30 de julio de 2015

CHINA Y SU PRIMERA CRISIS CAPITALISTA

Alejandro Nadal. La Haine

Los problemas de la economía china se cargan a la cuenta de la intervención del gobierno, no a la inestabilidad intrínseca de las economías capitalistas.

Las tasas de crecimiento de la economía en China han sido objeto de admiración en todo el mundo. Parecía que el capitalismo había llegado a China para mostrar todas sus virtudes y cuando se señalaban los defectos, la mayoría de la gente prefería ignorarlos. Hoy la economía china camina por el sendero de la crisis, su primera crisis capitalista de índole macroeconómica.

Datos oficiales en China revelan que la tasa de crecimiento promedio para el periodo 1991-2014 fue de 10 por ciento. Aunque dicen que las estadísticas del gobierno chino son objeto de manipulaciones significativas, aún las cifras corregidas arrojan lo que se antoja como un desempeño espectacular. Pero desde 2010 la economía china ha sufrido una desaceleración de 35 por ciento y en 2014 se registró la tasa de crecimiento más baja desde 1991.

Cuando una economía crece a tasas de dos dígitos no es extraño observar el surgimiento de severas distorsiones. No me refiero aquí a las distorsiones que los economistas neoclásicos quieren ver en el sistema de precios debido a la intervención del gobierno en la vida económica. Esos economistas han querido ver una mayor liberalización del mercado porque argumentan que la economía socialista en China acarrea una seria deformación de precios e incentivos. De esta manera los problemas de la economía china se cargan a la cuenta de la intervención del gobierno, no a la inestabilidad intrínseca de las economías capitalistas. Olvidan que el Partido comunista chino es hoy el administrador de una de las economías capitalistas más salvajes de la historia.

Nos referimos a las distorsiones estructurales que hoy marcan a la economía china. En especial, destacan las distorsiones sobre los sectores de bienes raíces y financiero.
El sector de bienes raíces ha sido clave en el proceso de acumulación capitalista y en las transformaciones estructurales en China. Uno de estos cambios ha sido la transición urbana: desde 1949 cuando se consolidó la victoria del Partido comunista chino han surgido más de 600 nuevas ciudades.

En 2004 se introdujo una reforma constitucional sobre propiedad privada residencial y se aceleró la inversión en bienes raíces. Las expectativas sobre la evolución del mercado impulsaron la demanda y el aumento de precios de casas y departamentos hasta el año pasado. Pero entre enero y diciembre de 2014 el mercado se contrajo y los precios de casas se desplomaron.

Algunos datos indican que la burbuja en los precios de bienes raíces se está desinflando en lugar de reventar. Pero nada garantiza que lo peor haya pasado y otros indicadores son menos optimistas. El exceso de espacio residencial y de oficinas sin vender es enorme (hay más de 60 millones de departamentos que no se han podido vender) y con la desaceleración no será fácil identificar compradores.

El freno en la expansión del sector bienes raíces es un poderoso lastre sobre la economía china: tomando en cuenta los eslabonamientos hacia atrás con las industrias de acero, cemento, vidrio, muebles y aparatos eléctricos el sector bienes raíces representa 30 por ciento del PIB. Sin la recuperación de ese sector la economía china seguirá mostrando menores tasas de crecimiento y se agravará la difícil situación por la que atraviesan esas industrias que ya acusan altísimos niveles de sobre-inversión.

Sin nuevas inyecciones de crédito el sector de bienes raíces no podrá crecer. Pero una buena parte de la abultada cartera vencida de los bancos chinos está vinculada a ese sector. La única manera de enderezar el sector de la construcción es mediante una corrección mayor en los precios de casas y departamentos para atraer un número creciente de compradores. Pero ese ajuste de precios afectará la posición de los agentes de bienes raíces que se han sobre-endeudado y no podrán pagar sus créditos.

El gobierno chino ha hecho hasta lo imposible para mantener a flote su sistema financiero. Pero una de las características del mercado accionario y de las operaciones financieras en China es el excesivo apalancamiento. Como se sabe, eso no ayuda nada cuando el pánico se apodera del rebaño de inversionistas y especuladores.

El colapso en el mercado de valores en China ha sido espectacular: del 15 de junio a la fecha el valor de mercado sufrió una caída de 30 por ciento, con más de 4 billones de dólares de pérdidas en capitalización.

Para apoyar el mercado el gobierno ha tratado todo: desde iniciar un programa de compra de títulos y reducir las tasas de interés, hasta suspender las transacciones del 54 por ciento de las acciones que se cotizan en China.

