8 de mayo de 2016

LA 'SOCIEDAD DEL CONOCIMIENTO': UNA FALACIA COMERCIAL DEL CAPITALISMO CONTEMPORÁNEO

Renán Vega Cantor. Bandera Roja Canarias

Hace mucho que se habla de la "casa inteligente", que regula por sí sola la calefacción y la ventilación, o de la "nevera inteligente", que encarga al supermercado la leche que se terminó. Nuevas creaciones son el "carrito de compras inteligente", que llama la atención del consumidor sobre las ofertas especiales, o la "raqueta inteligente", que con un sistema electrónico embutido permite al tenista un saque especial, mucho más potente. ¿Será éste el estadio final de la evolución intelectual moderna? ¿Una grotesca imitación de nuestras más triviales acciones cotidianas por las máquinas, conquistando así una consagración intelectual superior? La maravillosa sociedad del conocimiento aparece como sociedad de la información, porque se empeña en reducir el mundo a un cúmulo de informaciones y procesamientos de datos, y en ampliar de modo permanente los campos de aplicación de los mismos”Robert Kurz *

Uno de las nociones más recurrentes para justificar la implementación de las políticas neoliberales, en términos educativos y laborales, es la de "sociedad del conocimiento". Sin mayores explicaciones se suele afirmar que hemos entrado a una nueva forma de organización social, en la que lo decisivo sería el conocimiento y la información. En contravía con esa opinión, aquí sostenemos que la "sociedad del conocimiento" es otro de los sofismas de la vulgata de la globalización, sofisma esgrimido con la finalidad de justificar el supuesto cambio de época en que nos encontraríamos y la pretendida pérdida de importancia de los recursos naturales y de la producción material. Para controvertir esa gaseosa imagen de la "sociedad del conocimiento" en este ensayo consideramos tres cuestiones: en la primera se analiza el origen del vocablo y se establecen algunas relaciones con el capitalismo actual; en la segunda se escudriña en la forma como se concibe al conocimiento por parte de aquellos que promueven la emergencia de una supuesta nueva sociedad; y en la tercera se examina la contradicción evidente que resulta de constatar que, mientras se presume que vivimos en una época pletórica de conocimiento, se haya generalizado la ignorancia por todo el mundo.

El origen de la noción de "sociedad del conocimiento" y el capitalismo realmente existente
Ha habido una retroalimentación "conceptual" entre los investigadores y las instituciones financieras y burocráticas internacionales, por lo cual a veces no es fácil diferenciar quién plagia a quién, es decir, si fueron los investigadores de la "era de la información" los que usaron por primera vez las nociones de sociedad y economía del conocimiento o fueron instituciones como el Banco Mundial las que acuñaron esos términos y luego los investigadores se dieron a la tarea de darles legitimidad y "contenido teórico" a esos supuestos. Además, las funciones como consejeros gubernamentales en materia de tecnología e información de algunos de esos teóricos son, por lo menos, reveladoras de los intereses en juego. Así, Manuel Castells se ha desempeñado como consejero de diferentes gobiernos europeos en materia de información y también presidió una comisión de expertos que asesoró al gobierno neoliberal de Boris Yeltsin en Rusia y Jeremy Rifkin se desempeñó como consejero de la administración de Bill Clinton. Estos nexos con altas esferas del poder indican que esos teóricos no son tan independientes como podría pensarse y, de alguna forma, sus recomendaciones políticas y sus formulaciones teóricas han estado influidas por los intereses del mundo de la informática. No por casualidad, The Wall Street Journal, periódico neoliberal por excelencia y vocero de los grandes intereses corporativos, calificó a Castells como "el primer filósofo del ciberespacio".

Al margen de estos detalles "anecdóticos", lo único cierto estriba en que, mucho más que los propagadores de las ideas clave de la nueva vulgata, quien se ha encargado de legitimar mediante su difusión ideológica y la contratación de expertos encargados de expandir en todo el mundo esas ideas es el Banco Mundial, el cual ha introducido la noción de "economía del conocimiento". Para dicho Banco esa "nueva economía" se fundamenta primordialmente en el uso de ideas más que en el de capacidades físicas, así como en la aplicación de la tecnología más que en la transformación de materias primas o la explotación de mano de obra económica. Se trata de una economía en la que el conocimiento es creado, adquirido, transmitido y utilizado más eficazmente por personas individuales, empresas, organizaciones y comunidades para fomentar el desarrollo económico y social [1].

Una idea tan peregrina como esta, que no se corresponde con la economía real de ningún país del mundo, es repetida hasta el cansancio, a partir del momento en que hay dólares en juego, por investigadores de todos los terrenos, en especial del campo educativo, porque es evidente que el interés de la imagen de "sociedad de conocimiento" es presentar una realidad irrebatible a la que deben ajustarse los modelos escolares en todo el planeta. No sorprende, en consecuencia, que el argentino Juan Carlos Tedesco, un funcionario de la UNESCO, sostenga que "existe consenso (sic) en reconocer que el conocimiento y la información estarían reemplazando a los recursos naturales, a la fuerza/y o al dinero, como variables clave de la generación y distribución del poder en la sociedad" [2]. De lo que se trata es de saber quiénes han determinado que nos encontramos en una época en la cual los recursos naturales ya no son importantes y ahora lo que cuenta es el conocimiento y la información. Que se siga repitiendo esto después de que ha quebrado la efímera "nueva economía" de las tecnologías de la información y que se han generalizado las guerras de agresión de Estados Unidos por apropiarse del petróleo y de los recursos naturales en distintos puntos de la tierra (incluyendo a Colombia), demuestra o lo mal "informados" que están los teóricos de la sociedad del conocimiento o los intereses que defienden al negarse a considerar factores decisivos que ponen en cuestión el supuesto eclipse de la realidad material en aras del conocimiento y la información.

Súbitamente y sin ningún tipo de explicación, el Banco Mundial utiliza indistintamente las nociones de "sociedad del conocimiento" o "economía del conocimiento" como denominaciones del capitalismo actual, términos que además están directamente relacionados con la educación, arguyendo que el surgimiento de una economía global basada en el conocimiento le ha conferido al aprendizaje un valor diferencial alrededor del mundo. Las ideas, los conocimientos y la experiencia como fuentes del crecimiento económico y del desarrollo, junto con la aplicación de nuevas tecnologías, traen importantes consecuencias en la manera como las personas aprenden y aplican sus conocimientos durante toda su vida [3].

La tan aclamada "economía del conocimiento" tendría cuatro características definitorias: la revolución de la información y el uso de nuevas tecnologías; la reducción del ciclo de los productos, lo que ha aumentado la necesidad de la innovación; una gran integración a la economía mundial y un mayor crecimiento de los países que brindan mejor educación y salud a sus habitantes, entendidas como actividades proporcionadas por el mercado; y, las empresas pequeñas y medianas que suministran servicios cada día tenderían a ser más importantes [4]. En este contexto se agrega que "el aprendizaje permanente es la formación de las personas para la economía del conocimiento" y en un "marco de aprendizaje constante… las estructuras de la educación formal -primaria, secundaria, superior, vocacional, etc.- no son tan importantes como el aprendizaje del estudiante y la satisfacción de sus necesidades" [5]. Es decir, habría un imperativo que condiciona la educación de la gente, formarse para participar en la "economía del conocimiento", razón que determina todo lo relacionado con la educación. Y es ese imperativo el que se ha exaltado como premisa de la transformación del sistema educativo en concordancia con las necesidades del mercado, porque "los sistemas educativos tradicionales, aquellos en los que el docente constituye la única fuente de conocimiento, poco se prestan para dotar de los necesario a las personas que deban trabajar y vivir en una economía del conocimiento", en la cual el sistema educativo "se tiene que orientar hacia competencias más que hacia grupos de edades". Y, como para que no quede duda, se recalca que "el modelo de aprendizaje permanente les permite a los estudiantes adquirir no sólo habilidades adicionales sino también la clase de destrezas nuevas que exige la economía del conocimiento, además de una mayor cantidad de habilidades académicas tradicionales" [6].

En pocas palabras, la llamada "sociedad del conocimiento" en el caso de las universidades resulta ser una denominación que contradice el mismo sentido del conocimiento de esas instituciones, que se supone debería ser universal, democrático y pluralista. Por el contrario, lo que la "tal sociedad del conocimiento" le depara a las universidades es algo completamente distinto que niega el carácter democrático de la universidad, al especializar "recursos humanos" funcionales para el capitalismo transnacional, una fuerza de trabajo diestra técnicamente, poco costosa, que no piense y absolutamente despolitizada. Ese es el "recurso humano" adecuado para el capitalismo actual, pero en cuanto a la universidad se evaporan los contenidos universales de lo que se enseña, ya que su función queda reducida a impartir unos conocimientos técnicos especializados en concordancia con las necesidades del mercado, y no con la de los seres humanos. Por este sesgo economicista, en las universidades públicas de diversos lugares del mundo se ha dado un giro hacia los conocimientos técnicos, abandonando los saberes humanistas y éticos, convirtiendo a las ciencias sociales en unos dispositivos funcionales a la tecnología y en esclavas del capitalismo transnacional. En rigor, el saber es crítico, reflexivo, histórico y social, características consideradas como completamente inútiles para los portavoces de la "sociedad del conocimiento" a quienes sólo les interesa aquello que es rentable de manera inmediata. Todo lo que no corresponda a la lógica del lucro es desechado:

De aquí que las humanidades no sean, en modo alguno, un lujo superfluo, sino algo "útil" en su sentido más noble y elevado, esto es, en el sentido de que son necesarias para ayudarnos a formar nuestro juicio político sobre el presente, a su vez entendiendo lo político en su sentido más noble, esto es, como la actividad totalizadora y reflexiva, que a cada cual compromete, sobre el conjunto de los problemas que nos afectan a todos. Se comprende entonces de qué modo en las sociedades económicamente avanzadas esa tenaza denominada por sus valedores "sociedad del conocimiento" está cerrando sobre todos nosotros su círculo implacable de barbarie cognoscitiva y política… Dentro de este círculo resulta un lujo superfluo toda disciplina genuinamente humanista necesaria para la formación del juicio político del ciudadano, razón por la cual el círculo de la "sociedad del conocimiento" deberá tender a cerrarse sobre la base de esta última exclusión de sus contenidos, la de los estudios de humanidades [7].

