Por
Marat
1.-Hagamos
un poco de memoria
Desde su primera convocatoria el 25 de Septiembre
del pasado año, lo que inicialmente se conoció por la apelación a diversas
tentativas –ocupar, rodear, sitiar, tomar el Congreso-, ha ido derivando hacia
la más patética plasmación del ridículo, nacido ante todo del alcance de sus
planteamientos políticos centrales y, en menor medida, de la enorme distancia
entre sus pretensiones y sus logros.
Desde el lenguaje golpista de sus primeras
convocatorias y la presencia de algunos grupos ultras entre sus convocantes (pueden
ustedes acceder a mis anteriores artículos sobre estas convocatorias en este
mismo blog) hasta la actual de “Jaque al
Rey” del 28-S han cambiado tanto el tono de las convocatorias como los
objetivos de las mismas y la composición real de una parte de las
organizaciones convocantes.
Del mismo modo ha variado, fundamentalmente en
este último 28-S, el tratamiento dado a los convocados. En la anteúltima
convocatoria, una especie de “comandancia secreta de la revolución ciudadana”
animaba al “pueblo” a acudir a su movilización calculando un alto grado de
represión (pedían hasta médicos y enfermeras para el evento), mientras dicho
colectivo (“En Pie”) se mantenía, prudentemente, en el anonimato, por eso de
que si hay que hacer sacrificios que caigan los peones pero nunca los autoproclamados
generales. Como la siniestra Brigada Provincial de Información de la Policía
Nacional en Madrid los tenía controlados, decidieron presentarse y
autoidentificarse en los juzgados de Plaza Castilla. Afortunadamente no parecen
haber sufrido una represión particularmente severa.
Por el contrario, en esta última convocatoria,
dirigida ya no contra el Parlamento sino contra el Borbón y la Monarquía, la coordinadora
25-S, que tantos enfrentamientos internos y con los iniciales convocantes del
25-S del pasado había vivido, no planteaba especiales sacrificios a su
convocatoria de manifestarse y ocupar “indefinidamente” la Plaza de Oriente, si
bien a última hora y ante la evidencia de un fracaso anunciado aclaraba que
“indefinidamente” significaba no fijar la hora de finalización de su
manifestación. La idea de emular al 15M plantando en la plaza tiendas de
campaña fue abandonada sin que oficialmente se admitiese haberla
planteado.
En cualquier caso, la movilización fue un fracaso
de varios cientos de personas, frente a 1.400 policías de las UIP; un fracaso
incluso anunciado, por mucho que sus convocantes afirmen como éxito haber
reunido al principio de la manifestación a 8.000 personas, disminuidas en
número luego por la torrencial lluvia. Magra convicción y energía es esa a la
que el agua disuelve. Las cifras es lo que tienen: cualquiera puede dar las que
le dé la gana pero la realidad es que ni con las anteriores convocatorias cayó
el gobierno de extrema derecha liberal ni se disolvieron las cortes ni en ésta
se ha avanzado un solo milímetro en el destronamiento de los Borbones. Y esos
eran los objetivos explícitos y proclamados de tales llamamientos a la
movilización. Ni el ambiente previo en la calle y en las redes sociales anunciaba
otra cosa ni los objetivos de la convocatoria –y ésta es la razón clave de su fracaso-
permitían esperar algo distinto, salvo quizá para una parte de los cambiantes a
lo largo de un año grupos convocantes, para los que la reflexión acerca de su
menguante capacidad de atracción no parece merecer autocrítica ni análisis
algunos. Baste para ilustrar esta afirmación el comunicado
de autodisolución de la Plataforma ¡En Pie! Ni el menor atisbo o tentativa
de explicación real del porqué de su fracaso, que no fuera culpar a la sociedad
de no aceptarles su papel de guías.