Y cuando por fin nada parecía detener el colapso el gobierno tuvo que interrumpir las transacciones. Pero el apalancamiento ha sido desorbitado y la caída apenas ha comenzado.

Si alguien pensó alguna vez que el capitalismo en China no mostraría su verdadera cara, debe pensarlo dos veces y revisar los números e indicadores sobre el sector financiero y la economía real. Es posible que la crisis en China apenas esté arrancando.


28 de julio de 2015

CHINA. ESTALLÓ LA BURBUJA ESPECULATIVA

Tom Bramble.  Miradas al Sur

El hundimiento de la Bolsa de Valores china a lo largo de las últimas tres semanas confirma que por mucho que los adalides del capitalismo pretendan que este sistema crea riqueza para la mayoría, no deja de ser un sistema anárquico, responsable de la ruina de millones de personas. El pasado 12 de junio, el valor de las acciones alcanzó su punto máximo, tras un crecimiento del 150% durante los doce meses precedentes. Los precios de las acciones han caído ahora un 30%, al cundir el pánico entre los inversores.

Cuando cae el mercado, se lleva consigo los ahorros de toda la vida de muchas decenas de millones de trabajadores chinos y miembros de la clase media, que constituyen el 80% de los inversores. Estos inversores, que en su mayoría han tomado prestado dinero aportando el valor de las acciones como garantía (una práctica denominada “préstamos de margen” en la jerga financiera), están vendiendo ahora sus acciones en un mercado que desciende día a día. En algunos casos venden por miedo a que el precio siga cayendo. Más a menudo están obligados a vender porque los prestamistas insisten en cubrir sus pérdidas.

Estos son los que tienen suerte. Con cerca de tres cuartas partes del mercado de valores congelado debido a la suspensión de las cotizaciones y la activación de la limitación de pérdidas (la cotización se suspende cuando el precio de la acción desciende más del 10% a lo largo del día), muchos otros inversores no tienen más remedio que permanecer mirando desde la grada. El coste humano del estallido de la burbuja es tremendo: empobrecimiento y pérdida de la dignidad para muchos, angustia y suicidios cuando las víctimas se enfrentan a su futuro arruinado.

La estafa de la estampita
Los inversores chinos han sido víctimas de un cruel engaño. El gobierno empujó a los trabajadores y ciudadanos de clase media a especular en el mercado de valores. En China no existe una seguridad social; la atención sanitaria, que antes era gratuita, ahora resulta cara. La vivienda, que antes estaba garantizada por el Estado y por empresas públicas, se halla ahora en manos del sector inmobiliario y de la construcción. El coste de la enseñanza crece rápidamente y las pensiones son bajas. De ahí que muchos trabajadores chinos hayan renunciado al gasto en productos y servicios cotidianos con ánimo de incrementar sus ahorros –que llegaron a sumar el equivalente al 30% del PIB–, simplemente para evitar la recaída en la pobreza. Han prescindido de algunas cosas buenas en la vida para asegurarse de que puedan pagar las facturas del hospital y evitar la indigencia cuando sean viejos.

Los bancos no pagan muchos intereses sobre los depósitos, de manera que la gente busca otros mecanismos para incrementar sus ahorros. Durante varios años, el mercado inmobiliario estuvo en auge y las inversiones en él generaban beneficios, pero ahora se ha desinflado y el dinero ha huido del mercado inmobiliario a la Bolsa. El gobierno chino y los medios de comunicación animaron a los inversores a adquirir acciones, afirmando que éstas eran una vía segura para ganar dinero.

El programa del presidente Xi Jinping desde que asumió el cargo en 2013 ha consistido en promover el capitalismo chino por dos vías: integrar más profundamente el mercado financiero chino en el mercado mundial e impulsar el consumo interior. En relación con la primera vía, el gobierno permite ahora a los inversores occidentales adquirir acciones de empresas chinas a través de la Bolsa de Hong Kong. En cuando al consumo interior, el gobierno anima a la gente a comprar acciones con la esperanza de que la proliferación de carteras de valores en manos de la clase media y de los trabajadores mejor pagados favorezca el consumo por parte de estos sectores, compensando de este modo el descenso de las exportaciones chinas y reequilibrando la demanda interior excesivamente escorada a la inversión. A ojos del gobierno, el auge del mercado de valores permitiría además a las empresas públicas endeudadas negociar préstamos para la financiación de su actividad.

