Stefan
Zweig. “Momentos estelares de la Humanidad”
EL
HOMBRE QUE SE ALOJABA EN CASA DEL ZAPATERO REMENDÓN
Suiza,
la pequeña isla de paz cuyas costas eran azotadas de todos lados por
las rompientes de la Guerra Mundial, fue durante los años 1915,
1916, 1917 y 1918, la escena ininterrumpida de una novela policíaca
excitante. En los hoteles a la moda, los enviados de las potencias
beligerantes, que un año antes habían jugado juntos al bridge en
los términos más amistosos y habían cambiado invitaciones para
banquetes, pasaban ahora unos al lado de los otros sin un leve
saludo, como si fueran desconocidos. De sus departamentos salía un
tren de figuras sin mayor relieve -delegados, secretarios, hombres de
negocios, damas con velillo o descubiertas-, pero comprometidos, uno
y todos, en comisiones secretas. Abajo se movían hermosos
automóviles decorados con insignias extranjeras y, cuando se
detenían, desembuchaban industriales, periodistas, virtuosos, o
personas que pretendían que sólo viajaban por entretenimiento. Pero
en casi todos los casos tenían la misma comisión: reunir
informaciones, espiar el terreno. Los mismos porteadores que servían
a tales personas, las criadas que limpiaban las habitaciones, estaban
igualmente sobornados para observar y oír. En todas partes
rivalizaban una con otra las organizaciones: en las tabernas, en las
casas de huéspedes, en las oficinas de correo, en los cafés. Lo que
pasaba como propaganda era más de la mitad espionaje; la traición
se cubría con la máscara del amor; y detrás de la ocupación
declarada de la mayoría de estos apresurados visitantes se escondían
una segunda o una tercera que era desconocida. Todo se informaba,
todo era inspeccionado, Apenas un alemán de cualquier posición
podía poner el pie en Zurich sin que se enviara instantáneamente a
Berna, y una hora más tarde a París, un informe sobre su llegada.
Volúmenes completos de informaciones verdaderas o no eran enviados
diariamente por agentes grandes y pequeños a los agregados, y eran
pasados por éstos a sus jefes. Las paredes eran tan transparentes
como el cristal, los teléfonos estaban conectados; con los residuos
de las cestas papeleras y de las hojas de papel secante se
reconstruía cuidadosamente la correspondencia; y tan loca llegó a
ser la baraúnda, que muchos de los comprendidos en ella no podían
ya saber si eran cazadores o cazados, espías o espiados, traidores o
traicionados.
Sólo
respecto a un extranjero en Suiza se informó escasamente en aquellos
días, acaso porque se destacaba tan poco, nunca entró en un hotel
elegante, jamás se sentó en un café ni asistió a una reunión
propagandista, sino que vivía retirado con su esposa en la casa de
un zapatero de viejo en que se alojaba. Sus habitaciones estaban en
la Spíegelgasse, cercana al Limmat, en el segundo piso de una de las
casas de vecinos sólidamente construidas de la Ciudad Vieja, de
fachada embarrada, parte por la edad y parte por los humos de la
pequeña fábrica de salchichas que trabajaba debajo de las ventanas.
Sus vecinos eran la esposa de un panadero, un italiano, y un actor
austríaco; y sólo sabían de él (por ser muy poco comunicativo)
que era un ruso con un nombre casi impronunciable.
Tal
vez la mujer del zapatero, la huéspeda, sabía algo más que los
otros: que había sido durante años un refugiado, y que se hallaba
en circunstancias difíciles por no tener un trabajo lucrativo. Todo
esto fue deducido en parte de las exiguas comidas y las raídas ropas
de los dos rusos, cuyas pertenencias totales apenas llenaban el
maltratado baúl con que habían llegado allí.
