos, cada vez más
nos observan, nos espían, nos vigilan, nos controlan, nos fichan. Cada día,
nuevas tecnologías se refinan en el seguimiento de nuestro rastro. Empresas comerciales
y agencias publicitarias registran nuestra vida. Pero, sobre todo, bajo el
pretexto de luchar contra el terrorismo o contra otras plagas (pornografía
infantil, blanqueo de dinero, narcotráfico), los Gobiernos –incluidos los más democráticos– se erigen en
Gran Hermano y ya no dudan en infringir sus propias leyes para espiarnos mejor.
En secreto, los nuevos Estados orwellianos
buscan establecer ficheros exhaustivos de nuestros contactos y de
nuestros datos personales tal y como figuran en diferentes soportes
electrónicos.
Tras la ola de ataques terroristas que ha
golpeado, desde hace algunos años, ciudades como Nueva York, París, Boston,
Ottawa, Londres o Madrid, las autoridades no han dudado en utilizar el gran
pavor de las sociedades conmocionadas para intensificar la vigilancia y para
reducir más la protección de nuestra vida privada.
Entendámonos: el problema no es la vigilancia en
general, es la vigilancia masiva clandestina. Es evidente que, en un Estado
democrático, las autoridades cuentan con toda la legitimidad, basándose en la
ley y con la autorización previa de un juez, para poner bajo vigilancia a
cualquier persona que consideren sospechosa. Como dice Edward Snowden: “No hay ningún problema si se trata de poner
bajo escucha a Osama Bin Laden. Siempre
que los investigadores tengan que disponer del permiso de un juez –un juez
independiente, un juez auténtico, no un juez secreto–, y puedan probar que
existe una buena razón para emitir una orden, entonces pueden llevar a cabo ese
trabajo. El problema se plantea cuando nos controlan a todos, en masa, todo el
tiempo y sin ninguna justificación” (1).
Con ayuda de algoritmos cada vez más
perfeccionados, miles de investigadores, de ingenieros, de matemáticos, de
estadistas y de informáticos buscan y clasifican la información que generamos
sobre nosotros mismos. Satélites y drones de mirada penetrante nos siguen desde
el espacio. En las terminales de los aeropuertos, escáneres biométricos
analizan nuestros andares, “leen” nuestro iris y nuestras huellas digitales.
Cámaras de infrarrojos miden nuestra temperatura. Las pupilas silenciosas de
las cámaras de vídeo nos escrutan en las aceras de las ciudades o en los
pasillos de los hipermercados. También siguen nuestra pista en el trabajo, en
las calles, en el autobús, en el banco, en el metro, en el estadio, en los
aparcamientos, en los ascensores, en los centros comerciales, en las
carreteras, en las estaciones, en los aeropuertos...
Cabe señalar que la inimaginable revolución
digital que vivimos, que ya ha transformado tantas actividades y profesiones,
también ha trastornado totalmente el ámbito de los servicios de información y
de la vigilancia. En la época de Internet, la vigilancia ha pasado a ser algo
omnipresente y perfectamente inmaterial, imperceptible, “indetectable”, invisible. Además, se caracteriza
técnicamente por una simplicidad pasmosa. Se acabaron los trabajos de
albañilería para instalar cables y micrófonos, como en la célebre película La
Conversación (2), donde podíamos ver cómo un grupo de “fontaneros” presentaba,
en un Feria consagrada a las técnicas de vigilancia, ‘chivatos’ más o menos
elaborados equipados con cajas
rebosantes de cables eléctricos que había que esconder en los muros o en el
suelo...
Varios estrepitosos escándalos de esa época –el
caso Watergate en Estados Unidos, el de los “fontaneros
de Le Canard enchaîné” en Francia–, fracasos humillantes para las oficinas
de los servicios de información, demostraron los límites de estos antiguos
métodos mecánicos, fácilmente detectables y localizables.
