Barbara
Garson. TomDispatch
Si
tuviera que poner fecha a la Gran Recesión, podría decir que comenzó en
septiembre de 2008 cuando Lehman Brothers se volatilizó en un fin de semana y
un masivo esquema Ponzi comenzó a derrumbarse. Hasta 2008, sin embargo, la
mayoría de los trabajadores estadounidenses ya había sufrido 40 años de
pérdidas en salarios, seguridad y esperanza, su propia recesión prolongada.
En
los años sesenta me entrevisté con un joven que estaba a punto de licenciarse
del Ejército y, por casualidad, volví a hablar con él en cada una de las dos
décadas siguientes. Aunque murió dos meses antes del colapso de Lehman
Brothers, esos breves encuentros me enseñaron la forma en que la recesión
prolongada condujo directamente a nuestra Gran Recesión.
A
finales de los años sesenta yo estaba trabajando en un café contrario a la
guerra cerca de una base del ejército de la cual los soldados salían hacia
Vietnam. Un joven larguirucho, que hacía poco que había vuelto de “Nam”, era particularmente hábil y
reparaba nuestro tocadiscos o hacía que nuestro viejo mimeógrafo funcionara
correctamente. Pocas veces hablaba de la guerra, excepto para decir que su
compañía estaba drogada todo el tiempo. “Nuestra
consigna”, me dijo una vez, “era ‘no
lo hagamos y digamos que lo hicimos’”. Duane no tenía la menor intención de
convertirse en un veterano profesional de Vietnam como John Kerry cuando lo
sacaran de las filas. Su plan era volver a su casa a Cleveland y compensar el
tiempo perdido en la contracultura civil de esa era.
A
menudo me sentaba con él durante mis descansos, disfrutando de su calor y de su
sentido consciente de sí mismo del humor. Pero miles de soldados pasaron por
ese café y, para decir la verdad, en realidad apenas me di cuenta cuando
partió.
A
principios de los años setenta, General Motors estableció la línea de montaje
más rápida del mundo en Lordstown, Ohio, y la dotó de personal cuya edad
promedio era de 24 años. La administración de GM esperaba que esos trabajadores
saludables e inexpertos pudieran producir 101 coches por hora sin reclamar
como lo harían trabajadores automovilísticos más experimentados. Lo que GM
obtuvo en lugar de reclamos fue una serie de huelgas de celo y situaciones
caóticas que la gerencia calificó de “sabotaje”
sistemático hasta que se dio cuenta de que la palabra afectaba la venta de
coches.
Visité
Lordstown la semana antes de una votación para decidir una huelga, en medio de
especulación en todo el país sobre si una generación de “trabajadores hippies” podría “humanizar
la línea de montaje” y así cambiar para siempre la forma de trabajar en
EE.UU. En un tour guiado de la planta me sorprendió ver a Duane colocando
radios en coches con una pistola de aire. Me reconoció y me pasó una nota con
su número de teléfono.
Lo
llamé y más tarde esa noche, en su casa, me hizo un breve resumen de su vida
desde que dejó el ejército: “Recuerdas,
el día que me desmovilizaron oficialmente me disteis un gigantesco banana split. Bueno, desde entonces
las cosas han ido de mal en peor. Volví a Cleveland y me quedé con mi padre que
estaba cesante. Te digo que fue una experiencia desalentadora. Pero me imaginé
que las cosas iban a mejorar con ruedas, de modo que me compré un coche. Pero
resultó que el coche no era humano y eso fue un problema. De modo que me
imaginé, que necesitaba una chica. Pero resultó que la chica era humana y eso
fue un problema. De modo que terminé trabajando en GM para pagar el coche y la
chica”.
Me
presentó a su esposa embarazada, a la que parecía querer mucho más de lo que
sugería su historia. La joven pareja no tenía quejas sobre la paga de GM. A
pesar de todo, Duane quería progresar una vez que su mujer tuviera el bebé. “Me quedo para poder usar el plan
hospitalario”.
¿Y
cuál pensaba que sería su siguiente paso? “Tal
vez iremos a vivir en el campo”, me dijo. Si eso no resultaba buscaría
trabajo en un sitio menos regimentado, algún sitio donde pudiera hacer algo “que valga la pena”. Para Duane, un
trabajo que valiera la pena no significaba necesariamente lanzar un
transbordador espacial o curar el cáncer. Significaba ver lo que había logrado
–como esas reparaciones de nuestro mimeógrafo en el café– en lugar de hacer
ajustes, retorceduras y retoques en los coches que pasaban cada 36 segundos.