El
hombre, bajo y fuerte, tenía un aspecto nada llamativo y era visible
que deseaba pasar inadvertido. Esquivaba la sociedad; sus vecinos
rara vez podían captar una mirada de sus ojos oscuros, pero agudos y
estrechos; y muy pocos visitantes llegaban a verlo. Regularmente,
día tras día, iba a la biblioteca pública a las nueve y estaba
allí hasta mediodía,
hora en que se cerraba. A las doce y diez estaba de regreso en su
casa, para salir a las trece y diez y ser de los primeros en llegar
de nuevo a la biblioteca en donde se quedaba hasta las dieciocho.
Pero como los agentes de los varios beligerantes que se encontraban
en la Confederación seguían los pasos únicamente a los locuaces, y
no sabían que, invariablemente, el solitario, el que lee mucho y
aprende mucho es más peligroso y el que muy probablemente
revoluciona al mundo, no escribieron informaciones acerca de este
hombre que pasaba inadvertido y se alojaba en la casa del zapatero
remendón. No se conocía mucho de él en los círculos socialistas,
salvo que en Londres había sido editor de un periodiquito sin
importancia de tendencia revolucionaria y de escasa circulación
entre los refugiados rusos; que antes de salir de San Petersburgo
había sido líder de una fracción cuyo nombre, como el propio, era
impronunciable; que hablaba dura y desdeñosamente de los miembros
más respetados del partido socialista, declarando que sus métodos
eran absolutamente equivocados; que él era inasequible, pendenciero
e intransigente. Por lo tanto, era natural que se preocuparan por él
muy poco. A las reuniones a que él concurría, una que otra vez, en
un pequeño café de obreros, asistían sólo contadas personas,
quince o veinte cuando más y, como regla general, jóvenes. El
salvaje camarada estaba encasillado como uno de los numerosos
refugiados rusos que aguzan su ingenio con mucho té y discusiones
interminables. ¿Cómo podría el obstinado hombrecito ser
importante? En todo caso no llegaban a tres docenas las personas que
en Zurich conocían el nombre de Vladimir Ilich Ulianov, el inquilino
del zapatero remendón. Si uno de aquellos hermosos automóviles que,
en tales días, corrían de embajada en embajada le hubiera
atropellado en la calle y cortado prematuramente su vida, el mundo en
general, también, no habría oído hablar jamás de él bajo el
nombre de Ulianov o de Lenin.
REALIZACIÓN...
Un
día -fue el 15 de marzo de 1917- el empleado de la biblioteca de
Zurich quedó un poco sorprendido. Habían sonado las nueve y el
lugar del más puntual de los lectores estaba vacío. Pasó media
hora, dieron las diez, pero el infatigable lector no había llegado y
no llegaría más. Porque cuando se dirigía aquella mañana a la
biblioteca se le acercó un amigo, más aún, le cerró el paso,
dándole la noticia de que había estallado en Rusia la revolución.
Lenin, al principio, no podía creer tales nuevas. Las recibió como
si hubiera sido un trueno. Después, con cortas y rápidas zancadas
se dirigió al quiosco situado frente al lago, donde, afuera de la
agencia de diarios, esperó hora tras hora, día tras día. Sí, era
verdad, se fue haciendo más gloriosamente verdad a medida que
transcurría el tiempo. Primeramente pareció que no sería más que
una revolución palaciega o un simple cambio de ministerio.
No,
el Zar había abdicado; se había nombrado un gobierno provisional;
se crearía una Duma; la libertad había llegado a Rusia; se decretó
la amnistía para todos los prisioneros políticos. Esto es lo que él
había estado soñando durante años. Tenía realización al fin todo
aquello por lo que él había estado trabajando por espacio de dos
décadas: en sociedades secretas, en las cárceles, en Siberia y en
el destierro. Como si, por arte de magia, pareciera que los millones
de muertos caídos en esta guerra, después de todo, no habían
muerto en vano. No fueron hombres sacrificados sin fruto. Eran
mártires en nombre del nuevo reino de libertad, justicia y paz
perpetua; el nuevo reino que sería instalado. Estaba como intoxicado
el hombre que hasta ahora había sido un visionario calculador, frío
y sereno. Como él, también vociferaban expresando . su júbilo los
cientos de rusos que ocupaban estrechas viviendas en Zurich y
Ginebra, en Lausana y Berna. Estas nuevas placenteras significaban
que podrían volver a sus hogares. Sin pasaportes forjados, sin
nombres supuestos, sin arriesgar sus vidas, podrían volver a entrar
en lo que había sido el reino del Zar. Retornarían como ciudadanos
libres de un país libre.
