6 de enero de 2016

LENIN Y ESTADO

Iñaki Gil de San Vicente. Borroka Garaia

NOTA DEL EDITOR DE ESTE BLOG:
El texto que se expone en esta entrada es la Presentación por parte del marxista Iñaki Gil de San Vicente de la reedición de la obra “El Estado y la Revolución”  de V. I Ulianov (Lenin) por parte de la editorial italiana Red Star Press. 

En tiempos en los que la burguesía y sus partidos, ya sean liberales, conservadores o neoreformistas, continúan negando la condición de clase del Estado, conviene volver sobre este texto fundamental de Lenin que, en parte, es también un compendio de lo tratado por de Marx y Engels sobre la cuestión, a la que el revolucionario ruso aporta su propia genialidad.

El texto que les presento no es sino la lectura que hace el marxista euskaldun sobre “El Estado y la Revolución”. Espero no ser crucificado como desviado, traidor o lindezas similares por presentar la visión de un trotskista. Yo no lo soy pero no tengo inconveniente alguno en aportar un texto que, sin duda, será discutible en algunas de sus interpretaciones sobre el libro que presenta pero que, en mi opinión, es un elemento válido para el debate, si es que ustedes tienen interés en leerse este largo escrito. 

En cualquier caso y para evitar que dicho debate, si llegara a producirse, sea sólo acerca de lo que dice Iñaki Gil de San Vicente que dice Lenin sobre “El Estado y la Revolución” aquí les dejo el enlace-regalo de Reyes a la obra de Lenin.

Sería muy útil a ese hipotético debate que ustedes aportaran otras interpretaciones acerca de la citada obra crucial de Lenin.

Sin más, les dejo con la presentación de la misma que hace Iñaki Gil de San Vicente.

LENIN Y ESTADO

1.-PRESENTACIÓN
¿Por qué publicar en 2015 el libro de Lenin “El Estado y la revolución”, cuando Estados burgueses tan poderosos como el francés y el italiano, por citar sólo dos, han tenido que ceder muchas de sus prerrogativas soberanas a poderes transnacionales y supraestatales, a la burocracia de la Unión Europea, a Bruselas, a la Troika, a los clubs privados del gran capital financiero, a los cuarteles de la OTAN, a la Casa Blanca…?

En el Prefacio a la primera edición de “El Estado y la revolución”, Lenin da cuenta de los tremendos e insufribles costos que la guerra imperialista está causando a los pueblos, y denuncia cómo el oportunismo social-chovinista creció durante los decenios de desarrollo «relativamente pacífico» del capitalismo, aceptando y defendiendo los intereses de «sus» burguesías y de «sus» Estados. Por esto, «la lucha por arrancar a las masas trabajadoras de la influencia de la burguesía en general, y de la burguesía imperialista en particular, es imposible sin combatir los prejuicios oportunistas acerca del “Estado”»[1].

Por tanto, la lucha teórica contra la ideología reformista y burguesa del Estado aparecía como una necesidad urgente en aquella época de crisis total. En realidad, conforme se desarrollaba el capitalismo en la segunda mitad del siglo XIX, se hacía más necesario estudiar qué era el Estado, y Engels y Marx se volcaron en ello en un esfuerzo común pero diferenciado. Dejando de lado las aportaciones de otros y otras revolucionarias, Lenin se vuelca con especial ahínco en la tarea a partir de 1914, llegando a la certera conclusión de que el mundo transita en esa época por una «cadena de revoluciones proletarias socialistas suscitadas por la guerra imperialista»[2]. Es en este contexto mundial en el que la teoría marxista del Estado da un significativo paso adelante que en cuestiones como la extinción de la democracia burguesa, del Estado y del derecho, llega a ser premonitorio, como veremos.

Casi un siglo después de la primera edición de la obra que comentamos ahora, en 2015, “El Estado y la revolución”, mantiene toda su fuerza teórica revolucionaria a la par que ha aumentado su actualidad en dos problemas cruciales: el del poder en cuanto tal, o sea, la democracia burguesa como envoltura de la dictadura de clase del capital y de su Estado frente al poder obrero y popular; y el del futuro del Estado, es decir, el problema de su autoextinción en la medida en que se avanza al comunismo. Durante muchos años estas cuestiones eran imposibles de plantear, pero la confluencia de crisis parciales desde mediados de la década de 1990 y su estallido sinérgico en una devastadora hecatombe[3] desde 2007, además de volver a presentar el marxismo como el único método capaz de explicar qué está ocurriendo, por qué ocurre y qué debemos hacer, también ha «desempolvado» a Lenin entero y en concreto “El Estado y la revolución” como se explicará.

2.-CUATRO EJEMPLOS SOBRE LA NECESIDAD DEL ESTADO
Antes de seguir, es conveniente dar la palabra a cuatro personas que en 1909, 1917, 1984 y 2010, plantean desde sus respectivas vivencias los mismos problemas que Lenin.
La primera nos la ofrece M. Otto cuando nos informa sobre la hiper concentración del poder en la Europa de 1909, al repetirnos las palabras del todopoderoso empresario alemán W. Rathenau cuando dijo que «Trescientas personas, que se conocen muy bien entre sí, dirigen los destinos económicos del continente»[4]. W. Rathenau se refería al poder económico y si bien era cierto que entonces existían numerosas monarquías imperiales en Europa -Gran Bretaña, Alemania, Rusia, Holanda, Dinamarca, Estado español, Italia, Portugal…-, la realidad era que la rápida expansión imperialista de comienzos del siglo XX estaba liderada por dos monarquías y una república europea: Gran Bretaña, Alemania y Estado francés controlaban nada menos que el 44% del mercado mundial[5], lo que nos da una idea bastante exacta de la fusión creciente e imparable del poder económico con el político y el militar, mediante la acción permanente del Estado burgués. Lenin, y los marxistas, llamarán a este gigantesco poder «capital financiero» que, como hemos visto, en 1909, estaba en manos de un grupito de trescientos europeos que se conocían muy bien entre ellos.

La segunda aparece en la carta de un soldado ruso a su familia campesina escrita a final de verano de 1917: «Querido compadre, seguramente también allí han oído hablar de bolcheviques, de mencheviques, de social-revolucionarios. Bueno, compadre, le explicaré que son los bolcheviques. Los bolcheviques, compadre, somos nosotros, el proletariado más explotado, simplemente nosotros, los obreros y los campesinos más pobres. Éste es su programa: todo el poder hay que dárselo a los diputados obreros, campesinos y soldados; mandar a todos los burgueses al servicio militar; todas las fábricas y las tierras al pueblo. Así es que nosotros, nuestro pelotón, estamos por este programa»[6].

La tercera nos la adelantó en 1984 A. Scargill, uno de los principales dirigentes de la huelga de mineros británicos de ese año: «Necesitamos un gobierno tan fiel a los intereses de los trabajadores como el gobierno de M. Thatcher lo es con respecto a los intereses de la clase capitalista»[7]. Ahora sabemos que la ofensiva de M. Thatcher no fue el primer ataque neoliberal, porque antes se habían producido otros, aunque con el nombre de monetarismo, pero sí sabemos que fue el punto de no retorno de esta estrategia. Y la cuarta y última nos la da en 2010 R. Alegría, dirigente campesino hondureño, al decir escuetamente que: «Tenemos que tomar el poder para que nos dejen de joder»[8].

Las cuatro opiniones son formalmente respuestas indirectas a la pregunta de por qué hay que editar El Estado y la revolución ya que en ningún momento hacen referencia a la cuestión del Estado y menos aún a Lenin. Sin embargo, en la realidad socioeconómica y política son directas, van a la esencia del problema porque la cuestión del Estado es la cuestión del poder. M. Lebowitz está en lo cierto cuando insiste en que «Marx comprendía que “la transferencia de las fuerzas organizadas de la sociedad, o sea, el poder estatal, de los capitalistas y los terratenientes a los productores” es necesaria; comprendía que no se puede cambiar el mundo sin tomar el poder»[9].

Cuando los agricultores hondureños de 2010 y rusos de 1917, y los mineros británicos de 1984, plantean directamente la necesidad imperiosa de que el pueblo trabajador conquiste el poder político para defenderse del poder socioeconómico europeo que en 1909 estaba en manos de 300 grandes capitalistas, simplemente están diciendo con otras palabras que el Estado capitalista les aplasta, que no es posible comprender su situación sin analizar el papel del golpe militar en Honduras en 2009, la opresión del Estado zarista y la represión policial del Estado británico a las órdenes de los conservadores dirigidos por M. Thatcher. Y esto es así porque, como dice A. C. Dinerstein, el Estado es la «forma política del capital»[10]. Como sabemos, el capital es una relación social de explotación que sólo vive si explota cada vez más, lo que le exige disponer de instrumentos que agilicen esa explotación y la refuercen con la opresión y la dominación: la «forma política» de esos instrumentos es el Estado, ya que la política es la quintaesencia de la economía.

Poder, política y Estado, y organización, forman un concepto complejo y variable, operativo en el ¿Qué hacer? de 1902 cuando Lenin insiste en que la revolución no es «un único acto»[11] sino un proceso muy largo en el que se producen acelerones y estancamientos, estallidos violentos y situaciones de calma, represiones y fases democrático-burguesas, durante su largo desarrollo. Más aún, la cuestión del poder y por tanto del Estado recorre todo el ¿Qué hacer?[12], porque, en la medida en que Lenin aplicaba el método marxista, en esa medida, su pensamiento estaba siempre en movimiento: «…las posiciones de Lenin estaban en continuo movimiento, aunque eran fieles a una rigurosa lógica interna»[13]. J. Salem nos explica de manera directa la causa de esta cualidad dialéctica de Lenin: «La revolución es una guerra, y la política es, de manera general, comparable al arte militar»[14].

Como veremos en su momento, los estudios de Lenin sobre el imperialismo, el Estado, la opresión nacional, la dialéctica materialista, la organización, etcétera, no rompen ni anulan su pensamiento anterior, sino que le fuerzan a dar un salto impresionante, salto que le lleva a analizar todos los problemas citados desde una perspectiva más concreta: la guerra de 1917 demuestra que la nueva y superior fase imperialista de capitalismo determina desde entonces absolutamente toda la realidad porque exacerba las contradicciones capitalistas hasta el extremo: la guerra social y política entre el capital y el trabajo se vuelve ya guerra militar con extrema facilidad, y el Estado burgués es el instrumento decisivo del capital para ganarla.

3.-EVOLUCIÓN HISTÓRICA DEL DESARME Y LA REPRESIÓN
Pero antes de continuar es necesario disponer de una suficiente base histórica que asiente la posterior evolución de los Estados y que encuadre la reflexión de Lenin sobre una constante que irá surgiendo una y otra vez: la dialéctica entre economía, política y Estado, es decir, burocracia y ejército como característica distintivas de éste. Ejército y burocracia son aparatos estatales, inaccesibles al control de las masas, pero también incontrolables por el reformismo y por el Parlamento. El monopolio de la violencia, el prohibir al pueblo explotado la tenencia y uso de armamento es una necesidad de todo poder explotador. Durante el larguísimo comunismo primitivo este problema fue desconocido. La división natural del trabajo en el comunismo primitivo entre edades y sexos ha vuelto a quedar demostrada por las más recientes investigaciones sobre las sociedades neandertales[15], durante la formación de los protoestados neolíticos[16] la propiedad colectiva o privada del armamento fue adquiriendo importancia.

La población explotable ha de estar indefensa, ha de carecer de medios de defensa, y debe desconocer cómo se usan las armas defensivas. La sumisión al poder armado de la mujer y de las poblaciones explotables en general, se explica entre otras razones por el hecho de que:

«La mayoría de las sociedades enseñan la técnica de las armas sólo a los hijos varones. Es fácil que el monopolio masculino de esas armas y la técnica para emplearlas condujera al dominio masculino sobre las mujeres, ya fuera por medio de la acción, ya por la amenaza de la fuerza. No se conoce ninguna cultura en la que se haya formado a las mujeres para ser tan belicosas y agresivas como los hombres, y en la mayoría de las culturas guerreras sólo se exige a los hombres que sean agresivos. Las mujeres son adiestradas para ser sumisas y obedientes a los varones»[17].

1. Sekunda explica que en la Antigüedad el concepto de pueblo libre iba unido al poder de dar instrucción militar organizada a su juventud, por lo que el ejército persa prohibía el aprendizaje del uso de las armas a los pueblos que sometía[18]. Un pueblo sin juventud armada no era un pueblo libre. Impedirle la posesión y aprendizaje del uso de armas a un pueblo oprimido era la mejor forma de mantenerlo en la pasividad acobardada y obediente. El desarme material y moral, psicológico, de las mujeres y de la juventud explotada fue así una de las fundamentales prioridades del Estado opresor. 

Simultáneamente, otra prioridad desde Sumer[19] era manejar estratégicamente la dialéctica entre las políticas económico-militares y diplomáticas; el desarrollo económico y cultural exigió métodos estatales de control, dominación y saqueo, por ejemplo en el Antiguo Egipto donde la extensión de la propiedad privada, la explotación económica y el control de los mercados, la centralización política, las campañas militares, etcétera, no podían hacerse sin una vigilancia coordinada desde el aparato estatal del Faraón que dominase las situaciones de «tensión o crisis de lealtades»[20].

Según F. J. Presedo cabe pensar que en algún momento de la Dinastía III-VI, c. -2664 a -2181 se produjo «quizá por primera vez en la historia» algo parecido a una guerra civil entre fuerzas reaccionarias y fuerzas progresistas: «se destruyeron los archivos en una oleada de subversión social, que se manifiesta en el asalto de los de abajo a los puestos superiores»[21], conflictividad social que está demostrado que reapareció en la Dinastía VII-VIII entre -2172 y -2160 con la abolición de la monarquía, asaltos y saqueos populares a las casas y propiedades de los ricos, con ejecuciones, etcétera[22]. Desde los siglos –VI y –V Pitágoras y Heráclito empezaron a teorizar sobre la necesidad de un poder estatal con la tesis de que el hombre tenía necesidad de un amo[23]. Tucídides nos ofrece una viva descripción del funcionamiento del Estado en la Grecia clásica, de la multiplicidad de medios diferentes para lograr un mismo fin, y del papel de lo que ahora se denomina «creación de la hegemonía» mediante la propaganda, pero sobre todo de la importancia decisiva del dinero que sostiene la guerra, en palabras de Pericles[24]. A. J. Domínguez resume así los métodos de Alejandro Magno: «La persuasión, el terror y la fuerza»[25], y si a ello le sumamos el valor que daba a los referentes simbólicos como medios políticos, tal como indica A. Pérez[26], disponemos de una práctica política concerniente al Estado en el siglo –IV que no tiene nada que aprender de Maquiavelo: persuasión, manipulación simbólica, fuerza y terror, o sea, el accionar del Estado.

Sobre esta decisiva cuestión del derecho del pueblo oprimido a la autodefensa violenta frente a la explotación, es muy significativo el que un investigador de la talla de M. I. Finley muestre que fueron las clases dominantes greco-romanas las que crearon la represión armada privada, organizada y pagada por ellos y no por el Estado[27]: la minoría propietaria de las fuerzas productivas tenía derecho a poseer fuerzas represivas privadas, pero la mayoría explotada tenía prohibido poseer armas. Y es más significativo aún que llegue a esta conclusión cuando analiza nada menos que el origen de la política. La represión durísima del movimiento báquico en el siglo –II confirma las tesis de M. I. Finley y muestra además la especial ferocidad patriarcal contra las mujeres participantes en ese movimiento social subversivo de la juventud trabajadora: «En cuanto a las mujeres implicadas en el asunto, fueron entregadas a sus propios parientes para que ellos mismos las hicieran ejecutar en sus propios domicilios y sin publicidad»[28].

Como vemos, uno de los atributos del Estado es el monopolio de la violencia de la clase dominante. La inventiva de las clases y naciones explotadas para defenderse y conquistar sus derechos mediante el armamento ilegal, siempre ha sido sorprendente y muestra la capacidad del ingenio humano cuando necesita la libertad. En la Edad Media se mantuvo una dura pugna entre el poder religioso-estatal del feudalismo y el poder ilegal del pueblo: el primero prohibió en el Concilio de Letrán de 1139 que el pueblo usase la ballesta bajo pena de excomunión, y el segundo, el pueblo, además de desobedecer, perfeccionó la ballesta y también el arco largo[29] para luchar en sus sublevaciones con visos de victoria. Hay que saber que la ballesta era un «arma democrática», muy efectiva, barata, simple y fácil de construir. El historiador militar P. Young piensa que la bula papal contra la ballesta tenía como objetivo «impedir que se alterase el orden existente en la sociedad»[30] dado que las clases explotadas podían con ella derrotar fácilmente a los acorazados caballeros feudales, indefensos frente a la letal ballesta. Sin embargo, sí se permitía su uso a los ejércitos feudales y contra los infieles.

Avanzando en la historia de la interacción entre economía, Estado y guerra hasta llegar al momento en que se recupera definitivamente la economía mercantil, vemos que a finales del siglo XIII algunos Estados realizan grandes «envíos políticos de moneda»[31] para asegurar sus intereses económicos, políticos y militares en tierras lejanas. Luego, y: «Respondiendo a los síntomas de la crisis de la época, el Estado ya había comenzado en el siglo XVII a proteger el mercado interno contra la competencia extranjera por medio de altas barreras aduaneras, a apoyar al capital comercial en su lucha por los mercados exteriores y a veces también, sobre todo en el continente, a fomentar las manufacturas»[32]. Conforme se expandía el capitalismo, el Estado fue asumiendo deuda pública para ayudar a la burguesía en su tránsito del comercio a la industria: el caso más conocido es el de la industrialización británica apoyada en una ingente deuda estatal legitimada por el Parlamento londinense. La guerra era cada vez más costosa exigiendo al Estado un endeudamiento mayor[33], lo que a su vez exigía una mayor centralización fiscal e impositiva, de modo que «todos los regímenes del siglo XVIII aspiraban a una estructura administrativa centralizada»[34].

1. Harvey describe la evolución del Estado burgués desde el siglo XVII en sus sucesivas formas de «Estado militar-fiscal», «Estado-finanzas» y «Estado-corporaciones»; sostiene que en esta evolución interactúan la «lógica territorial» y la «lógica capitalista», pero dominando la segunda sobre la primera, de modo que «el control del espacio, como dije antes, es siempre una forma crucial del poder social. Se puede ejercer por un grupo o clase social sobre otro o en forma imperialista, como poder de un pueblo sobre otro. Este poder es a la vez expansivo (el poder de hacer y de crear) y coercitivo (el poder de negar, impedir y, si es necesario, destruir). Pero su efecto es redistribuir la riqueza y reorientar los flujos de capital en beneficio de la potencia imperialista o hegemónica, a expensas de cualquier otra»[35].

