15 de abril de 2013

EL MINISTRO DE ECONOMÍA, LUIS DE GUINDOS, TAMBIÉN VENDIÓ ‘PREFERENTES’

El diputado Antonio Hurtado muestra los
documentos en los que se demuestra que
Lehman Brothers, compañia de la que De
Guindos fue Presidente para España y
Portugal, vendió preferentes
Luis Díez. Cuarto Poder
Cuando el hombre de la pajarita subió a la tribuna de oradores, el ministro de Economía y Competitividad, Luis de Guindos, mantenía el dominio de la situación y parecía tranquilo. No esperaba que el hombre de la pajarita, Antonio Hurtado, diputado socialista por Córdoba y portavoz adjunto en la Comisión de Economía, fuese tan peligroso. Pero lo era. Hurtado desveló que cuando el ahora ministro De Guindos era presidente ejecutivo de Lehman Brothers vendió una gran cantidad de participaciones preferentes a muchos ahorradores estafados, algunos de los cuales seguían el debate desde el palco de invitados. El ministro frunció el entrecejo y elevó el tono en la réplica, pero no pudo desmentir a Hurtado. La estafa de las preferentes afecta a más de 100.000 personas en toda España.

Dijo el economista Hurtado: “He estado viendo unas 20 sentencias judiciales favorables a estas personas (los ahorradores engañados). Nunca con la intención de encontrarme con lo que me he encontrado y que creo que debe conocer la Cámara, porque para mí ha sido una sorpresa, desde la más absoluta sinceridad. De las 20 que he visto, me he encontrado que un tercio de ellas corresponde a la comercialización de preferentes de Lehman Brothers. Participaciones comercializadas a través de otras entidades, emitidas por Lehman Brothers, y comercializadas durante los años 2006 a 2008, siendo usted presidente ejecutivo de esa entidad (quebrada) en España y Portugal. ¿Qué le quiero decir con esto? Que usted no está legitimado para hablar de herencia, porque usted ha sido parte del sistema financiero, parte de los causantes”.

No terminó ahí la acusación, pues Hurtado recordó que antes del primer movimiento de la “puerta giratoria”, De Guindos amplió en 2003, como Secretario de Economía del último gobierno de Aznar, las desgravaciones fiscales para que se emitiesen muchísimas más preferentes, en contra de las advertencias del Banco de España. “¿Ha leído usted el último informe del Defensor del Pueblo? El Informe dice que en 2002, siendo usted secretario de Estado de Economía, el Banco de España advirtió que las participaciones preferentes tenían un peso muy elevado en los recursos bancarios y señaló que la comercialización estaba siendo inadecuada. Ese informe le llegó a usted, pero en 2003 adoptó una medida, no para evitar lo que le estaba informando el Banco de España, sino, justamente, lo contrario: ampliar las desgravaciones fiscales para que se emitiesen muchísimas más preferentes”.

Al ministro se le atragantó el sapo. En la réplica, Hurtado se interesó por las buenas prácticas de De Guindos en el otro lado de la puerta giratoria, y le preguntó si siendo presidente ejecutivo de Lehman Brothers había avisado a las entidades que comercializaban sus preferentes de que la entidad iba a quebrar, y si él había perdido dinero en ese producto bancario. Unas preguntas molestas que tampoco merecieron la respuesta del ministro, cuyo objetivo fue presentar el decreto gubernamental para que una comisión de arbitraje examine, caso por caso, los depósitos de los ahorradores en participaciones preferentes y determine si les devuelven el dinero o solo una parte.

Los afectados que asistían al debate no pudieron contenerse y estallaron en gritos de protesta–“¡Queremos nuestro dinero!”–, lo que obligó al presidente Jesús Posada a ordenar a los ujieres y policías que los desalojaran. Dos que imprecaron a sus señorías y a los miembros del Gobierno presentes, llamándoles “chorizos, ladrones, sinvergüenzas”, fueron fichados y no podrán entrar en el Congreso en dos años. Pese a la aparente tranquilidad del ministro, muchos periodistas saben que los “escraches” de los estafados por el sistema financiero rescatado por Bruselas le molestan muchísimo. El martes pasado, un grupo de “preferentistas” le esperó a las 9 de la mañana ante el Hotel Ritz para manifestar su protesta. Después, los escoltas del ministro se emplearon a fondo en revisar los bolsos de las periodistas y en exigir el carné de identidad a los informadores en una sala del interior del hotel desde la que seguían su intervención y la de su colega de Agricultura, Miguel Árias Cañete, en un “desayuno informativo”, no fuera a ser que hubiera escrachadores entre ellos.
Una de las personas afectadas por las preferentes que
fueron desalojadas de la tribuna de público del Congreso
La sesión plenaria del jueves estuvo marcada por los desalojos; el presidente Posada también desalojó de la tribuna de oradores a los diputados de ERC Joan Tardà, Alfred Bosch y Teresa Jordà porque, uno tras otro, insistieron en hablar en su “lengua materna”, el catalán, “en lógica correspondencia” con la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña que obliga al sistema educativo catalán a impartir la clase en castellano si un alumno lo pide. Posada no aceptó “esa correspondencia” invocada por Tardà y pidió a los de ERC que intenten reformar el reglamento, como ya hicieron hace seis años sin ningún resultado.