Prontamente
empezaron a empaquetar sus escasos efectos, porque los diarios habían publicado
el lacónico telegrama de Gorki: "Vengan todos al hogar".
Se cambiaban cartas y telegramas en toda dirección: venga a casa,
voy a casa, reunámonos, estemos unidos. Una vez más podían
consagrarse abiertamente a la causa que les había fascinado desde la
primera hora consciente de sus vidas, la causa de la revolución
rusa.
...Y
DESILUSIÓN
Pero
pocos días después llegaron noticias consternadoras. La revolución
rusa, cuyo advenimiento
había elevado sus corazones como llevados en alas de águilas, no
era la revolución
con que habían soñado, no era la revolución por completo. Había
sido nada más que un alzamiento palaciego contra el Zar, un
alzamiento fomentado por los diplomáticos británicos y franceses,
cuyo propósito era impedir que Nicolás firmara por separado la paz
con Alemania. No era la revolución de pueblo -que quería, en
realidad, la paz, pero también establecer sus propios derechos. No
era la revolución por la que los refugiados rusos habían vivido y
estaban dispuestos a morir; era una intriga de los partidarios de la
guerra, de los imperialistas y los generales que deseaban proseguir
sin estorbo sus planes. Lenin y sus amigos se dieron cuenta
prontamente de que la invitación a regresar no comprendía a
aquellos refugiados que querían una revolución genuina, radical,
marxiana. Miliukov y otros líderes liberales habían ya dado las
órdenes para que no fueran readmitidos. Mientras que los moderados,
socialistas tales como Plekhanov en cuyos servicios podía confiarse
para la prolongación de la guerra, fueron enviados muy amablemente
en torpederos británicos a San Petersburgo, con guardias de honor,
Trotsky era detenido en Halifax y los otrosrevolucionarios en las
fronteras. En todos los países de la "entente"
habían sido enviadas listas negras a las fronteras conteniendo los
nombres de los que habían tomado parte en el Congreso de Zimmerwald.
En vano envió Lenin telegrama tras telegrama a San Petersburgo.
Fueron
interceptados o dejados sin contestación. Lo que se desconocía en
Zurich o en otras partes de la Europa Occidental, era muy bien sabido
en Rusia: que Vladimir Ilich Lenin era fuerte, enérgico, de larga
visión y peligroso para sus adversarios.
No
tuvo limites la desilusión de los refugiados impotentes. Por espacio
de muchos años, en
reuniones en Londres, París y Viena, habían estado considerando con
todo detalle la estrategia
de la revolución rusa. Por décadas habían discutido en sus
periódicos sobre los planes
teóricos y prácticos, las dificultades, los peligros, las
posibilidades de sus proyectos. El mismo Lenin, durante toda su vida,
consagró la mayor parte de su tiempo a este tema, revisando los
planes de la revolución una y otra vez hasta haber alcanzado una
formulación definitiva. Ahora, mientras estaba acorralado en Suiza,
su revolución iba a ser diluida y desmenuzada por otros; la
santificada noción de hacer de los rusos un pueblo libre iba a ser
envilecida para servir a naciones extranjeras. Por una singular
analogía, Lenin tuvo que sufrir en esta época lo que había sido la
triste suerte de Hindenburg durante las fases de apertura de la
guerra. Por cuarenta años Hindenburg había maniobrado y hecho el
juego de guerra con un ojo puesto en la campaña de Rusia, y luego,
cuando estalló el conflicto, fue obligado a estarse en su casa, en
traje civil, y mover banderitas sobre el mapa, registrando las
ganancias y marcando los desatinos de los generales en servicio
activo. Sometido a un esfuerzo similar, Lenin, usualmente un realista
de sólidas convicciones, resolvió en su mente el más loco y más
fantástico de los sueños. ¿No podría alquilar un aeroplano y
cruzar así por Alemania o Austria? La idea era enloquecedora. ¿No
podría atravesar un país u otro con la ayuda de un pasaporte
falsificado? El primer hombre que se ofreció a ayudarle en esta idea
resultó ser un espía. Su fantasía se extravió más y se hizo más
absurda. Escribió a Suecia pidiendo un pasaporte sueco, intentando
fingirse sordomudo para evitar que su lengua lo denunciara.