Cuando
Duane y sus amigos hablaban de abandonar trabajos bien pagados no solo se
desahogaban. En aquellos había suficiente trabajo como para que si un amigo se
mudaba a Atlanta o si había un grupo musical que te gustaba en Cincinnati,
podías pedir un aventón y encontrar un trabajo en un día o dos que bastaba para
pagar el arriendo y la comida.
Eso,
por supuesto, hacía que fuera más difícil administrar una empresa. GM se hizo
eco de muchos empleadores en sus quejas sobre absentismo y alto índice de
rotación entre jóvenes trabajadores. En retrospectiva, ese fue probablemente el
momento en que muchos fabricantes estadounidenses comenzar a buscar cómo
encarar su problema laboral. Pero ni Duane ni yo teníamos alguna premonición
sobre la subcontratación y la deslocalización que pronto iniciarían las décadas
de la Gran Recesión para tantas familias de trabajadores. Para nosotros era
todavía una época en la que abundaba el empleo y los estadounidenses no
hablaban de encontrar trabajo, sino de “humanizarlo”.
A
mediados de los años ochenta, hablé en una universidad en Michigan y volví a
ver a Duane, esa vez entre el público. Después de la conferencia conversamos y
lo invité a salir junto a los profesores que habían auspiciado mi conferencia,
pero tenía que ir a buscar a sus hijos al colegio y dejarlos con la niñera a
tiempo para llegar a su turno vespertino. Su esposa, me dijo, los iría a buscar
cuando terminara su turno de día.
“¡Logística complicada!” dije.
“Es una maniobra más complicada que cualquiera
realizada por mi compañía en Nam”,
dijo sarcásticamente.
En
el poco tiempo que teníamos, Duane me habló de su vida laboral. No había vuelto
al campo, pero tampoco seguía trabajando en la industria automovilística. “Demasiados despidos” fue su resumen de
los años pasados. A fin de “mantener la
delantera”, había mejorado sus conocimientos y llegó a ser un maquinista
capacitado. En realidad había seguido mejorado su habilidad hasta el punto en
el que, como explicó, “programo las
máquinas que programan a los otros maquinistas”. Se encogió de hombros como
si quisiera decir: “¿Qué se le va a
hacer?”
En
esos días se estaban introduciendo los ordenadores en las tornerías y tuvieron
el efecto de arrebatar la planificación a los operadores en sus bancos y
centralizar gran parte de la preparación de la producción en una oficina de
administración o departamento de planificación. Duane comprendió perfectamente
que estaba “tomando la delantera” al
utilizar su propia pericia para afectar la de otros, de ahí su encogimiento de
hombros.
El
trabajo de su mujer lo estaban automatizando de forma similar. Era procesadora
de datos en una compañía aseguradora y regularmente volvía a casa con dolor de
cabeza por mirar fijamente los monitores inmóviles parpadeantes de esa época.
Pero tenían pocas alternativas. Entonces se necesitaban dos sueldos para
mantener una casa de clase media.
En
el verano de 2008, sonó el teléfono y la voz de un hombre comenzó a explicarme
que él y sus hermanas estaban tomando contacto con personas cuyos nombres
habían encontrado en el libro de direcciones de su padre para informarles de
que había muerto. Duane había muerto repentinamente en Arizona. Se había mudado
unos años antes para trabajar en un negocio que, me dijo su hijo, tenía algo
que ver con láseres industriales (“tomando
la delantera” hasta el fin).
El
funeral estaba programado para un fin de semana y gracias al trabajo manual de
Duane había mucho sitio para invitados de fuera de la ciudad, me dijo su hijo.
En su casa en Arizona, “mi padre
construyó esos hermosos dormitorios integrados”. Sus hermanas, mencionó,
estaban jugando con la idea de mudarse a la casa porque no se podían imaginar
que un extraño apreciara integralmente el trabajo de su padre. Incluso estaban
explorando la situación laboral en el lugar. Una era recepcionista médica, la
otra conductora de un camión de reparto.
Dos
meses después la economía colapsó. No era exactamente el momento adecuado para
renunciar a empleos seguros. Para entonces, la burbuja inmobiliaria de Arizona
había estallado totalmente dejando la casa, con todo el hermoso trabajo de su
padre, “sumergida”. Incluso si
pudieran venderla a un precio razonable posterior al crac, todavía deberían al
banco más de 200.000 dólares.
Todo
lo que Duane dejó como herencia fue esa casa, una prestación por fallecimiento
de 15.000 dólares y una deuda en la tarjeta de crédito de 6.000 dólares. Sus
hijos no tenían posibilidad alguna de seguir pagando la hipoteca y, por lo
tanto, por consejo de un abogado, enviaron por correo las llaves al banco y se
fueron.