Redistribuir la riqueza y el beneficio a favor de la clase dominante es una doble tarea unida a la creciente centralización del Estado, y la represión es consustancial a este proceso. Las ideas económicas, políticas, filosóficas, etcétera, no se libraron nunca del control estatal directo e indirecto. La represión lanzada por la burguesía escocesa e inglesa a finales del siglo XVIII no golpeó sólo a quienes simpatizaban con la revolución francesa de 1789, sino también contra quienes estaban de acuerdo con las tímidas críticas de Smith al capitalismo en su obra La riqueza de las naciones. N. Davidson cita el ataque anónimo aparecido en la revista Glasgow Courier en 1793 contra la libertad de pensamiento, ataque que exigía «una purga de todos los profesores contaminados con opiniones republicanas»[36].

Sigue explicando cómo el primer profesor del mundo en economía política, D. Stewart nombrado en 1793, fue advertido en 1794 por el Tribunal Supremo de que se retractase en su interpretación de Smith, cosa que el profesor amenazado hizo, quitando carga crítica y radical a la ya en sí muy tibia denuncia del capitalismo por parte de Smith. Stewart tuvo suerte porque su rendición intelectual ante la amenaza de una represión directa le salvó del destierro a Australia, desgracia terrible que sí cayó sobre Th. Muir, economista que no claudicó[37]. El miedo a la represión intelectual, que ese esencialmente política, más la ideología conservadora de los economistas oficiales, hizo que desde entonces se amputaran hasta las flojas críticas de Smith al capitalismo de su época. Y es que el Estado colonialista británico de aquella época había endurecido su violencia político-intelectual con respecto al del siglo XVII, cuando Cromwell aplastó al ala radical de su ejército.

La represión de la corriente reformista de la economía clásica no era casual. Es conveniente saber que la ideología liberal, su individualismo, era y es desde sus orígenes, antes incluso del siglo XVIII, «un conjunto incoherente, ecléctico, de tesis económicas y políticas»[38], lo que debilitaba en extremo su legitimación y aceptación entre las clases explotadas. El Estado debía compensar con su intervención diaria al menos las formas más escandalosas de pobreza, hambre y vagabundeo, en previsión de estallidos sociales y de bandolerismo, lo que le facilitaba avanzar en la imposición de lenguas, culturas y normas ético-morales que reforzasen el poder de una burguesía sobre otros pueblos diferentes, centralizando su Estado y aniquilando los derechos de otros pueblos y clases explotadas[39].

A comienzos del siglo XIX el liberalismo como ideología también tenía que ser reforzado por el Estado burgués para garantizar el orden capitalista: «los Estados liberales combinaron la legitimación del papel político de las clases medias (y por lo tanto a su vez recibieron legitimación de las mismas) con la represión interna del descontento de la clase trabajadora ante una entente cordiale entre ellos mismos para asegurar su dominio en el espacio geopolítico. Al principio eso pareció funcionar, pero era frágil, como lo demostraría la revolución europea de 1848»[40]. M. Macnair ha publicado un interesante texto sobre este mismo particular:

«En 1848-1849 el Estado británico aplastó el Chartismo con la represión, tal como se explica en 1848: el Estado británico y el movimiento chartista (Cambridge 1990) de John Saville. Al mismo tiempo o un poco más tarde, las revoluciones de 1848 en Francia, Alemania y otros países, fueron derrotadas. Marx y Engels volvieron al exilio; la Liga Comunista, la organización basada en el Manifiesto comunista, se hundió políticamente. […] La Primera Internacional quebró porque fue perseguida después de la Comuna de París. Los proudhonistas en Francia, que constituían una parte substancial de ella, fueron aplastados con ejecuciones, el exilio y la prisión. Los líderes sindicalistas británicos se asustaron con la Comuna, pero la otra cara de la medalla fue la Ley de Reforma de 1867 y la Ley Sindical de 1871 que permitió a los partidos burgueses hacer ver que ellos podrían “hacer algo para la clase obrera”» [41].

Durante el siglo XIX «la ley y el orden» fue imponiéndose mediante la acción estatal, y aunque podemos establecer cuatro modelos regionales europeos en lo que toca a las formas diversas con las que los Estados -napoleónica, prusiana y austriaca, británica y zarista[42]– intentaban anclar la ley y el orden en lo más profundo de la psique de las poblaciones de sus territorios, siendo cierta esta diversidad, lo esencial es que durante ese siglo XIX a todos los Estados les cohesionaba e identificaba una cosa elemental: el temor a la revolución y la creación de policías políticas capaces de reprimirla y abortarla[43]. Sobre el papel de la represión policial, su eficacia y sus métodos entre finales del siglo XIX y 1927, V. Serge nos ha legado una investigación brillante[44]. Tras al Gran Crisis de 1929, la Segunda Guerra Mundial, la victoria aparente del keynesianismo sobre la escuela marginalista, y la legitimidad del socialismo, el Estado neoliberal posterior a la década de 1970 actúa para imponer y justificar la sumisa servidumbre humana a «las fuerzas impersonales del mercado» tal como lo explicitó impúdicamente von Hayek en 1944[45].

El intervencionismo estatal también se ha orientado, desde el Medievo hasta finales del siglo XX, a domeñar los «instintos violentos» de la juventud masculina, sus violencias cotidianas, sexuales, etcétera, poniéndolas al servicio de los intereses estatales[46], de manera que cobra todo su sentido la tesis de P. P. Portinaro que define al Estado como «la máquina de la obediencia»[47]. Especial mención debemos hacer aquí del papel que juega el Estado patriarcal en la explotación de la mujer[48], sobre todo desde que el imperialismo se ha lanzado a expropiar los últimos bienes colectivos, comunes, que siguen todavía en manos de los pueblos. S. Federici tiene razón al insistir que el militarismo capitalista destruye deliberadamente las bases de la vida de las mujeres multiplicando su explotación y miseria[49].

La explotación estato-patriarcal se extiende gracias al militarismo imperialista, lo que confirma la unidad entre liberación de la mujer y liberación nacional contra el Estado-racista como lo confirmó el genocidio guatemalteco[50], extensible a todo el mundo. En realidad, la dialéctica entre la opresión nacional y la patriarco-burguesa responde a la misma lógica profunda del imperialismo, por mucho que el neoliberalismo intentara hacernos creer que la «libertad de mercado» resolvería definitivamente esos y otros «problemas». La superficialidad del posmodernismo insistió en que Lenin estaba definitivamente superado, sobre todo en sus conclusiones sobre el imperialismo, el Estado, la opresión nacional, etcétera, pero a finales del siglo XX sus tesis eran más reales y crudas que a comienzos del siglo ya que el capitalismo, «lejos de superar los enfrentamientos étnicos, religiosos o culturales […] los exacerba»[51].

Teniendo esto en cuenta, podemos comprender que la ofensiva neoliberal no se ha impuesto sólo por la fuerza de la coerción económica inherente a la explotación capitalista, sino que, visto el proceso en su totalidad «son los Estados los que han construido el sistema neoliberal en el que vivimos»[52], y «los Estados son los “autores” de la globalización capitalista»[53]. M. Husson sostiene que:

«La génesis de la financiarización resulta esclarecedora. Todo comienza en 1979, cuando el Banco de la Reserva Federal estadounidense aumentó brutalmente sus tasas de interés. Este resorte se acciona para modificar las relaciones de fuerzas sociales y mundiales. Uno de los efectos inmediatos fue sumir a gran número de los países del Sur en una crisis de la deuda profunda y duradera: de la noche a la mañana, o casi, las tasas de interés dieron un salto adelante que desequilibró la balanza de pagos en esos países […]. Se trataba, a fin de cuentas, de modificar a largo plazo las relaciones de fuerzas triangular entre empresarios, “rentistas” y asalariados»[54].

Ahora bien, siendo fundamental el papel del Estado burgués para imponer el austericidio neoliberal, éste no hubiera sido posible sin el decisivo apoyo subterráneo de la forma más efectiva de dominación que tiene el capital: el fetichismo de la mercancía y su secreto[55], que no podemos exponer aquí.

“El Estado y la revolución” fue escrito cuando la fase imperialista del capitalismo llevaba al paroxismo esa interacción permanente entre economía, guerra y política, convirtiendo al Estado burgués en el sistema que centraliza estratégicamente los múltiples subsistemas de explotación, opresión y dominación del capitalismo.

4.-FETICHISMO DE LA DEMOCRACIA Y DERECHO A LA REBELIÓN
El fundamental logro del fetichismo es ocultar toda evidencia de la explotación asalariada y de la existencia del trabajo abstracto, y con ellas del Estado como máquina dictatorial. Además de invisibilizar la explotación que sufren las propias clases trabajadoras, también actúa para que las facciones burguesas más débiles se crean su propio mito del «Estado neutral»:

«El Estado es aparentemente “neutral”, no sólo porque no interviene directamente en la extracción de plusvalía, sino además porque tiene que dejar y poner los medios jurídicos para que el modo de producción capitalista efectúe constantemente su proceso de expropiación dentro de las clases de propietarios, de la clase capitalista. La vinculación Estado-clase capitalista en su conjunto no puede darse, porque el Estado tiene como misión específica garantizar el proceso de apropiación-expropiación del capital, que supone la concentración y la tendencia a la monopolización del capital, y que exige necesariamente la liquidación de parte de la clase burguesa. Es por esto por lo que el Estado tiene que ser un ente objetivo, despersonalizado, simple reflejo de las leyes que presiden el desarrollo de la producción capitalista»[56].

Un ente despersonalizado y objetivo que por su misma «neutralidad» garantiza el «libre juego de la democracia»: aparentemente, esto es el Estado. El fetichismo de la mercancía[57] logra que la esencia dictatorial y policíaco militar del Estado sólo puede ser plenamente perceptible para la gran mayoría de las clases explotadas en los periodos de crisis, cuando más insoportables son los golpes que el Estado burgués les asesta. Durante los períodos de «normalidad social» la democracia burguesa sumerge la esencia dictatorial y violenta del Estado bajo un diluvio de «derechos individuales» relativamente operativos en esa «normalidad social» garantizada por la «neutralidad» del Estado.

Las conexiones prácticas entre fetichismo y alienación refuerzan la invisibilidad del Estado y su apariencia de neutralidad. Dado que la alienación es «el paso universal del valor de uso al valor de cambio»[58]ocurre entonces que la alienación y el fetichismo son vitales para entender la «exterioridad» alienada que sufre el «ciudadano» con respecto al Estado, de manera que el primero ve al segundo como un poder externo omnipotente. Las corrientes marxistas, como la althusseriana en boca de N. Poulantzas, han negado o minimizado la necesidad del uso de conceptos como fetichismo y alienación, lo que ha facilitado la efectividad de sojuzgamiento del Estado burgués. En efecto, para este autor el «joven» Marx no desarrolla una teoría científica del Estado sino una interpretación filosófica basada en la alienación del hombre genérico mientras que la teoría surgirá en su fase «madura» cuando desarrolla los conceptos de modo de producción, clase social, lucha de clases, base y superestructura[59].

Es significativo que N. Poulantzas rechace el concepto de alienación precisamente cuando intenta resolver el problema de la hegemonía burguesa, que arremeta contra el «voluntarismo de tipo lukacsiano»[60]cuando pretende resolver la cuestión de la dominación del Estado sobre las clases explotadas, y que enfrente totalmente el «subjetivismo» a la «ciencia» según el más estricto positivismo al hablar del choque entre «la perspectiva subjetivista del joven Marx […] y […] la perspectiva marxista científica, la problemática subjetivista es abandonada en beneficio de un sistema de relaciones objetivas entre estructuras y prácticas objetivas»[61]. El desprecio de la «subjetividad» y la sobrevaloración de la «ciencia» rompe la dialéctica de la totalidad concreta del Estado, lo que facilita la visión reformista teñida de izquierdismo verbal sobre la ineluctabilidad del socialismo, a la vez que impide ver el enorme poder sojuzgador del Estado, como lo demuestra R. Miliband en la eficacia de la multifacética máquina de legitimación capitalista y de su Estado[62].

A lo largo de su evolución Poulantzas va moviéndose hacia la tendencia reformista del «socialismo democrático», que requiere tiempo, paciencia y fe para creer que la burguesía cederá su propiedad y su Estado sin resistencia violenta, pacíficamente; y va alejándose de la tendencia revolucionaria, que acepta la necesidad de las reformas radicales y rupturistas pero advierte de que tarde o temprano llegará un momento en el que surja abiertamente la cuestión del poder armado de clase, lección histórica que muestra la necesidad de prepararse con antelación. García Linera sostiene que Lenin tenía razón sobre esta problemática crucial[63], definiéndola erróneamente como «momento robesperiano» cuando es algo cualitativamente diferente. Dicho a grandes rasgos, la evolución de Poulantzas es coherente con la deriva general de una corriente política occidental atrapada conceptualmente en el universo cerrado de la II Internacional y del «marxismo ruso».

La destructiva crítica marxista de la democracia burguesa, se basa, en su dimensión cuantitativa, en la inhumana disparidad de poder entre la pequeña minoría de esas 300 personas de 1909, y una abrumadora mayoría, y, en la dimensión cualitativa, en la invisibilización del poder político-represivo real, cotidiano y diario mediante la sola presencia de la supuesta «libertad económica» del «ciudadano libre» que vota conscientemente, sin coacción ni manipulación alguna. Se basa sobre todo en el hecho de que en muchos casos el voto supuestamente libre no es la expresión consciente de relaciones de lucha social antagónica, sino que es la expresión fetichizada en papel de la relación costo-beneficio de la industria político-mediática, fetichizada en el voto, e hiper excitada y teledirigida mediante el marketing político-comercial que crea y manipula miedos, ansiedades, temores, frustraciones y deseos imposibles[64], porque «cuanto más intenso sea el nivel de ansiedad de la audiencia, más absurda podrá ser la solución que se proponga al público»[65].

Lenin es un crítico implacable de la democracia burguesa y de sus límites objetivos de clase desde el comienzo de su vida política, y en “El Estado y la revolución” insiste con nuevos argumentos de una actualidad pasmosa: «Pero esta democracia está siempre comprimida en el estrecho marco de la explotación capitalista y, por eso, es siempre, en esencia, democracia para la minoría, sólo para las clases poseedoras, sólo para los ricos»[66]. En las condiciones burguesas, las masas explotadas malviven en situaciones tales de agobio que pierden todo interés por «la política», por «la democracia», por lo que Lenin insiste en que «…en el curso corriente y pacífico de los acontecimientos, la mayoría de la población es alejada de toda participación en la vida político-social»[67].
Esta crítica de Lenin, ya existente con anterioridad en el marxismo aunque con otras palabras, ha sido siempre confirmada. Conforme se ha acumulado la experiencia y se ha enriquecido la teoría revolucionaria que ha acuñado el muy potente concepto de la subordinación apática: «Cansancio, enfermedad y pérdida de la propia fuerza de decisión se suman, dando lugar a una condición de subordinación apática»[68]. Son innegables las responsabilidades del Estado en la multiplicación de las enfermedades, los cansancios, las apatías y las indiferencias personales hacia la política burguesa: debilitar la «fuerza de decisión» de la clase explotada, o sea, su conciencia política de clase es una necesidad para el buen funcionamiento de la democracia burguesa.

En “El Estado y la revolución”, Lenin asume plenamente las tesis de Engels sobre cómo la democracia burguesa asegura de manera indirecta e invisible su dominación con dos métodos: la corrupción y la alianza entre el gobierno y la banca, de modo que «en la actualidad, el imperialismo y la dominación de los bancos “han desarrollado”, convirtiéndolos en un arte extraordinario, estos dos métodos de defender y hacer efectiva la omnipotencia de la riqueza en las repúblicas democráticas, sean cuales fueren»[69]. Y poco después:

«La omnipotencia de la “riqueza” es más segura en las repúblicas democráticas también porque no depende de unos u otros defectos del mecanismo político ni de la mala envoltura política del capitalismo. La república democrática es la mejor envoltura política posible del capitalismo; y por eso el capital, al apoderarse […] de esa envoltura, la mejor de todas, cimienta su poder con tanta seguridad y firmeza que no le conmueve ningún cambio de personas, ni de instituciones ni de partidos dentro de la república democrática burguesa»[70].

Porque la democracia burguesa logra ocultar el proceso real de la explotación, opresión y dominación, y porque absolutiza al máximo la abstracción de los derechos humanos burgueses para volverlos como armas contra los concretos derechos humanos socialistas, por esto mismo la minoría dominante debe impedir que el pueblo explotado conozca el decisivo papel del Estado capitalista en el drástico empeoramiento de su vida cotidiana. Los gobiernos pasan, las instituciones parlamentarias se reforman para debilitarlas, y los Estados son adaptados a las necesidades cada vez más duras de la cada día más difícil acumulación ampliada de capital, pero Lenin ya nos advirtió que pese a esos cambios «las formas de los Estados burgueses son extraordinariamente diversas, pero su esencia es la misma: todos esos Estados son, de una manera o de otra, pero, en última instancia, necesariamente, una dictadura de la burguesía»[71].

Justo un año después del Mayo 68 francés, y cuando la oleada de protestas obreras y populares se expandía por casi todo el mundo, escribiendo sobre las relaciones entre reforma y represión, R. Miliband escribió que ante el aumento de las reivindicaciones radicales del pueblo, de sus presiones para conquistar más derechos:

«…quienes manejan las palancas del poder se ven cada vez más en la necesidad de ir limando esos rasgos de la “democracia burguesa”, a través de los cuales se ejerce la presión popular. Es necesario reducir todavía más el poder de las instituciones representativas y aislar más efectivamente aun al ejecutivo respecto de ellas. Hay que suprimir la independencia de los sindicatos, y a los derechos sindicales, especialmente al derecho de huelga, se les debe rodear de inhibiciones nuevas y más constringentes. El Estado tiene que armarse con medios represivos más amplios y eficaces, debe procurar definir con mayor estrechez la esfera de la disensión y de la oposición “legítima” y meter miedo a quienes pretendan salirse de ella»[72].

Estas palabras fueron escritas hace cuarenta y cinco años y parece que son de hoy mismo. ¿Cómo y para qué se aplica ahora la dictadura de la burguesía? Para imponer bien por el engaño y la mentira, bien por la alienación colaboracionista y pasiva, o bien por el miedo a la represión, varias medidas que no podemos explicar ahora en detalle, por lo que las resumimos en siete tareas que sintetizaremos al final con una brillante frase de Engels, para luego detenernos un instante en las posibles «contradicciones internas» de las fuerzas represivas.

La primera y fundamental se expresa en esta impactante pregunta de Lenin que va directa al núcleo de la democracia burguesa y de su Estado: «¿Tiene armas la clase oprimida?»[73]. Aquí debemos recordar lo visto al comienzo de esta presentación: la obsesión histórica de todo poder explotador por desarmar física y psicológicamente a las mujeres, a los pueblos y a las clases explotadas, a la juventud oprimida…, esta obsesión nace de un hecho, la historia muestra de que si bien son muy sofisticados y eficaces los métodos globales de control de masas que explican por qué no arden las calles[74], aun así la realidad objetiva de la lucha de clases en cuento pequeñas reivindicaciones y grandes crisis[75], tarde o temprano termina por actualizar la pregunta de Lenin.

Así, la segunda es la aceleración en el tiempo y en el espacio de la transformación de todo en simple mercancía, o sea la imposición absoluta y definitiva del valor de cambio de la vida y de la naturaleza. En realidad, la mercantilización de las necesidades vitales no sólo destruye los derechos sino también la democracia, y viceversa[76].