La noción ligera y sin sentido de "Sociedad del Conocimiento", un sinónimo de "Sociedad de la Información", es otro intento terminológico del capitalismo por camuflarse con un nuevo nombre, pretendidamente neutro y con intencionalidades políticas evidentes, porque ¿quién querría oponerse al conocimiento? Los cultores de esa noción afirman que el rechazo sólo puede provenir de los fundamentalistas religiosos o de cavernarios que reivindican la ignorancia y que se oponen al "progreso". Sin embargo, la pregunta cambia por completo de sentido si nos demandamos ¿quién puede y debe oponerse al capitalismo?, lo cual nos remite a una forma de organización social y no a un determinado tipo de conocimiento o información. Y esta pregunta aclara el panorama, a partir del momento que entendemos la idea de "conocimiento" que subyace entre aquellos que alardean de la "sociedad del conocimiento", como veremos enseguida.

¿Cuál es la idea de conocimiento que sustenta la pretendida constitución de la "sociedad del conocimiento"?
Una pregunta de fondo para entender el sentido profundo de lo que está en juego con el término que estamos comentando, consiste en determinar ¿cuál es la noción de conocimiento que se encuentra tras el eslogan de "sociedad de conocimiento"? Y la decepción no puede ser más grande al constatar que, para los teóricos de la "nueva era", "conocimiento" es sinónimo puro y simple de información, lo cual pone de presente que no se está hablando de ninguna reflexión intelectual sino de procesamiento de información a vasta escala, llegando a plantear incluso la existencia de una "inteligencia artificial" de tipo maquinal. Por eso se habla de la casa inteligente, del automóvil inteligente, de la cafetera inteligente, del congelador inteligente… y mil denominaciones por el estilo, en verdad poco inteligentes, que están relacionadas con un comportamiento mecánico que se desarrolla a partir de unos determinados códigos informáticos. ¡Que eso pueda catalogarse como inteligente, no pasa de ser una estupidez!

Siguiendo con la lógica mecánica de la "inteligencia artificial", en la "era de la información" el saber se puede expresar en la ecuación: tecnología + cantidad de información = conocimiento. Los términos de esta ecuación expresan claramente a lo que se reduce el conocimiento en estos momentos: al empleo de tecnologías que aceleran el procesamiento de información, las cuales generan un gran cúmulo de datos, cuya cantidad supera la capacidad de procesamiento individual de una persona, sin que eso signifique en verdad conocimiento, entendiéndolo como producto de la acción de pensar, de reflexionar o de teorizar. Porque, además, cuando en la ecuación mencionada se habla de cantidad se sobreentiende que se está señalando la velocidad en procesar información y de su carácter efímero y desechable.

Un revelador ejemplo de lo que se entiende por "conocimiento" en la "sociedad del conocimiento" lo encontramos en una nota de prensa en la que se informaba que "a pedido de la agencia espacial canadiense, la empresa Tactex desarrolló en British Columbia telas inteligentes. En trozos de paño se cosen una serie de minúsculos sensores que reaccionan a la presión. Ante todo, la tela de Tactex debe ser probada como revestimiento de asientos de automóviles. Reconoce a quien se sentó en el asiento del conductor... El asiento inteligente reconoce el trasero de su conductor". Como bien lo comenta el filosofo alemán Robert Kurtz, "para un asiento de automóvil, se trata seguramente de un hecho grandioso", pero eso "no se puede considerar en serio como un paradigma del ‘acontecimiento intelectual del futuro’. El problema radica en que el concepto de inteligencia de la sociedad de la información -o del conocimiento- está específicamente modelado por la llamada ‘inteligencia artificial’", lo cual quiere decir que "estamos hablando de máquinas electrónicas que por medio del procesamiento de datos tienen una capacidad de almacenamiento cada vez más alta para simular actividades rutinarias del cerebro humano" [8].

Y a esa capacidad de almacenar millones de datos y de procesarlos en poco tiempo en los computadores se ha bautizado como "memoria", lo cual es un eufemismo puesto que esa función no se parece en nada a la prodigiosa memoria humana. En efecto, mientras nuestra memoria está ligada al cuerpo y a las emociones, lo que se ha denominado inadecuadamente como "memoria" en el computador es algo muerto, un simple deposito de datos. Lo mismo puede decirse de la inteligencia, cualidad esencialmente humana, de ahí que sea impropio hablar de inteligencia artificial o cosas por el estilo. Ya lo dijo J. Weizenbaum, "por mucha inteligencia que los ordenadores puedan obtener ahora o en el futuro, la suya será una inteligencia ajena a los auténticos problemas y preocupaciones humanos" [9].

Un caso extremo de lo que se entiende por conocimiento en el capitalismo actual nos lo proporciona Jeremy Rifkin cuando sostiene que hasta los robots y los computadores con avanzados sofwares "están invadiendo las últimas esferas humanas disponibles: el reino de la mente. Adecuadamente programadas, estas nuevas ‘máquinas pensantes’ son capaces de realizar funciones conceptuales, de gestión y administrativas y de coordinar el flujo de producción, desde la propia extracción de materias primas hasta el marketing y la distribución de servicios y productos acabados" [10]. Esta apreciación nos ayuda a entender que en la "nueva era", el "conocimiento" hace referencia a pura y simple información -hasta el punto que los mecánicos robots "piensan" y "conocen" a ese nivel- porque las Nuevas Tecnologías de la Información suministran datos de poca calidad, superficiales y abundantes pero sin ningún tipo de profundidad y en muchos casos falsos. No proporcionan ninguna guía moral o intelectual sobre qué tipo de información deberíamos seleccionar y cómo deberíamos evaluarla. En la "sociedad del conocimiento", hay grandes posibilidades para escoger el color del automóvil, el modelo de móvil o los ingredientes de la pizza, o sea, trivialidades. Por esta circunstancia, "gran parte de la explosión de conocimiento es… algo gaseoso, en el que el estilo prevalece a la sustancia, en que la mayoría de las personas sólo tienen elección respecto a lo que se refiere a cosas no esenciales de la vida, en el que ‘todo lo sólido se diluye en el aire’" [11].

Y lo que es peor aún, en una muestra de cinismo digno del capitalismo contemporáneo, a nombre de una supuesta e irreversible "sociedad del conocimiento" se pretenden dos cosas, respectivamente en los terrenos laboral y educativo: por un lado, sostener que el único trabajo importante sería aquel que realizan quienes laboran en la esfera del "conocimiento"; y, por otro lado, que los profesores deben perder todos sus derechos como sujetos de la educación en aras de ajustarse a los requerimientos de la "economía del conocimiento". Con respecto a la cuestión del trabajo, es una ficción decir que los trabajadores del conocimiento son los del futuro porque esas actividades son las que más se expanden y consolidan, cuando para que aquéllos existan -siendo, además, una notable minoría- es indispensable el trabajo degradado de los proletarios, viejos y nuevos, de la era industrial, sometidos a regímenes inhumanos de explotación en las zonas más pobres del mundo, además que muchos de los "trabajadores simbólicos" son tan explotados como los trabajadores materiales, como sucede con los ingenieros informáticos en la India o con los empleados del Valle de Silicio, en los propios Estados Unidos. Y en cuanto a los profesores, es significativo que cuando más se pregona sobre la fábula de la sociedad del conocimiento aquellos sean las principales víctimas: victimas del desmonte de los mecanismos reguladores de los Estados, víctimas de la privatización, víctimas de la reducción del gasto social, víctimas de la taylorización de los sistemas de trabajo con la extensión de la jornada laboral a un ritmo brutal, víctimas de la desestructuración de las familias empobrecidas de la mayor parte de los estudiantes, víctimas de las reformas educativas neoliberales que lo consideran como el único responsable de la mala calidad de la educación, en fin, victimas del capitalismo realmente existente, lo cual hace muy dudoso suponer que puedan estar actuando y laborando en una "sociedad del conocimiento", más bien en una sociedad de la ignorancia generalizada.

Ante todo esto, se puede recordar que las tan mentadas "sociedad del conocimiento" y "economía del conocimiento" -simples eufemismos de capitalismo- debilitan las comunidades, socavan las relaciones entre los seres humanos y afecta negativamente la vida pública. Por ello, "una de las últimas instituciones públicas supervivientes, la educación pública y sus docentes deben preservar y reforzar las relaciones y el sentido de ciudadanía que la economía de conocimiento está amenazando" [12], y por tal razón debe afrontar el reto de preparar en valores solidarios que enfrenten al capitalismo actual y las diversas expresiones de su fundamentalismo de mercado.