Por supuesto, después de revolver tales proyectos descabellados en
las noches de insomnio, cuando apuntaba el día los reconocía
impracticables y desatinados. Pero tanto de día como de noche
permanecía convencido de que, de una forma o de otra, debía volver
a Rusia. Debía transformar la revolución rusa en su propia
revolución, en vez de permitir que fuera la de algún otro; debía
hacer de ella una revolución genuina, en vez de una semblanza
puramente política. Debía regresar a Rusia, más pronto o más
tarde, costara lo que costara.
¿A
TRAVÉS DE ALEMANIA? ¿SÍ O NO?
Suiza
está cercada por Italia, Francia, Alemania y Austria. El camino a
través de los países aliados estaba cerrado para Lenin porque era
un revolucionario, y a través de Alemania y Austria porque era ruso,
uno de los súbditos de una potencia enemiga. No obstante, por lo
absurdo de la situación, tenía más razón para esperar amistad de
la Alemania del Emperador Guillermo que de la Rusia de Miliukov o la
Francia de Poincaré.
Cuando
los Estados Unidos estaban a punto de tomar las armas contra ella,
Alemania necesitaba paz con Rusia de cualquier modo y, por
consiguiente, un revolucionario capaz de embarazar las gestiones de
los embajadores británico y francés en San Petersburgo era una
persona que podía ser considerada con favor.
Pero
para Lenín envolvería graves responsabilidades la apertura de
negociaciones con la Alemania
imperial, un país al que había amenazado e injuriado cientos de
veces en sus escritos.
De acuerdo con todos los "standards" morales
aceptados, sería claramente una traición
entrar y viajar cruzando un país enemigo con permiso y con la
aprobación de su estado
mayor general. Lenin debía saber perfectamente que con semejante
curso de acción comprometería a su partido y su causa; que él
mismo se haría sospechoso de haber sido enviado a Rusia como un
mercenario del gobierno alemán, y que si conseguía éxito en
asegurar la paz inmediata para Rusia su nombre quedaría escrito en
la historia como el del hombre que roba a su país el fruto de la
victoria. Era natural, por consiguiente, que no sólo los
revolucionarios fríos de entre los refugiados rusos, sino aun la
mayor parte de los que eran de su misma manera de pensar, se
sintieran ultrajados cuando anunció su determinación de adoptar, en
caso necesario, este método peligroso y comprometedor.
Airadamente
indicaron que mediante los buenos oficios de demócratas sociales de
Suiza se estaban llevando a cabo negociaciones para el retorno de los
revolucionarios rusos por la vía legítima y neutral de un cambio de
prisioneros. Lenin sabía que este plan era insufriblemente
tedioso, que las autoridades rusas adoptarían todas las astucias
posibles para
diferirlo indefinidamente - en un momento en que cada día, cada
hora, era de vital importancia
-. El mantuvo fijos sus ojos en el fin que debía ser alcanzado,
mientras que los demás, menos realistas y menos audaces, rechazaron
un plan que, según los "standards" prevalecientes, era
traicionero. Lenin acalló sus escrúpulos y, desconociendo los
argumentos en contrario, se hizo justicia por sí mismo para abrir
negociaciones con el gobierno alemán.
