David
de Ugarte. Las Indias.blog
La
«identity politics» ha muerto. La mató el triunfo de Trump.
Queda como cultura de grupo, como signo de pertenencia a un difuso
«progresismo». Pero si la izquierda global quiere cambiar
las cosas y darle forma a nuestra época, tiene que abandonarla
definitivamente y volver a sus fundamentos.
Durante
los años noventa la izquierda americana se transformó
profundamente. No venía de la centralidad del trabajo y la
producción como la europea sino del consumismo, o mejor dicho del
«consumerismo» solapado a partir de los sesenta con las
teorizaciones que surgieron a partir del movimiento de derechos
civiles y que, siguiendo los textos de Fanon, equiparaban a las
minorías raciales americanas y sus movimientos con los movimientos
independentistas de las colonias inglesas y francesas.
Poco
importaba que se levantaran voces, sobre todo en Europa y Africa,
afirmando que ese discurso no era más que una nueva versión,
hipócritamente aliñada con Marx, del esencialismo nacionalista
anti-ilustrado, de Herder y de Meistre. Era funcional en una manera
esencialmente nueva. Lo que el racismo de Fanon y Malcom X propone no
deja de ser aplicar lo que hasta entonces el nacionalismo había
aplicado al mundo (dividiéndolo en un puzzle de esencias nacionales)
a la nación misma. Es decir crean un molde que permite la
unificación en un solo marco de los principales movimientos que
llaman la atención de los universitarios de los setenta: el
feminismo y el nacionalismo negro. Una nueva generación de
profesores se apoyará en los nuevos críticos europeos de los
discursos de la Modernidad -en Foucault pero sobre todo en Derrida-
para intentar darle un fondo intelectual más sólido, pero también
para desbancar a la generación en el poder en los claustros.
Y
esto fue fundamental, porque la nueva generación de intelectuales
americanos entendió el conflicto social en el molde del conflicto
por la hegemonía en los claustros. Los discursos sobre la
producción, el trabajo, las clases, la organización de la economía…
nada de eso estaba en el primer orden del debate. Eran las
«identidades» las que lo estaban. La «diversidad»,
entendida como diversidad de sexo y raza, era la bandera de la nueva
revolución universitaria.
El
resultado fue una gran coalición que ofrecía hueco en el «asalto
de los cielos» universitarios -y en general a todo lugar que
permitiera una «acción afirmativa»- a todos los
damnificados del sistema establecido a condición de que construyeran
una identidad esencial propia, una ideología característica de
grupo. Ser feminista dejó de significar batallar por la igualdad
social de las mujeres respecto a los varones para implicar una
concepción determinada de la mujer asociada a valores, a un «ser
mujer» esencialmente diferente a «ser varón». Es decir, por
debajo de la determinación cultural de roles, había algo
irreductible, una «diferencia», que hacía a las mujeres
diferentes en su «ser». Del mismo modo, un activista por los
derechos de las minorías raciales dejó de significar alguien que
batallaba por los derechos civiles y comenzó a implicar creer y ser
parte de una comunidad imaginada de la raza que configuraba a cada
individuo que hiciera parte de ella (un pensamiento «blindado»
porque si el individuo lo negaba era por «auto-odio» impuesto por
el sistema de identidades existente que negaba su «esencia»).
El
espectro se abrió pronto pero no sin dificultades a las identidades
basadas en la sexualidad y el ecologismo. Las operaciones necesarias
fueron a veces difíciles e incluso, en el caso del ecologismo,
ridículas. La teoría de género fractalizó el modelo una vez más,
llevando la lógica de las identidades esencialistas a lo que no
podía dejar de reconocer como un continuo difícil de acotar y por
tanto casi imposible de reducir a átomos identitarios esenciales.
Por su parte, el ecologismo tuvo que renunciar a la comunidad
imaginada para tener un sujeto. En su lugar volvió al modelo últimos
de los seres imaginados: la deidad. «Gaia», la
personificación de la Naturaleza -la «madre» Naturaleza- se
convirtió en un sujeto político más. En la era de la cultura de la adhesión ya no hacían falta siquiera miembros, bastaba con tener
seguidores para tener una «identidad».