¿"Sociedad del conocimiento" o capitalismo de la ignorancia generalizada?
Definir al capitalismo actual como una sociedad del conocimiento no sólo es pretencioso sino falso, si comparamos a esta forma de organización social con otras que han existido, y algunas que sobreviven, a lo largo de la historia. En rigor, todas las sociedades han sido sociedades del conocimiento porque para la supervivencia de cada una de ellas se ha necesitado de un cierto cúmulo de conocimientos producidos por los seres humanos en una determinada fase histórica. No debe olvidarse que el conocimiento es histórico, y por lo tanto relativo, y lo que hoy es visto como algo elemental, en su momento hizo parte de una compleja trama de relaciones y de productos culturales. Desde este punto de vista, todas las sociedades que han existido han sido sociedades del conocimiento, y si esto es así nada ganamos con denominar al capitalismo actual de esa manera pues eso no lo distingue de ninguna otra forma de organización social. Una sociedad de cazadores o de recolectores puede incluso basarse mucho más en el conocimiento que la sociedad actual, a pesar de que hoy estemos rodeados de artefactos tecnológicos, por la sencilla razón que ese conocimiento específico era imprescindible para su supervivencia, siendo algo más que pura información. Por ejemplo, los cazadores de Kung San, del desierto de Kalahari, si que podían catalogarse como una auténtica sociedad del conocimiento por la forma como desarrollaban sus actividades cotidianas, como lo ilustra este breve relato de Carl Sagan:

El pequeño grupo de cazadores sigue el rastro de huellas de cascos y otras pistas. Se detienen un momento junto a un bosque de árboles. En cuclillas, examinan la prueba más atentamente. El rastro que venían siguiendo se ve cruzado por otro. Rápidamente deciden qué animales son los responsables, cuántos son, qué edad y sexo tienen, si hay alguno herido, con qué rapidez viajan, cuánto tiempo hace que pasaron, si los siguen otros cazadores, si el grupo puede alcanzar a los animales y, si es así, cuánto tardaran. Tomada la decisión, dan un golpecito con las manos en el rastro que seguirán, hacen un ligero sonido entre los dientes como silbando y se van rápidamente. A pesar de sus arcos y flechas envenenadas, siguen en su forma de carrera al estilo de una maratón durante horas. Casi siempre han leído el mensaje en la tierra correctamente. Las bestias salvajes, elands u okapis están donde creían, en la cantidad y condiciones estimadas. La caza tiene éxito. Vuelven con la carne al campamento temporal. Todo el mundo lo festeja” [13].

Este caso demuestra que los seres humanos siempre nos hemos esforzado por acumular y transmitir conocimientos y toda sociedad se define por los conocimientos de los que dispone, lo cual "vale tanto para el conocimiento natural como para el religioso o la reflexión teórico-social". Por esto, "parece increíble que desde hace algunos años se esté difundiendo el discurso de la "sociedad del conocimiento… como si sólo ahora se hubiese descubierto el verdadero conocimiento y como si la sociedad hasta hoy no hubiese sido una 'sociedad del conocimiento'" [14].

La confusión que se esconde detrás de la muletilla "sociedad del conocimiento" estriba en suponer que conocimiento es sinónimo de información, porque si de algo está inundado nuestro mundo es de información, que desinforma y desmoviliza. En sentido estricto, información no es conocimiento, cuando mucho conocimiento trivial, similar a estar enterado del movimiento de la bolsa de valores o del momento en el que llega el próximo bus a la estación de Transmilenio. Cuando se mezclan como sinónimos conocimiento e información en realidad están en juego dos categorías de conocimiento: el de las señales y el funcional. Este último está reservado a la élite tecnológica "que construye, edifica y mantiene en funcionamiento los sistemas de aquellos materiales y máquinas "inteligentes". El conocimiento de las señales, por el contrario, compete a las máquinas, pero también a sus usuarios, por no decir a sus objetos humanos. Ambos tienen que reaccionar automáticamente a determinadas informaciones o estímulos. No necesitan saber cómo funcionan esas cosas; sólo necesitan procesar los datos "correctamente". Este es un comportamiento mecánico basado en la informática que sirve para programar secuencias funcionales. En realidad, se trabaja con procesos describibles y mecánicamente re-ejecutables, con medios formales, por una secuencia de señales (algoritmos). Esto suena bien para el funcionamiento de tuberías hidráulicas, aparatos de fax y motores de automóviles; está muy bien que haya especialistas en eso. Sin embargo, cuando el comportamiento social y mental de los seres humanos es también representable, calculable y programable, estamos ante una materialización de las visiones de terror de las modernas utopías negativas. Esa especie de conocimiento social de señales sugiere vuelos mucho menos audaces que los del famoso perro de Pavlov. A comienzos del siglo XX, el fisiólogo Ivan Petrovitch Pavlov había descubierto el llamado reflejo condicionado. Un reflejo es una reacción automática a un estímulo externo. Un reflejo condicionado o motivado consiste en el hecho de que esa reacción puede ser también desencadenada por una señal secundaria aprendida, que está ligada al estímulo original. Pavlov asoció el reflejo salival innato de los perros ante la visión de la ración de comida con una señal, y pudo finalmente provocar también ese reflejo utilizando la señal de manera aislada. Por lo que parece, la vida social e intelectual en la sociedad del conocimiento -o sea, de la información- debe orientarse por un camino de comportamiento que corresponda a un sistema de reflejos condicionados: estamos siendo reducidos a aquello que tenemos en común con los perros, puesto que el esquema de estímulo-reacción de los reflejos tiene que ver absolutamente con el concepto de información e "inteligencia" de la cibernética y de la informática [15].

Y si algún conocimiento es limitado y parcial es el de las señales, de donde resulta profundamente empobrecedor y restringido que los seres humanos se guíen y actúen en concordancia con "las señales del mercado". "Este conocimiento miserable de las señales no es, a decir verdad, ningún conocimiento. Un mero reflejo no es al fin y al cabo ninguna reflexión intelectual, sino exactamente lo contrario. Reflexión significa no sólo que alguien funcione, sino también que ese alguien pueda reflexionar ‘sobre’ tal o cual función y cuestionar su sentido" [16].

La escasa reflexión intelectual que caracteriza a los profetas de la "sociedad del conocimiento" queda en evidencia cuando se constata que aunque la información crece en forma alocada, el conocimiento real disminuye y se generaliza la estupidez televisiva. Al fin y al cabo que más puede esperarse de "una conciencia sin historia, volcada hacia la atemporalidad de la ‘inteligencia artificial’ que pierde cualquier orientación", porque "la sociedad del conocimiento, que no conoce nada de sí misma, no tiene más que producir que su propia ruina. Su notable fragilidad de memoria es al mismo tiempo su único consuelo" [17].

La pretendida "sociedad del conocimiento" es una auténtica falacia si se considera, por ejemplo, que según las mismas proyecciones que se efectúan en países como los Estados Unidos, el 70 por ciento de los puestos de trabajo que se crean en ese país no requieren de ninguna preparación profesional y menos de educación universitaria. El sofisma de la "sociedad del conocimiento" pretende ocultar que en estos momentos lo que se está generando es la más espantosa desigualdad social, expresada por supuesto en la educación, en la que una ínfima minoría accede a todo tipo de servicios educativos, mientras que la mayoría no tiene ninguna posibilidad de capacitarse, entre otras cosas porque el mercado laboral demanda en todos los países del mundo trabajo barato y sin ninguna preparación, como se observa en las maquilas y en las fabricas de la muerte que se implantan en todo el planeta.

Además, es verdaderamente cínico que se asuma una noción tan vaporosa como la de "sociedad del conocimiento" cuando lo que predomina en el capitalismo actual es la ignorancia generalizada en todos los terrenos, como se constata con los 800 millones de analfabetos que hay en el mundo, a lo cual deben agregarse otros millones de analfabetos funcionales -es decir, aquellos que aunque supuestamente sepan leer y escribir no están en capacidad de entender lo que leen ni de expresarse coherentemente a través de la escritura- y la "ignorancia sofisticada" de los que siendo expertos o profesionales no pueden pensar en el sentido estricto del término, entre los que hay que incluir forzosamente a los que se mueven en el terreno de la informática y la cibercultura, cuyo pensamiento es bastante tosco y rudimentario.

Tampoco tiene mucho sentido catalogar al capitalismo como una sociedad del conocimiento cuando asistimos a la destrucción de miles de lenguas y a una bestial homogeneización cultural a nombre de los "valores superiores" de la "economía de mercado" y de su tecnología informática, la que ni siquiera es capaz de almacenar información para el corto plazo, digamos unos 20 años. Esto último supone que buena parte de la información generada después de 1980 y que se ha depositado en disquetes, CDs y otros dispositivos ni siquiera existe hoy, habiéndose perdido por completo y para siempre, dado que los nuevos mecanismos electrónicos no son capaces de leerla. Desde esta perspectiva, para la memoria colectiva de la humanidad ha sido más importante el papiro que nos ha legado información durante miles de años que los discos de computadora que solamente almacenan información fugaz, que tiene tan corta vida como las máquinas en que se procesa y como la "memoria" de los tecnócratas neoliberales.

Para terminar, no tiene sentido hablar de "sociedad del conocimiento" en momentos en que se presenta el mayor genocidio cultural de todos los tiempos, patentizado en la desaparición acelerada de cientos de idiomas en todo el mundo, lo cual está asociado a la brutal imposición del inglés. Cada lengua que se pierde supone la desaparición de saberes extraordinarios sobre medicina, botánica, ecosistemas y el clima y conocimientos esenciales para el desarrollo de la agricultura. Al mismo tiempo, la erosión cultural que caracteriza a la sociedad capitalista actual se manifiesta, por ejemplo, en que los autores más traducidos y más leídos en el mundo escriben en inglés, y la mayor parte de esos autores (como Stephen King) han escrito libros basura, es decir, textos que no aportan nada ni al conocimiento ni al arte sino que son productos comerciales desechables sin ninguna utilidad duradera, tales como novelas tontas, ciencia-ficción de pésima calidad, recetas de cocina o técnicas para adelgazar. Por todo ello, podemos concluir señalando que paradójicamente, y en contra de los lugares comunes, "nuestra generación es la primera en la historia que ha perdido más conocimiento del que ha adquirido" [18].

NOTAS:
* Robert Kurz, "La ignorancia de la Sociedad del Conocimiento", en antroposmoderno.com/antro-articulo.php?id_articulo=247. (Subrayado nuestro)

[1] Banco Mundial, Aprendizaje permanente en la economía global del conocimiento. Desafíos para los países en desarrollo, Bogotá, Banco Mundial, Alfaomega, 2003, p. 1

[2] Juan Carlos Tedesco, Educar en la sociedad del conocimiento, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2000, pp. 11-12.

[3] Banco Mundial, op. cit., p. xiv.

[4] Ibíd.

[5] Ibíd.

[6] Ibíd., p. 31. (Subrayado nuestro).

