Ismael
Hossein-Zadeh. Boltxe.eus
Muchos
economistas liberarles imaginaron un nuevo amanecer del keynesianismo
con el colapso financiero de 2008. Casi seis años después, está
claro que las muy esperadas recetas keynesianas han sido
completamente ignoradas. ¿Por qué? La respuesta de los economistas
keynesianos: la “ideología neoliberal”, que según ellos se
remonta a la presidencia de Ronald Reagan.
Este
artículo argumenta, en cambio, que la transición del keynesianismo
a la economía neoliberal tiene raíces mucho más profundas que la
pura ideología; que la transición comenzó mucho antes de que
Reagan fuera elegido presidente; que la confianza keynesiana en la
capacidad del gobierno para re-regular y revitalizar la economía
mediante políticas de gestión de la demanda descansa en la
percepción esperanzada de que el estado puede controlar el
capitalismo; y que, al contrario de esas percepciones desiderativas,
las políticas públicas son algo más que simples decisiones
administrativas o técnicas; son, sobre todo, políticas de clase.
El
artículo sostiene además que la teoría marxista del empleo y el
desempleo, basada en la teoría del ejército industrial de reserva,
proporciona una explicación más sólida de los prolongados y
elevados niveles de desempleo que la visión keynesiana, la cual
atribuye la plaga del paro a las “políticas equivocadas del
neoliberalismo”. Del mismo modo, la explicación que ofrece la
teoría marxista de cómo y porqué los niveles salariales de miseria
y el predominio generalizado de la pobreza pueden ir acompañados de
grandes beneficios y una mayor concentración de la riqueza, resulta
mucho más convincente que la que aportan las ideas keynesianas,
según las cuales las altas tasas de empleo y los elevados salarios
serían condiciones necesarias para un ciclo económico
expansionista.
Algo
más que “ideología neoliberal”
El
cuestionamiento y el abandono gradual de las estrategias keynesianas
de gestión de la demanda no se debió simplemente a las propensiones
puramente ideológicas de los republicanos “de derechas” o a las
preferencias personales de Ronald Reagan, como muchos economistas
liberales y radicales manifiestan, sino a los cambios estructurales
reales en las condiciones económicas y el mercado, tanto a escala
nacional como internacional. Las políticas New Deal/socialdemócratas
se pusieron en marcha inmediatamente después de la Gran Depresión,
cuando tanto los trabajadores y otras organizaciones de base
políticamente conscientes como las condiciones económicas
favorables del momento volvieron efectivas esas políticas. Esas
condiciones favorables incluían la necesidad de reconstruir e
invertir en las devastadas economías de posguerra, la casi ilimitada
demanda de productos manufacturados estadounidenses en el país y en
el extranjero, y el hecho de que tanto el capital como la mano de
obra estadounidenses no tuvieran competencia. Estas circunstancias
propicias, junto con la presión desde abajo, permitió a los
trabajadores estadounidenses exigir salarios dignos y una serie de
prestaciones, mientras disfrutaban de una elevada tasa de empleo. Los
salarios elevados y la fuerte demanda funcionaron entonces como un
estímulo maravilloso que trajo consigo, en forma de círculo
virtuoso, el largo ciclo expansionista del periodo de posguerra.
A
finales de los sesenta y principios de los setenta, sin embargo,
tanto el capital como la mano de obra estadounidenses vieron cómo se
incrementaba la competencia en los mercados mundiales. Además,
durante el largo ciclo expansionista de posguerra, los fabricantes
estadounidenses habían invertido tanto en capital fijo, en
desarrollar capacidades, que para finales de los sesenta sus tasas de
beneficio ya habían comenzado a disminuir a medida que los enormes
“costes a fondo perdido”, sobre todo en forma de instalaciones y
equipo, se volvían cada vez más elevados.