La tercera es un requisito necesario para la anterior:
«la división interna de la clase obrera entre su población activa y su superpoblación es uno de los factores principales –e incluso el vector más importante- de la interiorización por parte de la clase obrera del poder del Estado tanto en sus formas represivas como en sus formas reguladoras, que lo que interioriza así más profundamente es la disyunción misma entre esas dos modalidades de ejercicio del poder por parte del Estado; que en todos esos aspectos, por último, la cuestión del ejército industrial de reserva o de las poblaciones “superfluas” toca el meollo de la dialéctica entre heteronomía y autonomía de la política de clase de las masas excluidas del control de los medios de producción, frente a la sociedad capitalista y su Estado»[77].

La cuarta, relacionada estrechamente con las anteriores pero que merece ser explicitada es una muy dura y masiva restricción de derechos sociales concretos y materiales que los pueblos han conquistado mediante la lucha de clases, o dicho más directamente, para imponer la total mercantilización:

«Desreglamentación, privatización, retroceso del intervencionismo y reducción de los programas sociales son las consignas en nombre de las cuales el capital ha emprendido su lucha para acabar con las conquistas sociales y democráticas de las organizaciones sindicales y populares (derechos democráticos a la salud, a la seguridad social, a la educación, etcétera) de las que se beneficia el conjunto de la población trabajadora, es decir, la aplastante mayoría de la población»[78].

La quinta, es una medida represiva que las burguesías han intentado siempre restablecer tras cada lucha obrera victoriosa, porque se trata de destruir el derecho de huelga:
«Este derecho democrático a la huelga concentra toda la carga conflictiva propia de la sociedad capitalista. Como otros derechos, la valoración que hacen de él los trabajadores y los capitalistas es antagónica. Para una parte, para los trabajadores, es un elemento de presión al que pueden recurrir en su lucha para mejorar sus condiciones laborales. Por otra parte, para los capitalistas, es una amenaza a su posición privilegiada que exige una ganancia suficiente. Pero hay algo más: la huelga muestra de la forma más clara que sin los trabajadores no hay nada, no hay vida. Por tanto, supone también una dimensión política e ideológica crucial al impulsar la concienciación de los trabajadores de su poder»[79].

La sexta, ha quedado definitivamente al descubierto desde que el neoliberalismo desplegó su poder antidemocrático e imperialista: «disminuir el rol del Estado y suprimir todo proyecto nacional autosustentado»[80]. Por disminuir el rol del Estado hemos de entender no sólo lo hasta aquí expuesto sino también reducir o acabar con su capacidad para sostener la cultura e identidad específica que sustenta ideológica, moral e históricamente al Estado que de algún modo se resiste al neoliberalismo, y la liquidación de esta capacidad es requisito necesario para suprimir todo proyecto nacional autocentrado que, por pretender serlo, choca de manera frontal con el neoliberalismo.

Y la séptima y última tarea, o incluso mejor decir la primera y tal vez la única porque integra a las restantes y las explica, nos la resume Engels cuando, tras estudiar a los junkers prusianos, constata que: «desde hace doscientos años, esas gentes no viven más que de las ayudas del Estado, que les han permitido sobrevivir a todas las crisis»[81]. Desde finales del siglo XVII una de las prioridades del Estado prusiano fue la de mantener con vida a la clase reaccionaria y cada vez más obsoleta de los terratenientes junkers precisamente cuando el sistema de producción feudal-militar cedía el poder socioeconómico y estatal al sistema capitalista de la Alemania de 1893. Desde entonces ahora, 2015, la forma-Estado ha tenido muchos cambios pero ha mantenido su naturaleza interna porque es la «matriz espacio-temporal» en la que se desenvuelve la contradicción expansivo-constrictiva inherente a la definición simple de capital, de modo que el Estado impide y controla, en la medida de lo posible, que las tendencias centrífugas de los capitales, desborden y superen a las fuerzas centrípetas, que surgen de la necesidad ciega de disponer de un espacio seguro en el que acumular los beneficios, mantener una base de explotación social, y disponer de un poder militar que le proteja interna y externamente: «a partir de la intervención estatal se abre la posibilidad para el libre juego de la ley del valor»[82]. Y sobre esta base:

«El Estado se convierte en instrumento para imponer los dictados de los mercados financieros, las privatizaciones, la flexibilización del trabajo superexplotado, etcétera […]. Si alguna de las funciones del Estado nacional se desplazan y se subordinan a centros de decisión “supranacionales” (en realidad de centros controlados por los capitalismos nacionales más fuertes y por la relación de fuerzas dominante en Europa), y en este caso el Estado nacional “se debilita”, por otra parte hay funciones del Estado que se consolidan y endurecen, sobre todo su papel opresor y de control de las masas. Resumiendo: el Estado y el problema del poder clase no se pueden superar efectivamente sin abolir las condiciones materiales históricas que hicieron surgir uno y otro, y los sostienen»[83].

Estas palabras de S. Michale-Matsas son de 2001 y muestran, por un lado, la continuidad y el desarrollo de la teoría marxista del Estado desde Marx y Engels hasta ahora, pasando por Lenin y otros muchos y muchas revolucionarias; y, por otro lado, han sido confirmadas en estos últimos catorce años de manera magistral. De la misma forma que el Estado prusiano de finales del siglo XVII fue adaptándose más o menos brusca o solapadamente a las necesidades de supervivencia adaptativa de los junkers, para asegurar su perpetuidad como clase, desde el último tercio del siglo XX el Estado burgués ha ido cambiando para salvar a las burguesías más esencialmente incrustadas en el capital financiero transnacional absorbiendo para ellas parte de la soberanía socioeconómica de burguesías más débiles a las que, sin embargo, las han fortalecido en los contenidos represivos y policiales, sin olvidar con ello sus tareas legitimadoras[84].

La intervención permanente del Estado en la sociedad capitalista y por tanto en contra de las clases trabajadoras se realiza mediante una política global diversificada en varias áreas socioeconómicas y policíaco-militares, según A. Piqueras. Esta intervención sistemática ha sido decisiva para la instauración del neoliberalismo, como demuestra el autor citado, que expone dos bloques de medidas estatales, entre las socioeconómicas, este autor destaca especialmente las políticas fiscales, las financieras, las laborales, la públicas, y las de seguridad social[85], y las policíaco-militares a escala internacional, que buscaban no sólo expandir los territorios bajo dominación imperialista sino a la vez destrozar a las organizaciones obreras, populares, sindicales, sociopolíticas de las clases trabajadoras, especialmente a las organizaciones «político-armadas del Trabajo, principalmente»[86].

Aun así, pese a esos cambios, el Estado no es un «aparato neutral» sino una verdadera «fuerza viva» que también sufre internamente la lucha de clases porque muchas de sus burocracias especializadas en tareas sociales, públicas, pero no represivas en cuanto tales, sufre tantos o más golpes socioeconómicos que otras y otros trabajadores de empresas privadas en esas tareas:

«… el Estado no es un aparato neutral. Ni es un aparato, ni es neutral. No es como un electrodoméstico que se puede encender y apagar cuando nos convenga, sino que es una institución de dominación y reproducción del capital, atravesado de arriba abajo por las contradicciones de clase de la sociedad burguesa. Es una fuerza viva en este sentido. Su dirección, ejecutivos públicos, altos burócratas (secretarías generales, direcciones generales, consejeros y consejeras, etcétera), representa y es parte de la clase económicamente dominante, es decir, la burguesía. Al mismo tiempo, sin embargo, hay toda una franja de gente trabajadora que cumple las directivas del Estado capitalista (personal de sanidad, educación, transporte, etcétera) y la lucha de clases se da también en el seno mismo del Estado y la administración pública como resultado de los intereses contrapuestos»[87].

Las contradicciones sociales internas a los aparatos de Estado, que en situaciones críticas pueden llegar incluso a debilitar niveles bajos y no determinantes de las fuerzas represivas armadas y judiciales, expresan la objetividad de la lucha de clases al margen de las creencias subjetivas de los colectivos y de las personas. El debate sobre la «fiabilidad democrática» de las fuerzas represivas renace una y otra vez impulsado por el reformismo, a pesar de que la experiencia histórica confirma que las fuerzas policiales son instrumentos fieles del capitalismo[88], y a pesar de que en ciertos momentos algunas pocas unidades policiales protesten contra las malas condiciones en las que deben realizar su «trabajo». ¿Cómo debe responder la izquierda revolucionaria y el pueblo oprimido ante esto? La experiencia práctica acumulada sobre la autodefensa colectiva, comunitaria, es incuestionable[89], lo que reafirma la actualidad ética, política y filosófica sobre el derecho a la autodefensa[90].

Aun admitiendo que son realmente muy limitadas las reivindicaciones verdaderamente democráticas de muy pocos policías, lo decisivo es:

«Uno de los dignos ejemplos de la superación de la policía capitalista, es sin duda, el caso de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias–Policía Comunitaria (CRAC-PC). Fundada el 15 de octubre de 1995 a partir de la unión de distintas organizaciones campesinas e indígenas, la CRAC-PC hoy cuenta con más de 700 hombres armados que defienden aproximadamente setenta comunidades. Bajo la autoridad que dimana de las asambleas populares, la Policía Comunitaria ha logrado disminuir el problema de la seguridad en más de un 90%, ya que la justicia de los pueblos no se rige por las leyes y las cárceles de los explotadores, sino que, basada en las tradiciones indígenas, la asamblea decide qué castigo se le aplicará al que se sorprenda cometiendo algún delito. Las sanciones, en la mayoría de los casos, consisten en resarcir el daño por medio del trabajo comunitario y en la reeducación del “delincuente” para su reincorporación a la sociedad. Los policías comunitarios, que son elegidos democráticamente por su honestidad y su amor al pueblo, no reciben ningún salario y las necesidades de ellos mismos y de sus familiares son solventadas por el trabajo colectivo. Inspirados en Lucio Cabañas y en Genaro Vázquez, la CRAC-PC se nos presenta como una de las soluciones más radicales para hacerle frente al estado policiaco-militar»[91].

La burguesía es muy consciente de que ni incluso su Estado permanece libre de la lucha de clases, y por eso, históricamente, nunca ha tenido problemas para potenciar unidades armadas privadas -las «organizaciones militares voluntarias de las clases dominantes»[92]– directamente a sueldo de empresas capitalistas con el beneplácito no confesado del Estado, sobre todo en los casos fascistas y similares[93]. Tampoco tiene problemas de «ética democrática» para crear unidades represivas especializadas incondicionalmente fieles a la clase dominante que actúan en el total secretismo estatal, incluso contra movimientos pacifistas como Greenpeace[94], secretismo que se materializa en decisiones prácticas tomadas por colectivos oscuros y tenebrosos como el Club de Bilderberg[95] entre otros varios, que se aplican contra la humanidad trabajadora mediante el intervencionismo planificado de los Estados. Además tampoco tenemos que olvidar que la burguesía siempre busca nuevas ramas productivas que rindan sobrebeneficios especiales[96], negocios que ya se han extendido a las empresas de seguridad[97]y a las cárceles, además de a tareas precisas dentro de los ejércitos.

5.-SEIS FORMAS DE OCULTAR O NEGAR LA ESENCIA DEL ESTADO BURGUÉS
Es obvio que al capital no le interesa que las clases explotadas debatan sobre qué es el Estado, cómo funciona, qué decisivo papel cumple en la «pequeña» y en la «gran» política, etc. Por esto la sociedad burguesa dispone de una panoplia de, al menos, seis armas o métodos destinados a mantener la ignorancia social sobre el Estado. El primer método es consustancial a las llamadas «ciencias sociales», a la industria de fabricación en serie de mercancía ideológica burguesa: la supuesta «ciencia política» no quiere enfrentarse a la terrible realidad de los golpes de Estado, de las periódicas intervenciones terroristas de los Estados burgueses planificadas minuciosamente por sus aparatos especializados apoyados por el imperialismo, y como no quieren hacer frente a esa realidad frecuente, simplemente la ocultan o la niegan, la invisibilizan[98], hacen como si no existiera. Pero negar o invisibilizar en lo teórico la recurrencia de golpes de Estado es amputar lo esencial de cualquier «teoría» del Estado, porque éste se muestra en su definitivo poder en esos momentos de aplicación masiva del terror más brutal, y también se muestra permanentemente con la aplicación de la tortura[99] y de los llamados «malos tratos».

El segundo método es intentar construir una «teoría» que teniendo visos de veracidad sobre la complejidad socioeconómica, política, cultural, militar, etcétera, del Estado, sin embargo se enfrenta al marxismo en el núcleo del problema en su doble vertiente unida de, por un lado, el rechazo de la dialéctica materialista como único método adecuado, tema fundamental al que volveremos más adelante al estudiar el proceso de extinción del Estado. Y, por otro lado, el rechazo del materialismo histórico, buscando contradicciones irresolubles en el propio Marx[100], o también simplificando al máximo la teoría marxista reduciéndola a un mecánico determinismo economicista que niega la influencia de la cultura, la resistencia al cambio, la inercia social, las tensiones sociales, etcétera[101], en la formación del Estado, o haciendo desaparecer casi a las clases explotadas en el feudalismo y en el capitalismo mientras sí se cita a las clases feudales y burguesas en la aparición del Estado de manera que éste apenas guarda relación con la lucha de clases en su realidad antagónica, o no guarda ninguna[102].

El tercer método es directo y mentiroso ya que consiste en desprestigiar las tareas sociales, asistenciales, públicas y benefactoras que realiza mal que bien el supuesto «Estado del bienestar» ocultando que el Estado sigue operativo e incluso reforzado en el apoyo al capital. B. Kliksberg[103] ha sintetizado en seis los mitos neoliberales sobre y contra el Estado asistencialista: 1) se puede prescindir de él; 2) es corrupto congénitamente; 3) es ineficiente; 4) el enemigo es el funcionario público; 5) el Estado del bienestar es el culpable; y 6) el Estado conviene sólo a quienes viven de sus ayudas. Semejante propaganda es masiva y permanentemente difundida.

Éstas y otras falsedades, mentiras y tópicos reaccionarios que hunden sus raíces en el siglo XIX, han actuado abierta o disimuladamente en el interior del debate colectivo sobre los cambios del Estado en China Popular, URSS, Europa Occidental, Estados Unidos, y Latinoamérica, celebrado en verano de 1989 en Quito. Un resumen del debate realizado por O. Hurtado viene a decir que «esta redefinición se orienta a disminuir su rol, a reducir las regulaciones y los controles y a confinar, más que antes, en formas de propiedad no estatales»[104], aunque por otra parte esta liquidación de lo público no impide sino que refuerza que los Estados interpongan «fórmulas de proteccionismo que implican de hecho el establecimiento de cortapisas para el juego de las fuerzas libres del mercado en el orden internacional»[105]. Tras esta loa del neoliberalismo más maltusiano se propone desarrollar una «utopía […] en el sentido de una meta o de una cosmovisión […] adquirir conciencia de que hoy, más que nunca, lo fundamental es centrarnos en el esfuerzo, el trabajo y el sacrificio de los latinoamericanos»[106]. O sea, según esto, hay que dejar de echar la culpa del empobrecimiento, la explotación y la injusticia a la alianza entre el imperialismo y la burguesía, y centrarse exclusivamente en el trabajo sacrificado y en el esfuerzo agotador.

El cuarto es indirecto pero más devastador a la larga porque no busca negar directa y totalmente la necesidad del Estado, porque es imposible, sino que quiere crear tantas definiciones y funciones diferentes, pero aisladas entre sí, del Estado como sea posible, confundiendo la realidad y generalizando la creencia de que el Estado es tan extenso, complejo y diversificado que es imposible descubrir su unidad clasista interna. L. Gallino es autor de uno de los mejores compendios de sociología hechos hasta el presente, y él mismo nos sirve de ejemplo de la invertebración e incoherencia del método sociológico a la hora de emborronar el problema del Estado, El autor resume en densa letra las diez tareas del Estado en la «sociedad moderna»: 1) integración política y cultural; 2) defensa ante agresiones externas; 3) defensa de la propiedad, vida y derechos de los «ciudadanos»; 4) elaboración e imposición de normas y leyes; 5) control de las transacciones económicas y de los conflictos entre los «sujetos»; 6) ayudar a las regiones menos desarrolladas y de un «estrato social a otro»; 7) unidad de mercado, peso y medida; 8) «favorecer» la educación gratuita y obligatoria «más allá de la adolescencia»; 9) control de la ciencia; y 10) «regular la economía»[107]. Según esto, cada cual puede quedarse con la «función» que desee negando o relativizando las demás.

El quinto también corresponde a la forma burguesa de crear «teorías» diferentes no contradictorias dentro de su unidad ideológica básica. P. Marrone explica los debates dentro del neoliberalismo por el irresoluble problema del «déficit ético» que mina a sus tesis contra el supuesto «Estado del bienestar», y también expone las diversas «teorías» burguesas actuales sobre el Estado: el doble significado del constructivismo, el utilitarismo, la teoría de la justicia de J. Rawls, la teoría de los derechos de E. Dworki, la teoría del Estado mínimo de R. Nozick, la teoría dialógica de B. Ackerman, el liberalismo irónico de Rorty, y el comunitarismo»[108]. No hace falta decir que muchos «científicos sociales» elaboran sus propias tesis sobre el Estado mezclando dosis diferentes de estas y otras «teorías» más conocidas.

Y el sexto método es más contundente: hay que hablar del poder sin citar al Estado. No vamos a perder tiempo en la justas críticas a las limitaciones de Foucault[109] sobre poder y Estado, sino que vamos a referirnos sólo a dos ejemplos por excelencia de esta corriente, uno es el debate sobre la sociedad posmoderna y el poder, en el que cincuenta y un participantes realizan el milagro de debatir sobre los poderes mediático, social, cultural, militar, económico, sexual, científico-tecnológico, moral, político, religioso, Nietzsche, y las máscaras del poder, sin citar al poder del Estado, concepto que apenas aparece a lo largo del libro[110] que recoge unas jornadas organizadas por la Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales. En el otro caso el milagro es más milagroso porque B. Barnes logra escribir muchas más páginas sobre el poder que cada uno de los cincuenta y un intelectuales anteriores, sin analizar tampoco la dialéctica entre Estado y poder, ni incluso cuando el mismo autor afirma que las tesis de Marx están cercanas a las suyas (sic)[111]. Naturalmente, ni para los cincuenta y un autores ni para B. Barnes, existe Lenin.

El orden expositivo de los seis grandes bloques anula cualquier intento de elaborar una teoría global, sistémica, que refleje la evolución de las contradicciones sociales de las que nace y surge históricamente el Estado. Ni el reformismo ni la burguesía pueden crear una teoría del Estado porque no pueden aceptar la exigencia basal de la explotación asalariada; sí pueden aceptar a regañadientes y cada vez menos la existencia de las clases sociales «diferenciadas» y hasta la «lucha» entre ellas, pero nunca la teoría marxista de la plusvalía y del trabajo abstracto, sustentos últimos de una teoría del Estado que vaya más allá que la visión estrictamente politicista. Precisamente sobre la cuestión del poder y del Estado, E. Mandel aporta una decisiva reflexión que muestra la impotencia de los seis bloques arriba expuestos, ya que, al introducir «el dinero» y la burocracia en su esquema, Mandel avanza en propuestas para crear las «precondiciones políticas de la extinción del Estado», rompiendo en la medida de lo posible dentro del capitalismo el cordón umbilical que une al Estado y su burocracia, con el sistema democrático-burgués y con el poder represivo en su sentido amplio, hasta generar las condiciones para la destrucción revolucionaria del poder estatal y el avance hacia la extinción del Estado sustituido por la autoadministración de del pueblo[112].

