Juan Manuel
Olarieta. Movimiento Político de Resistencia Global
Primera parte
Uno de los aspectos
más importantes de la crisis política actual no es el fin del
bipartidismo sino el fin de los partidos, de todos ellos, incluso de
los que se llaman como tales, y su consecuencia es la inexistencia de
recambio. Como se comprobó durante la transición, desde 1939 el
Estado español se lo ha jugado todo a una carta y espera que su
apuesta le dure eternamente.
Esa es la verdadera
esencia de la crisis política actual. La maquinaria del Estado
parece haber adquirido vida propia y se niega en rotundo a cualquier
(re)cambio, incluso el más insignificante.
A su vez, los viejos
partidos políticos que aún subsisten (PSOE, PNV) y sus sucedáneos
postmodernos (coaliciones, mareas), son un reflejo exacto de este
Estado: están para impedir que cambie nada. Si esos partidos y
sucedáneos políticos tienen algún plan es para cambiar de
gobierno, no para cambiar de Estado. En la medida en que lo que ahora
está en crisis no es el gobierno, como creen, sino el Estado, no hay
ninguna alternativa sino una sucesión de elecciones y gobiernos que
no van a salir de la crisis sino a profundizar en ella.
Los sucedáneos
postmodernos de los partidos políticos, todos ellos, han hecho suyo
aquel principio del socialdemócrata alemán Eduard Bernstein: “Los
objetivos no son nada y el movimiento lo es todo”. Es el
movimiento por el movimiento, marear la perdiz. A esa farsa, a la
falta de un plan y de un programa político, es a lo que llaman hoy
“democracia”.
No se trata de
organizaciones no sepan lo que quieren sino de que no quieren nada y
al decir esto me refiero -obviamente- a que no quieren “nada
nuevo”. Se conforman con lo que hay.
En la literatura
corriente esta situación se ha descrito de muchas maneras, por
ejemplo, como desideologización, como que ya no hay derecha ni
izquierda, etc. Esta semana la revista “Cambio 16”
pregunta en su portada de manera retórica: “¿El espectáculo
entierra las ideologías?” Comparen ahora este titular con el
del libro de un ministro de Obras Públicas del franquismo, Fernández
de la Mora, “El fin de las ideologías”, escrito hace 50
años.
Las mareas
postmodernas han alcanzado la vieja aspiración franquista del vacío
ideológico absoluto. Les falta de todo porque tratan de llegar a
“todos”. Su clientela es indefinida, igual que los discursos de
Franco, que también empezaban con aquel “Españoles todos”.
Por el contrario,
los partidos políticos, como su propio nombre indica, representan
sólo a una parte de la sociedad de manera explícita, indicándolo
hasta en las siglas. Así mientras el viejo PSOE nació para ser un
partido “socialista” y “obrero”, los
postmodernos no quieren tener ningún contenido de clase, aunque lo
tengan, naturalmente.
Como suele ocurrir,
hay quien ha hecho de la necesidad virtud y aplaude este nuevo
fenómeno político, el fin de los partidos políticos tradicionales
y la aparición de sucedáneos “transversales”, “inclusivos”,
“participativos”, “asamblearios”, que “cuentan con
sus bases”, con “primarias”, etc.
Es el triunfo del
menchevismo, que también tiene múltiples manifestaciones, que no
son solamente orgánicas. Por ejemplo, por utilizar un concepto
elaborado por Stalin, este tipo de nuevos sucedáneos políticos no
sólo no tienen ideología sino que tampoco tienen estrategia porque
para tenerla hay que pretender cambiar algo. Los que tengan alergia a
Stalin pueden recurrir a la terminología anglosajona, que también
diferencia entre “politics” y “policy”. Lo que
los partidos y los medios llaman hoy “política” carece de
“policy”, de dirección, de rumbo. Es como el burro dando
vueltas en torno a la misma noria.
Las nuevas
coaliciones no aspiran a cambiar nada porque el Estado se lo da todo
(des)hecho. Son distintas variaciones de la misma partitura. Todos
hablan de agrupar fuerzas, pero nadie dice para qué. Hace 20 años
se burlaron de Anguita cuando exigía “programa, programa,
programa”, algo que no tiene sentido en la era del pragmatismo,
de la táctica sin estrategia, del salto de unas elecciones a las
siguientes.
No se trata
exactamente de que los nuevos sucedáneos políticos no tengan
estrategia sino de que dan por buena la que ya hay establecida en el
Estado. A falta de dirección propia, es el Estado el que lleva de la
mano a los sucedáneos políticos, y no al revés. La falta de
estrategia convierte a los nuevos sucedáneos políticos en las
piezas sumisas que el Estado necesita. El seguidismo político es su
razón de ser.
Por sí mismos, los
movimientos sociales reivindicativos no dan más que sí de lo que
hemos visto. Además de eso hace falta otra cosa: que tengan una
dirección, un rumbo, un programa, algo que sólo un partido político
revolucionario les puede dar.
Segunda parte
En la lucha de
clases no sólo el proletariado necesita una dirección política,
sino el Estado también. Sin embargo, quienes deben dirigir al
Estado, los partidos políticos, no sólo no dirigen sino que son
dirigidos -en todo o en parte- por el Estado.