[7] Juan B. Fuentes Ortega y Mª José Callejo Herranz, "En torno a la idea de "sociedad del conocimiento": Crítica (filosófico-política) a la LOU, a su contexto y a sus críticos", en www.filosofia.net/materiales/num/num17/Critilou.htm

[8] R. Kurtz, "La ignorancia en la Sociedad del Conocimiento", en antroposmoderno.com/antro-articulo.php?id_articulo=247

[9] Citado en Theodore Roszak, El culto a la información. El folclore de los ordenadores y el verdadero arte de pensar, México, Editorial Grijalbo, 1990, p. 148.

[10] J. Rifkin, The End of Work. The Decline or the Global Labor Force and the Dawn of the Post-Market Era, Nueva York, Putnan Book, 1995.

[11] Andy Hargreaves, Enseñar en la sociedad del conocimiento. La educación en la era de la inventiva, Madrid, Editorial Octaedro, 2003, p. 53.

[12] Ibíd.

[13] Carl Sagan, El mundo y sus demonios. La ciencia como una luz en la oscuridad, Bogotá, Editorial Planeta, 1997, p. 339.

[14] Robert Kurz, "La ignorancia de la Sociedad del Conocimiento", en antroposmoderno.com/antro-articulo.php?id_articulo=247

[15] Ibíd. (Subrayado nuestro).

[16] Ibíd.

[17] Ibíd.

[18] Pat Roy Mooney, El siglo ETC. Erosión, transformación tecnológica y concentración corporativa en el siglo XXI, Montevideo, Editorial Nordan Comunidad, 2002, p. 21.

7 de mayo de 2016

KEYNES HA MUERTO, LARGA VIDA A MARX

Ismael Hossein-Zadeh. Boltxe.eus

Muchos economistas liberarles imaginaron un nuevo amanecer del keynesianismo con el colapso financiero de 2008. Casi seis años después, está claro que las muy esperadas recetas keynesianas han sido completamente ignoradas. ¿Por qué? La respuesta de los economistas keynesianos: la “ideología neoliberal”, que según ellos se remonta a la presidencia de Ronald Reagan.

Este artículo argumenta, en cambio, que la transición del keynesianismo a la economía neoliberal tiene raíces mucho más profundas que la pura ideología; que la transición comenzó mucho antes de que Reagan fuera elegido presidente; que la confianza keynesiana en la capacidad del gobierno para re-regular y revitalizar la economía mediante políticas de gestión de la demanda descansa en la percepción esperanzada de que el estado puede controlar el capitalismo; y que, al contrario de esas percepciones desiderativas, las políticas públicas son algo más que simples decisiones administrativas o técnicas; son, sobre todo, políticas de clase.

El artículo sostiene además que la teoría marxista del empleo y el desempleo, basada en la teoría del ejército industrial de reserva, proporciona una explicación más sólida de los prolongados y elevados niveles de desempleo que la visión keynesiana, la cual atribuye la plaga del paro a las “políticas equivocadas del neoliberalismo”. Del mismo modo, la explicación que ofrece la teoría marxista de cómo y porqué los niveles salariales de miseria y el predominio generalizado de la pobreza pueden ir acompañados de grandes beneficios y una mayor concentración de la riqueza, resulta mucho más convincente que la que aportan las ideas keynesianas, según las cuales las altas tasas de empleo y los elevados salarios serían condiciones necesarias para un ciclo económico expansionista.

Algo más que “ideología neoliberal”
El cuestionamiento y el abandono gradual de las estrategias keynesianas de gestión de la demanda no se debió simplemente a las propensiones puramente ideológicas de los republicanos “de derechas” o a las preferencias personales de Ronald Reagan, como muchos economistas liberales y radicales manifiestan, sino a los cambios estructurales reales en las condiciones económicas y el mercado, tanto a escala nacional como internacional. Las políticas New Deal/socialdemócratas se pusieron en marcha inmediatamente después de la Gran Depresión, cuando tanto los trabajadores y otras organizaciones de base políticamente conscientes como las condiciones económicas favorables del momento volvieron efectivas esas políticas. Esas condiciones favorables incluían la necesidad de reconstruir e invertir en las devastadas economías de posguerra, la casi ilimitada demanda de productos manufacturados estadounidenses en el país y en el extranjero, y el hecho de que tanto el capital como la mano de obra estadounidenses no tuvieran competencia. Estas circunstancias propicias, junto con la presión desde abajo, permitió a los trabajadores estadounidenses exigir salarios dignos y una serie de prestaciones, mientras disfrutaban de una elevada tasa de empleo. Los salarios elevados y la fuerte demanda funcionaron entonces como un estímulo maravilloso que trajo consigo, en forma de círculo virtuoso, el largo ciclo expansionista del periodo de posguerra.

A finales de los sesenta y principios de los setenta, sin embargo, tanto el capital como la mano de obra estadounidenses vieron cómo se incrementaba la competencia en los mercados mundiales. Además, durante el largo ciclo expansionista de posguerra, los fabricantes estadounidenses habían invertido tanto en capital fijo, en desarrollar capacidades, que para finales de los sesenta sus tasas de beneficio ya habían comenzado a disminuir a medida que los enormes “costes a fondo perdido”, sobre todo en forma de instalaciones y equipo, se volvían cada vez más elevados.

Más que ninguna otra cosa, fueron estos cambios en las condiciones reales de producción, y el simultáneo realineamiento de los mercados globales, lo que motivó las cada vez mayores reservas hacia los postulados keynesianos y su abandono final. Al contrario de lo que repiten los economistas liberales/keynesianos, no fueron las ideas o los planes de Ronald Reagan los que estaban detrás del desmantelamiento de las reformas del New Deal; más bien, fue la globalización, primero del capital y después de la fuerza de trabajo, lo que hizo que las políticas económicas de corte keynesiano dejaran de resultar atractivas para la rentabilidad capitalista, y lo que propició el ascenso de Ronald Reagan y las políticas neoliberales de austeridad económica.

Debería destacarse que las políticas keynesianas de estabilización no fueron abandonadas por razones puramente ideológicas; esto es, porque, como sostienen muchos críticos del neoliberalismo, desde Chicago se extendiera un espíritu de laissez-faire que afectó a políticos de todos los partidos y los convenció de las ventajas de los mercados libres. […] Los mecanismos keynesianos de regulación financiera (controles de capital y tipos de cambio regulados) no pudieron resistir la expansión del crédito internacional desregulado, los Euromercados, que pasaron a dominar las finanzas internacionales.

Cuando, inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, en la Conferencia de Bretton Woods (NH, Nueva Inglaterra), se establecieron regulaciones financieras, controles de capital y un nuevo sistema monetario internacional, los mercados internacionales financieros y de crédito eran prácticamente inexistentes. El dólar estadounidense (y en menor extensión el oro) era, en líneas generales, el único medio de comercio y crédito internacional. Bajo esas circunstancias, los préstamos internacionales se realizaban principalmente a través del Fondo Monetario Internacional (FMI) y los bancos centrales de los países prestatarios/beneficiarios de los préstamos, de ahí la aplicabilidad de controles.

Sin embargo, este cuadro de los mercados de crédito/financieros fue cambiando gradualmente y, para finales de los sesenta y principios de los setenta del siglo pasado, esos mercados habían alcanzado un valor de cientos de miles de millones de dólares, posibilitando transacciones internacionales de crédito por fuera de los canales del FMI y los bancos centrales. Los dos factores principales que contribuyeron de manera significativa a la drástica inflación de los mercados financieros internacionales fueron (a) el crédito internacional generado por ordenador, y (b) la inmensa proliferación de Eurodólares, esto es, dólares estadounidenses depositados en bancos extranjeros. El crédito/las finanzas mundiales han crecido tantísimo durante las últimas décadas que han vuelto prácticamente inútiles los controles y las regulaciones internas o nacionales:

Los críticos de las finanzas internacionales han hecho varias propuestas para estabilizar el sistema y adecuarlo a los propósitos del desarrollo económico y social. La recomendación más común ha sido la vuelta a los controles de capital transnacional que existían durante los años 40 y 50 del siglo pasado. Dichos controles, en muchos casos, no fueron eliminados hasta los años noventa. Sin embargo, los depósitos bancarios internacionales y los activos financieros en el extranjero son ahora tan grandes que sería difícil hacer cumplir tales controles. De hecho, la razón principal para deshacerse de dichas regulaciones fue precisamente que no podían hacerse cumplir.

Es obvio, entonces, que el debilitamiento de las medidas de control y/o las salvaguardias normativas tuvo menos que ver con las tendencias puramente ideológicas de ciertos políticos y responsables de políticas que con la evolución de los mercados financieros internacionales.

Todo empezó mucho antes de la llegada de Reagan a la Casa Blanca
La afirmación de que el abandono de las políticas keynesianas a favor de las neoliberales se produjo con la llegada de Ronald Reagan a la Casa Blanca en 1980 es objetivamente falsa. Pruebas irrefutables demuestran que la fecha de vencimiento de las recetas keynesianas expiró al menos una docena de años antes. Las políticas keynesianas de expansión económica mediante la gestión de la demanda habían perdido fuelle (esto es, habían dado de sí todo lo que podían) a finales de los sesenta y principios de los setenta; no se vieron frenadas brusca y repentinamente bajo la dirección de Reagan.

Como señala el profesor Alan Nasser del Evergreen State College, los argumentos de que “las políticas de equidad económica suponían sacrificios en términos de eficiencia” fueron elaborados por los asesores económicos de las administraciones demócratas mucho antes de que la reaganomía los formalizara. Tanto Arthur Okun como Charles Schultze ocuparon el cargo de presidente del Consejo de Asesores Económicos con presidentes demócratas. En su libro Equality and Efficiency: The Big Tradeoff, Okun (1975) manifestó que “el objetivo intervencionista de mayor equidad tuvo unos costes de eficiencia que perjudicaron la economía privada”. Del mismo modo, Schultze (1977) afirmó que “las políticas del gobierno que afectan a los mercados en nombre de la imparcialidad y la equidad son necesariamente ineficientes”, y que tales políticas “iban a perjudicar a las personas que los responsables de las políticas trataban de proteger, y a desestabilizar la economía privada en el proceso”.