EL
PACTO
Precisamente
porque Lenin sabía que su propuesta sería considerada como un
desafío y atraería
mucha atención, se puso a trabajar tan abiertamente como era
posible. Siguiendo sus instrucciones, el secretario de la unión
obrera de Suiza, Fritz Platten, se presentó al embajador alemán,
quien ya había tenido previamente tratos con los refugiados suizos,
y le expuso las condiciones de Lenin. Este oscuro refugiado, como si
previese la autoridad que ejercería pronto, no se dirigió al
gobierno alemán con una petición sino que anunció, lisa y
llanamente, las condiciones en que él y sus asociados estarían
dispuestos a aceptar la autorización alemana para cruzar el país
enemigo. El coche de ferrocarril en que viajarían gozaría de
derechos extraterritoriales. No habría inspección de pasaportes ni
de personas al entrar o salir de Alemania. Los viajeros pagarían sus
pasajes a la tarifa ordinaria acostumbrada. Ninguno de ellos
abandonaría el coche por órdenes de los alemanes ni por propia
iniciativa. El embajador, Romberg, envió en seguida la petición al
cuartel general. Sin el menor titubeo Ludendorff dio su conformidad,
aunque sus Memorias le la Guerra no contienen una sola palabra
respecto a una decisión que habría de resultar de mayor importancia histórica que toda otra de su vida. El embajador había
tratado en vano, hasta ahora, de conseguir modificaciones en el texto
del pacto, que Lenin había redactado a propósito tan ambiguamente
que hasta Radek (un austríaco) podría unirse a los viajeros rusos
que no serían fiscalizados. El hecho es que el gobierno alemán
estaba no menos apresurado que Lenin, ya que los Estados Unidos
habían declarado la guerra el 5 de abril.
En
consecuencia, al mediodía del 6 de abril, Fritz Platten recibió la
memorable misiva:"Asuntos
arreglados como se deseaba".
El 9 de abril de 1917, a las catorce y media, un pequeño
grupo de personas mal vestidas, llevando sus propios equipajes,
salieron del restaurante
Zahringer Hof para la estación de Zurich. Eran treinta y dos en
total, incluso mujeres
y niños. De los hombres, sólo Lenin, Zinoviev y Radek se hicieron
famosos. Después de haber comido un modesto lunch, firmaron
conjuntamente un documento declarando que habían tenido conocimiento
por el Petit Parisien de la determinación del gobierno provisional
ruso de tratar como traidores a todo el que regresara a Rusia por vía
de Alemania. El manuscrito declaraba además que los firmantes
aceptaban la completa responsabilidad del viaje y aprobaban las
condiciones en que se realizaba. Habiendo firmado, tranquila y
resueltamente iniciaron un viaje que la historia habría de
considerar transcendental.
Su
llegada a la estación no despertó interés. No estuvieron presentes
cronistas de diarios ni
fotógrafos. Nadie en Suiza sabía nada acerca de Herr Ulianov,
quien, con un chambergo de fieltro, un traje raído y botas con
clavos (que usó hasta que el grupo llegó a Suecia), como miembro de
una banda de hombres, mujeres y niños cargados de equipajes,
silenciosamente y sin llamar la atención buscaba un lugar en el
tren. No había nada que los distinguiera de los innumerables
refugiados -servios, rutenos y rumanos- a los que se veía con
frecuencia en la estación de Zurich sentados sobre sus cajas de
madera tomándose un descanso en su viaje a Ginebra y más allá. El
partido laborista suizo, que desaprobó el viaje, no envió
representante. Sólo concurrieron unos cuantos rusos, algunos para
decirles adiós; otros para llevarles algo de lo poco de que podían
disponer, y algún alimento para los viajeros; algunos para enviar
saludos a los amigos en Rusia; y otros que todavía esperaban
disuadir a Lenin de "su empresa descabellada y criminal".
Pero su decisión era irrevocable. A las 15.10 sonó el silbato del
guarda, y las ruedas comenzaron a girar mientras que el tren partía
para Gottmandingen, la estación de la frontera alemana. Eran las
15.10 y, desde entonces, el reloj del mundo ha marcado tiempo
diferente.