6.-LA INACABABLE TEORÍA ABIERTA MARXISTA SOBRE EL ESTADO
Hemos visto hasta aquí la evolución del Estado desde sus iniciales bases represivas y burocrático-administrativas, hasta las múltiples tareas que realiza en el presente, pasando por las diversas interpretaciones que hacen los ideólogos reformistas y burgueses para legitimar este instrumento de la clase dominante. La teoría marxista del Estado, y en concreto las aportaciones realizadas por Lenin, se ha ido formando mediante la crítica práctica y teórica de esta realidad, siempre al calor de la lucha de clases y proponiendo en cada período alternativas populares antagónicas pero inscritas en los límites espacio-temporales objetivos, insalvables. Ahora, partiendo de lo anterior, vamos a analizar parte de la metodología dialéctica que le facilitó a Lenin escribir “El Estado y la revolución”.
La teoría marxista del Estado presta la misma atención a su proceso de nacimiento que a su proceso de autoextinción, ya que es una teoría del cambio histórico y de lo mutable dentro de lo permanente. Pero en este proceso ha ido dando más importancia a la autoextinción que al nacimiento a medida que la lucha de clases descubría la importancia creciente del Estado burgués, y la creciente importancia de avanzar hacia un Estado obrero. A la fuerza, este incremento de la experiencia de las masas debía sintetizarse en contenidos teóricos por la sencilla razón de que «la doctrina de Marx es un resumen de la experienciaalumbrado por una profunda concepción filosófica del mundo y por un rico conocimiento de la historia»[113].

La experiencia acumulada sintetizada en forma de teoría va facilitando poco a poco, siempre dependiendo de la lucha revolucionaria mundial, un conocimiento más preciso del proceso de autoextinción del Estado, aunque tanto en 1917 como ahora, «está claro que no puede hablarse siquiera de determinar el momento de la “extinción” futura, tanto más que se trata a ciencia cierta de un proceso largo […] Marx no intenta, ni por lo más remoto, fabricar utopías, hacer conjeturas vanas acerca de cosas que es imposible conocer»[114]. En 2015 tenemos más saber acumulado que en 1917 y que en 1871, lo que nos permite y nos exige profundizar en lo nuevo, pero siempre debemos guiarnos por la prudencia metodológica del marxismo, inherente a su teoría del conocimiento.

Dicho de otro modo: «No fue el razonamiento lógico, sino el desarrollo efectivo de los acontecimientos, la experiencia viva de los años de 1848 a 1851, lo que condujo a este planteamiento del problema. Una prueba de la rigurosidad con la que Marx se atiene a los hechos de la experiencia histórica es que en 1852 no plantea aún el problema concreto de con qué sustituir la máquina del Estado. La experiencia no había proporcionado todavía materiales para esta cuestión, que la historia puso al orden del día más tarde, en 1871»[115], y por este mismo rigor, Marx limita el alcance del estudio de la Comuna de 1871 sólo al continente y no a Gran Bretaña, debido a las diferentes evoluciones sociales de cada lucha de clases[116].

Lenin vuelve a insistir más adelante sobre el rigor metodológico de Marx en el estudio del problema del Estado insistiendo en que «Marx no se propuso descubrir las formas políticas» futuras del Estado, sino que se limitó al estudio minucioso de la experiencia francesa advirtiendo ya en 1851 que «se avecina la destrucción de la máquina estatal burguesa»[117], como realmente ocurrió durante la Comuna de 1871. El carácter móvil y flexible del método marxista se desenvuelve abiertamente en el tratamiento concreto que Marx da al Estado en “El Capital” como hemos visto arriba. La capacidad de aprender de las luchas y revoluciones es de nuevo reivindicada al recordarnos la fundamental carta de Engels a Bebel del 3 de mayo de 1875, en la que escribiendo también en nombre de Marx, propone al Partido Obrero Alemán «borrar del programa la palabra “Estado” y sustituirla por la palabra “comunidad”»[118].

Fueron las experiencias de las masas las que enseñaron a Marx y Engels los avances teóricos que debían realizar. Ese mismo año de 1875 Marx escribe una carta-borrador decisiva para la teoría del Estado:Crítica del Programa de Gotha a la que luego volveremos; y en 1877 Engels escribió el Anti-Dühring en donde la «extinción» del Estado es analizada al detalle dentro de los límites de la evolución práctica y teórica alcanzada entonces, indicando cómo el viejo ideal de la socialización de las fuerzas productivas era utópico hasta que se creasen las condiciones materiales que convertían la utopía en necesidad[119]. Si nos fijamos, una constante que recorre internamente a todos estos textos es que responden a las necesidades prácticas y teóricas del movimiento revolucionario por la sencilla razón de que el marxismo «es un pensamiento en curso de desarrollo»[120].

Precisamente es esta acumulación práctica y teórica del saber revolucionario la que permite a Lenin criticar acremente a Kautsky en el decisivo asunto de que no basta con tomar el poder sino que esta conquista fundamental es un medio para un fin más importante aún: destruir el Estado burgués[121]mediante las fuerzas quintuplicadas que otorga el poder obrero conquistado. Dicho de otro modo, no basta con «llegar al gobierno» sino que hay que tomar el Estado y destruirlo, y junto con él hay que destruir también «las omnipotentes asociaciones de los capitalistas» en los países más adelantados, asociaciones burguesas que son verdaderos poderes en la sombra[122] protegidos por el Estado y sus «presidios militares para los obreros»[123]. Si el Estado del capital no es sustituido por el Estado obrero, la burguesía derrotada se recuperará y contraatacará con el apoyo internacional. Hay que saber que la época imperialista es «…la época del capital bancario, la época de los gigantescos monopolios capitalistas, la época de la transformación del capitalismo monopolista en capitalismo monopolista de Estado, patentiza un fortalecimiento extraordinario de la “máquina estatal”, un desarrollo inaudito de su aparato burocrático y militar, con motivo de haber aumentado las represalias contra el proletariado, tanto en los países monárquicos como en los países republicanos más libres»[124].

En esta época, «tanto en el sentido de la dominación completa de los truts como en el sentido de la omnipotencia de los grandes bancos, de una grandiosa política colonial, etcétera»[125], que se sostiene gracias a «la burocracia y el ejército permanente»[126] como las dos instituciones más típicas del Estado, el capital financiero internacional no tolerará ni permanecerá pasivo ante las victorias de los pueblos emancipados. Para 1914 dichas lecciones eran aplastantes y desde 1917 se endurecerían todavía más. Es en este contexto en el que Lenin releyó la teoría marxista sobre el Estado que existía hasta entonces añadiendo nuevos argumentos que confirman que la forma-Estado es la mediación entre arte político y arte bélico. No es casualidad que fuera a raíz del estallido de la guerra de 1914 que Lenin profundizara desesperadamente en Hegel, en el imperialismo, el Estado, la opresión nacional y la organización, incluyendo las obras decisivas que forman su llamado Testamento, como muestra R. Dunayevskaya[127], y que se basara en la Crítica del Programa de Götha[128] como el pilar central de la teoría de la extinción del Estado.

Por tanto, Lenin no escribe “El Estado y la revolución” debido a una especie de capricho o narcisismo intelectual, sino porque es consciente de que la agudización de las contradicciones del capitalismo en su fase imperialista ha puesto en primer orden la cuestión del Estado, del poder y de la política, y no para la coyuntura del corto período de esos años, sino para todo un proceso histórico de revoluciones proletarias socialistas que sacudirán el imperialismo desde entonces en adelante, como está ocurriendo. En sentido estratégico, la cuestión del Estado es inseparable de la naturaleza imperialista del capitalismo. En sus minuciosas, extensas y densas notas preparatorias de su El imperialismo, fase superior del capitalismo, de 1916, y como resumen adelantado de toda su aportación a la posterior teoría del Estado, Lenin escribe: «Para empezar debemos tomar nosotros mismos el poder y no hablar en vano del “poder”»[129]. Bajo el capitalismo, hay que tomar el poder, pero en su fase imperialista este avance exige precisar qué es el Estado burgués, cómo destruirlo mediante el poder antagónico del Estado proletario, y cómo, a la vez, avanzar en la autoextinción de este segundo Estado. Las tremendas experiencias acumuladas desde 1917 hasta 2015 agudizan esta necesidad.

Como método en desarrollo, la teoría del Estado aparece ya en los primeros textos de Marx de cierta consideración como Crítica de la filosofía del Estado de Hegel de 1843, avanzando él y Engels desde entonces con diversos ritmos y hasta en diversas direcciones por ambos amigos según las necesidades coyunturales, pero desde una perspectiva y para unos fines muy diferentes a los que entonces se planteaban las diferentes corrientes del socialismo y del comunismo utópico. Hay que insistir en que el Estado «es un concepto de importancia fundamental en el pensamiento marxista […] el tema ocupa un lugar importante en muchas de sus obras, especialmente en sus escritos históricos»[130], sabiéndose que Marx tenía proyectado dedicar un Libro entero de “El Capital” al Estado, objetivo que no pudo realizar. En este libro específico quería estudiar el Estado no en su faceta directamente política, sino en su contenido económico: «los impuestos, la deudas públicas, la intervención en los procesos productivos, el proteccionismo o los monopolios, la construcción de la infraestructura […]. De todas maneras, aun políticamente, el Estado es un momento esencial en la reproducción del capital»[131].

Marx no pudo realizar esa investigación como tampoco pudo hacer otra decisiva: la de las clases sociales en el capitalismo y su lucha permanente, esencialmente unida al problema del Estado. Por cuanto momento esencial en la reproducción del capital, el Estado es a la vez momento decisivo en la lucha de clases, y por ello mismo no es una «superestructura» del sistema capitalista sino la totalidad que articula las relaciones sociales, es decir y en palabras del propio Marx: «síntesis de la sociedad burguesa»[132]. Lo sintético, lo esencial se presenta siempre con múltiples formas exteriores que nos remiten a la esencia y la exponen y reflejan a la luz pública. Por tanto, muchas de las diferencias en la interpretación de lo externo no tienen por qué significar diferencias insuperables en la apreciación de lo básico, de la síntesis esencial, sino matices complementarios en el estudio de la totalidad. Las fútiles tesis que sostienen la hipotética existencia de «contradicciones insuperables» nunca encontradas en la extensa obra mutua[133] de Marx y Engels, desconocen u olvidan estos principios del método dialéctico, sin los cuales no se entiende, por ejemplo, la influencia de Engels en la elaboración de El Capital[134].

Comentando sobre diferencias complementarias entre Marx y Engels en lo que respecta al futuro del Estado, Lenin sostiene que «Está claro que no puede hablarse siquiera de determinar el momento de la “extinción” futura, tanto más que se trata a ciencia cierta de un proceso largo. La aparente disparidad entre Marx y Engels se explica por la diferencia de los temas que abordaban y de los objetivos que perseguían. Engels se propuso mostrar a Bebel de un modo palmario y tajante, a grandes rasgos, todo lo absurdo de los prejuicios en boga (compartidos en grado considerable con Lassalle) acerca del Estado. Marx sólo toca de pasada esta cuestión interesándose por otro tema: el desarrollo de la sociedad comunista»[135].

Del mismo modo en el que entre ambos amigos existen objetivos y prioridades teóricas puntuales, ritmos e intensidades variadas a pesar de la estrecha unión de su trabajo común especialmente en la metodología dialéctica[136], también estas diferencias complementarias se aprecian lógica y necesariamente entre ellos y otras y otros marxistas. Tiene razón Ch. Gilbert cuando habla de la brillantez de “El Estado y la revolución”, pero es impreciso cuando sostiene que Lenin no capta lo más específico de la sociedad burguesa: la separación entre lo económico y lo político, añadiendo que «la teoría marxista más correcta del Estado capitalista no es la de Lenin (teoría que no presta suficiente atención a la forma en que la burguesía ejerce su dominación) sino que se encuentra esbozada en textos del joven Marx como “Sobre la cuestión judía” (1844) y “La Sagrada Familia” (1844)»[137].

En el conjunto de su obra y teniendo en cuenta los textos marxistas disponibles en su entorno, Lenin sí captó lo básico de esa especificidad y en El Estado y la revolución sí se refirió rápidamente a ella, pero su objetivo prioritario y fundamental era entonces otro más urgente y del que podía depender en cierta medida la suerte de algunas o de todas las revoluciones proletarias socialistas que se estaban intensificando desde 1914: demostrar la necesidad inexcusable de tomar el poder, destruir el Estado capitalista, crear un Estado obrero en vías de autoextinción consciente, simultánea al avance al comunismo. Estas tesis estaban enunciadas en el Manifiesto comunista[138] con la suficiente lucidez teórica disponible en 1848, pero se hicieron imperiosas en 1917. Antes de 1848, como correctamente indica Ch. Gilbert, Marx y Engels habían adelantado otras tesis teóricas muy valiosas y permanentes sobre el Estado, pero que debían ser reforzadas en las crisis revolucionarias por otras que, en esos contextos, sacaran a primer plano la urgencia de la toma del poder.

Con cierta cautela, podemos recurrir al símil del libro que va completando capítulos nunca cerrados en sí mismos, que va abriendo otros, y que va relacionándolos conforme, al escribirlo, se exponen más novedades de la realidad siempre en movimiento que ese libro pretende expresar teóricamente. Debemos ser cautelosos con este paralelismo porque la teoría marxista del Estado y de la revolución es concreta y dialéctica, no es formalista y abstracta[139]. Más correctamente expresado, tendríamos que decir que la dialéctica de la realidad del Estado exige el permanente enriquecimiento de la teoría dialéctica del Estado, teoría que analiza el Estado como un todo en acción, no estático, y contradictorio en sí mismo. Se trata del movimiento de la praxis, o como pregunta R. Dunayevskaya: «¿Qué es la dialéctica sino el movimiento tanto de las ideas como de las masas en movimiento para lograr la transformación de la sociedad?»[140]. Aplicado al Estado, el movimiento de las masas se puso en marcha con sus primeras luchas contra el capitalismo industrial a finales del siglo XVIII, pero tuvo que esperarse hasta 1844 para que el movimiento de las ideas diera un salto significativo sobre lo alcanzando por el socialismo utópico; luego, el movimiento de las masas y de las ideas ha seguido enriqueciéndose.

Romper esta dialéctica implica caer en el teoricismo abstracto y descontextualizado como hace Ch. Wright cuando critica “El Estado y la revolución” de Lenin oponiéndole frontalmente a Marx es cuestiones decisivas[141]. Así el marxismo es reducido al choque de tesis opuestas sin referencia alguna a los complejos movimientos de la lucha de clases mundial y a sus impactos sobre las necesidades prácticas y teóricas concretas de las clases y pueblos explotados que deben responder concretamente a las medidas burguesas. Teoricismo abstracto que recorre a la nefasta utopía anti-Estado de quienes creen que puede hacerse la revolución sin tomar el poder. Recordemos lo dicho sobre las clases trabajadoras rusa, hondureña y británica al comienzo de este escrito sobre la necesidad del poder trabajador, de un Estado obrero y popular.

La matriz teórica[142] marxista es la clave que explica la aportación cualitativa de Lenin a la teoría particular del Estado precisamente en el momento histórico en el que el capitalismo entra en la fase imperialista, en la que Estado y militarismo llegan a ser consustanciales, partiendo de la base de que el capitalismo ha recurrido al militarismo desde su mismo nacimiento[143], como demostró R. Luxemburg a finales de 1912, antes que Lenin, tal unión político-militar no anula la «separación» entre economía y política, sino que indica la creciente complejidad de las interacciones entre los diversos niveles de la explotación capitalista. Dentro de esta complejización, el militarismo relaciona más estrechamente lo económico y político, por un lado, con lo estatal y represivo por otro, todo ello bajo la presión directriz de la contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción.

7.-DOBLE PODER, SOVIETISMO, BUROCRACIA Y ESTADO
La tendencia histórica innegable orientada a crear conglomerados supraestatales regionales dirigidos por la alianza entre el capital financiero y los grandes Estados hegemónicos en esas amplias regiones mundiales, agudiza dos de las cuestiones elementales analizadas por Lenin en “El Estado y la revolución”: la democracia y la extinción del Estado. La militarización del capitalismo no hace sino llevar al extremo más radical ambas cuestiones: ¿qué democracia cabe en una sociedad esencialmente militarizada? y ¿cómo combatir el militarismo desde una estrategia comunista del pueblo en armas? Muy brevemente hay que decir que el militarismo ya es una forma de vida[144] que ha penetrado en la totalidad cotidiana de la «sociedad imperial».

Sobre el primer interrogante, la democracia socialista ejercida masivamente por el pueblo trabajador, Lenin es tan concreto y dialéctico como en toda su obra, no cayendo en grandes demagogias abstractas sino yendo al núcleo del problema en aquellos años: la capacidad del proletariado para integrar a otros sectores en la democracia consejista, soviética, porque es consciente de que sólo el proletariado puede dirigir a «todas las masas trabajadoras y explotadas… dirigir a una gigantesca masa de la población, a los campesinos, a la pequeña burguesía y a los semiproletarios, en la obra de “poner a punto” la economía socialista…y conducir a todo el pueblo al socialismo»[145].

Sin esta fuerza consciente y autoorganizada de masas trabajadoras en general, sin su ejemplo directo permanente, la pequeña burguesía girará rápidamente hacia la contrarrevolución: «En particular, precisamente la pequeña burguesía es atraída por la gran burguesía y sometida a ella en grado considerable gracias a esta máquina, que proporciona a los sectores superiores de los campesinos, de los pequeños artesanos, de los comerciantes, etcétera, puestos relativamente cómodos, tranquilos y honorables, los cuales colocan a sus poseedores por encima del pueblo»[146]. La máquina a la que refiere es precisamente el Estado y sus distintas burocracias, que subsisten incluso inmediatamente después de la revolución y que tienen una enorme capacidad camaleónica de adaptarse y reproducirse dentro del mismo Estado obrero en proceso de construcción, como Lenin mismo constato muy crítica y duramente al denunciar la imparable infiltración de advenedizos y arribistas provenientes del menchevismo y de otras corrientes reformistas[147].

Lenin recurre a las lecciones de la Comuna de París de 1871, sintetizadas por Engels, para explicar cómo debe ser la democracia socialista: instaurar el sufragio universal para designar a los cargos administrativos, judiciales y de enseñanza del Estado, así como su revocación inmediata por el pueblo; el salario de los funcionarios debe ser como el de los obreros[148]. Y junto a esto: «se puede y se debe comenzar inmediatamente, de hoy a mañana, a sustituir el “mando jerárquico” específico de los funcionarios públicos por las simples funciones de los “capataces y contables”, funciones que ya hoy son accesibles por completo al nivel de desarrollo de los habitantes de las ciudades en general y que pueden ser desempeñadas perfectamente por “el salario de un obrero”»[149]. La Comuna y otras muchas experiencias revolucionarias han demostrado lo relativamente fácil que resulta simplificar el funcionamiento del Estado si realmente existe una democracia socialista que ejerza el poder, tema en el que no podemos extendernos ahora.