No me voy a referir a la evidente contradicción de
una movilización, de forma más acentuada la última, que dice pedir la abolición
de la Monarquía pero que en ningún momento afirma su voluntad de proclamar la
III República española y se limita al eufemismo de aludir a una “forma de
gobierno republicana”. Cuando uno se la agarra con papel de fumar en su
lenguaje y no es claro y decidido en sus propuestas no merece otra cosa que el
más profundo desprecio por su cobardía En cualquier caso, no está aquí el
motivo de un fracaso en la movilización sino en la evidente desconexión entre
la realidad terrible que vive la clase trabajadora y las reformas, por mucho
que las vendan como rupturas radicales, institucionales que proclama esta
gente.
2.-Razones
del fracaso de cierto modelo de protesta social y la quincalla teórica del
reformismo
Lo que una y otra vez viene fracasando desde hace
meses es una determinada forma de protesta social y unos contenidos concretos
de esa protesta.
Es la permanente apelación al “ciudadano”, figura
inoperante como sujeto político al que enfrentar a las consecuencias sociales
de la crisis capitalista, porque la llamada ciudadanía está compuesta tanto por
explotados como por explotadores, por favorables a las reformas liberales como
por partidarios a resistirlas, la que está condenada a la derrota. Cuando la empresa
privada aplica un ERE a cientos o miles de sus empleados no se la está
aplicando a los ciudadanos sino a los trabajadores. Cuando la enseñanza y la
sanidad públicas son degradadas al máximo por los gestores políticos, para
justificar su privatización, no es el genérico e indiferenciado “ciudadano” el
que sufre sus consecuencias, porque una parte de esos “ciudadanos” pueden pagarse
tanto una enseñanza como una sanidad públicas, sino la clase trabajadora en su
conjunto, que es la auténtica víctima tanto de la crisis capitalista, como de
las medidas de austeridad que sólo a ella se le aplica o de la traición de clase
de las izquierdas sistémicas.
Por otro lado, la reivindicación de la ciudadanía
y de la figura del ciudadano como ejes de la protesta se asienta en un supuesto
falaz e intencionadamente tramposo. La de que el poder “de los mercados” –la
obsesión por no llamar a las cosas directamente por su nombre, capitalismo, es ridículamente
enfermiza- acaba con la soberanía de la política y con el respeto a la voluntad
ciudadana propia de las democracias.
Cualquier estudiante de bachillerato, no
necesariamente brillante ni mucho menos, sabe que los derechos políticos democráticos
y su extensión –el derecho de ciudadanía y la consideración de ciudadano- son un
fenómeno no estático y perenne sino una conquista de tipo histórico que ha sido
compatible tanto con los modelos económicos liberales como con los mal llamados
de “economía mixta” del Estado del Bienestar.
Lo que se dirime en la contrarrevolución liberal
no es el derecho de ciudadanía ni el ataque a la democracia por parte de “los
mercados”. A lo que el capitalismo –porque se trata del capitalismo. El mercado
también existe en una sociedad socialista- ataca primordialmente es a las
conquistas sociales de una clase, la trabajadora, por mucho que de esas
conquistas se hayan beneficiado también las clases medias.
Los derechos de ciudadanía son ante todo políticos
y de igualdad ante la ley, no necesariamente económicos y sociales. No lo
fueron con la revolución francesa de 1789 ni con las revoluciones burguesas de
mediados del siglo XIX. Tan sólo fueron reconocidos en la práctica esos
derechos económicos y sociales durante un breve período periodo posterior a la
II Guerra Mundial, empezando a naufragar con el inicio de la revolución
conservadora de Reagan y Thatcher a principios de los años 80 del pasado siglo.
El auge y los fundamentos legales del Estado del Bienestar duraron no más de 35
años, aunque sea ahora cuando se esté firmando “legalmente” su acta de
defunción.
Las reglas del juego han cambiado en cuanto al fin
de la universalización de los servicios sociales y de los derechos sociales y
económicos. No así los derechos políticos de ciudadanía que permanecen, del
mismo modo en el que lo hicieron durante todo el siglo XIX y la primera mitad
del XX en gran parte de los países europeos y en Norteamérica.
Serían las luchas obreras durante esos siglos,
junto con la revolución bolchevique de 1917 y la Gran Depresión los que
obligarían a políticas expansivas de Estado, ya fueran en su versión del New
Deal o en la de los fascismos europeos.