Jerome Kalur también señala que “los esfuerzos de la Cámara de Comercio y la Mesa Redonda Empresarial para obtener el control de las decisiones reguladoras del gobierno comenzaron al menos nueve años antes” de la elección de Ronald Reagan como presidente, “cuando el abogado Lewis Powell envió a la Cámara su conocido memorando ‘Attack of American Free Enterprise System'” [7]. Conjuntamente con la ofensiva legal de Powell contra la normativa laboral y reguladora, las grandes empresas actuaron rápidamente para “impedir la sindicalización” y “eliminar los controles reguladores mediante sucesivas campañas de propaganda promovidas por think-tanks como el Instituto Americano de Empresa (1972), la Fundación Heritage (1973) y el Instituto Cato (1977)”. Kalur apunta algo más:

Cuando Powell entregó su memorando a la Cámara, la patronal estadounidense tenía a su servicio 175 firmas de cabildeo registradas. En 1982, el número de torcedores de brazos de la calle K financiados por las empresas había llegado a los 2.500. Y si en los setenta había 400 PACs respaldados por empresas, una década más tarde sumaban 1.200. Resumiendo, las grandes empresas estaban provocando el descenso en la afiliación sindical, influyendo fuertemente en las agencias federales y la legislación, y dominando la Comisión de Bolsa y Valores (SEC, por sus siglas en inglés) mucho antes de la llegada de Reagan a la presidencia. Con el nombramiento de Powell como juez del Tribunal Supremo, para 1978 el mundo empresarial estadounidense estaba más cerca de su meta de suprimir las restricciones a los donativos para las campañas a través de procedimientos clandestinos.

Si bien el giro teórico de la economía del New Deal/keynesiana por parte de las lumbreras del Partido Demócrata es anterior a la presidencia de Carter, la ejecución política de dichas teorías comenzó bajo su administración. Reagan recogió la copia demócrata de la agenda neoliberal y le sacó provecho, reemplazando la retórica del capitalismo con rostro humano por la retórica arrogante y farisaica del individualismo acentuado, según la cual la codicia y el interés propio son valores que hay que alimentar. El presidente Clinton no atenuó las políticas económicas por el lado de la oferta de los años de Reagan, y el presidente Obama no está vacilando al llevarlas a cabo.

El papel del estado: esperanzas, mitos y (falsas) ilusiones
La visión keynesiana según la cual el gobierno puede ajustar la economía a través de políticas fiscales y monetarias para mantener el crecimiento se basa en la idea de que el capitalismo puede ser controlado o manipulado por el estado y gestionado por economistas profesionales desde los distintos departamentos gubernamentales de acuerdo al interés general. La eficiencia del modelo keynesiano, por lo tanto, se apoya en gran medida en una esperanza, o una ilusión, puesto que la relación de poder entre el estado y el mercado/capitalismo es normalmente la inversa. Al contrario de la percepción keynesiana, la elaboración de políticas económicas es algo más que una mera decisión administrativa o técnica; se trata sobre todo de un asunto socio-político que está relacionado orgánicamente con la naturaleza de clase del estado y los aparatos de definición de políticas.

La ilusión keynesiana ha estado alimentada o enmascarada por dos grandes mitos. El primero proviene de la idea que atribuye la aplicación de las reformas económicas del New Deal y la socialdemocracia tras la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial al genio de Keynes. Sin embargo, las pruebas demuestran que la aplicación de dichas reformas y, por tanto, el mayor protagonismo de Keynes, fue más el resultado de durísimas luchas de clase y enormes presiones por parte de grupos de base que de las mentes de expertos como Keynes. De hecho, fuera de los estrechos círculos académicos, Keynes no era conocido en los Estados Unidos cuando se llevaron a cabo la mayoría de las reformas del New Deal.

El segundo mito deriva de la visión que atribuye la larga expansión económica durante el periodo que va desde 1948 a 1968 en los Estados Unidos a la eficacia o al éxito de las políticas keynesianas de gestión de la demanda. Aunque es cierto que en aquel momento las políticas expansionistas del gobierno tuvieron un papel fundamental en el fantástico desarrollo económico de ese periodo, el éxito de esa expansión también se debió a una serie de condiciones o factores favorables. Entre ellos se encontraban la necesidad de reconstruir e invertir en las devastadas economías de posguerra de todo el mundo, la necesidad de cubrir la gran demanda global de bienes de consumo y de capital, y la falta de competencia para los productos y el capital estadounidenses en los mercados globales; en pocas palabras, el hecho de que en el periodo de posguerra había un enorme espacio para el crecimiento y la expansión.

Amparándose en estos mitos e ilusiones, los economistas keynesianos imaginaron un pequeño resquicio en el derrumbe financiero de 2008 y la Gran Recesión subsiguiente: una oportunidad para un nuevo amanecer de la economía keynesiana. Casi seis años después resulta suficientemente claro que las recetas keynesianas están cayendo en saco roto.

Rechazadas, las esperanzas e ilusiones keynesianas se han convertido en decepción y enfado. Por ejemplo, en su columna en el New York Times, el profesor Paul Krugman arremete a menudo contra la administración Obama por ignorar las políticas keynesianas de expansión económica y creación de empleo:

La verdad es que crear empleo en una economía deprimida es algo que el gobierno podría y debería hacer. […] Piensen en ello: ¿Dónde están los grandes proyectos de obras públicas? ¿Dónde están los ejércitos de empleados públicos? Hay exactamente medio millón menos de funcionarios ahora que cuando el Sr. Obama asumió el cargo.

En el centro de la frustración y decepción de los economistas keynesianos está la percepción irrealista de que las políticas económicas son producciones intelectuales, y que la formulación de políticas es principalmente una cuestión de conocimientos técnicos y preferencias personales. Lo que estos economistas pasan por alto es el hecho de que dicha formulación no es simplemente una cuestión optativa, es decir, de política “buena” vs. “mala”; es sobre todo una cuestión de política de clase.

No basta con tener buen corazón o un alma compasiva; es igualmente importante no perder de vista cómo se hacen las políticas públicas bajo el capitalismo. No es suficiente con despotricar continuamente contra Ronald Reagan como un rey malvado y alabar a FDR como un rey sabio. La tarea más importante es explicar por qué la clase dominante derrocó al rey sabio y abrió la puerta al malvado. Como señala el profesor Peter Gowan de la London Metropolitan University, “los keynesianos defienden un argumento esencialmente falso a favor de la re-regulación al no ver la unidad del estado y Wall Street”.

Crecimiento y empleo: Keynes vs. Marx
No sólo es inexacto el relato de los hechos que condujeron a la desaparición del keynesianismo y al auge del neoliberalismo que hacen los economistas liberales, también lo es su explicación de los continuos problemas de desempleo y estancamiento económico. Culpando de las altas y persistentes tasas de desempleo al “capitalismo neoliberal” en vez de al capitalismo per se, los defensores de la economía keynesiana tienden a perder de vista las causas estructurales o sistémicas del desempleo: la tendencia secular y/o sistémica de la producción capitalista a reemplazar continuamente la fuerza de trabajo por máquinas y, por tanto, a generar una masa considerable de desempleados, o un “ejército industrial de reserva”, en palabras de Marx.

Bajo el capitalismo, tal y como lo explicó Marx, las leyes fundamentales de la oferta y la demanda de trabajo se ven fuertemente afectadas por la capacidad del mercado para producir de manera regular un ejército obrero de reserva, o “sobrepoblación”. Este ejército de reserva es por tanto tan importante para la producción capitalista como lo es el ejército obrero activo (o realmente empleado). Así como para un buen uso del agua es importantísimo realizar ajustes periódicos y oportunos del nivel de un embalse de riego, para la rentabilidad capitalista resulta decisiva la existencia de una cantidad “apropiada” de desempleados:

Durante los períodos de estancamiento y de prosperidad media, el ejército industrial de reserva o sobrepoblación relativa ejerce presión sobre el ejército obrero activo, y pone coto a sus exigencias durante los períodos de sobreproducción y de paroxismo. La sobrepoblación relativa, pues, es el trasfondo sobre el que se mueve la ley de la oferta y la demanda de trabajo. Comprime el campo de acción de esta ley dentro de los límites que convienen de manera absoluta al ansia de explotación y el afán de poder del capital.

En la era de la globalización de la producción y el empleo, el ejército industrial de reserva ha sobrepasado las fronteras nacionales. Según un reciente estudio de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), entre 1980 y 2007 la fuerza de trabajo mundial creció un 63%. El estudio demuestra además que, debido a la urbanización y/o desruralización, la proporción del ejército obrero activo es menor del 50%, es decir, más de la mitad de la fuerza de trabajo mundial está desempleada.

Es precisamente esta enorme y disponible masa de desempleados, junto con la relativa facilidad de deslocalización de la producción a cualquier lugar del mundo —no las “malas intenciones de los republicanos o los malvados neoliberales”, como manifiestan muchos keynesianos— lo que ha obligado a la clase trabajadora a someterse, sobre todo en los países capitalistas centrales: aceptando los brutales planes de austeridad que suponen recortes de salarios y prestaciones, despidos y acoso sindical, empleos a tiempo parcial y eventuales, y similares.

Esto explica también porqué siguen sonando huecas las continuas llamadas keynesianas de los últimos años que proponen paquetes de estímulos de tipo keynesiano para poner fin a la recesión y paliar el desempleo. Bajo las nuevas condiciones de producción, que ha pasado de lo nacional o lo global, y en ausencia de la abrumadora presión política de los trabajadores y otras organizaciones de base, simplemente no se pueden volver a poner en práctica las recetas del doctor Keynes, las cuales fueron emitidas bajo condiciones socioeconómicas radicalmente diferentes, bajo circunstancias o marcos nacionales, no internacionales o mundiales.

Teóricamente, la estrategia keynesiana del “círculo virtuoso” de altas tasas de crecimiento y empleo es a la vez sencilla y razonable: el aumento del gasto público en un momento de grave crisis económica haría crecer el empleo y los salarios, aumentaría el poder de compra de la economía, lo que a su vez incentivaría a los productores a crecer y contratar, aumentando así el empleo, los salarios, la demanda, la oferta… hasta el infinito. Pero aunque la estrategia suene relativamente sencilla y bastante razonable, adolece de una serie de fallos.

