Editorial. La Jornada
De acuerdo con un estudio de los investigadores
Alexander Main y Dan Beeton, realizado a partir del análisis de cables del
Departamento de Estado filtrados por Wikileaks, Estados Unidos ha alentado la
desestabilización política en diversos países de América Latina, como parte de
una estrategia para reconstruir su hegemonía en la región, la cual se ha visto
fracturada por el arribo al poder de gobiernos de signos ideológicos distintos,
pero renuentes a aceptar acríticamente el llamado Consenso de Washington. Según
los autores, en el contexto de la referida estrategia se llegó a contemplar la
posibilidad de asesinar al presidente de Bolivia, Evo Morales, en el marco de
la crisis política que protagonizaron el gobierno de La Paz y las oligarquías
secesionistas de la llamada región de la Media Luna (Santa Cruz, Beni, Tarija y
Pando), en 2008.
El referido plan constituye, en lo esencial, una
reiteración de las inveteradas manías estadunidenses para desestabilizar a
gobiernos soberanos en el continente, que entre otras cosas han llevado a
Washington a perpetuar por más de seis décadas un bloqueo improcedente en
contra de Cuba, que ha sido complementado con diversas maniobras de
desestabilización en la isla. Por lo demás, Washington ha patrocinado y
organizado programas golpistas como el que se puso en marcha contra Jacobo
Arbenz en Guatemala en 1954 y el que derivó en el sangriento cuartelazo del 11
de septiembre de 1973 en Chile; formó escuadrones de la muerte en Centroamérica
en los años 80 del siglo pasado, y envió, a finales de esa década, fuerzas
invasoras a Granada y a Panamá.
Por desgracia, el patrón golpista se ha reactivado
en el pasado reciente y ha afectado a diversos gobiernos y países desde 2002,
cuando el presidente venezolano Hugo Chávez fue temporalmente derrocado y
secuestrado por militares desleales; se repitió en escala menor en Bolivia en
2008; logró, un año más tarde, subvertir el orden democrático en Honduras, y se
reprodujo, sin éxito, en la sublevación policiaca contra Rafael Correa en
Ecuador, en 2010. Recientemente, en naciones como Venezuela y Argentina se han
dado movilizaciones pretendidamente ciudadanas en las que puede apreciarse, sin
embargo, la mano no tan invisible de Washington, con la novedad de que el
correlato discursivo actual de esa asonada está basado en supuestos “afanes de desarrollo democrático” en
esas naciones.
Esa estela de episodios da cuenta de que la
pretendida vocación democrática de Estados Unidos no es más que una falacia, y
que la superpotencia, por lo general, no tiene empacho en subvertir regímenes
legítimamente constituidos cuando éstos se oponen a sus intereses hegemónicos
en la región.
Con todo, el plan denunciado en la publicación
referida deja fuera una de las vías menos violentas y acaso más efectivas de
que se ha valido Washington para consolidar y reparar su hegemonía regional.
Tal es el caso del adoctrinamiento ideológico de las élites que conducen
política y económicamente a naciones del continente, como ha sucedido en
México. En efecto, la adopción acrítica del neoliberalismo por los gobiernos de
nuestro país en las últimas tres décadas no solamente ha arrojado nefastos
resultados sociales y económicos, también ha supuesto un lastre para las
posibilidades de transformación del régimen político, bloqueadas sistemáticamente
por esas propias élites mediante recursos no precisamente democráticos y con el
conocimiento e incluso el beneplácito de Estados Unidos.
Por fortuna, el designio desestabilizador
comentado ocurre en un momento en que las naciones de la región se han provisto
de mecanismos de interacción multinacional que escapan a la preceptiva de
Washington y que, en forma contraproducente, ha profundizado el aislamiento de
la superpotencia en la región. A pesar de ello, queda demostrado que
Washington, lejos de ser un garante de la legalidad internacional y la
democracia, se ha convertido en un violador consuetudinario y sistemático de
tales principios.