Curiosamente,
no todas las «diversidades» quedaron incluidas en la
definición de «diversidad» de la nueva ideología
ascendente. Por ejemplo, la diversidad lingüística, que hubiera
puesto en aprietos la estructura de departamentos de la universidad
más allá de las cuotas étnicas, nunca entró siquiera en
consideración a pesar de que eran lingüistas muchos de los pioneros
del movimiento y de que la diversidad lingüística y la educación
pública en otras lenguas distintas del inglés sea un campo de
batalla social cotidiano desde siempre en EEUU (con las lenguas
aborígenes, con el alemán hasta la guerra mundial, con el español
al menos desde la conquista de Texas, etc.).
De
ideología a cultura hegemónica en la izquierda
El
conjunto de todo este fantástico, complejo y diverso movimiento
intelectual es eso que se ha dado en llamar «identity politics».
Su éxito fue indudable. La «identity politics» derivó de
facto en un conjunto de prácticas y signos que redefinían la
pertenencia a la izquierda.
Y
es que la «identity politics» ha sido la ideología más
atenta a las formas y al lenguaje desde las revoluciones puritanas
protestantes -a las que recuerda tantas veces. Un elemento clave fue
la definición de un nuevo «political correct»,un registro
lingüístico diseñado para «no ofender ninguna identidad»
y que derivó el espíritu evangélico de los conversos hacia eso que
John Carlin definió como el «fascismo lite de los campus anglosajones». No es de extrañar que la generación de Carlin
quedara en shock ante las consecuencias de la nueva ideología:
podían compartirla pero no eran parte de su cultura. Y era
precisamente como cultura que se estaba extendiendo. La vieja
feminista era de repente sospechosa si no usaba el «los/las»
continuamente. El militante obrero, otrora idealizado, se convertía
ahora en un «varón blanco sin estudios», arquetipo de la
categoría social más reaccionaria. La «diversidad», cual
nuevo signo de la gracia, se convertía en el mandato de representar
una realidad de «demographics» predefinidos más allá de lo
razonable.
Esa
dualidad de la «identity politics» como ideología y como
cultura que quiere ser hegemónica en la izquierda, es lo que ha
producido que sirva hoy con el mismo desparpajo para alimentar los
guiones de las series americanas con arquetipos de conflicto que para
planear estrategias electorales. Solo que mientras las series solo
necesitan llegar a la verosimilitud, las elecciones, especialmente
las presidenciales, solo tienen un criterio de verdad: ganar.
Y
en esto llegó Trump
La
noche del martes al miércoles pasado comenzó con una afirmación
continua, en prácticamente cada canal de noticias norteamericano, de
los presupuestos de la «identity politics». En CBS la
tertulia de comentaristas era pura demografía, pura especulación de
tendencias por identidades imaginadas: mujeres, latinos, negros,
blancos sin estudios… Parecía una clase de Sociología en una
universidad americana de los ochenta. El primer analista convocado,
sentenció la hipótesis a falsar esa noche: «no se pueden ganar
unas elecciones en la América diversa y multicultural faltando el
respeto a las comunidades con más crecimiento». Michel Moore en su monólogo electoral en el condado de Clinton, un verdadero
concentrado de «identity politics» y condescendencia
universitaria, partía de otro hecho muy comentado a principios de la
noche: «solo queda un 19% de varones blancos en EEUU».
Nada
podía fallar. Pero falló. Esa noche la «identity politics» falló y quedó falsada en la práctica política real. Si Trump tuvo
su 18 Brumario, la izquierda posmoderna tuvo, literalmente, su 9 de
noviembre.
Resulta
que esos varones blancos sin estudios a lo mejor no son esos
«dinosaurios sollozantes» porque «después de un
presidente negro viene una presidenta mujer» y «después
vendrá un gay», «y después un transexual» que
caricaturizaba Moore. A lo mejor ni siquiera, salvo unos cuantos
tarados, se definen y votan como «blancos» o como «varones»
aunque toda la dialéctica de la «identity politics»
pretenda eso de ellos. A lo mejor son de todos los colores y lenguas
maternas. A lo mejor no es la «identidad» sexual y étnica
lo que les abruma. A lo mejor no es que «no comprendan» la
globalización como nos dicen. A lo mejor la comprenden perfectamente
y a lo mejor no aceptan ser divididos como si fueran especies de
ganado en variantes genéticas y culturales. Tal vez, lo que están es hartos del neoliberalismo y de la desigualdad al punto de darse un tiro en el pie con tal de dárselo a una élite tramposa y «listilla»
como apuntaba «The Idler».