Hoy en día, poner a alguien bajo escucha ha pasado
a ser algo de una facilidad desconcertante. Al alcance del primero que llega.
Una persona normal y corriente que quiera espiar a alguien de su entorno puede
encontrar en venta libre en el comercio un amplio abanico de opciones: nada
menos que media docena de programas informáticos para espiar (mSpy, GsmSpy,
FlexiSpy, Spyera, EasySpy) que “leen” sin problemas los contenidos de los
teléfonos móviles: mensajes de texto, correos electrónicos, cuentas en
Facebook, Whatsapp, Twitter, etc. Con el auge del consumo en línea, la
vigilancia de tipo comercial también se ha desarrollado enormemente, dando
lugar a un gigantesco mercado de nuestros datos personales, que se han
convertido en mercancías. Durante cada una de nuestras conexiones a una página
web, las cookies guardan el conjunto de las búsquedas realizadas y permiten
establecer nuestro perfil de consumidor. En menos de veinte milésimas de
segundo, el editor de la página visitada vende a los posibles anunciantes la
información que nos concierne revelada por las cookies. Apenas unas milésimas
de segundo más tarde, la publicidad que se supone que causa más impacto en
nosotros aparece en nuestra pantalla. Y así quedamos ya fichados definitivamente.
De alguna manera, la vigilancia se ha
“privatizado” y “democratizado”. Ya no es un asunto reservado sólo a los
servicios estatales de información. Pero, a la vez, la capacidad de los Estados
en materia de espionaje masivo ha crecido de modo exponencial. Y esto también
se debe a la estrecha complicidad entablada con las grandes empresas privadas
que dominan las industrias de la informática y de las telecomunicaciones.
Julian Assange lo afirma: “Las nuevas
sociedades como Google, Apple, Amazon y, más recientemente, Facebook han tejido
estrechos vínculos con el aparato de Estado en Washington, en particular con
los responsables de Asuntos Exteriores” (3). Este Complejo de la seguridad
y de lo digital –Estado + aparato militar de seguridad + industrias gigantes de
la Web– constituye un auténtico imperio de la vigilancia cuyo objetivo, muy
concreto y muy claro, es poner Internet, todo Internet y a todos los
internautas bajo escucha. Para controlar la sociedad.
Para las generaciones de menos de cuarenta años,
la Red es, simplemente, el ecosistema en el que han pulido su mente, su
curiosidad, sus gustos y su personalidad. Desde su punto de vista, Internet no
es sólo una herramienta autónoma que se utilizaría para tareas concretas. Es
una inmensa esfera intelectual donde se aprende a explorar libremente todos los
saberes. Y, de forma simultánea, un ágora sin límites, un foro donde las
personas se reúnen, dialogan, intercambian y adquieren, a menudo de forma
compartida, una cultura, conocimientos, valores.
Internet representa, a ojos de estas nuevas
generaciones, lo que era para sus mayores, de forma simultánea, la escuela y la
biblioteca, el arte y la enciclopedia, la polis y el templo, el mercado y la
cooperativa, el estadio y el escenario, el viaje y los juegos, el circo y el
burdel... Es tan fabuloso que “el
individuo, en su placer por evolucionar en un universo tecnológico, no se
preocupa por saber, y menos aún por comprender, que las máquinas gestionan su
día a día. Que cada uno de sus actos y gestos es grabado, filtrado, analizado
y, eventualmente, vigilado. Que, lejos de liberarlo de sus obstáculos físicos,
la informática de la comunicación constituye sin duda la herramienta de
vigilancia y de control más increíble que el ser humano haya podido crear jamás”
(4).
Este intento de control total de Internet
representa un peligro inédito para nuestras sociedades democráticas: “Permitir la vigilancia de Internet
–afirma Glenn Greenwald, el periodista estadounidense que difundió las
revelaciones de Edward Snowden– viene a
ser lo mismo que someter a un control estatal exhaustivo prácticamente todas
las formas de interacción humana, incluido el pensamiento propiamente dicho” (5).