Será Marx quien cuestione el hecho de que la
revolución francesa y las revoluciones burguesas creen un marco jurídico de
derechos democráticos y de ciudadanía pero se detengan en la propiedad como
piedra de toque sagrada sin extender la igualdad jurídica entre los seres
humanos a una igualdad real en lo económico, al mantener la burguesía la
posesión de los medios de producción. Apuntando más lejos, Marx afirmará que
los derechos de ciudadanía bajo el Estado burgués, lejos de ser un avance hacia
la igualdad real –la económica y social-, consolidan la desigualdad entre los
seres humanos porque la encubre y legitima bajo un manto humanista y de
apariencia democrática. Es obvio que Marx no está proponiendo remedios de
hipócrita plañidera, como hacen las “izquierdas” vergonzantes actuales con toda
esa chatarra intelectual del “bien común”, la “democracia económica y social”,
el comercio justo, la renta básica universal o la banca social, todas ellas de
un origen más que sospechoso en teóricos liberales o de corte “humanizador” del
capitalismo. La propuesta de Marx no era poner paños calientes al cáncer
capitalista sino la de realizar una revolución social que destruyera su
desorden para instaurar uno moralmente superior, el socialismo.
La obstinación en el rechazo y la renuncia a la
lucha de clases al dirigir intencionadamente, y en compañía del afortunadamente
ya moribundo movimiento indignado, la protesta social sólo contra el Estado,
los gobiernos y las instituciones y negarse
a orientarla también hacia las grandes empresas y corporaciones,
auténticos diseñadores de las políticas que aplican los gobiernos contra la
clase trabajadora, resulta cuando menos sospechosa.
Sin lucha de clases carece de sentido alguno una
protesta social cuyo origen, parece que hay que recodarlo a todas horas, es la
crisis capitalista que está provocando la mayor concentración de riqueza en
menos manos y el mayor expolio de sus conquistas sociales que haya sufrido la
clase trabajadora en toda su historia. Y no hay lucha de clases si las luchas
no son proyectadas a la vez y con la misma entereza contra el empresariado
capitalista y contra sus gobiernos, que no actúan por maldad caprichosa de los
políticos, como infantilmente se nos pretende hacer creer, sino como instrumentos
al servicio de la clase a la que representan, la burguesía.
Sin lucha de clases no será posible debilitar a la
clase que impone las políticas contra la inmensa mayoría de la población, que
es la asalariada y la que ha dejado de serlo al convertirse en parada, ni será
posible cambiar las políticas gubernamentales ni la composición de los
gobiernos. Sólo desde la fuerza de la clase trabajadora, a la que colaboracionistas
sindicales y las pseudoizquierdas mantienen fuera de del combate, es posible
transformar la realidad y esa realidad no se cambia sin afrontar de manera
directa las cuestiones de la propiedad, en el ocaso final de lo público, de la
distribución de la riqueza y de su origen.
En ellas se encuentra el nudo gordiano que hace
posible una correlación de fuerzas tan desequilibrada entre trabajo y capital.
Sólo unos objetivos y unos contenidos ideológicos que las sitúen en el centro
mismo de la protesta pueden empezar a revertir la situación hacia una posición
más ventajosa de los oprimidos frente a la dictadura de la burguesía.
Sin duda, éste es el camino más difícil. Situar la
lucha en el espacio de la producción y del poder económico y en sus
proximidades es un desafío plagado de obstáculos, no sólo por el dominio del
empresariado y sus estructuras corporativas de poder vertical sino también, y
de modo muy importante, por la cooperación desmovilizadora que les prestan las
burocracias antisindicales de los que aún son sindicatos mayoritarios, de las
izquierdas sistémicas y sus aliados de la “democracia líquida” y de una
indignación con ideología de clase media, cuya función está siendo la de
desviar la correcta orientación de la lucha social hacia un destino inútil y
frustrante para los incautos que participan de ellas. Pero si las trabas para
emprender esta reorientación de la protesta social son enormes, el fracaso de
las movilizaciones precedentes respecto a sus propios objetivos muestran, como
mínimo, la necesidad de replantearse porqué siguen y con qué objeto.