Los avances en las nuevas tecnologías de la comunicación, etcétera, pueden acelerar, acortar y masificar horizontalmente y a tiempo real la participación directa y vigilante del pueblo sobre la vida social, si existe un poder político dotado de un Estado obrero que así lo facilite, acelerando la destrucción del viejo sistema estatal, pero también para acelerar la extinción consciente del Estado obrero:

«Para destruir el Estado es necesario convertir las funciones de la administración pública en operaciones de control y contabilidad tan sencillas que sean accesibles a la inmensa mayoría de la población, primero, y a toda ella, después. Y la supresión completa del arribismo requiere que los cargos “honoríficos” del Estado, incluso los que no proporcionan ingresos, no puedan servir de trampolín para saltar a puestos altamente retribuidos en los bancos y en las sociedades anónimas, como ocurre constantemente en todos los países capitalistas más libres»[150].

No admite discusión la actualidad de estas medidas, y su antagonismo irreconciliable con la práctica política actual, corrupta, que muestra qué rápida y eficaz es la «puerta giratoria» que une a las burocracias estatales con las grandes empresas. Lenin hablaba de «trampolín» para saltar de la burocracia del Estado a la de las grandes empresas, y noventa años después N. Klein habla de las «puertas giratorias»[151] en el capitalismo neoliberal pero sin la profundidad del revolucionario bolchevique. Pero la lucha contra ese trampolín debe ser reforzada por otra serie de medidas. En efecto, si la democracia socialista se sustenta en la supresión de las burocracias y gastos representativos así como de toda clase de privilegios, «la reducción de los sueldos de todos los funcionarios públicos al nivel del “salario de un obrero”, etcétera, de tal forma que se instaure un «gobierno “barato”» [152], si esto es así durante un tiempo puede que siga existiendo una distancia entre los sueldos de la tecnocracia de las grandes empresas y el de la clase obrera y los funcionarios estatales.

Las medidas sociales, públicas y estatales que compensen con creces esa diferencia, son vitales para combatir los riesgos de corrupción, indiferencia, apatía, trampolines y puertas giratorias, por no decir, de creciente apoyo a la contrarrevolución. Hay una plomiza inercia en sectores de la izquierda a evitar lo concreto y a abusar de lo abstracto, aunque sea bajo una parte de razón. Por ejemplo en el tema de las nuevas leyes sociales que debe implementar el poder popular, soviético, y su Estado obrero. Analizando las derrotas y las victorias del movimiento revolucionario desde la época de Marx en lo que toca a la hegemonía del poder social, P. Campanario insiste con otros términos algo abstractos en lo que Lenin definía más concretamente como «poder soviético», el del pueblo organizado en soviets y en otras formas sociales que mediante la revolución cultural desplazasen el poder de la ideología burguesa; se trata del poder social de masas, lo que con su terminología abstracta P. Campanario define como poderes sociales difusos[153].

La experiencia histórica del doble poder, de la democracia socialista aplicada por la clase trabajadora y el pueblo explotado, había estructurado la aportación de Lenin a la teoría del Estado[154], lo que le facilitó moverse siempre en la dialéctica de lo concreto, de las medidas sociales concretas, materiales. Lenin cita explícitamente la reducción de la jornada de trabajo y la creación de una «vida nueva» como conquista socialista básica para mejorar la vida del pueblo y para hacer que «todos sin excepción» ejerzan las “funciones del Estado” lo que «conducirá a la extinción completa de todo Estado en general»[155]. Reducir drásticamente el tiempo de trabajo es una necesidad concreta que impacta en el poder concreto, es infinitamente más que una demanda abstracta de la hegemonía ideológica del poder social difuso. Otra reivindicación concreta y nada difusa es la política de vivienda: «Desde el punto de vista formal, también el Estado proletario “ordenará” requisar viviendas y expropiar edificios. Pero es evidente que el antiguo aparato ejecutivo, la burocracia vinculada a la burguesía, sería sencillamente inservible para llevar a la práctica las órdenes del Estado proletario»[156]. Como vemos, no plantea un poder difuso, órdenes sociales muy concretas. ¿Qué órdenes?

Como siempre, Lenin vuelve a los clásicos marxistas y en este caso a Engels, quien afirma que durante la transición al comunismo y a la autoextinción del Estado, «es poco probable» que el Estado proletario conceda gratis las viviendas, aunque sí, y lo que sigue son palabras de Lenin: «La entrega en arriendo de las viviendas, propiedad de todo el pueblo, a las distintas familias supone el cobro de alquiler, un cierto control y una determinada regulación del reparto de los apartamentos. Todo ello requiere de una cierta forma de Estado, pero no exige en modo algunos una máquina militar y burocrática especial con funcionarios que disfruten de una situación privilegiada. Y el tránsito a una situación que permite asignar gratis las viviendas la haya vinculada a la “extinción” completa del Estado»[157].

Hay que recordar aquí que hablamos de la fase de transición del capitalismo al comunismo o sea, de «dictadura revolucionaria del proletariado»[158] que impone a la burguesía restricciones crecientes a su propiedad privada de viviendas que son imprescindibles para el pueblo, medidas que el propietario burgués califica como «dictatoriales» e injustas, pero el pueblos las vive como esencialmente justas y democráticas. ¿Qué fuerza organizada «impone la dictadura del proletariado» y/o desarrolla la democracia socialista, según qué clase social la sufra o la disfrute? Lenin responde que el concepto de «fuerzas represivas», «policía», etcétera, debe ser sustituido por el de «organización de las masas armadas»[159] que intervendrán no con los parámetros represivos burgueses sino con otros cualitativamente opuestos, basados en el convencimiento y la pedagogía del ejemplo aplicados en una sociedad en la que ya no exista ni explotación, ni opresión ni dominación, y en esa sociedad las personas «se habituarán poco a poco a observar las reglas elementales de convivencia […] sin violencia, sin coerción, sin subordinación, sin esa máquina especial de coerción que se llama Estado», y será en este entorno durante el que «comenzará a extinguirse la democracia»[160] como forma de dominación.

Pero el pueblo en armas es una entelequia si no se explica qué es el pueblo. Lenin, tras aclarar el ambiguo concepto de «revolución popular» empleado por Marx, demostrando que la revolución popular es la realizada por «la masa del pueblo, su mayoría, los sectores “más bajos” de la sociedad, aplastados por el yugo y la explotación se levantaron por propia iniciativa, marcaron todo el curso de la revolución con el sello de sus reivindicaciones, de sus intentos de construir a su modo una sociedad nueva en lugar de la sociedad vieja que querían destruir»[161], pasa a analizar con qué puede la revolución popular sustituir el Estado burgués una vez destruido, y en este momento retoma la definición marxista del Estado como «la máquina nacional de guerra del capital contra el trabajo»[162], con lo que reabre en 1917 el debate sobre la dialéctica de lo nacional que tiene una unidad de contrarios irreconciliables: la nación popular, la que hace las «revoluciones populares», y la nación burguesa, la que tiene el monopolio de su «máquina nacional de guerra» contra la nación trabajadora, como también la definió Marx, o «nación revolucionaria»[163] como el concepto que Lenin considera necesario emplear en determinadas situaciones históricas, pero no en otras.

La nación revolucionaria, trabajadora, se apoya en lo que plantea E. Molina: «La realización efectiva de la propiedad socialista, exige la participación cada vez más consciente de todos los miembros de la sociedad en todos los niveles del trabajo social»[164]. Lenin era muy consciente de esta exigencia objetiva y conforme aumentaba la burocracia distanciándose del pueblo cada vez más apático, redobló sus duras advertencias contra la creciente corrupción burocrática del partido y del Estado precisamente en lo que concierne a las normas de admisión de nueva militancia[165]; normas suavizadas en extremo por la corriente liderada por Stalin y que facilitaban la entrada de oportunistas poco o nada formados pero obedientes a la burocracia en ascenso, trepadores sin conciencia comunista a los que despreció con el calificativo de «granujas»[166].

Yerra estratégicamente quien crea que la lucha desesperada de Lenin contra la burocratización no tiene nada que ver, o apenas nada, con su aportación a la teoría marxista del Estado. Construir un «gobierno barato», como el de la Comuna, requiere de la acción sistemática del pueblo lo suficientemente educado y preparado para la autoadministración transparente: la ignorancia basada en la división y escisión total entre el trabajo intelectual y el manual encarece al máximo la función gubernativa y acelera la corrupción burocrática estatal. Recordemos que en aquellos cortos años se decidió pasar del período de «comunismo de guerra», de pura subsistencia, al de la Nueva Política Económica consistente en tolerar cierta producción capitalista sometida al control socialista para detener el retroceso socioeconómico y recuperar las fuerzas revolucionarias[167]. La mayoría de los bolcheviques aceptaban los riesgos de este desesperado giro, pero de entre ellos Lenin era el más preocupado porque la creciente burocratización impidiera controlar la tendencia restauracionista del capitalismo inherente a la NEP, o sea, el auge de lo que se ha llamado «la segunda economía»[168] que minaba la planificación socialista facilitando la reinstauración del capitalismo, como realmente sucedió[169], sin mayores explicaciones ahora.

Acuciado por estos temores, un Lenin enfermo y agotado lo sabe e inicia una titánica lucha con varios objetivos, todos ellos relacionados directamente con la esencia y operatividad del Estado obrero. Sobre el objetivo nacional de reconocer el derecho a la independencia de los pueblos no rusos, no nos extendemos ahora pese a su crítica importancia porque modula la entera estructura del Estado internamente y en sus relaciones externas, cuestión que le llevó a chocar frontalmente con Stalin[170]; tampoco lo hacemos sobre el asunto del monopolio del comercio exterior, una de las señas de identidad del Estado soviético que la fracción encabezada por Stalin quería debilitar en contra de la expresa opinión de Lenin[171]; sólo nos remitimos a la necesidad de la formación teórica y filosófica, con especial hincapié en el dominio de la dialéctica[172], y a la necesidad de la revolución cultural del pueblo[173].

Las tesis de Lenin sobre el Estado son inseparables de sus tesis sobre la calidad política y ética de las mujeres y hombres bolcheviques, sobre la opresión nacional, sobre la centralización económica y el monopolio estatal del comercio exterior, sobre la democracia socialista y en contra del burocratismo, sobre la pedagogía del ejemplo socialista en vez de la represión policial autoritaria, sobre la revolución cultural y la emancipación práctica del pueblo y de las mujeres:
«Sólo el comunismo suprime en absoluto la necesidad del Estado, pues no hay nadie a quien reprimir, “nadie” en el sentido de clase, en el sentido de una lucha sistemática contra cierta parte de la población. No somos utopistas y no negamos lo más mínimo que sea posible e inevitable que algunos individuoscometan excesos, como tampoco negamos la necesidad de reprimir tales excesos. Pero, en primer lugar, para ello no hace falta una máquina especial, un aparato especial de represión; eso lo hará el propio pueblo armado, con la misma sencillez y facilidad con que un grupo cualquiera de personas civilizadas, incluso en la sociedad actual, separa a quienes se están peleando o impide que se maltrate a una mujer»[174].

No es oportunista la referencia de Lenin a los maltratos a las mujeres. Desde sus primeros escritos a finales del siglo XIX, la lucha contra todas las opresiones y contra la explotación de la mujer aparece sistemáticamente, y siempre con esa virtud dialéctica de lo concreto. Sus aportaciones a la teoría marxista del Estado permitieron que el atrasado y feroz patriarcado zarista sufriera un golpe demoledor en sus cimientos subterráneos, cotidianos e invisibles a primera vista. En un texto escrito cuando había iniciado su postrera lucha contra la degeneración burocrática del Estado y del partido, Lenin demostró que ninguna de las muchas revoluciones burguesas y ninguna de las luchas democrático-burguesas habían conseguido tantos y tan cualitativos derechos concretos para las mujeres[175], la infancia y las personas más necesitadas.

El feminismo bolchevique enseñó que la teoría marxista del Estado[176] es básica para la emancipación de la mujer en todos los sentidos[177] porque la lucha contra el sistema patriarco-burgués requiere de leyes de obligado cumplimiento para los hombres, o de lo contrario redoblarán la explotación de las mujeres: la dictadura contra la burguesía también es dictadura contra el patriarcado en su generalidad. El feminismo marxista se basa en la objetividad de las contradicciones imperialistas y en la urgencia de los pueblos oprimidos, de las «naciones revolucionarias», los «pueblos militantes»[178], para construir sus Estados independientes e internacionalistas, lucha en la que las mujeres armadas[179] participan asumiendo todos los riegos.

8.-DIALÉCTICA Y EXTINCIÓN DE LA DEMOCRACIA Y DEL ESTADO
Uno de los orígenes del protoestado fue la opresión de las mujeres por el hombre y la simultánea «construcción del guerrero»[180] que se transformará en «nobleza militar» propietaria de mujeres como botín de guerra e instrumento de producción sexo-económica[181], equipo de guerra compleja y bienes suntuosos. Así, aparecerá una clase social propietaria de las fuerzas productivas mediante la sinergia entre guerra, prestigio y sistema político[182] sobre la base de la explotación campesina. Una de las definitivas muestras de la extinción del Estado será la desaparición de las guerras y la emancipación de las mujeres, junto al desarrollo de la propiedad comunista, lo que significa ni más ni menos que «el Estado burgués sólo puede ser “destruido” por la revolución. El Estado en general, es decir, la más completa democracia sólo puede “extinguirse”»[183]. ¿Cómo explicar esta aparente contradicción entre una democracia completa que sin embargo debe extinguirse a sí misma, algo inconcebible por la lógica formal y la ideología burguesa?

Una primera y fundamental parte de la respuesta es la histórica: recordemos que la democracia no es eterna, que surgió como uno de los métodos de mantenimiento del orden explotador en la sociedad esclavista griega[184], siendo en su contexto de brutalidad esclavista, un relativo avance histórico. Y todo lo que nace termina pereciendo. El Estado burgués es concreto y se sostiene sobre la dictadura del capital, mientras que el Estado en general es la democracia más completa porque ya no hay colectivo alguno al que dominar, por lo que al apagarse la causa histórica de la democracia como sistema de dominación, desaparecerá ella misma subsumida en la autogestión social generalizada de los productores asociados, o sea, en el comunismo. Llegamos así a la segunda y también fundamental parte de la respuesta: la dialéctica.

Hemos avisado al comienzo que nos detendríamos en la cuestión de la dialéctica, como ahora hacemos. La negación de la negación[185] explica el proceso interno por el que, en la historia humana, puede ascenderse del comunismo primitivo, en el que no había democracia alguna, al comunismo futuro en el que la democracia haya desaparecido, junto al Estado y a la propiedad privada, incluida la patriarcal. Un ascenso cualitativo, novedoso, deliberadamente guiado por la conciencia política. Hemos dicho que puede ascender a otra fase cualitativa superior porque la negación de la negación lleva implícita la acción humana cuando nos enfrenta a la «frontera», al «limite»[186] a partir del cual un proceso viejo salta a otro nuevo. Por esto mismo, la dialéctica de la negación, o de la «negatividad absoluta»[187] es irreconciliable con toda burocracia, entre otras razones porque la dialéctica en sí misma es inadmisible para la ideología burguesa: es así como se comprende que un libro tan conservador en el fondo como el de A. de Jay[188], pero “progre” en su forma, intente denigrar de la manera más burda e ignorante a la dialéctica en general y en concreto a su valía para demostrar que el Estado es el «instrumento de la clase dirigente», cosa que el autor niega.

La dialéctica de Lenin aparece una vez más en la crítica al concepto de «democracia»: «… se olvida constantemente que la destrucción del Estado es también la destrucción de la democracia, que la extinción del Estado implica la extinción de la democracia […] La democracia no es idéntica a la subordinación de la minoría a la mayoría. Democracia es el Estado que reconoce la subordinación de la minoría a la mayoría, es decir, una organización llamada a ejercer la violencia sistemática de una clase contra otra, de una parte de la población contra otra»[189]. La base sobre la que se apoya Lenin es que con el advenimiento del comunismo desaparecerá «toda necesidad de subordinación de unos hombres a otros, de una parte de la población a otra, pues los hombres se acostumbrarán a observar las reglas elementales de la convivencia social sin violencia y sin subordinación»[190], es decir, ya no serán necesarios ni el Estado ni la democracia porque se habrá extinguido la escisión social que rompe la sociedad en dos bandos, entre los propietarios de las fuerzas productivas y los y las explotadas por esos propietarios.

Fijémonos en que aquí Lenin recurre a la palabra «subordinación» en vez de a las de opresión y explotación, precisamente para indicar que la sociedad ya ha dado un paso de gigante en la libertad al suprimir el poder dictatorial de la burguesía. Esclarecido este matiz fundamental, Lenin vuelve más adelante sobre la democracia como instrumento de dominación, como «forma de Estado, una de las variedades del Estado. Y, por consiguiente, representa, como todo Estado, el empleo organizado y sistemático de la violencia contra los individuos»[191]. No puede haber una definición de democracia tan concreta y tan antagónica con la demagogia abstracta de la ideología burguesa sobre su democracia de clase. Pero Lenin va más allá y empleando el método dialéctico afirma que:
«Al alcanzar cierto grado de desarrollo, la democracia, en primer lugar, cohesiona contra el capitalismo a la clase revolucionaria -el proletariado- y le da la posibilidad de destruir, hacer añicos y barrer de la faz de la tierra la máquina del Estado burgués […] y de sustituirlos por una máquina más democrática, pero todavía estatal, cuya forma son las masas obreras armadas, como paso hacia la participación de todo el pueblo en las milicias.

»Aquí “la cantidad se transforma en calidad”: este grado de democracia rebasa ya el marco de la sociedad burguesa, es el comienzo de su reestructuración socialista. Si, verdaderamente, todos toman parte en la dirección del Estado, el capitalismo no podrá ya sostenerse. Y, a su vez, el desarrollo del capitalismo crealas premisas para que realmente “todos” puedan participar en la gobernación del Estado.

»Con estas premisas económicas, es plenamente posible, después de derrocar a los capitalistas y a los burócratas, pasar enseguida, de la noche a la mañana, a sustituirlos por los obreros armados, por todo el pueblo armado, en el control de la producción y la distribución, en la contabilidad del trabajo y de los productos»[192].

