Alfredo
Apilánez. Trampantojos y embelecos
La
"nueva izquierda" y el trampantojo de la desigualdad
"Hay que preguntarse si
la economía pura es una ciencia o si es “alguna otra cosa”,
aunque trabaje con un método que, en cuanto método, tiene su rigor
científico. La teología muestra que existen actividades de este
género. También la teología parte de una serie de hipótesis y
luego construye sobre ellas todo un macizo edificio doctrinal
sólidamente coherente y rigurosamente deducido. Pero, ¿es con eso
la teología una ciencia?”
Antonio
Gramsci
“Sería
una gran tragedia detener los engranajes del progreso sólo por la
incapacidad de ayudar a las víctimas de ese progreso”
Alan
Greenspan, presidente de la Reserva Federal (1987-2006)
No
existe tema que concite actualmente debates más vehementes sobre
cuestiones económicas que el de las causas y posibles medidas
correctoras de las crecientes desigualdades de renta y de riqueza
agudizadas en estos tiempos de crisis y de recrudecimiento del embate
neoliberal.
En
los últimos cuarenta años, el peso de los salarios en la renta
nacional ha sufrido un significativo descenso en paralelo a la
extraordinaria acumulación de riqueza en el fastigio de la pirámide
social (la moda de referirse al abismo entre el 1 y el 99% remite a
esta extrema divergencia entre la cúspide y la base).
El
éxito reciente del texto de Piketty
(“El capital en el siglo XXI”) demuestra la enorme
preocupación que la erosión acelerada de los colchones
amortiguadores del Welfare State perpetrada por la apisonadora
neoliberal suscita en las capas sociales ilustradas nostálgicas del
capitalismo con “rostro humano”.
El
arco de opiniones “respetables” abarca desde las posturas-
llamémoslas “redistribuidoras”- de los restos de la
socialdemocracia que ejemplifica Piketty (defensor de medidas
correctoras, como un impuesto global sobre la riqueza que
contrarreste las tendencias hacia una forma de capitalismo
“patrimonial” marcado por lo que califica como
desigualdades de riqueza y renta “aterradoras”) hasta el
despiadado neoliberalismo privatizador y desregulador de los
cachorros de Friedman y Hayek.
Los
“redistribuidores” ponen el foco asimismo en la necesidad
de poner coto (la Tasa
Tobin y la lucha contra los paraísos fiscales serían ejemplos
paradigmáticos) a la colosal extracción de rentas por parte del
capital financiero y de los monopolios energéticos que agostan con
su voracidad parasitaria las virtudes de las sanas actividades
productivas que –en caso contrario- derramarían sus dones sobre el
tejido social.
La
contraposición entre rentismo financiarizado depredador versus
capitalismo temperado creador de riqueza y empleo domina el discurso
regenerador (la obra –en otros aspectos interesantísima- de Steve
Keen o Michael
Hudson ilustra bien esta posición) de la izquierda reformista.
El Estado debe, por tanto, mediante regulaciones financieras
estrictas y medidas fiscales deficitarias de incremento del gasto y
la inversión públicos, posibilitar la corrección de las fuerzas
desatadas por la brutalidad de la agresión neoliberal (detener el
“austericidio”) orientándolas hacia cauces que reviertan
los rasgos patológicos en pos de un capitalismo bonancible
(recuperar la soberanía monetaria, controlar el casino financiero,
cambio de modelo energético, etc.).
Tales
planteamientos, hegemónicos en la “nueva izquierda”
institucional y en extensos ámbitos de los movimientos sociales,
están atrapados en un falso dilema y eluden afrontar el núcleo del
problema que aparentemente desean mitigar. Dicho de una forma un poco
brutal: “su impotencia deriva de su mojigatería”.
El
acento puesto en la corrección de las iniquidades (“vivimos en
un mundo donde el patrimonio neto de Bill Gates supera el PIB de
Haití durante 30 años”) o en la utópica reforma financiera
que embride la “fiera rentista” evita enfrentarse con las causas
estructurales que las provocan. El agudo crecimiento de la fractura
social que reflejan los terribles niveles de desigualdad y la
hegemonía de la “máquina de succión” financiera son en
realidad síntomas (epifenómenos) de un proceso
más profundo: el agotamiento de la base de rentabilidad del
capitalismo fordista-fosilista de los "treinta
gloriosos" y de su función social legitimadora
(combinando el “american way of life” de la sociedad de
consumo con sistemas de protección social a la europea).