Para empezar, asume implícitamente que los empleadores y quienes diseñan las políticas públicas están interesados de verdad en lograr el pleno empleo, pero por alguna razón no saben cómo alcanzar este objetivo. La consecución del pleno empleo, sin embargo, puede no ser el ideal o el nivel óptimo de beneficios para la producción capitalista, lo que significa que quizá no sea el objetivo real de los empresarios y/o responsables de políticas públicas. Como se mencionó anteriormente, para la rentabilidad capitalista es tan esencial que haya una considerable cantidad de desempleados como que exista el número de trabajadores necesarios para producir. En su afán de mantener los costes laborales tan bajos como sea posible, perpetuando una clase trabajadora dócil, el capitalismo tiende a menudo a preferir elevadas tasas de desempleo y bajos salarios a un bajo nivel de desempleo y elevados salarios.

Esto explica porqué, por ejemplo, el mercado de valores a menudo tiende a incrementarse cuando los informes señalan un aumento del desempleo, y viceversa. También explica porqué, aprovechando el largo (y persistente) ciclo recesionista, las empresas dominantes/los responsables de políticas públicas de los países centrales capitalistas se han embarcado en un programa de austeridad sin precedentes con medidas para reducir el sector público y el gasto correspondiente, cuyo objetivo principal es debilitar la fuerza de trabajo y disminuir su coste.

En segundo lugar, el argumento keynesiano que sostiene que el “círculo virtuoso” de índices de empleo, salarios y crecimiento elevados resultaría relativamente sencillo de alcanzar si no fuera por las “malas” políticas del neoliberalismo y la oposición de los empleadores, se basa en la suposición de que los empleadores/productores ignoran su propio interés. Según este argumento, si fueran conscientes de las ventajas de los “salarios Ford” podrían ayudarse a sí mismos y ayudar a los trabajadores, y contribuir al crecimiento económico y la prosperidad de todos. La visión sobre este asunto del conocido profesor liberal (y ex Secretario de Trabajo durante la primera administración de Clinton) Robert Reich ejemplifica el razonamiento keynesiano:

Durante la mayor parte del último siglo, el acuerdo básico que constituía el núcleo de la economía estadounidense era que los empleadores pagaran a sus trabajadores lo suficiente para que pudieran comprar lo que las empresas estadounidenses vendían. […] Ese compromiso generó un ciclo virtuoso de mayor nivel de vida, más puestos de trabajo y mejores salarios. […] El acuerdo básico ya no es válido. […] En estos momentos los beneficios empresariales son elevados en gran medida porque los salarios son bajos y las empresas no están contratando. Pero se trata de una apuesta perdedora a largo plazo, incluso para las empresas. Sin suficientes consumidores estadounidenses sus días rentables están contados. Después de todo, existe un límite en el beneficio que pueden extraer recortando las nóminas.

Existen dos problemas fundamentales con este argumento. El primero es que asume (implícitamente) que los productores estadounidenses dependen de los trabajadores del país no solo como trabajadores sino también para que les compren sus productos, como si fuera una economía cerrada. Sin embargo, la realidad es que los productores estadounidenses dependen cada vez menos de la fuerza de trabajo doméstica, ni como trabajadores ni como consumidores, pues continuamente están ampliando sus mercados de producción y venta en el extranjero: “Tanto en el lado de la oferta [empleo] como en el de la demanda, el trabajador/consumidor estadounidense tiene un papel cada vez más secundario”.

El segundo problema radica en que los salarios y los beneficios son categorías a nivel micro o de empresa, establecidas por empleadores individuales o directores de empresa, no por los estrategas a nivel macro o nacional de la demanda agregada (como ocurre en una economía de planificación centralizada). Los productores individuales (grandes y pequeños) ven los salarios y las prestaciones, en primer lugar, como un coste de producción que debe ser minimizado a toda costa; y solo de forma secundaria, o nunca, como parte de la demanda agregada nacional que puede contribuir (indirectamente) a la venta de sus productos.

Marx caracterizó la disposición y la capacidad del capitalismo para crear una gran masa de desempleados (con el fin de conseguir una clase trabajadora mayoritariamente pobre y dócil) como “pauperización” y sumisión de la fuerza de trabajo; un mecanismo incorporado que resulta esencial para la “ley general” de la acumulación capitalista:

De esto se sigue que a medida que se acumula el capital empeora la situación del obrero, sea cual fuere su remuneración. La ley, finalmente, que mantiene un equilibrio constante entre la sobrepoblación relativa o ejército industrial de reserva y el volumen e intensidad de la acumulación, encadena el obrero al capital con grillos más firmes que las cuñas con que Hefestos aseguró a Prometeo en la roca. Esta ley produce una acumulación de miseria proporcional a la acumulación de capital. La acumulación de riqueza en un polo es al propio tiempo, pues, acumulación de miseria, tormentos de trabajo, esclavitud, ignorancia, embrutecimiento y degradación moral en el polo opuesto, esto es, donde se halla la clase que produce su propio producto como capital.

Conclusión
La teoría marxista del desempleo, basada en la teoría del ejército industrial de reserva, proporciona una explicación de los niveles de desempleo prolongados más sólida que la visión keynesiana, que atribuye la plaga del desempleo a las “equivocadas” o “malas” políticas neoliberales. Igualmente, la teoría marxista de los salarios de miseria o subsistencia ofrece una explicación más convincente de cómo y porqué esos bajísimos niveles salariales y el predominio generalizado de la pobreza en todo el país pueden ir acompañados de grandes beneficios empresariales y/o el crecimiento de los mercados de valores, que la que brinda la percepción keynesiana, según la cual para que se produzca un ciclo económico expansionista son necesarios niveles salariales elevados.

Además, y quizá sea lo más importante, la idea marxista de que los programas de protección económica significativos y duraderos solo pueden llevarse a cabo con la presión de las masas — y siendo coordinada globalmente — ofrece una solución mucho más lógica y prometedora al problema de las dificultades económicas de la abrumadora mayoría de la población mundial que los paquetes de estímulos keynesianos a nivel nacional, puramente académicos y esencialmente apolíticos. No importa lo alto, lo mucho o lo apasionadamente que los keynesianos de buen corazón supliquen empleos y nuevos programas de reformas del tipo New Deal, sus peticiones para aplicar tales programas van a ser ignoradas por los gobiernos que han sido elegidos y son controlados por poderosos intereses financieros. El principal fallo de las recetas keynesianas de gestión de la demanda es que consisten en una serie de propuestas populistas carentes de política de clase, es decir, de los mecanismos políticos que serían necesarios para llevarlas a cabo. Solamente con la movilización de las masas trabajadoras (y otras organizaciones de base) y luchando, en vez de suplicando, por una parte equitativa de lo que es verdaderamente el producto de su trabajo, puede la mayoría trabajadora alcanzar la seguridad económica y la dignidad humana.


3 de mayo de 2016

SÓLO LA UNIDAD DE CLASE DERROTARÁ A LA REPRESIÓN

Por Marat

En los últimos dos años posiblemente se esté hablando en España de la represión y del recorte de libertades de expresión, opinión y manifestación tanto o más que en el conjunto de los últimos 40 años desde el inicio de la transición política.

Y hay razones sobradas para ello. El encarcelamiento de personas por expresar por escrito, en protestas en la calle o mediante manifestaciones artísticas sus puntos de vista sobre la realidad en la que viven o su disidencia frente a lo que consideran injusto, ha hecho de España un país desmovilizado, acobardado y amenazado con cárcel y multas que sus receptores no puedan pagar.

Una combinación de violencia policial, judicial y legislativa (nuevo Código Penal y Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana) amedrenta la voluntad de resistir ante el atropello al que cotidianamente se ven sometidos los más débiles.

Y sin embargo, y ante esta evidencia, nunca se ha mentido, manipulado, ni ocultado tanto las razones de las que nace ese diluvio represivo.

Para los vendedores de “ilusión democrática”, según la cuál el Estado es un aparato neutro al que manejar a voluntad y en sentidos muy diferentes según el partido que haya ganado unas elecciones, el vendaval antidemocrático proviene de que el Partido Popular es muy autoritario y de que pretende imponer una política de recortes sociales que, en opinión de los sostenedores de tal teoría, la sufren unas víctimas muy genérica: “la gente”, “las clases medias”, “los ciudadanos”, su expresión favorita. Lo cierto es que gobierne quien gobierne, mientras lo haga sin romper la legalidad del sistema político vigente, la clase trabajadora ha de mantener la lucha por sus derechos.

Vivimos inmersos en una crisis capitalista de la que las grandes corporaciones que dominan la economía, el mundo del trabajo y nuestras vidas son incapaces de salir, si no es mediante la transferencia de ingentes cantidades de rentas del trabajo al capital, a través de la privatización de lo público, de la brutal reducción de los salarios y costes laborales en general.

Desde la crisis del 29 del pasado siglo jamás se había efectuado una agresión tan salvaje contra las conquistas históricas de la clase trabajadora y en esa agresión el Estado capitalista no es neutral, como pretenden hacernos creer los minirreformistas vendedores de crecepelo para calvos.

El Estado jamas fue un órgano neutral por encima de las clases sociales ni conciliador de los intereses antagónicos entre unos y otros estratos sociales. Representa de un modo férreo a la clase constituida en dominante mediante su poder económico. Quienes lo gobiernan en representación de dicha clase y el reformismo que aspira a sustituir a los habituales gobernantes de dicho aparato, sin cuestionar y ni siquiera intentar confrontar dicha naturaleza de clase capitalista, admiten que éste sea el brazo necesario para la represión de cualquier intento de la clase trabajadora de ejercer resistencias a su sacrificio en esta crisis.