Puede,
simplemente que como comentaba Tyler Cowen la diversidad fuera otra
cosa porque a fin de cuentas si un 29% de «latinos» votó
por Trump:
muchos
de esos votantes no ven «latino vs no latino» como la frontera de
diversidad que les interesa con más intensidad.
En
algunos lugares, como «Politico», el think tank de facto más
potente de los demócratas, manifestaciones-antitrump hasta ahora un
difusor acrítico de la política identitaria, empezó ya una cierta autocrítica:
Cuando
empiezas a pensar en términos de gestión por un lado de las élites
globales al nivel supranacional y por otro en entidades
desterritorializadas en nivel subestatal [los sujetos de la «identity
politics»] que buscan pero nunca encuentran acomodo en sus
«identidades», las consecuencias son significativas: tasas bajas de
crecimiento (alimentadas por el endeudamiento) y ciudadanos aislados
que pierden su interés en construir un mundo juntos. En consecuencia
por supuesto aparece un capitalismo de amigotes rampante cuando, en
nombre de la eliminación de los «riesgos globales» y proveyendo
distintas formas de «seguridad», la colusión entre las siempre
crecientes burocracias estatales y los mastodontes corporativos
globales crea una clase cerrada de ganadores y otra de perdedores.
Esta es la alta disparidad de riqueza que vemos en el mundo de hoy.
Conclusiones
Puede
que a pesar de nuestras críticas de hace unos días, Zizek llevara
razón y el triunfo de Trump sirva de disparo de salida para cambiar
la cultura y la ideología de la izquierda en los países centrales.
El primer paso ha de ser una crítica en profundidad, una
«deconstrucción» si se quiere llamar así, de la ideología
identitarista que le alimentó hasta ahora en el mundo anglosajón y
de su matriz, el nacionalismo. Porque la igualdad social no se
construye convirtiendo en sujeto político -con sus consecuentes
burocracias y «representantes»
con cuotas de poder fijadas legalmente- a todas esas «identidades»
o categorías sociológicas sobre las que históricamente se
discriminó o ejerció el poder, sino eliminando la relevancia legal,
cultural, social y sobre todo, económica de esas divisiones
artificiales.
Y
en todo caso, lo que parece indudable es que será imposible
recomponer la izquierda sin pasar la página de la «identity
politics» y tomarse en serio, como núcleo central del orden social que son, a la producción y al trabajo.
NOTA
DEL EDITOR DE ESTE BLOG
Comparto el análisis esencial
del autor sobre la necesidad de desmontar el discurso de las
identidades, fundamentalmente porque el relato de los comeflores
neopijos postmodernos es de un liberalismo reaccionario que tira para
atrás y porque divide la a la clase trabajadora en 100.000
identidades incomunicadas entre sí, salvo por las plataformas del
capitalismo pseudoprogre que las pastorean.
Comparto,
por tanto, la necesidad de recuperar una perspectiva de clase en la
lucha por la emancipación del ser humano.
Sin
embargo, no comparto en absoluto dos cuestiones que se desprenden del
texto, sea directa o indirectamente.
La
primera de ellas es la de la necesidad de recuperar la izquierda o
recomponer la izquierda. Aunque esto se haga en términos de “la
producción y el trabajo”, como propone el autor ¿Qué duda
cabe que si no se pone el énfasis en el antagonismo de clase, que se
encuentra precisamente en el enfrentamiento de intereses
explotador-explotado o capital y trabajo, si se prefiere -y no en esa
tontuna de ricos y pobres o de arriba y abajo, que se usan con la
intención de esconder el origen de la desigualdad real-, seguiremos
uncidos a la dominación de los seres humanos por otros seres
humanos.