Poner
el acento en las políticas paliativas y en el control de las
finanzas desaforadas (como si fuera posible un sistema posneoliberal,
con una distribución del ingreso más equitativa y un sector
financiero “domesticado”, al servicio de las actividades
productivas, dentro del marco capitalista), ejes neurálgicos de los
discursos moderados de los fustigadores de los excesos de la Bestia,
omite el análisis –nunca más imperioso que en la actualidad- del
funcionamiento de la "sala de máquinas". Y, a su pesar, el
discurso regenerador cae en la sutil trampa tendida por la economía
ortodoxa que -con la pretensión de cientificidad que se arroga-
trata los problemas distributivos como independientes de las
instituciones de propiedad y de las relaciones sociales de
producción. Se constituye así un campo de juego "neutral"
que logra colar la ilusión de que, con el timonel adecuado, el
control del Estado -como pretendido agente reequilibrador- será
capaz de voltear las relaciones de poder social a favor de las clases
subalternas.
Al
no explicar los mecanismos reales –y su evolución histórica- a
través de los cuales la acumulación de capital esquilma sus fuentes
nutricias queda en la penumbra el auténtico foco infeccioso que
causa los síntomas que se pretenden combatir: la creciente
dificultad de exprimir el jugo del trabajo humano que lo alimenta
como sustrato de la violencia creciente –de la cual la impúdica
desigualdad y la financiarización rentista son las manifestaciones
más visibles- que el orden vigente ejerce sobre el ser humano y su
medio natural.
Una
prueba indirecta de esa centralidad de los procesos de extracción de
riqueza social que se desarrollan en la “sala de máquinas”
del capitalismo sería la ocultación sistemática de los mecanismos
reales del funcionamiento del reino de la mercancía llevada a cabo
por la disciplina que tendría como finalidad primordial desvelarlos.
La economía vulgar se contenta, en las fieramente sarcásticas
palabras de Marx, con “sistematizar, pedantizar y proclamar como
verdades eternas las ideas banales y engreídas que los agentes del
régimen burgués de producción se forman acerca de su mundo, como
el mejor de los mundos posibles”.
Los
ejes sobre los que gira la agudización de la lucha por el producto
social (la creciente explotación del trabajo y la exacerbación del
imperialismo belicista; la expropiación financiera a través del
monopolio de los medios de pago y del imperio de la deuda en manos de
la banca privada y la destrucción de los mecanismos redistributivos
que el Estado “benefactor” implementó para amortiguar los
acerados efectos de los desbridados "mercados libres")
están cuidadosamente ocultos bajo un marco conceptual permeado por
la ideología dominante. Su principio axial, como decimos, es la
consideración de las leyes que determinan la distribución del
ingreso y del excedente social (que eran el objeto fundamental de la
economía política para los clásicos: "la ciencia que se
ocupa de la distribución del ingreso entre las clases sociales",
en la definición de David Ricardo) como totalmente independientes de
las instituciones de propiedad y de las relaciones sociales de
producción.
Todos
los datos relevantes (precios, salarios, beneficios y rentas) del
reparto de la “tarta” se obtienen de los maravillosos
modelos matemáticos construidos por los apóstoles de la teología
económica a mayor gloria de la libertad de mercado y de la soberanía
del consumidor. De este modo, los reformistas de nuevo cuño, al
priorizar únicamente el eje redistribuidor-paliativo dejando intacta
la “máquina de succión” de riqueza social que sigue
operando en las calderas del modo de producción, coinciden
involuntariamente con uno de los axiomas basales de la teoría
ortodoxa: la exclusión de la redistribución de la renta, de las
condiciones de producción y de las relaciones de propiedad del campo
de la “ciencia” económica para dejarlos en manos de los
bienintencionados legisladores y gestores de las políticas públicas
(encargados de corregir externalidades y demás impurezas residuales
generadas por el cuasi perfecto funcionamiento autónomo de las
fuerzas del mercado libre y la iniciativa individual).
La
crítica de las “verdades eternas” (“las verdades
económicas son tan ciertas como la geometría” pontificaba
solemnemente Alfred Marshall) proclamadas acerca del reino del
capital por su discurso legitimador debería contribuir a descorrer
el velo que camufla cuidadosamente el engranaje interno del régimen
de producción de mercancías cuyos dos ejes claves son la
agudización de la explotación del trabajo y de la expropiación
financiera rentista que propulsa la financiación de colosales
burbujas de bienes raíces por parte de la banca privada.
Así
pues, al contrario de la opinión de Paul Sweezy (que en su texto
clásico ‘Teoría
del desarrollo capitalista’ justificaba centrarse
únicamente en la exposición constructiva del análisis marxista en
lugar de dedicar ímprobos esfuerzos a la “ingrata tarea”
de una crítica del discurso del capital), desvelar la condición
profundamente ideológica de la teología
económica debería servir, no sólo para revelar sus flagrantes
inconsistencias al servicio de sus intereses de clase, sino sobre
todo para evitar que la pusilanimidad y la falta de rigor de una
visión superficial de la realidad y de las fuerzas sociales en pugna
por parte de las fuerzas progresistas aumenten la sensación de
impotencia que amplias capas populares sienten ante la aparente
imposibilidad de lograr cotas reales de cambio social.
Continuará...