La ley de la negación de la negación, anteriormente vista, se desarrolla e interactúa a partir de y con la ley del aumento cuantitativo y del salto cualitativo, a la que ahora mismo se refiere Lenin. Mientras que sí hemos hablado sobre lo elemental de la negación, pensamos que es tan obvia la existencia de la ley del salto dialéctico a lo nuevo a partir del aumento cuantitativo de lo viejo[193], o del “orden” que surge del “caos”[194], que no vamos a explayarnos en ella. Lo dicho por Lenin es suficiente: el aumento de la lucha de clases hace que la democracia burguesa ceda ante la democracia socialista, que el Estado burgués sea destruido por el Estado obrero, «más» democrático que el burgués, y en ese momento se produce un salto cualitativo con la aparición del Estado obrero que permite que el pueblo trabajador armado aplique inmediatamente medidas socioeconómicas mediante «una especie de parlamento» no burgués y no burocratizado:

«Los obreros después de conquistar el poder político, destruirán el viejo aparato burocrático, lo demolerán hasta los cimientos, no dejarán de él piedra sobre piedra, lo sustituirán por otro nuevo, formado por los mismos obreros y empleados, contra cuya transformación en burócratas se tomarán sin dilación las medidas analizadas con todo detalle por Marx y Engels: 1) no sólo elegibilidad, sino movilidad en cualquier momento; 2) sueldo no superior al salario de un obrero; 3) paso inmediato a un sistema en el que todos desempeñen funciones de control y de inspección y todos sean “burócratas” durante algún tiempo, para que, de este modo, nadie pueda convertirse en “burócrata”»[195].

Lenin no habla de que la clase obrera accede al gobierno dentro del sistema político burgués, sino de que destruye el Estado capitalista y por tanto toda forma de gobierno encorsetado, atado, por el poder de clase de la burguesía: aquí está el salto cualitativo que explica el salto de calidad en la democracia, que pasa de ser burguesa a ser socialista. La diferencia entre «gobierno democrático» y «Estado burgués» es clara: los ministros pasan, la policía permanece. Los bolcheviques conocían muy bien las lecciones históricas sobre la resistencia de las fuerzas represivas a los avances democráticos del pueblo. Lenin se enfrenta aquí de forma radical a Kautsky y a la socialdemocracia que olvidaba por completo el problema del Estado al analizar la «revolución política»[196], que a lo sumo que llega es a cambiar ministros y funcionarios con una orientación menos conservadora, “radical” sólo en lo político pero no en lo que atañe a la propiedad privada y a las relaciones de producción. Sobre los límites del reformismo que se limita a cambiar ministros, Lenin pregunta:

« ¿Por qué estos ministerios no pueden ser reemplazados, supongamos, por comisiones de especialistas adjuntas a los Soviets soberanos y omnipotentes de Diputados Obreros y Soldados?
»La esencia de la cuestión no radica, ni mucho menos, en si seguirán existiendo los “ministerios”, o habrá “comisiones de especialistas” u otras instituciones; esto no tiene importancia alguna. La esencia de la cuestión radica en saber si se conserva la vieja máquina estatal (enlazada por miles de hilos a la burguesía y empapada hasta la médula de rutina e inercia) o si se la destruye, sustituyéndola por otra nueva. La revolución no debe consistir en que la nueva clase mande y gobierne con ayuda de la vieja máquina del Estado, sino en que destruya esta máquina y mande y gobierne con ayuda de otra nueva. Kautsky escamotea, o no ha comprendido en absoluto, esta idea fundamental del marxismo»[197].

Lenin escribió “El Estado y la revolución” antes de octubre de 1917, y la experiencia posterior de la URSS y de todos los procesos revolucionarios que llegaron a ese momento crucial de dar el salto cualitativo al poder obrero armado, o no darlo por razones reformistas varias, es concluyente: más temprano que tarde el poder armado del pueblo ha de proceder contra la propiedad burguesa y contra el Estado capitalista, o se lanzará a la contrarrevolución. Ahora bien, la experiencia ha mostrado que las direcciones revolucionarias miden con precisión y objetividad política cuándo y cómo, con qué intensidad y extensión socializar las fuerzas productivas. Limitándonos a la revolución bolchevique, Lenin calibró mucho cada una de las expropiaciones, buscando atraerse en la medida de lo posible a los capitalistas, y sobre todo neutralizarles[198] para que no sabotearan la ya muy débil economía, como ha demostrado, entre otros, D. Rafuls en su rigurosa investigación histórica.

Pero a pesar de estas sabias precauciones, que sólo el infantilismo denuncia, tarde o temprano los pueblos emancipados se ven en la necesidad de responder a la contrarrevolución que ataca desde dentro y desde fuera. Hasta finales de la década de 1970 las lecciones históricas a este respecto eran incuestionables: «El aparato del Estado burgués deja de respetar “la voluntad y el voto de la mayoría” a partir del momento en el que éstos entran en un conflicto irreconciliable con los intereses de clase fundamentales de la burguesía. Esta es la lección de la historia en la que se basa la teoría marxista del Estado burgués»[199], y lo sigue siendo aún más en este último tercio de siglo cuando ya es una realidad[200] la militarización de la policía[201].

9.-PRIMERA FASE DEL COMUNISMO Y SEGUNDA FASE DEL COMUNISMO
Lenin recurre a la “Crítica del Programa de Götha” de Marx, que entonces era prácticamente desconocido en las izquierdas, para argumentar cómo será el proceso de extinción del Estado. Comienza recordando que, hablando de la primera fase del comunismo, Marx criticó la tesis de Lassalle de que en el socialismo el obrero recibirá el producto completo, íntegro, de su trabajo. Marx mostró que del trabajo social realizado colectivamente habría que descontar tres fondos: uno de reserva, otro para reponer lo gastado y ampliar la producción, y otro para gastos sociales y de consumo. Marx insiste en que esta primera fase del comunismo no es aún el comunismo pleno, creativo en todo su potencia ahora mismo inimaginable, sino «una sociedad que acaba de salir precisamente de la sociedad capitalista y que, por tanto, presenta todavía en todos sus aspectos, en el económico, el moral y el intelectual, el sello de la vieja sociedad de cuyas entrañas procede»[202].

Semejante advertencia de Marx es imprescindible para entender todo lo que sigue, y ha sido muy frecuentemente desoída por la izquierda, que erróneamente cree que el comunismo puede desarrollarse inmediatamente, sin mácula ni adherencias perniciosas del capitalismo. No es así, advierte Marx. Todavía en ese momento la sociedad no será plenamente comunista, sino que se encontrará en un período de transición, en su primera fase, en la socialista en la que «los medios de producción han dejado ya de ser propiedad privada de los distintos individuos para pertenecer a toda la sociedad. Cada miembro de ésta, al efectuar cierta parte del trabajo socialmente necesario, obtiene de la sociedad un certificado acreditativo de haber realizado tal o cual cantidad de trabajo. Por este certificado recibe de los almacenes sociales de artículos de consumo la cantidad correspondiente de productos. Deducida la cantidad de trabajo que pasa al fondo social, cada obrero recibe, pues, de la sociedad tanto como le entrega»[203].

Todo indica, al parecer y según Lassalle, que hemos encontrado el reino de la «igualdad» basado en el «derecho igual de cada uno al producto igual del trabajo». Pero se trata de un error, y Lenin recurre a Marx: «Aquí –dice Marx- nos encontramos, en efecto, ante un “derecho igual”, pero es todavía “un derecho burgués”, que, como todo derecho, presupone la desigualdad. Todo derecho significa aplicar un rasero igual a hombres distintos, que de hecho no son idénticos, no son iguales entre sí; y por eso, “el derecho igual” es una infracción de la igualdad y una injusticia», y Lenin cita directamente a Marx: «Con igual trabajo –concluye Marx- y, por consiguiente, con igual participación en el fondo social de consumo, unos reciben de hecho más que otros, unos son más ricos que otros, etc. Para evitar todos estos inconvenientes, el derecho no tendría que ser igual, sino desigual…»[204]. Lenin lo expresa así:

«Por consiguiente, la primera fase del comunismo no podrá proporcionar ni justicia ni igualdad: subsistirán las diferencias de riqueza, que son injustas; pero no podrá existir la explotación del hombre por el hombre, pues será imposible apoderarse, a título de propiedad privada, de los medios de producción, las fábricas, las máquinas, las tierras, etc. Al pulverizar la frase de Lassalle, confusa al estilo pequeñoburgués, acerca de la “igualdad” y la “justicia” en general, Marx señala el curso de desarrollo de la sociedad comunista, se verá obligada a destruir primero solamente la “injusticia” que representa la usurpación de los medios de producción por individuos aislados, pero no estará en condiciones de suprimir de golpe la otra injusticia, consistente en distribuir los artículos de consumo “según el trabajo” (y no según las necesidades)»[205].

La teoría general marxista, no sólo la específica sobre el Estado, sostiene que la conciencia revolucionaria es imprescindible para el avance al comunismo. Ahora, al darnos cuenta de las dificultades que debe superar el socialismo o primera fase del comunismo, comprendemos la verdad profunda de ese principio: «…en la primera fase de la sociedad comunista (a la que suele darse el nombre de socialismo), “el derecho burgués” no se suprime por completo, sino sólo en parte, sólo en la medida de la transformación económica ya alcanzada, es decir, sólo en lo que atañe a los medios de producción. “El derecho burgués” los considera propiedad privada de los individuos. El socialismo los convierte en propiedad común. En este sentido –y sólo en este sentido- desaparece “el derecho burgués”»[206]. Pese a este avance histórico subsistirán y tenderán a reproducirse comportamientos e ideologías del pasado debido a la supervivencia del “derecho burgués”, por muy debilitado que esté al haber perdido la burguesía su propiedad privada y su poder estatal.

La conciencia comunista es fundamental porque el “derecho burgués” «… persiste en otro de sus aspectos: como regulador de la distribución de los productos y de la distribución del trabajo entre los miembros de las sociedad. “El que no trabaja, no come”: este principio socialista ya es una realidad; “a igual cantidad de trabajo, igual cantidad de productos”: también este principio socialista es ya una realidad. Pero eso no es todavía el comunismo, no suprime aún “el derecho burgués”, que por una cantidad desigual (desigual en la práctica) de trabajo da una cantidad igual de productos a hombres que no son iguales»[207].

Hay que huir de toda utopía voluntarista en el sentido de creer que los hombres y mujeres aprenderán inmediatamente a comportarse como comunistas en una sociedad que aún no puede llegar al comunismo pleno porque todavía no se han desarrollado las condiciones sociales que lo exigen, lo permiten y lo generan. Lenin insiste en esta dificultad objetiva, dificultad que Marx define como «un defecto inevitable en la primera fase del comunismo», en la fase socialista, que solamente puede ser controlado y superado mediante la acción del Estado que «velando por la propiedad común de los medios de producción, vele por la igualdad del trabajo y por la igualdad en la distribución de los productos […] el Estado no se ha extinguido todavía del todo, pues sigue existiendo la protección del “derecho burgués”, que santifica la desigualdad de hecho. Para que el Estado se extinga por completo hace falta el comunismo completo»[208].

Antes de esto, hay que transitar por la que «Marx denominó “primera” fase o fase inferior de la sociedad comunista, a la que se llama habitualmente socialismo. Por cuanto los medios de producción se convierten en propiedad común, puede aplicarse también a esta fase la palabra “comunismo”, más sin olvidar que esto no es el comunismo completo. La gran importancia de las explicaciones de Marx reside en que también aquí aplica de manera consecuente la dialéctica materialista, la teoría del desarrollo, considerando el comunismo como algo que se desarrolla del capitalismo […] Como es natural, el derecho burgués respecto a la distribución de los artículos de consumo presupone también inevitablemente un Estado burgués, pues el derecho no es nada sin un aparato capaz de obligar a observar las normas de derecho. Resulta, pues, que en el comunismo no sólo subsiste durante cierto tiempo el derecho burgués, sino que subsiste incluso el Estado burgués ¡sin burguesía! […] Marx no introdujo por capricho en el comunismo un trocito de derecho “burgués”, sino que tomó lo que es económica y políticamente inevitable en una sociedad que brota de las entrañas del capitalismo»[209].

Si los bolcheviques eran muy conscientes de los riesgos de que la NEP facilitase la recuperación del capitalismo, como hemos visto, los comunistas somos muy conscientes de que la pervivencia del «Estado burgués sin burguesía» durante la primera fase del comunista, es decir, durante el tránsito socialista al comunismo pleno, puede facilitar le recuperación del capitalismo que aunque económica y políticamente vencido, aún mantiene restos de poder e influencia ideológica y costumbrista. Para luchar contra este peligro objetivo y cierto hay sólo dos medios: la autoorganización del pueblo mediante su democracia socialista y el control estatal. Lenin no se cansa nunca de remarcar el primero, y en este momento de su aportación a la teoría marxista del Estado también recalca el segundo:

«Contabilidad y control: eso es lo principal que se necesita para “poner a punto” y hacer que funcione bien la primera fase de la sociedad comunista. En ella, todos los ciudadanos se convierten en empleados a sueldo del Estado, que no es otra cosa que los obreros armados. Todos los ciudadanos pasan a ser empleados y obreros de un solo “consorcio” del Estado, de todo el pueblo. El quid de la cuestión está que trabajen por igual, observando bien la medida del trabajo, y reciban por igual. El capitalismo ha simplificado en extremo la contabilidad y el control de esto, reduciéndolos a operaciones extraordinariamente simples de inspección y anotación […] Cuando la mayoría del pueblo comience a llevar por su cuenta y en todas partes esa contabilidad, ese control sobre los capitalistas (que entonces se convertirán en empleados) […] aprendan a gobernar por sí mismos el Estado […] desde ese momento empezará a desaparecer la necesidad de toda gobernación en general. Cuanto más completa sea la democracia, más cercano estará el momento en que deje de ser necesaria. Cuanto más democrático sea el “Estado”, compuesto de obreros armados, y que “no será ya un Estado en el verdadero sentido de la palabra”, con tanta mayor rapidez comenzará a extinguirse todo Estado»[210].

Para que pueda avanzarse de la fase primera del comunismo, o fase socialista al comunismo pleno, completo, es necesario un desarrollo superlativo de las fuerzas productivas y un cambio definitivo en las relaciones de producción. El objetivo es lograr una reducción máxima posible y racional del tiempo de trabajo necesario, ya que para entonces se habrá extinguido el trabajo asalariado, explotado. El dominio científico de la ley de la productividad del trabajo social, la ley del mínimo esfuerzo o la ley del ahorro de tiempo y energía, que vienen a decir lo mismo, acelera el desarrollo de la segunda fase del comunismo. Sobre estas cuestiones centrales rozamos un debate en el que no podemos extendernos: la reintegración de la especie humana en la naturaleza, o la recuperación del «intercambio metabólico con la naturaleza»[211], que será tan rápida o lenta según sea el avance al eco-socialismo y después al eco-comunismo. Todo dependerá de la conciencia del pueblo, de sus medios democrático-socialistas para aplicar medidas tajantes contra el acelerado deterioro socioecológico[212], y de la fuerza pedagógica de su Estado para avanzar en esta dirección: la crisis socioecológica no destruirá al capitalismo[213], sólo la revolución socialista lo hará.

La reunificación del trabajo intelectual con el trabajo manual es una prioridad que Lenin plantea para asegurar y acelerar la extinción del Estado ya que así «deja de existir una de las fuentes más importantes de la desigualdad social contemporánea, una fuente que en modo alguno puede ser suprimida de golpe por el solo hecho de que los medios de producción pasen a ser propiedad social, por la sola expropiación de los capitalistas»[214]. Quiere esto decir que la escisión mente/mano tiene causas históricas anteriores a la explotación capitalista, al igual que sucede con el patriarcado y con la opresión de un pueblo por otro, que hunden sus raíces en los orígenes de la propiedad privada. Ahora entendemos mejor la insistencia de Lenin en la revolución cultural antiburocrática arriba defendida, inserta en otra serie de medidas como la lucha contra la opresión de la mujer y la opresión nacional, etcétera. Y Lenin precisa aún más:

«Esta expropiación dará la posibilidad de desarrollar las fuerzas productivas en proporciones gigantescas. Y al ver cómo retrasa el capitalismo ya hoy, de modo increíble, este desarrollo y cuánto podríamos avanzar sobre la base de la técnica moderna ya lograda, tenemos derecho a decir con la mayor certidumbre que la expropiación de los capitalistas originará inevitablemente un desarrollo gigantesco de las fuerzas productivas de la sociedad humana. Lo que no sabemos ni podemos saber es la rapidez con que avanzará ese desarrollo, la rapidez con la que llegará a romper con la división del trabajo, a suprimir el contraste entre el trabajo intelectual y el manual, a convertir el trabajo en “la primera necesidad vital”»[215].

Lenin no es determinista, siempre piensa en la unidad y lucha de contrarios, en la acción consciente guiada por una teoría revolucionaria que puede vencer o ser vencida: por tanto insiste en «la posibilidad» de un incremento gigantesco de las fuerzas productivas si se interviene según un plan coherente. Y siempre compara es posibilidad con la realidad capitalista para disponer así de una visión lo más objetiva posible de la dinámica social. Tiene toda la razón cuando afirma que el capitalismo retrasa de modo increíble el desarrollo de la ciencia natural y social[216], como se está demostrando en la actual crisis en la que la burocracia y la falta de inversiones estatales paralizan la investigación científica[217], y sobre todo en que son las necesidades ciegas del beneficio burgués las que imponen qué y para qué se investiga, condenando al olvido proyectos que pueden beneficiar a los pueblos una vez que la praxis científico-crítica se libere del patrón[218] imperialista. Ahora comprendemos también el porqué de su insistencia en la formación en el método dialéctico cada día más necesario para recuperar el poder revolucionario de la ciencia, cuando la crisis socioecológica confirma que existen «puntos de vuelco» que pueden originar «cambios bruscos en muy poco tiempo»[219] haciéndola incontrolable.

Sobre la base material y cultural de un gigantesco desarrollo de la productividad del trabajo y de otras relaciones sociales de producción basadas en «personas nuevas», sobre esta realidad se podrá avanzar de la posibilidad a la probabilidad de que:
«El Estado podrá extinguirse por completo cuando la sociedad aplique la regla: “De cada cual, según sus capacidad; a cada cual, según sus necesidades”; es decir, cuando los hombres estén ya tan habituados a observar las normas fundamentales de convivencia y cuando su trabajo sea tan productivo que trabajen voluntariamente según su capacidad. “El estrecho horizonte del derecho burgués”, que obliga a calcular con la insensibilidad de un Shylock para no trabajar ni media hora más que otro ni percibir menos salario que otro, este estrecho horizonte será entonces rebasado. La distribución de los productos no requerirá entonces que la sociedad regule la cantidad de ellos que habrá de de recibir cada uno; todo individuo podrá tomarlos libremente “según sus necesidades”»[220].

Lenin se adelanta a las befas y mofas ridiculizantes de la burguesía contra este proyecto nada utópico, y les responde con argumentos que sorprender por su actualidad:
«A ningún socialista se le ha ocurrido “prometer” la llegada de la fase superior de desarrollo del comunismo; y la previsión de los grandes socialistas de que esta fase ha de advenir presupone una productividad del trabajo que no es la actual y hombres que no son los actuales filisteos, capaces -como los seminaristas de Pomialovski- de dilapidar “a tontas y a locas” los depósitos de la riqueza social y pedir lo imposible.

»Mientras llega la fase “superior” del comunismo, los socialistas exigen el más riguroso control por parte de la sociedad y por parte del Estado sobre la medida de trabajo y la medida de consumo. Pero este control ha de comenzar por la expropiación de los capitalistas, por el control de los obreros sobre los capitalistas, y no debe efectuarlo un Estado de burócratas, sino el Estado de los obreros armados»[221].