La
izquierda es irrecuperable y es bueno que así sea. Y no por las
teorizaciones de la New Left o post68, que la han degenerado
irreversiblemente, sino porque dentro de la fracción mayoritaria de
la misma que se asentaba en una posición de clase estaba ya el mal
en sí mismo.
Me
explicaré porque quiero aclarar que lo que cuestiono no es en absoluto la posición de clase sino la consecuencia de lo que es la "izquierda" antes de los "cumbayá". Los límites políticos en
los que esa izquierda mayoritaria encarceló a dicha posición de
clase: el reformismo.
Desde
Bernstein y Kautsky la izquierda mayoritaria era ya socialdemócrata
en el sentido de evolucionista hacia una mejora de la situación de
la clase trabajadora sin intención alguna de romper el capitalismo.
La fórmula oportunista bersteiniana “el movimiento lo es todo;
la meta final no es nada” señalaba ya lo que podía esperarse
de “la izquierda”. Mucho más tarde pero siguiendo ese mismo
trazado llegarían el eurocomunismo -socialdemocracia vergonzante- y
el social-liberalismo, ambos cara amable de la acumulación
capitalista; títeres domesticados del capital y domesticadores de la
clase capitalista. Así pues, es desde entonces cuando comenzó a
joderse todo. Pijoflauta o reformista con origen de clase, “la
izquierda” está degenerada irreversiblemente. Es incapaz, porque
no lo considera deseable, defender la lucha por una sociedad
socialista. Cuando habla de “anticapitalismo” vende
keynesianismo. Cuando denuncia al capital, le pone sordina al hecho
de que la Unión Europea es uno de sus centros y que no hay que
reformarla sino destruirla. Cuando habla de revolución se refiere a
la “revolución ciudadana” de los Correa o los Lenin Moreno,
gestores humanistas del capitalismo y, cuando se pone
“hiperrevolucionaria” se conforma con apoyar al histrión de “el
pajarito”, gestor inútil y creador de corrupción a su alrededor
que, cuando ha tenido el aparato del Estado capitalista, porque lo
sigue siendo, se ha limitado a redistribuir las rentas del petróleo
en lugar de destruir dicho aparato y sustituirlo por uno de la clase
trabajadora , en el que ella sea la dueña de los medios de
producción, cosa que no ha tocado apenas. Esa izquierda que cuando
se pone levantisca en España se limita a envolverse en la bandera de
una república que fue burguesa hasta su final, a pedir procesos
constituyentes de no se sabe qué -o si se sabe: se limita a cambios
cosméticos en el aparato institucional, nunca en la base social de
la propiedad- y a sumarse a todo lo que dé la puntilla a una
perspectiva de clase, como en el pasado el 15M o en el presente la
Renta
Básica o el empleo garantizado.
A
algunos de ellos ya se les va viendo el plumaje antiobrero con ese
discurso de que la clase trabajadora vota a la ultraderecha o el
fascismo, como si fueran lo mismo, aunque ambos enemigos de una
clase a la que hablan porque los “progres”, la “izmierda” han
dejado de lado la radicalidad necesaria en un mundo en el que la acumulación capitalista pasa por expropiar a
nuestra clase de todo lo que conquistó en su día a costa de
cárcel, represión, torturas y muerte en tantos y tantos casos.
No, no hay que recuperar a “la izquierda”. Quede ésta en su tumba, que ahí es donde debe estar. Lo que hay que recuperar es la lucha por una sociedad socialista y comunista pero sin museos, ni mausoleos, ni nostalgias, ni naftalina, sino desde una vuelta a Marx , a un Marx al que los degenerados han intentado prostituir con sus infectadas babas de elogios, mientras afirman que la dictadura del proletariado es que gobiernen “¡los pobres!” y que eso hoy es la democracia.
No, no hay que recuperar a “la izquierda”. Quede ésta en su tumba, que ahí es donde debe estar. Lo que hay que recuperar es la lucha por una sociedad socialista y comunista pero sin museos, ni mausoleos, ni nostalgias, ni naftalina, sino desde una vuelta a Marx , a un Marx al que los degenerados han intentado prostituir con sus infectadas babas de elogios, mientras afirman que la dictadura del proletariado es que gobiernen “¡los pobres!” y que eso hoy es la democracia.
Que les
den.