17 de diciembre de 2013

UCRANIA: DE ENCRUCIJADAS Y MANIPULACIONES

Jon Kortazar Billelabeitia, Asier Blas et al.(*) Cartas del Este 

Los acontecimientos de los últimos días en el país eslavo nos han creado una profunda tristeza. Tristeza al ver la voracidad de los imperialistas para apoderarse de un país soberano y de sus recursos. Tristeza al ver cómo manipulan los voceros de ese mismo imperialismo. Y tristeza al ver la desorientación de cierta izquierda ante el problema ucraniano. La imagen made in USA de “jóvenes antisistema que luchan contra el gobierno”actúa con el doble objetivo de dividir a una juventud comprometida cada vez más alienada, desideologizada y simplista en el análisis; además de dar una cierta legitimidad “popular” (tanto nacional como internacionalmente al golpe), ha actuado como un potente medio de confusión ante una izquierda desorientada y desideologizada. En Ucrania no hay una revolución, hay un golpe de estado contra la soberanía nacional. 

El problema ucraniano actual, la firma de un acuerdo de adhesión finalmente no materializado con la Unión Europea, se nos ha presentado como una encrucijada entre “Europa” y Rusia o incluso de manera más descarada entre “democracia” y “autoritarismo”. Todo ello con una concepción romántica como los “manifestantes antiautoritarios” y “protestas” de fondo, sin ser analizados los actores (internos y externos) que capitalizan dicha protesta. 

Ucrania es hoy en día un Estado independiente. Tal obviedad no sería necesaria repetirla si no fuese por el continuo machaque en presentarnos ese país como “un territorio en disputa entre Europa Occidental y Rusia”. Análisis de este tipo menosprecian a Ucrania como Estado y pueblo, como si fuese incapaz de tomar sus propias decisiones. Se hacen ver los acontecimientos de Ucrania, tanto las decisiones del gobierno, como las protestas, como las abiertas presiones de los diferentes mandatarios, “en clave rusa”, esto es, influenciadas por Putin y a la manera en que pueden afectar a Rusia (los más cándidos sueñan con una “transformación democrática del gigante ruso” influenciada por una Ucrania en la UE). Existe también la obsesión de presentar a Yanukovich como “prorruso”, como si no tuviese más ideología, o como si fuese un títere del Kremlin; obviando los roces que ha tenido con el vecino ruso. Curiosamente, este tipo de análisis que provienen de sectores “anti-Putin”, esto es, partidarios de aislar a Ucrania de Rusia en nombre de su presunta “soberanía”, contribuyen a crear una imagen de Ucrania subordinada a Rusia que no se corresponde con la realidad. De paso se justifica la colonización “europea” de Ucrania, ya que “o es una colonia de ellos, o de nosotros”. La realidad es que Ucrania como un país independiente tiene sus instituciones y capacidad de decisión. Hay gente que todavía no se ha enterado de que Putin no es el presidente de Ucrania, el presidente de Ucrania ha sido votado por los propios ucranianos. Y ahí enlazamos con la siguiente cuestión. 

Ucrania es también un Estado “democrático” de democracia formal representativa. No entraremos a valorar ahora si este tipo de democracia es el ideal o no, pero es algo homologable a los diversos países de la UE: se presentan diversos partidos a las elecciones y se forman mayorías y se eligen políticos para tomar decisiones. Organismos internacionales, como la OSCE, reconocen que sus elecciones son limpias y la propia Unión Europea o The Economist en su índice de la democracia sitúan a Ucrania como uno de los países más democráticos de su entorno, sin ir más lejos, más democrático que Georgia, país que acaba de firmar el Tratado de libre comercio y asociación que se le ha ofrecido también a Ucrania. Por lo tanto, el pueblo ucraniano ha elegido al presidente Yanukovich y una mayoría parlamentaria de su partido de forma democrática. Sus decisiones pueden gustar o no gustar, pero tiene la misma legitimidad para tomarlas, como cualquiera de los países considerados “democráticos”. Con lo cual, como presidente democrático de un Estado independiente, el Presidente y el gobierno ucraniano han rechazado firmar el acuerdo de Asociación y Libre comercio con la UE. 