La caída
Ahora el castillo de naipes se ha hundido. Los intentos del gobierno de evitar el colapso del mercado de valores no han servido de nada. Cada una de las medidas no parece sino convencer a los inversores de que el gobierno ha perdido el control y de que lo peor todavía está por llegar. En efecto, estas medidas, temerarias como son, casi garantizan que lo peor está por llegar. El hundimiento agravará los problemas de la economía productiva, y es probable que la destrucción de la noche a la mañana de una inmensa riqueza de los hogares haga que descienda el consumo y por tanto frene todavía más el crecimiento chino. Preocupa también la posibilidad de que el colapso del mercado de valores repercuta también en los bancos cuando se liquiden las acciones que servían de garantía de los préstamos bancarios. El mercado inmobiliario, que de por sí ya está deprimido, se verá afectado negativamente por los problemas de la banca.

El gobierno chino todavía cuenta con una serie de instrumentos fiscales y monetarios para limitar la repercusión del descalabro de la Bolsa en la economía en general. Sin embargo, cuando se combinan con otros problemas de difícil solución, como las enormes deudas de los ayuntamientos y la capacidad excedentaria crónica en la industria y el sector inmobiliario, el viento en contra arrecia. Siendo China actualmente la segunda economía más grande del mundo y el mercado principal de numerosos países, la volatilidad de su economía preocupa como nunca antes. Los mercados de materias primas ya se encontraban en fase descendente antes de que estallara esta crisis. En estos momentos están acelerando la caída porque los inversores chinos venden todos los activos que pueden con el fin de obtener liquidez para hacer frente a los pagos y porque la desaceleración del crecimiento chino mermará la demanda de recursos y de energía. El precio del mineral de hierro ha descendido a menos de 45 dólares la tonelada, y los del cobre, el níquel, el aluminio y el cinc también descienden, mermando las perspectivas de Australia y otros países exportadores de materias primas.

La información periodística de la prensa financiera destaca por su indiferencia ante los millones de personas que se enfrentan ahora a un crudo futuro. Los mercados suben, los mercados bajan: nada fuera de lo normal. Sin embargo, la cobertura de China contrasta con la de Grecia. La caída de las acciones ha supuesto una pérdida de valor de 3,4 billones de dólares del mercado de valores de China, poco menos que el equivalente al valor total del PIB de Alemania, pero la cobertura en los medios se limita a las páginas económicas. La deuda de Grecia, en cambio, asciende a 354 000 millones de dólares, que solo representan una décima parte de las pérdidas chinas.

El desastre de los mercados chinos tiene sus propias características, pero no augura nada bueno para Occidente. Pese a las diferencias concretas, en Norteamérica, Europa y Japón se ha aplicado el mismo programa gubernamental de inflación de activos –empujando al alza el valor de las acciones y los bonos en un intento de estimular la economía real– desde que estalló la crisis financiera mundial. En Occidente, este programa se denomina “expansión cuantitativa” y ha sido responsable de la reducción de los tipos de interés a los niveles más bajos de la historia, del crecimiento de los mercados bursátiles y de la acumulación de fortunas por parte de las entidades financieras y los inversores acaudalados. En la vertiente de la inversión productiva, en cambio, el efecto ha sido casi nulo.

En Occidente, el desmantelamiento del Estado de bienestar y el mayor recurso a los fondos de pensiones privados en vez de las pensiones públicas también han llevado a que la suerte de cientos de millones de trabajadores dependa ahora de los vaivenes de los mercados de valores. Las caras demacradas de ciudadanos chinos que asisten actualmente a la disipación de sus perspectivas de futuro podrán verse también, pronto o tarde, en los países occidentales.


El hundimiento de la Bolsa tendrá consecuencias políticas en China. La burbuja bursátil era un plan consciente urdido por el presidente Xi para reequilibrar la economía, y con el colapso del mercado de valores, la credibilidad de Xi ante otros dirigentes rivales del partido estará por los suelos, lo que estimulará las batallas fraccionales en el seno de la clase dominante. Y fuera de la clase dominante, entre los millones de personas desesperadas que han perdido sus ahorros, cundirá el resentimiento. La gente estará enfadada con el gobierno, que hace apenas unas semanas todavía afirmaba que invertir en acciones era una apuesta segura. También se percatarán de que muchos de los grandes inversores se descolgaron del mercado algunas semanas antes del colapso. Aunque esta rabia no se exprese en manifestaciones callejeras (que de todos modos no cabe descartar), en las mentes de muchos chinos cundirá la idea de que la elite dirigente no se preocupa para nada de su suerte.