Más
que ninguna otra cosa, fueron estos cambios en las condiciones reales
de producción, y el simultáneo realineamiento de los mercados
globales, lo que motivó las cada vez mayores reservas hacia los
postulados keynesianos y su abandono final. Al contrario de lo que
repiten los economistas liberales/keynesianos, no fueron las ideas o
los planes de Ronald Reagan los que estaban detrás del
desmantelamiento de las reformas del New Deal; más bien, fue la
globalización, primero del capital y después de la fuerza de
trabajo, lo que hizo que las políticas económicas de corte
keynesiano dejaran de resultar atractivas para la rentabilidad
capitalista, y lo que propició el ascenso de Ronald Reagan y las
políticas neoliberales de austeridad económica.
Debería
destacarse que las políticas keynesianas de estabilización no
fueron abandonadas por razones puramente ideológicas; esto es,
porque, como sostienen muchos críticos del neoliberalismo, desde
Chicago se extendiera un espíritu de laissez-faire que afectó a
políticos de todos los partidos y los convenció de las ventajas de
los mercados libres. […] Los mecanismos keynesianos de regulación
financiera (controles de capital y tipos de cambio regulados) no
pudieron resistir la expansión del crédito internacional
desregulado, los Euromercados, que pasaron a dominar las finanzas
internacionales.
Cuando,
inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, en la
Conferencia de Bretton Woods (NH, Nueva Inglaterra), se establecieron
regulaciones financieras, controles de capital y un nuevo sistema
monetario internacional, los mercados internacionales financieros y
de crédito eran prácticamente inexistentes. El dólar
estadounidense (y en menor extensión el oro) era, en líneas
generales, el único medio de comercio y crédito internacional. Bajo
esas circunstancias, los préstamos internacionales se realizaban
principalmente a través del Fondo Monetario Internacional (FMI) y
los bancos centrales de los países prestatarios/beneficiarios de los
préstamos, de ahí la aplicabilidad de controles.
Sin
embargo, este cuadro de los mercados de crédito/financieros fue
cambiando gradualmente y, para finales de los sesenta y principios de
los setenta del siglo pasado, esos mercados habían alcanzado un
valor de cientos de miles de millones de dólares, posibilitando
transacciones internacionales de crédito por fuera de los canales
del FMI y los bancos centrales. Los dos factores principales que
contribuyeron de manera significativa a la drástica inflación de
los mercados financieros internacionales fueron (a) el crédito
internacional generado por ordenador, y (b) la inmensa proliferación
de Eurodólares, esto es, dólares estadounidenses depositados en
bancos extranjeros. El crédito/las finanzas mundiales han crecido
tantísimo durante las últimas décadas que han vuelto prácticamente
inútiles los controles y las regulaciones internas o nacionales:
Los
críticos de las finanzas internacionales han hecho varias propuestas
para estabilizar el sistema y adecuarlo a los propósitos del
desarrollo económico y social. La recomendación más común ha sido
la vuelta a los controles de capital transnacional que existían
durante los años 40 y 50 del siglo pasado. Dichos controles, en
muchos casos, no fueron eliminados hasta los años noventa. Sin
embargo, los depósitos bancarios internacionales y los activos
financieros en el extranjero son ahora tan grandes que sería difícil
hacer cumplir tales controles. De hecho, la razón principal para
deshacerse de dichas regulaciones fue precisamente que no podían
hacerse cumplir.
Es
obvio, entonces, que el debilitamiento de las medidas de control y/o
las salvaguardias normativas tuvo menos que ver con las tendencias
puramente ideológicas de ciertos políticos y responsables de
políticas que con la evolución de los mercados financieros
internacionales.
Todo
empezó mucho antes de la llegada de Reagan a la Casa Blanca
La
afirmación de que el abandono de las políticas keynesianas a favor
de las neoliberales se produjo con la llegada de Ronald Reagan a la
Casa Blanca en 1980 es objetivamente falsa. Pruebas irrefutables
demuestran que la fecha de vencimiento de las recetas keynesianas
expiró al menos una docena de años antes. Las políticas
keynesianas de expansión económica mediante la gestión de la
demanda habían perdido fuelle (esto es, habían dado de sí todo lo
que podían) a finales de los sesenta y principios de los setenta; no
se vieron frenadas brusca y repentinamente bajo la dirección de
Reagan.