Su
hijo dijo sobre esa situación: “Mi padre
habría hecho un comentario socarrón, ‘cuando estaba vivo una vez impedí que os
fuerais de la casa, pero os enseñé a partir de una casa después de muerto’.
Algo así. Solo habría parecido divertido”.
Volví
a pensar en el café de los soldados y los chistes de Duane sobre su
desventurada unidad militar. Sí, si hubiera estado vivo, podría ciertamente
haber contado chistes sobre un desventurado trabajador estadounidense subiendo
difícilmente una cuesta, quien, como su casa hipotecada, terminó en todo caso
sumergido y probablemente también habría parecido divertido.
Esto
no quiere decir que Duane haya vivido una vida indigna o de privaciones. Su
propiedad ha sido víctima de la catástrofe económica de 2008, pero él había
trabajado continuamente en tareas cada vez más capacitadas y posiblemente
incluso más “meritorias”. Había
criado tres hijos que todavía admiraban a su padre. Y parecía haber conservado
hasta el final su humor consciente de sí mismo pero sin subestimarse.
Por
otra parte, se trataba de un trabajador, parte de una familia con dos ingresos,
que había previsto la subcontratación, la deslocalización, y la automatización
y se fue adaptando regularmente. Trabajó duro durante cuatro décadas, pero
murió sin ahorros, con un valor negativo de su casa y una deuda en la tarjeta
de crédito.
A
pesar de su creciente conjunto de habilidades, los ingresos de Duane parece que
no aumentaron significativamente durante su vida. Estuvo, parece, siempre muy
cerca del límite. Por cierto, no puedo pretender que lo conocí bien. Tal vez
desperdició su dinero en vicios secretos, pero la probabilidad de que sus
ingresos simplemente se estancaran durante cuatro décadas ciertamente
corresponde a un modelo nacional.
Entre
1971 y 2007, los salarios por hora en EE.UU. solo aumentaron en un 4%. (¡No 4%
por año, sino 4% en 36 años!) Durante esas mismas décadas, la productividad se
duplicó esencialmente y aumentó 99%. En otras palabras, la productividad del
trabajador promedio aumentó 25 veces más que el salario.
Fue,
por cierto, una bonanza para las corporaciones y los estadounidenses más ricos.
En 1976 el 1% de las familias estadounidenses poseía un 19% de la riqueza
del país. En el año 2000, poseía el 40%. En los mismos años, el 58% de cada
dólar de aumento de los ingresos lo percibió ese 1%.
Hubo,
sin embargo, un pequeño problema: los estadounidenses se venden unos a otros
más de un 70% de lo que producen. Si la mayoría de los trabajadores
estadounidenses producían más, sin ganar más, ¿quién iba a comprarlo todo?
Los
directores ejecutivos y los financistas estaban desesperados por responder a
esa pregunta, porque durante esos años de alta productividad y bajos salarios,
inmensos beneficios y “rendimientos”
se acumularon en cuentas de corretaje y bancos. Pero un banco no puede
conservar su dinero en el banco. Bajo la presión de esos crecientes cúmulos de
capital, la respuesta que ofrecieron a trabajadores-consumidores como Duane
fue: en lugar de pagaros lo suficiente para comprar lo que producís, os
prestaremos el dinero.
Primero
prestaron para cosas de valor: coches, casas, educación universitaria; luego, a
través de las tarjetas de crédito, para los gastos diarios del hogar. Como
llegamos a comprender después de la catástrofe de 2008, el máximo esquema Ponzi
de la era involucraba la combinación y reventa de préstamos hipotecarios a
gente que para empezar no podía permitirse una casa.
La
respuesta a los que cada vez tenían menos dinero para gastar era: pedid
más préstamos. La locura de prestar dinero a gente con salarios estancados o en
disminución podrá parecer obvia ahora, pero como muchos castillos de naipes
debió de parecer bastante sólida entonces. A pesar de todo no subestimemos a
nuestros principales financistas. En un programa de CNBC preguntaron
al expresidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, por qué nadie había
previsto la llegada de la crisis hipotecaria y dijo a los banqueros: “¿Saben? Esto va a terminar mal”.
Greenspan
respondió: “No es que no hayan sabido que
los riesgos existían, quiero decir que hablé con ellos. No es que hayan sido
tontos. Sabían precisamente lo que estaba sucediendo. La vasta mayoría pensaba
que sabía cuándo retirarse”.
De
hecho, la creatividad financiera había mantenido en pie ese vehículo
desequilibrado durante un tiempo notablemente largo. A pesar de todo acabó
colapsando como cualquier otro esquema Ponzi, y entonces la recesión prolongada
de Duane se convirtió en la Gran Recesión del mundo.