La combinación de policía (reprimiendo), jueces (condenando), legislativo (nuevo Código Penal, Ley Orgánica de Protección del Derecho a la Seguridad Ciudadana), medios de comunicación (creando estados de opinión criminalizadores de las luchas de la clase trabajadora) y una ideología de superioridad de la idea de segurdad (versión moderna del “orden público” franquista) que se asienta en una “doctrina del derecho penal del enemigo”, pretenden instaurar un cordón sanitario frente a la lucha obrera. El objetivo no es otro que el de disuadir en primer término, mediante una combinación de mecanismos coactivos y coercitivos, y reprimir, cuando es necesario (y lo es de forma habitual para los gobiernos del capital) cualquier disidencia de clase.

Se entiende así que el Estado capitalista haga cierta la expresión del pensador liberal Max Weber que afirmaba que Estado es aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el “territorio” es elemento distintivo), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima. Lo específico de nuestro tiempo es que a todas las demás asociaciones e individuos sólo se les concede el derecho a la violencia física en la medida en que el Estado lo permite. El Estado es la única fuente del “derecho” a la violencia.” (“La política como vocación”)

Sin salirnos del pensamiento jurídico-político liberal podríamos reprochar a Max Weber y a tantos liberales de su especie su “confusión” intencionada entre “legalidad” y “legitimidad”, ya que la “fuente del derecho” a la que alude es la del derecho positivo (de normas jurídicas escritas por el órgano del Estado que ejerza la función legislativa) y no la del “derecho natural” (Rousseau), que sería fuente de “legimidad”, en tanto que se asienta en un derecho de tipo moral. Ello hasta el punto de que un acto puede ser legal pero no legítimo y viceversa. En la dualidad legitimidad/ilegitimidad se fundamenta tanto la razón como la sinrazón ontológicas del ejercicio del gobierno.

En cualquier caso, la clave del pensamiento y la acción principal del Estado capitalista es la conservación de la llamada “paz social” en base a la previsión (ideología dominante, coacción, legislación disuasoria,…) y a la reacción cuando siente que los privilegios de la clase a la que representa son amenazados o siquiera contestados más allá de la vacuidad de las palabras.

Si el Estado capitalista se arroga, por un lado, la voluntad y la legalidad, que no la legitimidad del monopolio de la violencia, necesita, por otro, negar que ejerza otras formas de violencia como la explotación laboral, la pobreza a la que condena a amplias capas de la población, el terrorismo empresarial que legaliza o el imperio del “derecho” al pago de la deuda bancaria por encima del que corresponde a una vivienda digna, por citar sólo algunos ejemplos.

En paralelo, la oposición a su dominación de clase, el Estado la considera violencia casi equiparable a la terrorista. Así un corte de vías férreas o de carreteras en una protesta sindical, la ocupación de locales de la patronal por trabajadores, un piquete informativo que, si no es en parte coactivo, no es piquete sino grupo informe de pusilánimes, la cobertura fotográfica de la violencia policial en una manifestación o una frase un poco más subida de tono de lo normal en redes sociales es violencia “ilegal” para quien detenta más que ostenta el pretendido Estado de derecho de una dictadura de clase.

Desde Alfon, encarcelado en régimen FIES, con periódicos castigos, hasta Andrés Bódalo, dirigente del SAT también encarcelado, pasando por Raúl Capín al que le ha caído una multa absolutamente brutal en su condición de persona con limitados recursos o Esther Quintana, que perdió un ojo por una pelota de goma de los mossos d´esquadra en la huelga general del 14 de noviembre 2012, toda la artillería legal, legislativa y policial del Estado, además de la de su Brunete mediática va destinada a destruir la capacidad y voluntad de rebeldía de la clase trabajadora.

Los sindicatos del régimen, CCOO y UGT, dan la cifra de 300 sindicalistas encausados para los que se llega a pedir hasta 125 años de cárcel. Previsiblemente son muchos más, dado que estos sindicatos no destacan por su solidaridad con el sindicalismo alternativo ni con los militantes comunistas, anarquistas y revolucionarios condenados o amenazados por peticiones de cárcel y otras sanciones por luchar en defensa de la clase trabajadora.

La situación del SAT refleja unos 700.000 euros en multas, unas 637 personas imputadas y unas peticiones de condenas de prisión que suman 437 años de cárcel.

Sobre los 8 de Airbús, finalmente no condenados por su participación en la huelga general de 2010, pendían penas de cárcel por alrededor de 70 años, penas que CCOO y UGT, sindicatos a los que estaban afiliados los encausados, pretendían negociar con el gobierno del PP bajo la mesa, llegando a acariciar incluso la idea de un indulto, lo que hubiera significado un reconocimiento de culpa por parte de los afectados, cosa que estos tuvieron la dignidad de no admitir.

Por fortuna, la presión desde las bases de estos sindicatos sobre sus cúpulas y la solidaridad internacional impidieron tal ignominia y lograron su sobreseimiento.

En este contexto de represión, no selectiva sino masiva que amenaza al movimiento obrero, sus organizaciones sindicales, políticas y sociales, se hace cada día más evidente la desproporción de fuerzas entre el Estado capitalista y la clase trabajadora. Los dos años largos de desmovilización social y el escuálido 1º de Mayo último dan prueba de ello.

En el aspecto concreto que nos ocupa en este texto, es llamativa también la diferencia entre los encausados por ejercer una faceta explícita de la lucha de clases y los finalmente absueltos de las acusaciones de delito que recaían/recaen sobre ellos

Más allá de la capacidad de presión resultante de las distintas solidaridades que afectan a cada uno de los amenazados con multas, prisión o denuncia por los daños físicos y morales ejercidos por los aparatos represores del Estado capitalista, lo cierto es que al producirse el apoyo a las víctimas de los atropellos del poder de clase de forma fragmentada, dividida en ocasiones en plataformas ajenas unas a otras y en campañas muy individualizadas, la posibilidad de derrota en la defensa de las libertades colectivas e individuales de quienes se rebelan contra el atropello del capital y sus instituciones está garantizada. Sólo la unidad de nuestra clase, la trabajadora, puede nivelar, la fuerza que se ejerce desde el otro lado y posibilitar el éxito.

Es cierto que cada procesado, cada represaliado, cada violentado policialmente en una manifestación, cada trabajador@ pres@ por luchar en defensa de sus derechos necesita el calor solidario, que su caso no sea olvidado dentro de una causa más general. Pero la respuesta a esa cuestión debiera ser una dinámica de defensa de toda la clase castigada, porque nos someten a todos en cada uno de los que son sancionados, golpeados, enmudecidos y penados y que, a su vez, haga de cada caso una denuncia, un ejemplo de dignidad, un abrazo de todos los que luchan junto a él.

Por otro lado, el sectarismo de quienes menosprecian o ignoran a otros combatientes de nuestra clase porque considerar que sus posiciones son “demasiado radicales”, la parcialidad de quienes se ocupan sólo de sus militantes obreros, ha producido un daño enorme en esa necesidad de unidad y coincidencia de objetivos en lo que se refiere al derecho a la disidencia de clase. Es un enorme error que están pagando no sólo cada uno de los represaliados sino l@s trabajador@s en su conjunto, que ven en cada reprimido un motivo disuasorio para su protesta. Sobre nuestra división en la defensa de nuestros derechos a la palabra y la batalla cabalgan las leyes represoras, los policías excitados en su violencia, los jueces y fiscales feroces en sus condenas, los medios de desinformación del capital, la indiferencia de much@s trabajador@s ante el dolor que experimentan los de su mismo estado de explotación y de opresión, aún cuando no sean conscientes de sus cadenas.

Por otro lado, habrá quienes quieran difuminar el carácter de clase del Estado burgués y su vejación contra la clase que le es antagónica bajo la idea genérica de una denuncia del recorte de las libertades y de opresión, como si en los últimos años de la crisis capitalista la represión no hubiera aumentado exponencialmente y como si el carácter del Estado policía se debiera sólo o principalmente a su condición de moderno “Leviatán” burocrático.

Esta tesis, que hunde sus raíces en la vieja desconfianza liberal hacia el Estado (teoría del Estado mínimo), y que hoy ha sido recogida por el minarquismo (libertarianos), precisamente porque comprende muy bien la naturaleza de clase del Estado y prefiere que no interfiera en sus negocios (sociedad civil), ha mutado en ambientes libertarios no sindicalistas, en sectores del nuevo reformismo indignado y, por supuesto, desde hace muchos años en el viejo reformismo de matriz socialdemócrata, hoy social-liberal.

Al desconectar estos enfoques políticos de la naturaleza de clase del Estado se cae en un concepto meramente ciudadanista de defensa de las libertades, lo que no es otra cosa que una visión “idealista” de las mismas, olvidando su carácter instrumental (para difundir ideas, expresar la disidencia, luchar por derechos concretos, defenderse de la explotación y la opresión,...).

La realidad es que en las etapas de crisis capitalista es cuando su Estado refuerza especialmente cárceles, leyes represoras, aparatos policiales,...independientemente de que pueda mantenerlos activos en etapas de expansión económica. Pero lo decisivo en estas últimas no es tanto lo opresivo como el fomento del consentimiento y del consenso (a través de los aparatos ideológicos) y el contrato social (mediante políticas, en el pasado, de cierta redistribución social que impulsaban al mercado).

Por tanto, sea de modo intencionado (casi siempre, y desde un discurso de clase media, negador de los antagonismos de clase, que no necesariamente ha producido dicha clase pero que sí ha comprado a los think-tanks de la oligarquía mundial), sea de un modo irreflexivo, mantener la tesis de una defensa de las libertades ajena a la cuestión de clase y a las prácticas de las políticas antiobreras es lisa y llanamente complicidad con él capital.

No se trata de negar que los recortes a las libertades y la represión se estén expandiendo a ámbitos no directamente ligados a la lucha de clases pero escamotear que la clave se encuentra aquí y en la naturaleza clasista del Estado es sencillamente mentir. Las reivindicaciones puramente democráticas tienen su razón de ser pero si se emplean como arma luz de gas pequeñoburguesa para tapar la cualidad clasista de la violencia del Estado estamos ante realidades que no deben solaparse.