Como
señala el profesor Alan Nasser del Evergreen State College, los
argumentos de que “las políticas de equidad económica suponían
sacrificios en términos de eficiencia” fueron elaborados por
los asesores económicos de las administraciones demócratas mucho
antes de que la reaganomía los formalizara. Tanto Arthur Okun como
Charles Schultze ocuparon el cargo de presidente del Consejo de
Asesores Económicos con presidentes demócratas. En su libro
Equality and Efficiency: The Big Tradeoff, Okun (1975) manifestó que
“el objetivo intervencionista de mayor equidad tuvo unos costes de
eficiencia que perjudicaron la economía privada”. Del mismo modo,
Schultze (1977) afirmó que “las políticas del gobierno que
afectan a los mercados en nombre de la imparcialidad y la equidad son
necesariamente ineficientes”, y que tales políticas “iban a
perjudicar a las personas que los responsables de las políticas
trataban de proteger, y a desestabilizar la economía privada en el
proceso”.
Jerome
Kalur también señala que “los esfuerzos de la Cámara de
Comercio y la Mesa Redonda Empresarial para obtener el control de las
decisiones reguladoras del gobierno comenzaron al menos nueve años
antes” de la elección de Ronald Reagan como presidente,
“cuando el abogado Lewis Powell envió a la Cámara su conocido
memorando ‘Attack of American Free Enterprise System'” [7].
Conjuntamente con la ofensiva legal de Powell contra la normativa
laboral y reguladora, las grandes empresas actuaron rápidamente para
“impedir la sindicalización” y
“eliminar los controles reguladores mediante sucesivas campañas de
propaganda promovidas por think-tanks como el Instituto Americano de
Empresa (1972), la Fundación Heritage (1973) y el Instituto Cato
(1977)”. Kalur apunta algo más:
Cuando
Powell entregó su memorando a la Cámara, la patronal estadounidense
tenía a su servicio 175 firmas de cabildeo registradas. En 1982, el
número de torcedores de brazos de la calle K financiados por las
empresas había llegado a los 2.500. Y si en los setenta había 400
PACs respaldados por empresas, una década más tarde sumaban 1.200.
Resumiendo, las grandes empresas estaban provocando el descenso en la
afiliación sindical, influyendo fuertemente en las agencias
federales y la legislación, y dominando la Comisión de Bolsa y
Valores (SEC, por sus siglas en inglés) mucho antes de la llegada de
Reagan a la presidencia. Con el nombramiento de Powell como juez del
Tribunal Supremo, para 1978 el mundo empresarial estadounidense
estaba más cerca de su meta de suprimir las restricciones a los
donativos para las campañas a través de procedimientos
clandestinos.
Si
bien el giro teórico de la economía del New Deal/keynesiana por
parte de las lumbreras del Partido Demócrata es anterior a la
presidencia de Carter, la ejecución política de dichas teorías
comenzó bajo su administración. Reagan recogió la copia demócrata
de la agenda neoliberal y le sacó provecho, reemplazando la retórica
del capitalismo con rostro humano por la retórica arrogante y
farisaica del individualismo acentuado, según la cual la codicia y
el interés propio son valores que hay que alimentar. El presidente
Clinton no atenuó las políticas económicas por el lado de la
oferta de los años de Reagan, y el presidente Obama no está
vacilando al llevarlas a cabo.