Ésta es la gran diferencia con los sistemas de
vigilancia que existían antes. Sabemos, desde Michel Foucault, que la
vigilancia ocupa una posición central en la organización de las sociedades
modernas. Éstas son “sociedades
disciplinarias” donde el poder, por medio de técnicas y de estrategias
complejas de vigilancia, busca ejercer el mayor control social posible (6).
Esta voluntad por parte del Estado de saberlo todo
sobre los ciudadanos está legitimada políticamente por la promesa de una mayor
eficacia en la administración burocrática de la sociedad. Así, el Estado afirma
que será más competitivo y, por lo tanto, servirá mejor a los ciudadanos si los
conoce mejor, de la forma más profunda posible. Sin embargo, al haber pasado a
ser cada vez más invasiva, la intrusión del Estado ha terminado provocando,
desde hace tiempo, un creciente rechazo entre los ciudadanos que aprecian el
santuario de la vida privada. Desde 1835, Alexis de Tocqueville señalaba ya que
las democracias modernas de masas producen ciudadanos privados cuya principal
preocupación es la protección de sus derechos. Y que esto hace que sean
particularmente quisquillosos y belicosos contra las pretensiones intrusivas y
abusivas del Estado (7).
Esta tradición se prolonga en la actualidad en la
persona de los “lanzadores de alertas”,
como Julian Assange y Edward Snowden, ambos perseguidos ferozmente por Estados
Unidos. Y, en defensa de ellos, el gran intelectual estadounidense Noam Chomsky
afirma: “Para estos ‘lanzadores de
alertas’, su lucha por una información libre y transparente es una lucha casi
natural. ¿Tendrán éxito? Depende de la gente. Si Snowden, Assange y otros hacen
lo que hacen, lo hacen en su calidad de ciudadanos. Están ayudando al público a
descubrir lo que hacen sus propios Gobiernos. ¿Existe acaso una tarea más noble
para un ciudadano libre? Y se los castiga severamente. Si Washington pudiera echarles
el guante, sería peor aún. En Estados Unidos existe una ley de espionaje que
data de la Primera Guerra Mundial; Obama la ha usado para evitar que la
información difundida por Assange y Snowden llegue al público. El Gobierno va a
intentarlo todo, incluso lo indecible, para protegerse de su ‘enemigo principal’.
Y el ‘enemigo principal’ de cualquier Gobierno es su propia población”
(8).
En la era de Internet, el control del Estado
alcanza dimensiones alucinantes, ya que, de una manera o de otra, como ya se ha
dicho, confiamos a Internet nuestros pensamientos más personales e íntimos,
tanto profesionales como emocionales. Así, cuando el Estado, con ayuda de
tecnologías súper poderosas, decide pasar a escanear nuestro uso de Internet,
no sólo rebasa sus funciones, sino que, además, profana nuestra intimidad,
deshuesa literalmente nuestro espíritu y saquea el refugio de nuestra vida
privada.
Sin saberlo, a ojos de los nuevos “Estados de vigilancia”, nos convertimos
en clones del héroe de la película El Show de Truman (9), expuestos en directo
a la mirada de miles de cámaras y a la escucha de miles de micrófonos que
exponen nuestra vida privada a la curiosidad planetaria de los servicios de
información.
A este respecto, Vince Cerf, uno de los inventores
de la Web, considera que “en la época de
las tecnologías digitales modernas, la vida privada es una anomalía...”(10).
Leonard Kleinroc, uno de los pioneros de Internet, es aún más pesimista: “Básicamente –considera–, nuestra vida privada se ha acabado y, por
así decirlo, es imposible recuperarla” (11).