El consumismo compulsivo es una necesidad del sistema capitalista para incrementar las ventas y los beneficios[222], pero en el socialismo se hará una pedagogía sistemática para no dilapidar a tontas y a locas los recursos sociales y naturales. Mucho antes de que el primer informe del Club de Roma en 1972 sobre los límites del crecimiento advirtiera oficialmente de la necesidad de vigilar el consumo global, el planteamiento comunista era tajante al respecto. Mientras que el capitalismo necesita el aturdimiento consumista[223], al socialismo le urge además de actualizar las aportaciones del Che sobre el «hombre nuevo», también la crítica de la «conciencia infeliz» y de la «desublimación represiva» realizada por Marcuse[224], además de otras investigaciones, pero sobre todo debe atender la decisiva cuestión de las «necesidades»[225], del «ser humano rico en necesidades», en plural.

Decimos que las necesidades son plurales porque además de surgir del metabolismo socionatural, también aumentan con el desarrollo colectivo, siempre sobre una base de necesidad biológica y natural objetiva que nunca ha negado el marxismo y que ha sido malinterpretada por ciertos analistas que le acusan de «cínica mirada determinista»[226]. Las «necesidades burguesas» son creadas por el capital, pero las necesidades humanas que siempre son colectivas, son parte del proceso social de trabajo creativo y libre en respuesta a la necesidad objetiva. La primera fase del comunismo, la socialista, ha de agilizar la interacción entre la producción de necesidades y las necesidades de la producción[227], en una sociedad en la que ya se ha expropiado al capitalismo y por tanto se estrecha la relación consciente entre necesidades y valor de uso.

De todas las acepciones del concepto de «necesidad», en las duras condiciones de verano de 1917 Lenin da más importancia a la que hace hincapié en el proceso por el cual los sectores sociales menos concienciados, los más reaccionarios y egoístas, los capitalistas, truhanes y señoritos, serán convencidos de la necesidad de observar las nuevas reglas socialistas:

«Porque cuanto todos hayan aprendido a dirigir y dirijan en realidad por su cuenta la producción social; cuando hayan aprendido a efectuar la contabilidad y el control de los haraganes, de los señoritos, de los truhanes y demás “depositarios de las tradiciones del capitalismo”, escapar a esta contabilidad y control, realizados por la totalidad del pueblo, será sin remisión algo tan inaudito y difícil, una excepción tan rara, y suscitará seguramente una sanción tan rápida y severa (pues los obreros armados son gente práctica y no intelectualillos sentimentales, y será poco probable que permitan a nadie jugar con ellos), que la necesidad de observar las reglas fundamentales, nada complicadas, de toda convivencia humana se convertirá muy pronto en una costumbre.

»Y entonces se abrirán de par en par las puertas para pasar de la primera fase de la sociedad comunista a su fase superior, a la extinción completa del Estado»[228].

NOTAS
[1]
[1] V. I. Lenin: “El Estado y la revolución”, Obras completas, Progreso, Moscú, 1986, tomo 33, p. 4.
[2]
[2] V. I. Lenin: “El Estado y la revolución”, Obras completas, Progreso, Moscú 1986, tomo 33, p. 4.
[3]
[3] J. Beinstein: Cambios decisivos en el sistema global. Entre ilusiones y guerras desesperadas contra el tiempo, 31 de octubre de 2014 (www.lahaine.org).
[4]
[4] M. Otte: El crash de la información, Ariel, Barcelona 2010, p.139.
[5]
[5] X. Arrizabalo Montoro: Capitalismo y economía mundial, IME, Madrid 2014, p. 192.
[6]
[6] G. Boffa: La revolución rusa, Era, 1976, volumen 2, p. 28.
[7]
[7] E. Toussaint: Una salida a favor de los pueblos, 10 de octubre de 2011 (www.cadtm.org).
[8]
[8] S. Levalle y L. Levin: Entrevista a Rafael Alegría, 30 de diciembre de 2010 (www.kaosenlared.net).
[9]
[9] M. Lebowitz: «Construyendo el socialismo para el siglo XXI: la lógica del Estado», Marx Ahora, La Habana, nº 31/2011, p. 60.
[10]
[10]A. C. Dinerstein: «Recobrando la materialidad: el desempleo y la subjetividad invisible del trabajo»,El trabajo en debate, Herramienta, Buenos Aires 2009, pp. 243-268.
[11]
[11] V. I. Lenin: ¿Qué hacer?, Obras completas, Progreso, Moscú 1981, tomo 6, p.187.
[12]
[12] Iñaki Gil de San Vicente: «¿Por qué editar el ¿Qué hacer? en Euskal Herria?», ¿Qué Hacer? Problemas fundamentales de nuestro movimiento, Boltxe Liburuak, Bilbo 2014, pp. III-CIV
[13]
[13] V. Strada: «La polémica entre bolcheviques y mencheviques sobre la revolución de 1905», Historia del marxismo, Bruguera, 1979, tomo 5, p. 170.
[14]
[14] J. Salem: Lenin y la revolución, Península, Barcelona 2009, pp. 39-52.
[15]
[15] N. Domínguez: Los neandertales dividían el trabajo por sexos, 18 de febrero de 2015 (www.elpais.com).
[16]
[16] C. Tupac: Terrorismo y civilización, Boltxe Liburuak, Bilbo 2012, pp. 165-258.
[17]
[17] B. S. Anderson y J. P. Zinsser: Historia de las mujeres: una historia propia, Crítica, Barcelona 1991, tomo I, p. 37.
[18]
[18] N. Sekunda: El ejército persa 560-330 A. C., Osprey, Madrid 1994, p. 23.
[19]
[19] S. N. Kramer: La historia empieza en Sumer, Orbis, Biblioteca de la Historia, Barcelona 1985, pp. 53-61.
[20]
[20] Barry J, Kemp: «El Imperio Antiguo, el Imperio Medio y el Segundo Período Intermedio (c. 2686-1552 a. C.)», Historia del Egipto Antiguo, Crítica, Barcelona 1997, p. 113.
[21]
[21] F. J. Presedo: «El imperio antiguo», Gran Historia Universal, Madrid 1986, tomo 3, pp. 166-168.
[22]
[22] B. G. Trigger: «Los comienzos de la civilización egipcia», Historia del Egipto Antiguo, Crítica, Barcelona 1997, pp. 170-172.
[23]
[23] D. Rafuls Pineda: El Estado desde la edad antigua hasta la moderna, mayo 2013 (www.nodo50.org/cubasigloxxi).
[24]
[24] Tucídides: Historia de la guerra del Peloponeso, Akal, Madrid 1989, pp. 124 y ss.
[25]
[25] A. J. Domínguez Monedero: «Los inicios del reinado de Alejandro III de Macedonia», Desperta Ferro, Madrid 2014, nº 27, pp. 6-12.
[26]
[26] A. Pérez Rubio: «La batalla del Gránico», Desperta Ferro, Madrid 2014, nº 27, pp. 14-20.
[27]
[27] M. I. Finley: El nacimiento de la política, Crítica, Barcelona 1986, p. 35.
[28]
[28] J. L. Murga: Rebeldes a la república, Ariel, Barcelona 1979, p. 118.
[29]
[29] V. Segrelles: Armas que conmovieron el mundo, AFHA, Barcelona 1973, tomo I, p. 40.
[30]
[30] P. Young: Máquinas de guerra, Grijalbo, Barcelona 1975, p. 32
[31]
[31] P. Spufford: Dinero y moneda en la Europa medieval, Crítica, Barcelona 1991, pp. 502-502.
[32]
[32] P. Kriedte: Feudalismo tardío y capitalismo mercantil, Crítica, Barcelona 1991, p. 152.
[33]
[33] P. Kriedte: Feudalismo tardío y capitalismo mercantil, Crítica, Barcelona 1991, p. 170.
[34]
[34] S. Woolf: La Europa napoleónica, Crítica, Barcelona 1992, p. 139.
[35]
[35] D. Harvey: El enigma del capital y las crisis del capitalismo, Akal, Madrid 2012, pp. 170-172.
[36]
[36] N. Davidson: Transformar el mundo, Pasado&Presente, Barcelona 2013, p. 144.
[37]
[37] N. Davidson: Transformar el mundo, Pasado&Presente, Barcelona 2013, pp. 145-146.
[38]
[38] E. Toussaint: La bolsa o la vida, Ciencias Sociales, La Habana 2003, p. 212.
[39]
[39] A. de Swaan: A cargo del Estado, Pomare-Corredor, Barcelona 1992, pp. 68-140.
[40]
[40] I. Wallerstein: El moderno sistema mundial. El triunfo del liberalismo centrista, 1789-1914, tomo IV, Siglo XXI, México 2014, p. 132.
[41]
[41] M. Macnair: «Las lecciones de Erfurt: la Segunda Internacional ¿se basó en “partidos de toda la clase”?», 13 de octubre de 2013 (www.sinpermiso.info).
[42]
[42] L. Raphael: Ley y orden. Dominación mediante la administración en el siglo XIX, Siglo XXI, Madrid 2008, pp. 31-64.
[43]
[43] L. Raphael: Ley y orden. Dominación mediante la administración en el siglo XIX, Siglo XXI, Madrid 2008, pp. 135-139.
[44]
[44] V. Serge: Lo que todo revolucionario debe saber sobre la represión, Boltxe Liburuak, Bilbo 2011.
[45]
[45] E. Toussaint: La bolsa o la vida, Ciencias Sociales, La Habana 2003, p. 222.
[46]
[46] R. Muchembled: Una historia de la violencia, Paidós, Madrid 2010, pp. 367-373.
[47]
[47] P. P. Portinaro: Estado, Nueva Visión, Buenos Aires 2003, pp. 86-90.
[48]
[48] C. A. MacKinnon: Hacia una teoría feminista del Estado, Feminismos, Madrid 1995, pp. 288 y ss.
[49]
[49] S. Federici: La inacabada revolución feminista. Mujeres, reproducción social y lucha por lo común,Desde Abajo, Bogotá 2014, pp. 17-20.
[50]
[50] F. Gargallo Celentani: Feminismo desde Abya Yala, Desde Abajo, Bogotá 2012, pp. 95-100.
[51]
[51] A. Cristóbal: «El estado-nación, la globalización y el imperialismo contemporáneo», Marx Ahora, La Habana, nº 4-5/1997/98, p. 250.
[52]
[52] Ch. Laval: 12 de marzo de 2013 (www.vientosur.info).
[53]
[53] L. Panitch: 9 de febrero de 2015 (www.lahaine.org).
[54]
[54] M. Husson: El capitalismo en 10 lecciones, Viento Sur, Madrid 2013, p. 243.
[55]
[55] K. Marx, El Capital, FCE, México, 1973, libro I, pp. 36-47.
[56]
[56] J. Pérez Royo: Notas para una teoría materialista del Estado, 21 de diciembre de 2013 (www.kmarx.wordpress.com).
[57]
[57] N. Kohan: El fetichismo de la mercancía y su secreto, 4 de febrero de 2015 (www.lahaine.org).
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[58] L. Silva: La alienación como sistema, Alfdil Ediciones, Caracas, 1983, p. 323.
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[61] N. Poulantzas: Hegemonía y dominación en el Estado moderno, PYP, nº 48, Argentina 1975, p. 52.
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[215] V. I. Lenin: “El Estado y la revolución”, Obras completas, Progreso, Moscú 1986, tomo 33, p. 98.
[216]
[216] N. Mossadeq: El Pentágono invierte en las ciencias sociales, 17 de julio de 2014 (www.voltairenet.org).
[217]
[217] 4 de diciembre de 2014 (www.elpais.com).
[218]
[218] D. Aranda: Ciencia sin patrón, 31 de julio de 2014 (www.rebelion.org).
[219]
[219] E. Llopis: La cuenta atrás hacia el desastre ambiental, 2 de febrero de 2015 (www.rebelion.org).
[220]
[220] V. I. Lenin: “El Estado y la revolución”, Obras completas, Progreso, Moscú 1986, tomo 33, p. 99.
[221]
[221] V. I. Lenin: “El Estado y la revolución”, Obras completas, Progreso, Moscú 1986, tomo 33, p. 99.
[222]
[222] E. Logiudice: El marxismo y el consumo, 16 de octubre de 2013 (www.karlmarx.wordpress.com).
[223]
[223] J. L. Berterretche: El consumismo aturdido, 25 de julio de 2013 (www.lahaine.org).
[224]
[224] Marcuse: El hombre unidimensional, México 1968, pp. 77-103.
[225]
[225] I. Mészáros: «Naturaleza humana», Diccionario del pensamiento marxista, Tecnos, Madrid 1984, pp. 564-568.
[226]
[226] L. Doyal-I. Gough: Teoría de las necesidades humanas, Icaria, Madrid 1994, pp. 54-57.
[227]
[227] L. Ballester: Las necesidades sociales, Síntesis, Madrid 1999, pp. 249-280.
[228]
[228] V. I. Lenin: “El Estado y la revolución”, Obras completas, Progreso, Moscú 1986, tomo 33, p. 105.

5 de enero de 2016

VAROUFAKIS QUIERE A COLAU EN SU NUEVO MOVIMIENTO SOCIALDEMÓCRATA EUROPEO

Arturo Inglott. Canarias Semanal 

El mediático exministro de Finanzas griego Yanis Varoufakis anunciaba el pasado sábado, 2 de enero, su intención de sumar a la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, a su nueva formación política, bautizada como "Movimiento europeo del cambio".
El proyecto político de Varoufakis se presentará el próximo 9 de febrero en Berlín. Para su lanzamiento ha establecido ya contacto con varios líderes políticos que él considera como de "cambio" con respecto a las políticas defendidas por el gobierno alemán. Entre estos destacan , junto a la regidora de la ciudad Condal, el ex-ministro "socialista" alemán Oskar Lafontaine y los conocidos economistas keynesianos Paul Krugman y Joseph Stiglitz.
Como se recordará, Varoufakis, ex mano derecha del primer ministro griego Alexis Tsipras, rompió con su partido Syriza después de que fuera apartado de su puesto de negociador en la UE, por diferencias con Tsipras en torno a la forma en la que debían desarrollarse estas conversaciones. Dicha ruptura fortaleció la imagen del economista y ex ministro como representante de los intereses del pueblo griego frente a la Troika.
El proyecto político d ex ministro de finanzas griego es presentados hoy por la prensa europea como un movimiento de “internacionalismo radical” de izquierdas.
Una caracterización que, sin embargo, contrasta con las propias concepciones económicas y políticas de Yanis Varoufakis. Hace apenas dos años, en mayo de 2013, Varoufakis manifestaba explícitamente en el 6º Festival Subversivo de Zagreb sus ideas acerca de lo que - en su opinión - le correspondía hacer en este momento a la "izquierda" del continente.
Varoufakis sostuvo en su presentación que "por mucho que repugne a los radicales, el deber histórico de la izquierda en esta coyuntura particular es estabilizar el capitalismo, salvarlo de sí mismo y de los inútiles gestores de la crisis en la eurozona".
Varoufakis afirmó también que "un análisis del capitalismo europeo y de la condición actual de la izquierda obliga a trabajar en pro de una amplia coalición, incluso con partidos de derecha, para resolver la crisis de la eurozona y estabilizar la Unión Europea".
En meses pasados, el exministro heleno adelantaba que el objetivo de su movimiento político no es establecer sucursales políticas en cada país, sino que la fórmula organizativa y electoral será en cada caso fruto de decisiones colectivas y orgánicas.
Según manifestaba en una reciente entrevista concedida a El Diario, eso podría traducirse en “un nuevo partido en algunos países” o en “establecimiento de alianzas con partidos ya existentes en otros”.
Pero, más allá de estos aspectos formales, los planteamientos políticos de Yanis Varoufakis no permiten aventurar que su proyecto, inscrito en la corriente neosocialdemócrata que pugna por ocupar el lugar de los viejos partidos socialistas, pueda atreverse a impulsar alguna ruptura con el marco impuesto por las instituciones de la UE en representación de la banca europea.

NOTA DEL EDITOR DE ESTE BLOG:
Desde el punto de vista de quienes de “marxistas erráticos” no tenemos nada, la noticia sobre el “proyecto Varoufakis” es positiva. Esta especie de mitosis socialdemócrata no es en realidad una expansión de la nueva socialdemocracia sino una división cuyo fracaso lleva el mismo sello de origen que Syriza. La posible extensión de su movimiento está muy condicionada a su persona y a algún/a otro/a notable, posiblemente la señora Colau, a la que se cita en la noticia y que, como él nunca cuestiono el capitalismo sino que lo consagró (no otra cosa es su prioridad de la propiedad privada a través de la dación en pago sobre el derecho a la vivienda) pero carecerá de otro valor que el de la extensión a la UE de su proyecto, lo que lo acerca más a Monet o a de Gasperi que a Olof Palme, el cuál le queda bastante izquierdista. En todo caso, no hay novedad en su idea de despliegue europeista, pues Syriza y Podemos tenían la misma pulsión de crear clones europeos que el calvo.

Que pretenda recurrir a economistas keynesianos como Krugman y Stiglitz nos habla claramente de su recorrido izquierdista, pues la teoría keyenesiana nunca fue otra cosa que una hija bastarda del liberalismo, por mucho que los ignorantes y los pseudoizuierdistas pretendan vendernos su mercancía.

Varoufakis, si llegara a tener algún éxito, aceleraría el fracaso de las nuevas socialdemocracias, del mismo modo en que Syriza dejóclaro lo que se podía esperar de ellas y que a Podemos ya no le reconoce ni su madre, al menos en lo programático, si bien algunos le vimos desde que aún era un embrión el cartón del atrezo de su farsa.

Por cierto, al insistir los propios neosocialdemóctratas en la expresión “izquierda radical”, lejos de confundirse con lo que es la izquierda revolucionaria y comunista, dejan claro lo que son la mayor parte de los trotskismos, los antiglobalización y otros excipientes del reformismo vergonzante. Veremos que ATTAC no les queda lejos.

4 de enero de 2016

EL ESTADO CREA LOS PARTIDOS QUE NECESITA

Juan Manuel Olarieta. movimientopoliticoderesistencia

No se si debo sorprenderme de que mi artículo No es el bipartidismo lo que está en crisis haya sido calificado por algún lector de “conspiracionista” por asegurar que el Estado crea los partidos que necesita.

Como casi todo el lenguaje posmoderno, lo de “conspiracionista” procede de Estados Unidos y es una etiqueta que utilizan quienes sirven a la ideología dominante para repudiar aquellas reflexiones que van un poco más allá de la versión oficial. Luego sí: soy “conspiracionista”. Sí: la mayor parte de las explicaciones corrientes me parecen superficiales, propias de tertulianos y charlatanes.

Pero sobre todo: yo no opongo las “conspiraciones” a la lucha de clases. La clase obrera “conspira” cada día contra sus explotadores y estos (y sus instrumentos de dominación) hacen lo mismo de manera centuplicada. Así viene ocurriendo, al menos, desde los tiempos del Imperio Romano hasta ayer sin ir más lejos.