El
papel del estado: esperanzas, mitos y (falsas) ilusiones
La
visión keynesiana según la cual el gobierno puede ajustar la
economía a través de políticas fiscales y monetarias para mantener
el crecimiento se basa en la idea de que el capitalismo puede ser
controlado o manipulado por el estado y gestionado por economistas
profesionales desde los distintos departamentos gubernamentales de
acuerdo al interés general. La eficiencia del modelo keynesiano, por
lo tanto, se apoya en gran medida en una esperanza, o una ilusión,
puesto que la relación de poder entre el estado y el
mercado/capitalismo es normalmente la inversa. Al contrario de la
percepción keynesiana, la elaboración de políticas económicas es
algo más que una mera decisión administrativa o técnica; se trata
sobre todo de un asunto socio-político que está relacionado
orgánicamente con la naturaleza de clase del estado y los aparatos
de definición de políticas.
La
ilusión keynesiana ha estado alimentada o enmascarada por dos
grandes mitos. El primero proviene de la idea que atribuye la
aplicación de las reformas económicas del New Deal y la
socialdemocracia tras la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial
al genio de Keynes. Sin embargo, las pruebas demuestran que la
aplicación de dichas reformas y, por tanto, el mayor protagonismo de
Keynes, fue más el resultado de durísimas luchas de clase y enormes
presiones por parte de grupos de base que de las mentes de expertos
como Keynes. De hecho, fuera de los estrechos círculos académicos,
Keynes no era conocido en los Estados Unidos cuando se llevaron a
cabo la mayoría de las reformas del New Deal.
El
segundo mito deriva de la visión que atribuye la larga expansión
económica durante el periodo que va desde 1948 a 1968 en los Estados
Unidos a la eficacia o al éxito de las políticas keynesianas de
gestión de la demanda. Aunque es cierto que en aquel momento las
políticas expansionistas del gobierno tuvieron un papel fundamental
en el fantástico desarrollo económico de ese periodo, el éxito de
esa expansión también se debió a una serie de condiciones o
factores favorables. Entre ellos se encontraban la necesidad de
reconstruir e invertir en las devastadas economías de posguerra de
todo el mundo, la necesidad de cubrir la gran demanda global de
bienes de consumo y de capital, y la falta de competencia para los
productos y el capital estadounidenses en los mercados globales; en
pocas palabras, el hecho de que en el periodo de posguerra había un
enorme espacio para el crecimiento y la expansión.
Amparándose
en estos mitos e ilusiones, los economistas keynesianos imaginaron un
pequeño resquicio en el derrumbe financiero de 2008 y la Gran
Recesión subsiguiente: una oportunidad para un nuevo amanecer de la
economía keynesiana. Casi seis años después resulta
suficientemente claro que las recetas keynesianas están cayendo en
saco roto.
Rechazadas,
las esperanzas e ilusiones keynesianas se han convertido en decepción
y enfado. Por ejemplo, en su columna en el New York Times, el
profesor Paul Krugman arremete a menudo contra la administración
Obama por ignorar las políticas keynesianas de expansión económica
y creación de empleo:
La
verdad es que crear empleo en una economía deprimida es algo que el
gobierno podría y debería hacer. […] Piensen en ello: ¿Dónde
están los grandes proyectos de obras públicas? ¿Dónde están los
ejércitos de empleados públicos? Hay exactamente medio millón
menos de funcionarios ahora que cuando el Sr. Obama asumió el cargo.
En
el centro de la frustración y decepción de los economistas
keynesianos está la percepción irrealista de que las políticas
económicas son producciones intelectuales, y que la formulación de
políticas es principalmente una cuestión de conocimientos técnicos
y preferencias personales. Lo que estos economistas pasan por alto es
el hecho de que dicha formulación no es simplemente una cuestión
optativa, es decir, de política “buena” vs. “mala”; es sobre
todo una cuestión de política de clase.