Por una parte, muchos ciudadanos se resignan, como
si de una especie de fatalidad de la época se tratara, al fin de nuestro
derecho al anonimato. Por otra parte, esta preocupación de defender nuestra
vida privada puede parecer reaccionaria o “sospechosa”
porque sólo aquellos que tienen algo que esconder intentan esquivar el control
público. Por lo tanto, las personas que consideran que no tienen nada que
reprocharse ni nada que ocultar, no son hostiles a la vigilancia del Estado.
Sobre todo si ésta, tal y como lo prometen y lo repiten las autoridades, está
acompañada por una ganancia sustancial en materia de seguridad. Sin embargo,
este discurso –“Dadme un poco de vuestra
libertad, os la devuelvo centuplicada en garantía de seguridad.”– es una
estafa. La seguridad total no existe, no puede existir. Es un engaño. Sin
embargo, la “vigilancia total” se ha convertido en una realidad indiscutible.
Contra la estafa de la seguridad, cantinela
constante de todos los poderes, recordemos la lúcida advertencia lanzada por
Benjamin Franklin, uno de los autores de la Constitución estadounidense: “Un pueblo dispuesto a sacrificar un poco de
libertad por un poco de seguridad no merece ni lo primero ni lo segundo. Y
acaba perdiendo las dos”.
Una sentencia de perfecta actualidad y que debería
animarnos a defender nuestro derecho a la vida privada, cuya principal función
no es otra que proteger nuestra intimidad. Jean-Jacques Rousseau, filósofo de
la Ilustración y primer pensador que “descubrió”
la intimidad, nos dio el ejemplo. ¿No fue él también el primero en rebelarse
contra la sociedad de su tiempo y contra su voluntad inquisidora de querer
controlar la conciencia de los individuos?
“El
fin de la vida privada sería una auténtica calamidad existencial”,
ha subrayado igualmente la filósofa contemporánea Hanna Arendt en su libro La
condición humana (12). Con una formidable clarividencia, en su obra señala los
peligros para la democracia de una sociedad donde la distinción entre la vida
privada y la vida pública estaría establecida de forma insuficiente, lo que,
según Arendt, significaría el fin del hombre libre. Y arrastraría a nuestras
sociedades, de manera implacable, hacia nuevas formas de totalitarismo.
(1) Katrina van den Heuvel et Stephen F. Cohen, ?
“Edward Snowden: A ‘Nation’ Interview”, The Nation, Nueva York, 28 de octubre
de 2014.
(2) La Conversación (The Conversation), 1973.
Dirección: Francis F. Coppola. Intérpretes: Gene Hackman, John Cazale, Cindy Williams, Harrison Ford,
Robert Duvall. Palma de Oro 1974 en el Festival de
Cannes.
(3) Ignacio Ramonet, “Entrevista a Julian Assange:
‘Google nos espía e informa al Gobierno de Estados Unidos’”, Le Monde
diplomatique en español, diciembre de 2014.
(4) Jean Guisnel en su prefacio al libro de Reg
Whitaker, Tous fliqués. La vie privée sous surveillance, Denoël, París, 2001
(en español: El fin de la privacidad. Cómo la vigilancia total se está
convirtiendo en realidad, Paidós, Barcelona, 1999).
(5) Glenn
Greenwald, No place to hide. Edward Snowden, the NSA, and the US Surveillance
State, Metropolitan Books, Nueva York, 2014.
(6) Michel Foucault, Vigilar y castigar,
Biblioteca Nueva, Madrid, 2012.
(7) Alexis de Tocqueville, La democracia en
América, Akal, Madrid, 2007.
(8) Ignacio Ramonet, “Entrevista con Noam Chomsky:
Contra el imperio de la vigilancia”, Le Monde diplomatique en español, abril de
2015.
(9) El Show de
Truman (The Truman Show) (1998). Dirección: Peter
Weir. Intérpretes: Jim Carrey, Ed Harris.
(10) Marianne, París, 10 de abril de 2015.
(11) El País, Madrid, 13 de enero de 2015.
(12) Hanna Arendt, La condición humana, Paidós, Barcelona, 2005.
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