El Estado español, tal y como lo conocemos, nace de una conspiración contra la República, de un intento de golpe de Estado que desembocó en una guerra civil. La conspiración es uno de sus componentes esenciales. No es nada distinto ni de la lucha de clases, ni de la crisis general del capitalismo, sino una de sus expresiones políticas.

Para mi esto es tan obvio que no voy a abundar en ello. Únicamente diré que quienes opinan de otra manera, que son bastantes, no saben a lo que se enfrentan, es decir, no saben qué es exactamente este Estado, cómo funciona y sobre todo: no han estudiado su historia. No me refiero a las historietas típicas con las que los libros de texto engañan a los estudiantes de instituto cuando hablan de la transición, sino a la historia real.

Cuando hablamos de partidos políticos, debemos empezar por el principio de todo, por el Estado franquista que, a diferencia de otros regímenes parecidos, como el nazi alemán o el fascista italiano, no procede de un partido político sino al revés: el Estado franquista creó por decreto su propio partido, llamado FET y de las JONS, con los desechos que tenía más a mano.

La transición continuó exactamente las mismas prácticas franquistas. La UCD no sólo se creó desde el Estado sino desde el gobierno y en torno al entonces presidente del gobierno: Adolfo Suárez. Pero hay algo más: una marioneta como Suárez era incapaz de crear algo así. A Suárez tuvieron que darle todo masticado, incluida la UCD.

Lo mismo se puede decir del actual PP, antes AP (Alianza Popular) y antes Godsa (Gabinete de Orientación y Documentación, Sociedad Anónima), creada, financiada y dirigida por oficiales del servicio secreto de Carrero Blanco.

El alquiler de la sede en Barcelona del Partido Español Nacional Socialista, luego llamado Círculo Español de Amigos de Europa y luego reconvertido en Librería Europa, es decir, uno de los primeros grupos nazis, lo pagaba ese mismo y omnipresente servicio secreto.

Los últimos años del Partido Carlista son la mejor ilustración de lo que estoy diciendo: al mismo tiempo que en 1969 le nombraron al Borbón para suceder a Franco, el Estado se dispuso a desembarazarse de la otra dinastía, la de Carlos Hugo, con todo tipo de manejos, que fueron desde el impulso de una escisión hasta la matanza de Montejurra en 1976, todo ello planificado desde las conocidas cloacas franquistas.

El PSOE es otro partido cortado por ese mismo patrón: tras la experiencia de la Revolución los Claveles en Portugal, el gobierno franquista provocó una escisión en el PSOE para sacudirse de encima a los viejos carcamales republicanos que dormitaban en Francia desde el final de la guerra civil, capitaneados por Rodolfo Llopis, para sustituirlos por sus fieles cachorros (Felipe González, Alfonso Guerra, Enrique Múgica, Nicolás Redondo), capaces de ejercer como oposición domesticada al franquismo, enterrar el recuerdo de la República, apuntalar al capitalismo, mantener las bases militares de la OTAN y combatir a los comunistas, entre otros objetivos que les impusieron.

En 1974 el Estado franquista, por medio de los servicios secretos de Carrero Blanco, llevó a los futuros dirigentes del PSOE hasta Suresnes, cerca de París, para que pudieran cruzar la frontera sin contratiempos, celebraran su Congreso y se hicieran con las riendas del Partido. Luego no es el PSOE quien crea la transición sino la transición quien crea un PSOE a su imagen y semejanza, tal y como lo necesita.

Desde 1939 hasta hoy el Estado fascista legaliza a algunos partidos e ilegaliza a otros, financia a los fieles y castiga a los infieles, reúne coaliciones y provoca escisiones, impulsa a ciertos lacayos y excomulga a otros, cede sus locales para que unos se reúnan libremente al tiempo que impide las de los otros, difunde los mensajes de unos en los medios públicos de comunicación y silencia los de los otros...

La moderna sociología política califica a los Estados occidentales como “Estados de partidos”. Los partidos son su gran coartada. El Estado los necesita para que le vistan con los ropajes de la libertad y la democracia. No puede permitirse el lujo de que desaparezcan sin antes crear otros nuevos exactamente iguales a los anteriores, plenamente adaptados a la nueva situación de bancarrota política.

Al mismo tiempo, hay otro lujo no menos trascendente que el Estado tampoco puede permitirse: que aparezcan partidos que busquen su destrucción, es decir, partidos revolucionarios.

NOTA DEL EDITOR DE ESTE BLOG:
No es la primera vez que publico en este blog un artículo de Juan Manuel Olarieta. Se puede estar o no de acuerdo con sus simpatías políticas concretas. Pero lo que no se puede negar es que es un autor interesante cuyas reflexiones conviene seguir porque enriquecen la capacidad de reflexión política del lector.  

3 de enero de 2016

ARGENTINA OSCILANDO ENTRE LA CRISIS DE GOBERNABILIDAD Y LA DICTADURA MAFIOSA

Jorge Beinstein. La Haine

Ha sido señalado hasta el hartazgo que por primera vez en un siglo el 10 de Diciembre de 2015 la derecha llegó al gobierno sin ocultar su rostro, sin fraude, sin golpe militar, a través de elecciones supuestamente limpias, se trataría de un hecho novedoso.

Es necesario aclarar tres cosas:

En primer lugar resulta evidente que no se trató de “elecciones limpias” sino de un proceso asimétrico, completamente distorsionado por una manipulación mediática sin precedentes en Argentina activada desde hace varios años pero que finalmente derivó en un operativo muy sofisticado y abrumador. Consumada la operación electoral la presidenta saliente fue destituida unas pocas horas antes de la transmisión del mando presidencial mediante un golpe de estado “judicial” demostración de fuerza del poder real que establecía de ese modo un precedente importante, en realidad el primer paso del nuevo régimen.

Esto nos lleva a una segunda aclaración: el kirchnerismo no produjo transformaciones estructurales decisivas del sistema, introdujo reformas que incluyeron a vastos sectores de las clases bajas, reclamos populares insatisfechos (como el juzgamiento de protagonistas de la última dictadura militar), implementó una política internacional que distanció al país del sometimiento integral a los Estados Unidos y otras medidas que se superpusieron a estructuras y grupos de poder preexistentes. Pero no generó una avalancha plebeya capaz de neutralizar a las bases sociales de la derecha quebrando los pilares del sistema (sus aparatos judiciales, mediáticos, financieros, transnacionales, etc.) desarticulando la arremetida reaccionaria. La alternativa transformadora radicalizada estaba completamente fuera del libreto progresista, la astucia, el juego hábil y sus buenos resultados en el corto y hasta en el mediano plazo maravilló al kirchnerismo, lo llevó por un camino sinuoso, acumulando contradicciones marchando así hacia la derrota final. Nunca se propuso transgredir los límites del sistema, saltar por encima de la institucionalidad elitista-mafiosa de las camarillas judiciales apuntaladas por el partido mediático componentes de una lumpenburguesía que aprovechó el restablecimiento de la gobernabilidad post 2001-2002 para curar sus heridas, recuperar fuerzas y renovar su apetito.

Como era previsible las clases medias, grandes beneficiarias de la prosperidad económica de los años del auge progresista, no se volcaron de manera agradecida hacia el kirchnerismo sino todo lo contrario, azuzadas por el poder mediático retomaron viejos prejuicios reaccionarios, su ascenso social reprodujo formas culturales latentes provenientes del viejo gorilismo, del desprecio a “la negrada” enlazando con la ola regional y occidental en curso de aproximaciones clasemedieras al neofascismo. No se trató entonces de una simple manipulación mediática manejada por un aparato comunicacional bien aceitado sino del aprovechamiento derechista de irracionalidades ancladas en los más profundo del alma del país burgués.

La tercera observación es que el fenómeno no es tan novedoso. Si bien es cierto que el proceso de manipulación electoral se inscribe en el marco del declive del progresismo latinoamericano y que fue realizado de manera impecable por especialistas de primer nivel seguramente monitoreados por el aparato de inteligencia de los Estados Unidos, no deberíamos olvidar que antes de la llegada del peronismo en 1945 la sociedad argentina había sido moldeada por cerca de un siglo de república oligárquica (que no fue abolida durante el período de gobiernos radicales entre 1916 y 1930) dejando huellas culturales e institucionales muy profundas atravesando las sucesivas transformaciones de las elites dominantes como una suerte de referencia mítica de una época donde supuestamente los de arriba mandaban mediante estructuras autoritarias estables. Constituye una curiosa casualidad cargada de simbolismo pero lo cierto es que fue el presidente “cautelar-instantáneo” Federico Pinedo impuesto por la mafia judicial el encargado de entregar el bastón presidencial a Macri. Federico Pinedo: nieto de Federico Pinedo, una de la figuras más representativas de la restauración oligárquica de los años 1930, bisnieto de Federico Pinedo Rubio intendente de Buenos Aires hacia fines del siglo XIX y luego diputado nacional durante un prolongado período como representante del viejo partido conservador. Seguir la trayectoria de esa familia permite observar el ascenso y consolidación del país aristocrático colonial construido desde mediados del siglo XIX. El lejano descendiente de aquella oligarquía fue el encargado de entregar los atributos del mando presidencial a Mauricio Macri, por su parte heredero de un clan familiar mafioso de raiz italo-fascista[1], instaurador de un “gobierno de gerentes”. Los avatares de un golpe de estado instantáneo establecieron un simbólico lazo histórico entre la lumpenburguesía actual y la vieja casta oligárquica.

La crisis
El contexto económico internacional viene dado por una crisis deflacionaria motorizada por el desinfle de las grandes potencias económicas. Estados Unidos, la Unión Europea y Japón navegando entre el crecimiento anémico, el estancamiento y la recesión, China desacelerando su crecimiento y Brasil en recesión sobredeterminan una coyuntura marcada por el enfriamiento de la demanda global lo que deprime los precios de las materias primas y estanca o achica los mercados de productos industriales. En suma un panorama mundial negativo para un país como la Argentina principalmente exportador de materias primas y en menor escala de productos industriales de mediano-bajo nivel tecnológico.

Ante ese ciclo internacional adverso, desde el punto de vista teórico la economía Argentina para no caer en la recesión debería apoyarse cada vez más en la expansión y protección de su mercado interno, su tejido industrial, su autonomía financiera. Sin embargo el gobierno de Macri inicia su mandato haciendo todo lo contrario: achicando el mercado interno mediante la reducción drástica en términos reales de salarios y jubilaciones, aumentando el endeudamiento externo, desprotegiendo al grueso de la estructura industrial. A ello apuntan sus decisiones económicas iniciales como la megadevaluación, la eliminación o disminución de impuestos a las exportaciones, la suba de las tasas de interés, la liberalización de importaciones, y pronto la eliminación de subsidios a los servicios públicos con el consiguiente aumento de sus tarifas. Se trata de una gigantesca transferencia de ingresos hacia los grupos económicos más concentrados (grandes exportadores agrarios, empresas y especuladores financieros poseedores de fondos en dólares, etc.), de un saqueo descomunal que se irá prolongando en el tiempo al ritmo de las subas de precios, las depresiones salariales, las devaluaciones y los tarifazos. Crecerá la desocupación, la pobreza y la indigencia, la concentración de ingresos avanzará (ya está avanzando) rápidamente, el crecimiento económico nulo o negativo serán inevitables.

Según ciertos expertos estaríamos embarcados en una vorágine completamente irracional marcada por la declinación del grueso de la industria y la desintegración de la sociedad resultado de la aplicación ortodoxa de recetas neoliberales “equivocadas”. Pero el gobierno no se equivoca, actúa según la dinámica de una lumpenburguesía portadora de una racionalidad instrumental cuyo fin no es otro que el de la acumulación rápida de riquezas saqueando todo lo que se le cruza en el camino. La racionalidad de los bandidos dueños del poder no es la del desarrollo económico armonioso y general que anida en la cabeza de ciertos economistas.

Así es como hemos pasado de una versión suave de la política económica contra-cíclica (desde el punto de vista de la tendencia de la economía global) a una política pro-cíclica que se incorpora con notable ferocidad a la degeneración general (financiera, institucional, ideológica, etc.) del mundo capitalista.

El progresismo gobernó entre 2003 y 2015 restableciendo la gobernabilidad del sistema, todo anduvo bien mientras la bestia lamía sus heridas en un contexto de relativa prosperidad recomponiéndose del terremoto de los años 2001-2002, pero desde 2008 las cosas fueron cambiando: el achatamiento del crecimiento económico exacerbó su voluntad por acaparar una porción mayor de la torta, en ese sentido el 10 de diciembre de 2015 puede ser visto como el punto de inflexión, como un salto cualitativo del poder draculiano de las élites dominantes inaugurando una etapa de decadencia de la sociedad argentina. Las fuerzas entrópicas, devastadoras, lograron imponer su dinámica.

Dos escenarios
Nos encontramos ante los primeros pasos de una aventura autoritaria de trayectoria incierta. No se trata de un hecho producto del azar sino del resultado de un prolongado proceso de maduración (degeneración) de las élites dominantes de Argentina convertidas en jaurías depredadoras coincidentes con el fenómeno global de financierización y decadencia. Basta con echarle una mirada al gobierno y sus respaldos donde sobreabundan personajes acusados de ser delincuentes financieros como Prat Gay, Melconian o Aranguren, o “padrinos” como Cristiano Rattazzi, Paolo Roca, Franco Macri (y su hijo-presidente) o de otros señalados como agentes de la CIA como Susana Malcorra o Patricia Bullrich[2], para percibir que la tragedia local no es más que un apéndice periférico de un capitalismo global embarcado en una loca carrera liderada por lobos de Wall Streeet, militares delirantes y políticos corruptos destruyendo países enteros, triturando instituciones, saqueando recursos naturales imponiendo un proceso de destrucción a escala planetaria.

La lumpenburguesía argentina, su articulación mafiosa en la cúpula del poder (empresario, judicial, mediático) y sus prolongaciones institucionales y abiertamente ilegales ha dejado de ser la fuerza dominante en las sombras, jaqueando, condicionando, bloqueando, imponiendo, para asumir abiertamente el gobierno. Esto puede ser atribuido a varios motivos entre otros a la inexistencia de un elenco de “políticos” con capacidad de decisión como para implementar el mega-saqueo en curso, entonces son los gerentes los que deben hacerse cargo de manera directa del Poder Ejecutivo, es decir “técnicos” completamente ajenos al embrollo electoral.

El nuevo esquema resulta sumamente eficaz a la hora de adoptar medidas contundentes contra la mayoría de la población pero aparece muy poco útil para amortiguar el inevitable descontento popular (incluido el de una porción significativa de incautos votantes de Macri). Las camarillas sindicales podrán durante un corto período generar inacción, algunos políticos provinciales empujarán en el mismos sentido, los medios masivos de comunicación buscarán distraer, confundir, justificar (ya lo están haciendo) intensificando la campaña de idiotización pero todo eso es insuficiente frente a la magnitud del desastre en curso.

Por otra parte el carácter lumpen, inestable del régimen macrista afectado por previsibles disputas internas, golpes financieros, turbulencias exógenas de todo tipo propias de un sistema global a la deriva y además (principalmente) presionado por una base social cuyo descontento irá ascendiendo como una avalancha gigantesca, va dejando al descubierto la única alternativa posible de gobernabilidad mafiosa.

Se trata de la formación de un sistema dictatorial con rostro civil y de configuración variable. Tiene claros antecedentes internacionales recientes, viene guiado por el aparato de inteligencia de los Estados Unidos y se apoya en la llamada doctrina de la Guerra de Cuarta Generación cuyo objetivo central es la transformación de la sociedad objeto de ataque en una masa amorfa, degradada, acosada por erupciones “desprolijas” de violencia caótica y en consecuencia impotente ante el saqueo. Irak, Libia, Siria aparecen como experiencias de manual extremas y lejanas, por el contrario México o Guatemala son paradigmas latinoamericanos a tener en cuenta aunque la especificidad argentina aportará seguramente rasgos originales. Tenemos que pensar en una combinación pragmática de distintas dosis de represión directa “clásica”, judicialización de opositores sindicales, políticos, etc., bombardeo mediático (diversionista y/o demonizador), represión clandestina, incentivos a la rivalidades intrapopulares (cuanto más sanguinarias mejor), irrupción de bandas que aterrorizan a la población (como las “maras” en América Central o los batallones de narcos de México), fraudes electorales, etc. De ese modo Argentina entraría de lleno en el siglo XXI signado por el ascenso del capitalismo tanático.
Sin embargo esa estrategia no se puede instalar plenamente de un día para otro, requiere tiempo y una cierta pasividad inicial de las bases populares, además encontraría serias dificultades ante una sociedad compleja como la Argentina, con un amplio abanico de clases bajas y medias portadoras de culturas, capacidad de organización, de historias que desde la mirada superficial de los gerentes financieros y de los expertos en control social no aparecen como amenazas visibles (o aparecen como resistencias o nostalgias impotentes) pero que constituyen latencias, bombas de tiempo de enorme poder que pueden estallar en cualquier momento. Este desafío desde abajo converge con el temor de los de arriba a puebladas inmanejables conformando grandes interrogantes gelatinosos que generalizan la incertidumbre en las elites, deterioran su psicología.

La no viabilidad de ese escenario siniestro, su posible empantanamiento, dejaría abierto el espacio para el desarrollo de un segundo escenario: el de una crisis de gobernabilidad mucho más devastadora que la de 2001. En ese caso la fantasía elitista de la recomposición dictatorial-mafiosa del poder político no habría sido otra cosa que una ilusión burguesa acompañando al fin de la gobernabilidad, al comienzo de un período de alta turbulencia, de desintegración social de duración impredecible. El progresismo tan despreciado por las elites y sus preservativos de clase media habría sido un paraíso capitalista destruido por sus principales beneficiarios.

Como vemos el infierno mafioso no es inevitable aunque no deberíamos subestimar la capacidad operativa de sus ejecutores locales y su mega padrino imperial, los Estados Unidos están lanzados a la reconquista de su patio trasero latinoamericano.

¿Hacia dónde va esta historia?: la resistencia popular tiene la respuesta.

NOTAS:
[1] Horacio Verbitsky, "A las Malvinas en subte. El rol de la P-2, los Macri, FIAT y TECHINT en la guerra de 1982", http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-190366-2012-03-25.html
[2] ARGENTINA: la nueva ministra de Exteriores pertenece a la CIA, según Diosdado Cabello.
- El presidente de la Asamblea Nacional (AN) de Venezuela, Diosdado Cabello, declaró que la canciller argentina, Susana Malcorra, pertenece a la Agencia Central de Inteligencia de EE.UU. (CIA, por sus siglas en inglés). “Estuvo aquí, la recibí yo en mi oficina, es la CIA misma, se la nombraron de canciller al señor (Mauricio) Macri”, presidente electo de Argentina, subrayó Cabello en su programa semanal de los miércoles, transmitido por el canal estatal Venezolana de Televisión (VTV).
- También Patricia Bullrich reporta a “la agencia” y probablemente lo hagan otros y otras, como Laura Alonso. El rumor que corre es que Macri prácticamente no conoce a Malcorra y que le fue impuesta telefónicamente por el Departamento de Estado.
- Pájaro Rojo, 11/12/2015, http://pajarorojo.com.ar/?p=20433