No
basta con tener buen corazón o un alma compasiva; es igualmente
importante no perder de vista cómo se hacen las políticas públicas
bajo el capitalismo. No es suficiente con despotricar continuamente
contra Ronald Reagan como un rey malvado y alabar a FDR como un rey
sabio. La tarea más importante es explicar por qué la clase
dominante derrocó al rey sabio y abrió la puerta al malvado. Como
señala el profesor Peter Gowan de la London Metropolitan University,
“los keynesianos defienden un argumento esencialmente falso a
favor de la re-regulación al no ver la unidad del estado y Wall
Street”.
Crecimiento
y empleo: Keynes vs. Marx
No
sólo es inexacto el relato de los hechos que condujeron a la
desaparición del keynesianismo y al auge del neoliberalismo que
hacen los economistas liberales, también lo es su explicación de
los continuos problemas de desempleo y estancamiento económico.
Culpando de las altas y persistentes tasas de desempleo al
“capitalismo neoliberal” en vez de al capitalismo per se, los
defensores de la economía keynesiana tienden a perder de vista las
causas estructurales o sistémicas del desempleo: la tendencia
secular y/o sistémica de la producción capitalista a reemplazar
continuamente la fuerza de trabajo por máquinas y, por tanto, a
generar una masa considerable de desempleados, o un “ejército
industrial de reserva”, en palabras de Marx.
Bajo
el capitalismo, tal y como lo explicó Marx, las leyes fundamentales
de la oferta y la demanda de trabajo se ven fuertemente afectadas por
la capacidad del mercado para producir de manera regular un ejército
obrero de reserva, o “sobrepoblación”. Este ejército de reserva
es por tanto tan importante para la producción capitalista como lo
es el ejército obrero activo (o realmente empleado). Así como para
un buen uso del agua es importantísimo realizar ajustes periódicos
y oportunos del nivel de un embalse de riego, para la rentabilidad
capitalista resulta decisiva la existencia de una cantidad
“apropiada” de desempleados:
Durante
los períodos de estancamiento y de prosperidad media, el ejército
industrial de reserva o sobrepoblación relativa ejerce presión
sobre el ejército obrero activo, y pone coto a sus exigencias
durante los períodos de sobreproducción y de paroxismo. La
sobrepoblación relativa, pues, es el trasfondo sobre el que se mueve
la ley de la oferta y la demanda de trabajo. Comprime el campo de
acción de esta ley dentro de los límites que convienen de manera
absoluta al ansia de explotación y el afán de poder del capital.
En
la era de la globalización de la producción y el empleo, el
ejército industrial de reserva ha sobrepasado las fronteras
nacionales. Según un reciente estudio de la Organización
Internacional del Trabajo (OIT), entre 1980 y 2007 la fuerza de
trabajo mundial creció un 63%. El estudio demuestra además que,
debido a la urbanización y/o desruralización, la proporción del
ejército obrero activo es menor del 50%, es decir, más de la mitad
de la fuerza de trabajo mundial está desempleada.
Es
precisamente esta enorme y disponible masa de desempleados, junto con
la relativa facilidad de deslocalización de la producción a
cualquier lugar del mundo —no las “malas intenciones de los
republicanos o los malvados neoliberales”, como manifiestan
muchos keynesianos— lo que ha obligado a la clase trabajadora a
someterse, sobre todo en los países capitalistas centrales:
aceptando los brutales planes de austeridad que suponen recortes de
salarios y prestaciones, despidos y acoso sindical, empleos a tiempo
parcial y eventuales, y similares.
Esto
explica también porqué siguen sonando huecas las continuas llamadas
keynesianas de los últimos años que proponen paquetes de estímulos
de tipo keynesiano para poner fin a la recesión y paliar el
desempleo. Bajo las nuevas condiciones de producción, que ha pasado
de lo nacional o lo global, y en ausencia de la abrumadora presión
política de los trabajadores y otras organizaciones de base,
simplemente no se pueden volver a poner en práctica las recetas del
doctor Keynes, las cuales fueron emitidas bajo condiciones
socioeconómicas radicalmente diferentes, bajo circunstancias o
marcos nacionales, no internacionales o mundiales.