Tampoco el Gobierno de Mariano Rajoy acepta la “correspondencia” del uso del catalán en la Administración General del Estado. El ejemplo más reciente es el de la viuda de un funcionario de Hacienda destinado en Barcelona que para solicitar su pensión remitió a la Delegación de Hacienda de Madrid el certificado de defunción de su cónyuge redactado en catalán y le fue rechazado. El diputado de CiU Carles Campuzano preguntó al Gobierno si “consideraba razonable” ese rechazo, máxime cuando las diferencias en este tipo de escritos son mínimas: “defunció por defunción, mort el día por muerto el día y tom por tomo”. Y el Gobierno le contestó el 21 de enero pasado: “La lengua de los procedimientos tramitados en la Administración General del Estado es y será el castellano”. O como diría Cristóbal Montoro, concernido en este caso: “¿Les queda claro?”

14 de abril de 2013

¿POR QUÉ FOUCAULT SE ESTUDIA TANTO EN LA ACADEMIA?


John Zerzan (* ). Grupo Antimilitarista Tortuga
En 1985, el sida se llevó a la influencia más ampliamente conocida del posmodernismo, Michel Foucault. Llamado a veces "el filósofo de la muerte del hombre" y considerado por muchos como el mayor de los discípulos modernos de Nietzsche, sus amplios estudios históricos (por ejemplo, sobre la locura, las practicas penales o la sexualidad), lo hicieron bien conocido, aparte de que éstos por sí mismos sugieren diferencias entre Foucault y el relativamente más abstracto y ahistórico Derrida. Como hemos dicho, el estructuralismo había devaluado con energía al individuo a partir de fundamentos mayormente lingüísticos, en tanto que Foucault caracterizaba al "hombre (como) sólo una invención reciente, una forma que no ha cumplido aún los doscientos años, un simple pliegue de nuestro conocimiento que pronto desaparecerá". Su énfasis está puesto en la explicación del "hombre" como aquello que se representa y se produce como un objeto, específicamente como una invención implícita de las modernas ciencias humanas. A pesar de su estilo personal, las obras de Foucault se hicieron mucho más populares que las de Horkheimer y Adorno (por ejemplo, la Dialéctica de la Ilustración) o las de Erving Goffman[1], en la misma línea de descubrir el programa secreto de la racionalidad burguesa. Foucault señaló que fueron las tácticas "individualizadoras" puestas en juego por las instituciones clave a comienzos del siglo XIX (la familia, el trabajo, la medicina, la psiquiatría, la educación), con sus roles disciplinarios y normalizadores dentro de la modernidad capitalista emergente, las que crearon al "individuo" por y para el orden dominante.

Típicamente posmodernista, Foucault rechaza el pensamiento originario y la noción de que hay una "realidad" detrás o por debajo del discurso prevaleciente de una época. Además, el sujeto es una ilusión creada esencialmente por el discurso, un "yo" constituido más allá de los usos lingüísticos imperantes. Y así, ofrece sus detalladas narraciones históricas, llamadas "arqueologías" del saber, en lugar de concepciones teóricas, como si ellas no llevaran consigo ninguna ideología o supuestos filosóficos. Para Foucault no hay fundamentos de lo social que puedan ser aprehendidos más allá del contexto de los variados períodos, o epistemes, como los denomina; los fundamentos cambian de una episteme a otra. El discurso dominante, que constituye a sus sujetos, aparentemente se da forma a sí mismo; es éste un planteamiento bastante inútil para la historia, que resulta sobre todo del hecho de que Foucault no hace referencia alguna a los grupos sociales, sino que se centra por completo en sistemas de pensamiento. Otro problema surge de su concepción de que la episteme de una época no puede ser conocida por aquellos que actúan dentro de ella. Si la conciencia es precisamente la que, según el propio Foucault, no logra ser consciente de su relativismo, o saber lo que podría tener en común con epistemes precedentes, entonces la propia conciencia elevada y abarcadora de Foucault resulta imposible. Esta dificultad es reconocida al final de La arqueología del saber (1972), pero permanece sin respuesta, como un problema inocultable y obvio.