EL
TREN PRECINTADO
En
la Guerra Mundial fueron disparados millones de tiros destructivos
-los proyectiles más
poderosos diseñados hasta entonces y del mayor alcance conocido-.
Pero ninguno de ellos
fue tan fatal y de tan largo alcance como el tren que estaba por
iniciar el cruce de Alemania
desde la frontera suiza, cargado con los revolucionarios más
peligrosos y resueltos del siglo, y con destino a San Petersburgo,
donde harían pedazos el orden existente.
Sobre
los rieles de la estación de Gottmadingen se encontraba este
proyectil único, compuesto
de un coche de segunda y tercera clase, en el que las mujeres y los
niños ocupaban
la segunda y los hombres la tercera. Trazos de tiza sobre el terreno
marcaban una zona neutral, el territorio de los rusos, como
separación del departamento de los dos oficiales alemanes que
acompañaron este transporte de alto explosivo viviente. El tren se
movió sin incidentes durante la noche, y sólo en Frankfurt se
acercaron algunos soldados alemanes que habían oído que unos
revolucionarios rusos estaban en camino a través de Alemania; y una
vez los social-demócratas alemanes trataron de comunicarse con los
viajeros, pero se les impidió el acceso. Lenin no ignoraba con
cuánta sospecha se le vería si cambiaba una sola palabra con un
alemán en suelo alemán. En Suecia fueron recibidos con alegría.
Los hambrientos rusos participaron de las golosinas suecas que se les
ofrecieron para almorzar; luego Lenin se quitó las botas
claveteadas, cambiándolas por unos zapatos nuevos que había
comprado, así como un traje. Al fin llegaron a la frontera rusa.
EL
PROYECTIL PEGA EN EL BLANCO
La
primera acción de Lenin en suelo ruso fue característica. No prestó
atención a los
seres humanos, se lanzó sobre los diarios. Habían transcurrido
catorce años desde su salida
de Rusia, desde la última vez que vio tierra rusa, una bandera rusa
o un uniforme ruso.
Pero
este idealista férreo no derramó lágrimas como hicieron los otros,
no abrazó a los soldados
como hicieron las mujeres del grupo. Lo que él necesitaba eran
diarios. Pravda, sobre
todos, para ver si el periódico, su periódico, sostenía firmemente
el punto de vista internacional.
Coléricamente arrugó el papel y lo tiró al suelo. No era bastante
adicto. Todavía
dislates patrióticos; no lo que él consideraba revolución
verdaderamente roja. "Era tiempo de que yo regresara -pensó-.
Tiempo para poner mis manos en el timón, y guiar el barco a la
victoria o a la destrucción... ¿Podré hacerlo?" Estaba
ansioso, intranquilo. Si Miliukov le hubiera puesto en prisión tan
pronto como llegó a San Petersburgo ¿habría cambiado el nombre
tanto tiempo llevado por la ciudad? Los amigos que habían llegado a
recibirle, Kamenev y Stalin, sonrieron misteriosamente en el
compartimiento de tercera clase, malamente iluminado; pero no
contestaron, o no quisieron contestar.
La
respuesta dada por los hechos fue sin precedentes. Tan pronto como el
tren se detuvo en la plataforma de la estación finlandesa, la enorme
plaza exterior estaba colmada por obreros en número de decenas de
miles y por tropas de todas las armas, que habían acudido a dar la
bienvenida al desterrado que regresaba. Como una sola voz, la
multitud empezó a cantar "La Internacional". Cuando
Vladimir Ilich Ulianov descendió del tren, el hombre que dos o tres
días antes había sido inquilino del zapatero remendón fue
levantado por cientos de manos y subido a un automóvil blindado. Los
focos desde las casas y los fuertes se concentraban sobre él, y
desde el automóvil pronunció su primer discurso al pueblo. Las
calles se estremecían con las aclamaciones, y no tardó mucho en que
tuvieran comienzo los "Diez días que hicieron estremecer al
mundo". El tiro había pegado en el blanco para hacer
pedazos un reino, un mundo.