Teóricamente,
la estrategia keynesiana del “círculo virtuoso” de altas tasas
de crecimiento y empleo es a la vez sencilla y razonable: el aumento
del gasto público en un momento de grave crisis económica haría
crecer el empleo y los salarios, aumentaría el poder de compra de la
economía, lo que a su vez incentivaría a los productores a crecer y
contratar, aumentando así el empleo, los salarios, la demanda, la
oferta… hasta el infinito. Pero aunque la estrategia suene
relativamente sencilla y bastante razonable, adolece de una serie de
fallos.
Para
empezar, asume implícitamente que los empleadores y quienes diseñan
las políticas públicas están interesados de verdad en lograr el
pleno empleo, pero por alguna razón no saben cómo alcanzar este
objetivo. La consecución del pleno empleo, sin embargo, puede no ser
el ideal o el nivel óptimo de beneficios para la producción
capitalista, lo que significa que quizá no sea el objetivo real de
los empresarios y/o responsables de políticas públicas. Como se
mencionó anteriormente, para la rentabilidad capitalista es tan
esencial que haya una considerable cantidad de desempleados como que
exista el número de trabajadores necesarios para producir. En su
afán de mantener los costes laborales tan bajos como sea posible,
perpetuando una clase trabajadora dócil, el capitalismo tiende a
menudo a preferir elevadas tasas de desempleo y bajos salarios a un
bajo nivel de desempleo y elevados salarios.
Esto
explica porqué, por ejemplo, el mercado de valores a menudo tiende a
incrementarse cuando los informes señalan un aumento del desempleo,
y viceversa. También explica porqué, aprovechando el largo (y
persistente) ciclo recesionista, las empresas dominantes/los
responsables de políticas públicas de los países centrales
capitalistas se han embarcado en un programa de austeridad sin
precedentes con medidas para reducir el sector público y el gasto
correspondiente, cuyo objetivo principal es debilitar la fuerza de
trabajo y disminuir su coste.
En
segundo lugar, el argumento keynesiano que sostiene que el “círculo
virtuoso” de índices de empleo, salarios y crecimiento
elevados resultaría relativamente sencillo de alcanzar si no fuera
por las “malas” políticas del neoliberalismo y la oposición de
los empleadores, se basa en la suposición de que los
empleadores/productores ignoran su propio interés. Según este
argumento, si fueran conscientes de las ventajas de los “salarios
Ford” podrían ayudarse a sí mismos y ayudar a los trabajadores, y
contribuir al crecimiento económico y la prosperidad de todos. La
visión sobre este asunto del conocido profesor liberal (y ex
Secretario de Trabajo durante la primera administración de Clinton)
Robert Reich ejemplifica el razonamiento keynesiano:
Durante
la mayor parte del último siglo, el acuerdo básico que constituía
el núcleo de la economía estadounidense era que los empleadores
pagaran a sus trabajadores lo suficiente para que pudieran comprar lo
que las empresas estadounidenses vendían. […] Ese compromiso
generó un ciclo virtuoso de mayor nivel de vida, más puestos de
trabajo y mejores salarios. […] El acuerdo básico ya no es válido.
[…] En estos momentos los beneficios empresariales son elevados en
gran medida porque los salarios son bajos y las empresas no están
contratando. Pero se trata de una apuesta perdedora a largo plazo,
incluso para las empresas. Sin suficientes consumidores
estadounidenses sus días rentables están contados. Después de
todo, existe un límite en el beneficio que pueden extraer recortando
las nóminas.
Existen
dos problemas fundamentales con este argumento. El primero es que
asume (implícitamente) que los productores estadounidenses dependen
de los trabajadores del país no solo como trabajadores sino también
para que les compren sus productos, como si fuera una economía
cerrada. Sin embargo, la realidad es que los productores
estadounidenses dependen cada vez menos de la fuerza de trabajo
doméstica, ni como trabajadores ni como consumidores, pues
continuamente están ampliando sus mercados de producción y venta en
el extranjero: “Tanto en el lado de la oferta [empleo] como en el
de la demanda, el trabajador/consumidor estadounidense tiene un papel
cada vez más secundario”.