¿Cuáles han sido las razones de Yanukovich para no firmar el Acuerdo de Asociación y Libre comercio con la UE? Básicamente han sido razones de pragmatismo económico ante el saqueo que se le avecinaba. La evidencia empírica demuestra que este tipo de acuerdos han perjudicado seriamente la economía de países con una estructura económica similar a la ucraniana. En este sentido, es importante entender que la UE no está ofreciendo una integración a Ucrania, lo que le oferta es una tratado de asociación y libre comercio (como por ejemplo ha hecho con Egipto o Sudáfrica) sin que además, medie ningún tipo de ayuda económica o financiación ventajosa. En cambio, a corto plazo sí que el país debería cumplir medidas destinadas a favorecer intercambios comerciales con los países de la UE lo que abundará en una política económica perjudicial para la mayoría de ucranianos, como por ejemplo, la “reducción del déficit presupuestario” (lo que se traduce como “recortes”), congelaciones salariales, subida de las tasas del gas y limitación del papel del Estado en este sector (privatización) y la apertura de sus mercados interiores a los productos europeos (pero sin ser miembro de la UE, con lo cual se encontraría en una situación vulnerable frente a los productos-dumping europeos). 

A largo plazo las perspectivas no son mucho mejores, ya que la ruptura de la armonización aduanera con Rusia y por añadidura con el espacio postsoviético (el comercio de Ucrania con esos países es del orden del 40%, un sacrificio importante), pondría en grandes dificultades a las empresas que dependen de inputs rusos o que exportan a Rusia. Por otro lado, no se ve que los productos ucranianos pudiesen exportarse con facilidad a los países que ya forman parte de la Unión Europea. A largo plazo Ucrania simplemente sería periferia de la UE y, por ello, el presidente Yanukovich ha resumido el programa para el intento de tratado como un “intento de poner de rodillas a Ucrania”. Quizá deberíamos escucharlo a él y a sus razones en lugar de hacer cábalas fuera de lugar sobre la presunta maldad de Putin y sus supuestos “chantajes” y “diplomacia brutal” (palabras del ministro de exteriores sueco Carl Bildt, país que dicho sea de paso, impone su dominación a los países bálticos con extrema virulencia ). 

Aquí entran en juego los actores externos. Está claro que un mercado de 45 millones de habitantes es un bocado apetecible para cualquiera y por ellos se entienden las prisas europeas para la firma del acuerdo, sobre todo por parte de Alemania y Polonia, tanto en la persona de los primeros ministros Merkel y Tusk así como de los ministros de Exteriores Westerwelle y Sikorski. Alemania y Polonia han chocado en varias ocasiones sobre la política hacia Rusia, debido a que Varsovia consideraba que Berlín era demasiado condescendiente con Moscú, sobre todo debido a la dependencia teutona respecto al gas ruso. Sin embargo, estos últimos años han entrado en sintonía, precisamente en una línea agresivamente antirrusa. Una línea que aúna las ambiciones alemanas de la expansión económica hacia el Este con las concepciones geopolíticas polacas (compartidas por EEUU, el alma mater de la geopolítica estadounidense, Brzezinski, es de origen polaco) del aislamiento total de Rusia y el cierre de sus rutas occidentales. Así mismo puede que haya habido un cierto ánimo de venganza por el fracaso diplomático occidental frente a Rusia respecto a Siria, y puede ser que hayan querido cobrarse la venganza en el terreno ucraniano. La UE incluso se ha negado a facilitar la presencia de Rusia en las conversaciones con Ucrania, algo que podía ayudar a armonizar los diversos intereses de ese país, con el paradójico argumento de que esa presencia rusa “lesionaba la soberanía de Ucrania”. Cabe destacar que la deuda que arrastra Ucrania con Rusia es en gran parte consecuencia de los nefastos acuerdos firmados en 2009 sobre el gas (a mediados de año se calculaban 2.200 millones de dólares) por la entonces Primera ministra Timoshenko, ella misma empresaria del gas que se enriqueció con la venta al por menor de los bienes estatales soviéticos tras la caída de la URSS. 