El dilema del posmodernismo es este: ¿cómo es posible afirmar la categoría y validez de sus enfoques teóricos, si no se admiten ni la verdad ni los fundamentos del conocimiento? Si eliminamos la posibilidad de fundamentos o modelos racionales, ¿sobre qué base podemos operar? ¿Cómo podemos entender qué clase de sociedad es aquella a la que nos oponemos y, menos aún, llegar a compartir semejante entendimiento? La insistencia de Foucault en el perspectivismo nietzscheano nos traslada al pluralismo irreductible de la interpretación. Sin embargo, Foucault relativizó el conocimiento y la verdad sólo en cuanto estas nociones se vinculan a sistemas de pensamiento distintos a los suyos. Cuando se lo presionaba sobre este punto, admitía que era incapaz de justificar racionalmente sus propias opciones. De tal modo, el liberal Habermas declara que los pensadores modernos como Foucault, Deleuze o Lyotard son "neoconservadores", al no ofrecer ninguna argumentación coherente para orientarnos en una dirección social antes que en otra. La adopción posmodernista del relativismo (o "pluralismo") significa también que no hay nada que pueda impedir la perspectiva de que una tendencia social reclame el derecho a imponerse sobre otra, ante la imposibilidad de determinar los modelos.

El tema del poder, de hecho, fue central para Foucault y los modos en que lo trató son reveladores. Escribió sobre las instituciones significativas de la sociedad moderna como unidas por una intencionalidad de control, un "continuum carcelario" que expresa la lógica final del capitalismo, de la cual no hay escape. Pero el poder en sí mismo, determinó, es una red o campo de relaciones donde los sujetos son constituidos como los productos y los agentes de aquél. Todo participa así del poder, y de tal forma nada se obtiene intentando descubrir un poder opresivo, "fundamental", para luchar en contra de él. El poder moderno es insidioso y "viene de todas partes". Como Dios, está en todos los sitios y en ninguno a la vez.

Foucault no encuentra ninguna playa debajo de los adoquines, ningún orden "natural" en absoluto. Sólo existe la certeza de regímenes de poder sucesivos, a cada uno de los cuales se debe resistir de algún modo. Pero la aversión típicamente posmodernista de Foucault a la entera noción de sujeto humano hace muy difícil ver de dónde podría provenir esa resistencia, no obstante su concepción de que no hay resistencia al poder que no sea una variante del poder mismo. Respecto al último punto, Foucault alcanzó un callejón sin salida adicional, al considerar la relación del poder con el conocimiento. Llegó a verlos como inextricable y ubicuamente ligados, implicándose directamente el uno al otro. Las dificultades para seguir diciendo algo sustancial a la luz de esta interrelación hizo que renunciara a la larga a una teoría del poder. El determinismo implícito significó, en primer lugar, que su compromiso político se hiciera cada vez más superficial. No resulta difícil entender por qué el foucaltismo fue enormemente promovido por los medios, mientras que el situacionismo, por ejemplo, era ignorado.

Castoriadis se refirió una vez a las ideas de Foucault sobre el poder y la oposición a éste, como "Resistid si eso os divierte, pero sin una estrategia, porque entonces ya no seréis más proletarios, sino poder". El propio activismo de Foucault ha intentado encarnar el sueño empirista de una teoría -y una ideología- libre de teoría, la del "intelectual específico" que participa en luchas limitadas, particulares. Esta táctica considera a la teoría sólo en su uso concreto, como un maletín de herramientas ad hoc para campañas específicas. Sin embargo, a despecho de sus buenas intenciones, la circunscripción de la teoría a una serie de "herramientas" inconexas y perecederas no sólo rechaza una concepción general explícita de la sociedad, sino que también acepta la división general del trabajo que está en el corazón de la alienación y la dominación. El deseo de respetar las diferencias, el saber particular y demás rechaza la sobrevaluada tendencia totalitaria y reductiva de la teoría, pero sólo para aceptar la atomización del capitalismo avanzado con su fragmentación de la vida en las estrechas especialidades que son el ámbito de tantos expertos. Si "estamos atrapados entre la arrogancia de analizar el todo y la timidez de inspeccionar sus partes", como señalara adecuadamente Rebecca Comay, ¿de qué modo la segunda alternativa (la de Foucault) representa un avance sobre el reformismo liberal en general? Esta parece ser una cuestión especialmente pertinente cuando se recuerda hasta qué punto la empresa total de Foucault estuvo orientada a desengañarnos de las ilusiones de los reformadores humanistas a lo largo de la historia. De hecho, el "intelectual específico" viene a ser un intelectual más experto, un intelectual más liberal que ataca problemas específicos antes que la raíz de éstos. Y al contemplar el contenido de su activismo, que se desarrolló principalmente en el campo de la reforma penal, la orientación es casi demasiado tibia como para calificarla incluso de liberal. En los años 80, Foucault "intentó reunir, bajo la égida de su cátedra del Colegio de Francia, a historiadores, abogados, jueces, psiquíatras y médicos relacionados con la ley y el castigo", de acuerdo con Keith Gandal. A todos los policías. "El trabajo que hice sobre la relatividad histórica de la forma prisión", dijo Foucault, "fue una incitación para tratar de pensar en otras formas de castigo". Obviamente, aceptaba la legitimidad de esta sociedad y la del castigo; no más sorprendente fue su descalificación final de los anarquistas como seres infantiles por sus esperanzas en el futuro y su fe en las posibilidades humanas.

(*) Fragmento del Ensayo  La catásfrofe del posmodernismo (el título del artículo no es el original)