De ahí que, centrada la cuestión, en la condición de clase del Estado, en su papel de policía, juez, consejo de administración de la burguesía y propagandista de sus valores, sea necesario vincular el incremento brutal de la represión con la agudización de la lucha de clases y con las políticas contra la clase trabajadora de aquél.

Diluir estas cuestiones en plataformas contra la Ley Mordaza en genérico, es sencillamente claudicar desde un oportunismo zafio, echarse en brazos del reformismo procapitalista más abyecto, derrotarse el movimiento obrero y sus organizaciones sindicales, políticas y de todo tipo a sí mismos y caer en una especie de pseudoradicalismo estéril de origen burgués de corto éxito y recorrido. Su fracaso se deberá no sólo a la menor capacidad organizativa de este tipo de entes sino sobre todo a que, al ocultar las razones reales -la desigualdad que genera el capitalismo y sus leyes- de la protesta que es aherrojada, se autoexcluye de la solidaridad y compromiso necesarios a todos los que sufren en sus propias carnes dicha desigualdad y que no se sentirían representados por proclamas “prodemocráticas” más o menos justas pero que no conectan con las necesidades más tangibles que afectan a sus vidas.

En resumen, es necesario reorientar la lucha antirrepresiva en varios sentidos:
  • Hacia una posición de clase, que proclame que la represión expresa un nivel concreto de la lucha de clases y que el Estado en sus dimensiones policial, legislativa y jurídica responde a los intereses de la clase dominante.
  • Hacia una superación de la división en la lucha de las organizaciones del movimiento obrero por la defensa de todos y cada uno de sus militantes sindicales y políticos a las puertas de ser procesados o ya condenados. La consigna de marchar separados es justificable en términos de estrategia y de niveles de enfrentamiento/acuerdo con el capital pero jamás en la defensa de cada uno y todos los militantes obreros perseguidos y encausados.
  • Hacia la consideración de “represaliados y presos políticos” de los militantes obreros que sufren las consecuencias de la violencia del Estado capitalista porque éste es un órgano político que ejerce su monopolio de la misma a partir de criterios puramente políticos.
Ello no supone en absoluto negar la utilidad y la necesidad de las plataformas concretas de apoyo a militantes obreros específicos pero sí superar la cultura de la división y el sectarismo, especialmente por parte de quienes, desde una pretendida posición de “mayoritarios”, desprecian la lucha de otras organizaciones, trabajar en red, compartir objetivos comunes, realizar campañas globales en defensa de todos los que sufren la represión por defender a la clase trabajadora y, muy importante, dedicar personas y militantes concretos a la creación de ese clima de cooperación y al logro de dichos objetivos. Eso o acabar como los dos conejos de la fábula de Tomás de Iriarte, que discutían si los que les perseguían eran galgos o podencos.

En esta disputa,
llegando los perros
pillan descuidados
a mis dos conejos.

Los que por cuestiones
de poco momento
dejan lo que importa,
llévense este ejemplo.”


LAS LESIONES NO TAN OCULTAS DE CLASE

Max Castro. Cubadebate

Los norteamericanos hoy en día están viviendo su vida a un ritmo no visto en tres décadas. Hay una epidemia de suicidios en curso en Estados Unidos y la gran pregunta es porqué.

La noticia proviene de un nuevo estudio del gobierno realizado por el Centro Nacional de Estadísticas de Salud. Los datos cubren el período de 1999 a 2014.

El New York Times publicó un extenso informe acerca de la investigación, en su edición del 22 de abril de 2016, que informa acerca de los aspectos más destacados del estudio y cita las hipótesis de varios expertos que han profundizado en las causas del aumento en las cifras de suicidios.

Antes de hablar de esas teorías, permítanme señalar algunas de las conclusiones más destacadas del estudio:

Las tasas de suicidio en Estados Unidos aumentaron 24 por ciento entre 1999 y 2014.

El incremento se produjo en casi todos los grupos demográficos con dos excepciones, hombres negros y personas de 75 años de edad y mayores.

Se observó un fuerte aumento en las tasas de suicidio entre los grupos que históricamente han tenido tasas muy bajas. Esto incluye a mujeres de mediana edad (45-64), cuyas tasas de suicidio aumentaron en 63 por ciento. En el otro rango del espectro de edad, el suicidio de las niñas entre 10 y14 años aumentó tres veces durante el período del estudio.

Los grupos que históricamente han tenido altos índices de suicidio también experimentaron un aumento, aunque algo menor que en los grupos con tasas tradicionalmente bajas. Por ejemplo, el incremento de suicidios entre hombres de 45 a 64 fue del 43 por ciento, un veinte por ciento más bajo que entre las mujeres de la misma edad. Aún así, hoy en día la tasa de suicidio masculino en esa categoría de edad es 3,6 veces mayor que entre las mujeres.

El aumento en el suicidio no puede ser explicado por el crecimiento de la población, ya que las tasas son de suicidio por cada 100 000 habitantes. Sin embargo, los números en bruto sí transmiten una idea de la magnitud del problema. En 1999, en Estados Unidos 29 199 personas se quitaron la vida. En 2014, la cifra fue de 42, 773.

Antes de que yo los insensibilice a ustedes con cifras, vamos a centrarnos en las explicaciones ofrecidas por los expertos consultados por el New York Times, seguidas de mi propio análisis.

Kathleen Hempstead, asesora principal de la Fundación Robert Wood Johnson, “ha identificado una relación entre el aumento de las tasas de suicidio y el aumento de la angustia acerca del empleo y las finanzas entre las personas de mediana edad”. Investigadores anónimos citados por el Times, “que revisaron el estudio… presentaron un cuadro de desesperación para muchos en la sociedad norteamericana”. Y Robert Putnam, profesor de política pública en la Universidad de Harvard, dijo: “Esto es parte del patrón emergente mayor de la evidencia de los vínculos entre pobreza, desesperanza y salud”.

Existe evidencia empírica para la elaboración de esta conexión. El Times cita el trabajo de Alex Crosby, epidemiólogo de los Centros de Control y Prevención de Enfermedades, que ha estado estudiando la correlación entre la economía y el suicidio durante casi cien años. Crosby señala que la tasa más alta de suicidio fue registrada en 1932, el punto más bajo en el peor colapso económico de la historia norteamericana. La tasa de 1932 fue un 70 por ciento más alto de lo que es hoy en día. Eso no es sorprendente, ya que la Gran Depresión fue mucho peor y prolongada que la crisis económica de 2008. Por otra parte, Crosby encontró “un patrón coherente…; cuando la economía empeoró aumentaron los suicidios, y cuando mejoró descendieron”.

Este análisis es bueno hasta cierto punto, pero hay una pieza que falta; la forma en que la ganancia de la recuperación económica se distribuye entre la población. La ola de prosperidad que siguió a la Gran Depresión y a la Segunda Guerra Mundial fue ampliamente compartida relativamente. La clase media se expandió de manera enorme y los trabajadores manuales fueron capaces de tener cosas tales como una casa y un auto, privilegios antes disfrutados sólo por las clases media y alta.

Los beneficios económicos de las décadas más recientes no han sido ampliamente distribuidos. De hecho, el ingreso promedio de los norteamericanos hoy en día, en términos reales, es más bajo que en 1999. La mayor parte del crecimiento económico ha sido capturado por los ricos. Este fue el caso antes de la Gran Recesión de 2008 y después del inicio de la débil recuperación que siguió. No es de extrañar, por tanto, que las tasas de suicidio no hayan disminuido en los últimos años. De hecho, el aumento se aceleró entre 2010 y 2014.

Por supuesto, la economía no es el único determinante de las tasas de suicidio. Uno de los primeros trabajos de la sociología empírica, “Suicidio”, por el sociólogo francés del siglo 19 Emile Durkheim, arrojó que en los países con fuerte solidaridad social el suicidio era menor que en los lugares que tenían una cultura más individualista.

La explicación es sencilla. Las personas que pueden contar con fuertes lazos sociales que brindan apoyo emocional y económico son menos propensas a experimentar las más bajas profundidades de la desesperación que los individuos aislados. Tales personas son también menos propensas a enmarcar sus problemas en términos de fracaso individual y más en relación con las fuerzas sociales y económicas más generales, una interpretación que no afecta a una parte de su autoestima.

Nada en el análisis clásico del suicidio por parte de Durkheim contradice el enfoque de analistas contemporáneos acerca del factor económico. La solidaridad puede amortiguar los peores efectos de la miseria económica en el cuerpo y la psiquis. Pero aún así las privaciones cobran su cuota. Y la solidaridad es un bien escaso en la sociedad norteamericana –la palabra está prácticamente ausente del vocabulario común– como dan fe libros tan innovadores de la década de 1950 –de La muchedumbre solitaria (Riesman) – al pasado reciente –Jugando bolos solo (Putnam).

Por otra parte, la economía neoliberal de “perro come perro”, de las últimas décadas, ha significado que el estado ha optado por no hacer nada –o hacer cosas que lo empeoran todo– frente a los brutales choques económicos y la alucinante desigualdad económica característica del capitalismo norteamericano y mundial en el presente siglo. La creciente ola de muerte autoinfligida es sólo un daño colateral de la política económica que hemos estado siguiendo.

El suicidio no es la única cuestión de vida o muerte en torno a la cual las lesiones de clase se ven tan en claro como el cristal. Para dar sólo un ejemplo revelador. El hombre norteamericano promedio en el uno por ciento superior de los ingresos puede tener una esperanza de vida de 87 años. Un hombre con un ingreso de $30 000 al año muere con nueve años menos como promedio. El dinero afecta la posibilidad de vida, desde la cuna hasta la tumba. La ironía es que esta diferencia de mortalidad significa que el hombre rico puede acogerse a la seguridad social, un programa diseñado para ayudar en la vejez, durante nueve años adicionales, a personas de escasos recursos.

Allá por 1972, Richard Sennett y Robet Cobb pudieron escribir un libro titulado Las lesiones ocultas de clase. Hoy en día, como muestran las tendencias suicidas, las lesiones de clase apenas se ocultan. Son heridas abiertas que desmienten todas las pretensiones de un Sueño Norteamericano o de una Gran Sociedad.