A todas estas cuestiones se les sumaba que la presidencia rotatoria de la UE estaba en manos de Lituania (no en vano la cumbre de la “Asociación Oriental” de la UE se celebraba en Vilnius), un país exsoviético muy alineado con Occidente y partícipe de las concepciones geopolíticas occidentales, en cuya capital Vilnius se celebró la cumbre de la “Asociación Oriental” de la UE. Y como corolario al asunto tenemos el espinoso asunto Timoshenko, la ex Primera ministra encarcelada por corrupción (fue acusada de firmar unas condiciones lesivas en el acuerdo del gas de 2009 con Rusia precisamente, con presuntas compensaciones personales. Por cierto, Putin fue uno de los mayores detractores de la sentencia). Los países de la UE le han exigido a Ucrania que libere a Timoshenko como “prueba de buena voluntad en el avance de la democracia”, lo cual es como pedir a Estado español que libere a Bárcenas de prisión. 

Por consiguiente es básicamente a unos recortes y a unas medidas económicas impuestas desde el exterior a lo que se ha opuesto el Gobierno ucraniano. ¿Entonces por qué no despierta más que desprecios esta decisión? Hay cierta izquierda que ve legítima la protesta en Madrid o Atenas contra los recortes de la “troika” o una Bruselas identificada con los “mercados” y presiona a sus respectivos Gobiernos para que no se plieguen al dictado de las mismas. Pero, en cambio, no es así si esta decisión es tomada por un Gobierno soberano aunque periférico al sistema cultural de valores occidental, ya que en este caso último caso esta misma izquierda se alinea con los intereses de los poderes fácticos de la Unión Europea criticando la decisión soberana del gobierno del Estado en cuestión (y además se suma al coro eurocentrista que ataca el país en cuestión como “autoritario”). Incomprensiblemente, la UE torna de ser un ente “al servicio de los mercados” a ser un “agente de la democracia”. Sin duda alguna aquí nos topamos con un tópico icónico en el universo de la izquierda: la santificación de la “protesta”, la toma de partido contra “la autoridad”. Y es precisamente cuando el enemigo utiliza la “protesta social” para injerir y subvertir la soberanía de otro Estado cuando la izquierda aparece inerte frente al ataque ideológico y confusionismo propalado por el imperialismo y sus voceros. 

El grueso de este movimiento de “protesta social” consta de pintorescos grupos que protagonizaron las revoluciones de colores principalmente a comienzos del siglo presente. Estos grupos tienen un perfil de militante bien definido: joven, con estudios, de pensamiento cosmopolita (orientado a Occidente) e insatisfecho; lo cual se traduce en un resentimiento muy fuerte contra el “poder” o quien lo detenta. Pero, ¿y la ideología? Nada, no se conoce. Por ello, la mayoría de sus mensajes son muy asimilables, intencionadamente escogidos por el mínimo común: “democracia”, “derechos humanos” (siempre hacen ver que en el país en el que actúan son mucho más violados que en países occidentales), “fuera la corrupción” y frases por el estilo. Sin embargo, el trasfondo ideológico real es muy pequeño. Este tipo de movimientos “de colores” actúan en países en los que se produjo la caída del socialismo en los 90, con la consiguiente pérdida de calidad de vida y derechos sociales, pero apenas vemos críticas hacia el capitalismo como modo de producción, la pobreza o el injusto reparto de la riqueza. Tal vez eso explique la sobrerrepresentación de jóvenes de clase media en este tipo de movimientos. Curiosamente, estos grupos tratan de cambiar gobiernos que en algunos casos, como en Moldavia, estaban clasificados por todo tipo de organizaciones e índices occidentales de democracia como el más democrático de los países postsoviéticos (exceptuando los tres Bálticos –que dicho sea de paso dos de ellos tienes a una parte importante de la población autóctona como apátridas por no darles la ciudadanía-), pero como gobernaban los comunistas montaron otra de sus golpes de estado blandos. Y es que la finalidad de estos grupos sea explícitamente o implícitamente siempre es impulsar las políticas neoliberales, tal y como demuestra la realidad empírica, todos los cambios de gobiernos que han logrado implementar han tenido como resultado un impulso decidido de las políticas neoliberales. 