El
segundo problema radica en que los salarios y los beneficios son
categorías a nivel micro o de empresa, establecidas por empleadores
individuales o directores de empresa, no por los estrategas a nivel
macro o nacional de la demanda agregada (como ocurre en una economía
de planificación centralizada). Los productores individuales
(grandes y pequeños) ven los salarios y las prestaciones, en primer
lugar, como un coste de producción que debe ser minimizado a toda
costa; y solo de forma secundaria, o nunca, como parte de la demanda
agregada nacional que puede contribuir (indirectamente) a la venta de
sus productos.
Marx
caracterizó la disposición y la capacidad del capitalismo para
crear una gran masa de desempleados (con el fin de conseguir una
clase trabajadora mayoritariamente pobre y dócil) como
“pauperización” y sumisión de la fuerza de trabajo; un
mecanismo incorporado que resulta esencial para la “ley general”
de la acumulación capitalista:
De
esto se sigue que a medida que se acumula el capital empeora la
situación del obrero, sea cual fuere su remuneración. La ley,
finalmente, que mantiene un equilibrio constante entre la
sobrepoblación relativa o ejército industrial de reserva y el
volumen e intensidad de la acumulación, encadena el obrero al
capital con grillos más firmes que las cuñas con que Hefestos
aseguró a Prometeo en la roca. Esta ley produce una acumulación de
miseria proporcional a la acumulación de capital. La acumulación de
riqueza en un polo es al propio tiempo, pues, acumulación de
miseria, tormentos de trabajo, esclavitud, ignorancia,
embrutecimiento y degradación moral en el polo opuesto, esto es,
donde se halla la clase que produce su propio producto como capital.
Conclusión
La
teoría marxista del desempleo, basada en la teoría del ejército
industrial de reserva, proporciona una explicación de los niveles de
desempleo prolongados más sólida que la visión keynesiana, que
atribuye la plaga del desempleo a las “equivocadas” o “malas”
políticas neoliberales. Igualmente, la teoría marxista de los
salarios de miseria o subsistencia ofrece una explicación más
convincente de cómo y porqué esos bajísimos niveles salariales y
el predominio generalizado de la pobreza en todo el país pueden ir
acompañados de grandes beneficios empresariales y/o el crecimiento
de los mercados de valores, que la que brinda la percepción
keynesiana, según la cual para que se produzca un ciclo económico
expansionista son necesarios niveles salariales elevados.
Además,
y quizá sea lo más importante, la idea marxista de que los
programas de protección económica significativos y duraderos solo
pueden llevarse a cabo con la presión de las masas — y siendo
coordinada globalmente — ofrece una solución mucho más lógica y
prometedora al problema de las dificultades económicas de la
abrumadora mayoría de la población mundial que los paquetes de
estímulos keynesianos a nivel nacional, puramente académicos y
esencialmente apolíticos. No importa lo alto, lo mucho o lo
apasionadamente que los keynesianos de buen corazón supliquen
empleos y nuevos programas de reformas del tipo New Deal, sus
peticiones para aplicar tales programas van a ser ignoradas por los
gobiernos que han sido elegidos y son controlados por poderosos
intereses financieros. El principal fallo de las recetas keynesianas
de gestión de la demanda es que consisten en una serie de propuestas
populistas carentes de política de clase, es decir, de los
mecanismos políticos que serían necesarios para llevarlas a cabo.
Solamente con la movilización de las masas trabajadoras (y otras
organizaciones de base) y luchando, en vez de suplicando, por una
parte equitativa de lo que es verdaderamente el producto de su
trabajo, puede la mayoría trabajadora alcanzar la seguridad
económica y la dignidad humana.