De la mano del ciudadanismo interclasista que no
ahonda en las raíces históricas y estructurales de la desigualdad, basada en la
contradicción entre una producción social y una apropiación individual del beneficio y de
la riqueza, derivado de la propiedad privada de los medios de producción, va la
pantomima de los “procesos constituyentes/ destituyentes”. Entre los cándidos
bienintencionados del ciudadanismo y de los procesos constituyentes, que los
hay, se asienta la falsa creencia en que basta la participación política y el
éthos (para entendernos, moralina) “democrático” para luchar contra el
capitalismo, por supuesto sin tocar, o haciéndolo en pequeña medida, las bases
estructurales de la desigualdad. Pero lo cierto, y ahí se les pilla como a
pardillos, es que sus medidas y propuestas van encaminadas, antes que a nada,
al cambio del marco jurídico y político institucional; una mero programa
democrático burgués. Hace ya mucho tiempo que sabemos que, salvo el poder, todo
es ilusión, y la crisis capitalista ha hecho más evidente, si cabe, para quien
no se arranque los ojos con el objeto de no cambiar su ciega creencia, que el
auténtico poder es el económico y que los gobiernos son sólo los brazos obedientes del capital. Luchar “contra
las privatizaciones, los recortes, la corrupción y el expolio al que nos somete
el capital financiero” e incluso mostrarse partidario de algunas privatizaciones
de sectores estratégicos es un brindis al sol, que en nada cambia la naturaleza
del sistema económico si las luchas y los cambios no se insertan en una
transformación socialista que expropie a los capitalistas las propiedades de sus
empresas y las convierta en propiedad social de sus trabajadores. En la Francia
de De Gaulle el 40% de la gran empresa era pública y ello no hizo que la
economía francesa dejase de ser capitalista. La mayor parte de la gran empresa
durante el franquismo perteneció a un organismo público, el INI, pero el
sistema económico era capitalista, tanto por sus bases jurídicas como por las
relaciones sociales de producción imperantes en esa economía.
Dicho de otro modo, “procesos constituyentes” sin
lucha de clases y sin proyecto de sociedad socialista y de economía de
propiedad colectiva es un quítate tú para ponerme yo, un cambio de actores
políticos, la sustitución de un régimen de partidos por otro en el que
gobiernen aquellos que no pudieron hegemonizar la transición política.
Gatopartismo de la peor factura. En una etapa de mayor bienestar para las
clases trabajadoras tal proceso político sería un avance, por lo que supondría
de ruptura con un sistema político democráticamente mejorable. En una etapa de
tremenda dualización social, depauperación del nivel de vida de la clase
trabajadora, agudización de las contradicciones fundamentales del capitalismo y
hegemonía brutal de la burguesía en la lucha de clases, por incomparecencia de
las pseudoizquierdas y el sindicalismo amaestrado, un proceso constituyente
limitado básicamente al cambio del marco político es sencilla y llanamente
traición a la clase trabajadora.
Desde hace decenios, las izquierdas y las
organizaciones sindicales han ido renunciando a su identidad ideológica, basada
en ser representantes de los intereses de la clase trabajadora, para ir
adquiriendo capa a capa otro ropaje político, el suministrado por los augures
demoscópicos al servicio del régimen capitalista, que machacaban de manera continuada
con la gran mentira de que las sociedades modernas lo eran de clases medias y
con la correspondiente cantinela de sociedades orientadas al centro político. ¿Qué
clases medias son esas que se ven amenazadas de desaparecer en una crisis
económica? ¿Qué rigor analítico existe en una teoría de las clases medias que
integra dentro de las mismas a asalariados con altos sueldos, propietarios de
medios de producción de la pequeña y mediana empresa y profesionales liberales
de alta cualificación? Cuando lo que articula dicha definición es la capacidad
adquisitiva ante el consumo y la posibilidad de generar patrimonio, la
confusión y el engaño están servidos pero poco importa a los sociólogos de
turno del sistema porque el objetivo no es otro que crear ideología conservadora
y justificar el consentimiento social y el consenso de valores alrededor de un
modelo de capitalismo avanzado. Lo cierto es que el salario, aun siendo elevado
no conforma clase media porque su origen no es independiente para el
beneficiario sino que depende del contrato por cuenta ajena y ser asalariado es
una de las bases definitorias clave de la pertenencia a la clase trabajadora.