La ausencia de la crítica al capitalismo real (no al capitalismo icónico según la concepción post-materialista y post-moderna), como medio de producción y sociedad de clases (en efecto, la desaparición de la URSS y el desastre consiguiente son conceptos ajenos al análisis político de estos grupos, es más en Kiev han derribado la estatua de Lenin), explica más cosas que las que parecen a primera vista. De hecho, todos estos movimientos de colores se basan en manuales del teórico estadounidense del “conflicto no-violento” llamado Gene Sharp. Este Gene Sharp, quien es la cabeza del Instituto Albert Einstein con sede en los Estados Unidos, es quien ha inventado una nueva técnica de lucha política: las manifestaciones y la llamada “presión popular” serían los sustitutos del golpe de Estado; la “no violencia” la alternativa a la intervención militar. Sin embargo, detrás de esa imagen romántica (romántica de verdad, ya que estos nuevos “disidentes” en muchas ocasiones no tienen empacho de utilizar iconografía tradicionalmente relacionada con la izquierda o el anticapitalismo, como el puño cerrado o palabras como “poder popular” o “desobediencia civil”), se esconde otra cosa: la ambición de una poderosa red estadounidense de ONGs para cambiar por la fuerza a Gobiernos de Estados “inconvenientes” (una realidad no ocultada, tal y como se puede ver en el documental “Estados Unidos a la conquista del Este” en el que los jóvenes del Este y los financiadoras e impulsores de la estrategia desde EEUU se confiesan sin rubor alguno). 

Esas redes u organizaciones informales, con amplia base juvenil, casi todos con acceso, conocimiento y costumbres tecnológicas (su puerta de entrada hacia el anhelado “Mundo occidental”) y con una aparición y crecimiento repentinos (esquema que se ha repetido en todos los países donde ha habido alguna “revolución de colores”, protagonizadas por organizaciones prácticamente inexistentes varios meses antes de producirse dichas rebeliones), tal y como ellos mismos afirman no son para nada espontáneas. Esas organizaciones y su “crecimiento repentino” se basan en sobre todo en dos vectores: en las conexiones internacionales y en el “entrenamiento” de los jóvenes activistas opositores. En cuanto al primer vector son claras las conexiones de estas organizaciones y del Instituto Albert Einstein con ONGs muy importantes estadounidenses y europeas, tales como la NED o la Fundación por una Sociedad Abierta de George Soros. Ya lo dijo el mismo Sharp: “Hacemos abiertamente lo que hace 20 años hacía la CIA encubiertamente”. Con la ventaja añadida de contar con una imagen más democrática: es mucho más “vendible” una manifestación de jóvenes idealistas agitando banderas que un golpe de Estado de una banda de militares corruptos. Sin embargo el objetivo sigue siendo el mismo, el cambio de un Gobierno por la fuerza. No es la desaparición de la inteligencia encubierta en las pugnas geopolíticas, sino su desarrollo cuasiperfecto, hasta al punto de manipular movimientos de masas. Cuestión de eficiencia: ya lo dijo Clausewitz: “la política es la continuación de la guerra por otros medios”. Si vemos que destacados políticos como el Ministro de Exteriores alemán Guido Westerwelle o la Subsecretaria para Asuntos Europeos de la Secretaría de Estado de EE.UU. Victoria Nuland han participado en las movilizaciones, Catherine Ashton se ha fotografiado con los “líderes de la oposición” (incluido el ultraderechista Oleh Tyahnybok), y las cancillerías occidentales han llamado a Ucrania que “escuche y/o a las protestas populares” (cosa que los demandantes no suelen hacer con las protestas populares de sus países); se nos plasma claramente el adagio clausewitziano: las protestas actúan como una extensión de la ofensiva diplomática occidentalista. 