Como en los tiempos
absolutistas previos a la revolución burguesa, el Estado moderno
parece haber adquirido vida propia; se retroalimenta y da la
impresión de que se dirige a sí mismo, lo cual no puede ser más
nefasto y explica, al menos en parte, las modernas crisis políticas,
de las que España es un modelo acabado.
¿Cómo determina un
Estado su propia estrategia? Expresado de otra manera: ¿quién ha
sustraído a los partidos políticos su función de imponer o de
cambiar la estrategia del Estado?, ¿cómo se ha llevado a cabo esa
sustracción?
No siempre de la
misma forma, evidentemente, aunque siempre coincide en que hay cosas
a las que se las considera como esencialmente “apolíticas”.
Es el caso de los nombres de los pueblos, como Guadiana del Caudillo
en Extremadura, y de las calles, como Marqués de Salamanca, que se
consideran como “tradiciones” que hay que respetar. Hace
100 años un ayuntamiento puso un nombre a una calle y ese mismo
ayuntamiento no se lo puede cambiar. A veces es peor: ni siquiera se
lo quiere cambiar. Cuando cambia el nombre de una calle es porque le
obliga la ley de la Memoria Histórica. Sin ella lo dejarían tal y
como está.
Pues bien, si los
ayuntamientos no están para cambiar algo tan simple, ¿para qué los
elegimos?, ¿por qué los cargos municipales no se convierten en
vitalicios y se les encomienda vigilar para que nunca cambie nada?
Sin embargo, el
aeropuerto de Madrid, que tradicionalmente se llamaba “de
Barajas”, le han cambiado el nombre por el de “Adolfo
Suárez” y nadie ha protestado por un gasto tan
innecesario. En el futuro si alguien quiere cambiarle el nombre al
aeropuerto le dirán que es -siempre ha sido- el nombre
“tradicional”.
Una de las formas de
secuestro político es la internacionalización o transformación de
los problemas internos en problemas internacionales. No hay más que
ver la proliferación contemporánea de organismos de todo tipo (UE,
OIT, OMC, OTAN, FMI) que lo sirven todo ya precocinado y listo para
el consumo, de manera que el político de turno no tenga otra cosa
que referirse a lo que llega de un tinglado mundial que también
parece tener vida propia. Así, las “recomendaciones” de
la OMS sobre los diversos virus y pandemias mundiales son como las
encíclicas de los Papas; están fuera de discusión.
En otros casos la
política se solapa con la ciencia (o con una apariencia de ella). Es
otro retorno a la vieja tecnocracia de los últimos años del
franquismo. Así, en las últimas elecciones tanto Ciudadanos como
Podemos acudieron a los “expertos” (Luis Garicano, Vicenç
Navarro y Juan Torres) para elaborar su programa económico.
Pero si un país
pone su política económica en manos de los universitarios, ¿para
qué necesitamos a los partidos políticos? La sanidad pública es
obra de los médicos, la política exterior de los diplomáticos, la
militar de los generales... y así sucesivamente. No hace falta
partidos políticos para nada; bastan los sucedáneos.
Los “expertos”
se caracterizan porque son “apolíticos”, lo mismo que los
jueces, como es bien sabido. Su tarea también es “apolítica”
y consiste en poner determinados asuntos fuera del alcance del debate
público: si alguien no tiene título universitario, tampoco tiene
conocimientos, ni competencia para hablar de determinados problemas.
Es mejor que permanezca callado. Es uno de los aspectos fundamentales
de la dominación política: que el sometido se aperciba de su
inferioridad frente al “experto” como el alumno del
maestro.
Llega un punto en el
que se pierde la costumbre de debatir, sobre todo acerca de ciertos
asuntos, que se acaban convirtiendo así en “incuestionables”,
en eso que llaman “cuestiones de Estado” precisamente porque el
Estado no se puede cuestionar. Cuando alguien pretende introducir en
el debate ese tipo de cuestiones es un “antisistema” o,
como se decía antiguamente, un anarquista, alguien que quiere acabar
con el Estado, con todos los Estados, con cualquier tipo de Estado,
porque la burguesía no concibe otro Estado diferente al suyo.
En todos los Estados
hay muchas “cuestiones de Estado” y muy pocos sucedáneos
que se atrevan a tocarlas, e incluso a hablar siquiera de ellas. Hay
regiones enteras del funcionamiento de un Estado de las que jamás se
polemiza. Otras están declaradas como secreto “de Estado”
para que nadie pregunte por ellas. Finalmente, las hay que están
incluso criminalizadas: es un delito hablar sobre ellas o exponer un
criterio diferente del oficial.
Son los viejos
“arcanos” de los tiempos medievales, ese tipo de
cuestiones que definen al Estado y, por extensión, a cualquier
movimiento político dentro del mismo. Basta analizar el lenguaje con
el que un movimiento político se refiere a una cuestión de Estado,
para que se desnude a sí mismo. “Dime de lo que no hablas y te
diré quién eres”.
Por eso cuando
alguien viaja a otro Estado se queda sorprendido de que haya asuntos
de los que allá nadie habla, o al revés, de que allá se hable con
toda naturalidad de asuntos que en el país de origen nadie plantea.
Cuando alguna
ciencia quiera medir el índice de democracia de un país, podrá
recurrir a la cantidad y la calidad de las “cuestiones de
Estado”. De paso le servirá también para medir el grado de
servilismo de los sucedáneos políticos hacia el propio Estado.
¡Fabuloso análisis!
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