En el caso de los altos asalariados cabe hablar de “aristocracia obrera”, que
constituye una fracción dentro de una clase social pero no una clase en sí
porque las clases se definen por su posición en la producción. Podríamos aludir
también a la tendencia, previa a la crisis actual, hacia una posición
subalterna a través de la salarización de importantes sectores de los
profesionales liberales de alta cualificación pero no nos detendremos en ella
por no ser objeto de este artículo.
Es fácil desmontar la argucia de la teoría del
predominio de las clases medias en la estructura social de las sociedades de
capitalismo avanzado. Es más difícil desmontar la hegemonía del discurso
ideológico de clase media, sencillamente porque el desclasado que cree
pertenecer a ella, sin serlo, no está dispuesto a permitir que le sitúen en un
lugar tan poco brillante socialmente y de tan escasa proyección aspiracional
como la de trabajador. Es sabido que cuando el tonto coge la linde, y la linde
se acaba, el tonto sigue. Pero será la crudeza de los hechos y de la pérdida de
nivel de vida la que ponga en su sitio a estos adoradores de becerritos de oro
porque su realidad no les da para becerros grandes.
Requiere más esfuerzo resistir que plegarse a la
orientación dominante del viento y esto último es lo que han hecho desde
entonces las organizaciones que en el pasado lo fueron de la clase trabajadora
y que hoy están al servicio de un discurso reaccionario de clase media que lo
único que desea es mantener su amenazado “bienestar” económico sin alterar su
lealtad al sistema capitalista.
Esas pseudoizquierdas, penetradas hasta los tuétanos
por lo peor de la ideología liberal a la que dicen combatir, perseveran en un
discurso que las conduce de fracaso en fracaso porque han asumido, pusilánimes,
el principio de que no deben radicalizarse para lograr ser hegemónicas, porque
la sociedad es muy moderada. De ahí su ridículo discurso del 99% contra el 1%,
que absuelve a las clases medias patrimoniales propietarias de medios de
producción, de su condición de verdugos de la clase trabajadora, subordinando
los intereses de ésta a los de la lucha por la supervivencia del pequeño y
mediano empresario. ¿De qué sirve tener la hegemonía, que están cada vez más
lejos de adquirir porque no convencen a la clase trabajadora, de un discurso que
no es el suyo de origen?
El fracaso de las movilizaciones ciudadanistas,
interclasistas, sólo de reivindicación institucional y de los distintos eventos
del 25-S se produce no porque la clase trabajadora sea revolucionaria (no le
corresponde a ella serlo sino a sus organizaciones) sino porque sus
reivindicaciones no tienen nada que ver con ella. Si durante un tiempo
funcionó, bajo la marca indignada del 15M era porque la gente estaba lo
bastante airada como para salir a protestar. A pesar de ello las protestas movilizaron sobre todo a
sectores de las mal llamadas clases medias. Cuando empezó a hacer aguas no es
porque se radicalizara –admitir la dación en pago no es ser radical; es asumir
el imperio del derecho del usurero a cobrar la deuda sobre el derecho humano a
la vivienda- sino porque se agotó, al no ser un elemento que hiciera avanzar propuestas
que supusieran una auténtica conexión con las necesidades reales, cotidianas y
vitales de los golpeados por la crisis y las políticas de austeridad.
La República es una aspiración natural de las
izquierdas, claro que sí. Pero, ¿de qué les serviría a los 4.000 trabajadores de
Panrico, que no cobran sus nóminas para que la empresa pague a proveedores, que
verán rebajadas sus salarios, cuando los cobren, en un 45% o que asistirán al
dramático despido de 1.900 compañeros, que el Jaque al Rey lograse la
sustitución de un Borbón tarado por el Presidente de una República que permitiese
las políticas antisociales y el chantaje terrorista de los empresarios que hoy
padecemos? Señores constituyentes: piensen la respuesta y luego me la cuentan.