El segundo vector es el mismo patrón de comportamiento: logos llamativos e identificativos que priman por encima de la ideología, campañas virales, la inevitable caja de resonancia en la prensa (prensa mainstream se entiende) que les presenta como (únicos) “disidentes” y como “ejemplo para el mundo” (con lo cual penetran en la conciencia de la izquierda de otros países), manifestaciones en apariencia “pacíficas” (con asaltos a edificios oficiales incluidos), etcétera. Este mecanismo ya se puso en marcha en 2004 en Ucrania, durante la llamada “Revolución Naranja”, que trajo la imposición de un gobierno pro-occidental que fue un auténtico fracaso. La prueba piloto se hizo en el 2000 en Serbia, contra el Gobierno de Slobodan Milošević. El golpe fue preparado por el grupo Otpor (Resistencia), cuyos líderes han sido encargados de “dar clases de resistencia pacífica” a los activistas en diversos países bajo el nuevo nombre de “Centro para la Aplicación de Estrategias No Violentas” (CANVAS). “Veteranos” de Otpor han sido vistos en Ucrania durante estos días. Srdja Popović, ex líder de Otpor, es un empleado de Stratfor, la “consultora de análisis internacional” cercano a la CIA. Por tanto tenemos a unos “revolucionarios” no tan autónomos en su papel, sino más bien, ejecutores de otros intereses, cuya función es sacar la foto de “protesta de masas”. En Ucrania, durante la “revolución naranja” esta organización análoga a y entrenada por Otpor! Se llamaba “Pora!” (“Ahora”). El legado de Pora! en estas protestas es visible, pero la renovación de la marca se ha dado a través de Femen, supuesto grupo feminista y “sextremista”, cuyas protestas políticas se centran en Putin, en el presidente bielorruso Lukashenko, y ahora en el presidente ucraniano Yanukovich (pero jamás en Merkel, Cameron, Obama u Hollande). 

Sin embargo, una cosa que tienen clara todas estas organizaciones es el derrocamiento del Gobierno de turno. Es algo que en Ucrania se ha visto, con una violencia inusitada: uso de excavadoras contra la policía, uso de gases, cocteles molotov, bengalas, asalto violento al Parlamento ucraniano y al Ayuntamiento de Kiev, algo que en cualquier país de la Unión Europea (o como en Tailandia, como está sucediendo ahora) a la que aspiran en nombre del “antiautoritarismo” sería disuelto sin contemplaciones (con pelotas y balas de goma por ejemplo), no dando la callada por respuesta como ha hecho la policía ucraniana (según datos de Amnistía Internacional, organización que no es precisamente simpatizante de Yanukovich, hay más heridos policías que manifestantes). Y están dispuestos a conseguirlo cueste lo que cueste. En Ucrania ese precio se llama Svoboda, el partido de ultraderecha (sus invectivas racistas contra rusos y judíos son palmarias, así como su reivindicación de los colaboracionistas pronazis y antisoviéticos de la II Guerra Mundial) ahora presente en el parlamento. En la manifestaciones las banderas azules con el logo de Svoboda o las banderas rojinegras de la UPA, el ejército colaboracionista antisoviético de la II Guerra Mundial son bien visibles, así como la aparición del líder ultra Oleh Tyahnybok en las tribunas junto a “respetables demócratas” opositores. 

Intentan confundirnos, mistificarnos, ocultarnos la realidad. No es una protesta por la democracia, sino lucha geopolítica. Hoy Ucrania está en una encrucijada, pero no en la encrucijada entre Europa y Rusia o entre democracia (a manos de corporaciones occidentales y ultraderechistas) y “autoritarismo” sino entre soberanía nacional y política económica soberana y colonización europea. La izquierda debe posicionarse en coherencia. 

(*) Jon Kortazar Billelabeitia, Asier Blas; Axier Lopez, Beatriz Esteban, Ibai Trebiño, Joseba Agudo, Marikarmen Albizu, Nerea Garro, Ruben Sánchez Bakaikoa, Xabier De Miguel.