21 de diciembre de 2015

TRABAJO Y DOMINACIÓN: REFLEXIONES SOBRE EL PODER

Marcela B. Zangaro. La Haine

Para nosotros, reflexionar acerca del trabajo y la dominación implica una obligación y un desafío. La obligación consiste en no perder de vista que, para hacerlo, se debe considerar el poder como un factor de análisis fundamental. La manera en la que entendamos el poder definirá un abordaje particular de esa relación entre trabajo y dominación. El desafío, por su parte, es resultado de aceptar esa obligación: nuestra reflexión debe ser capaz de ser sensible a las variaciones del ejercicio del poder en el trabajo, aunque este parezca no sufrir modificaciones. En las próximas páginas acercaremos algunas de nuestras ideas respecto de estas dos cuestiones.

Una reflexión sobre el poder como relación
Toda forma de dominación es un modo de ejercicio del poder. Pero la palabra “dominación” encierra un peligro: el sentido común suele asociar con demasiada frecuencia la dominación con un ejercicio de poder monolítico, absoluto y, por lo general, descendente. Esto es, cuando el sentido común dice que un grupo A domina a un grupo B (o un sujeto A, a un sujeto B) piensa en cómo A, al que se supone como un conjunto coherente, determina de manera completa y total (absoluta) y sin fisuras (monolítica) el accionar de B, considerado también como un conjunto coherente, al que le adjudica una posición social inferior (por ello el ejercicio del dominio es descendente). El grupo A sería el de los dominantes y el B, el de los dominados. Esta idea de dominación suele tener como corolario que la acción parece ser un privilegio exclusivo de los integrantes del grupo A, es decir, los que parecen estar en condiciones de actuar, de tener un papel activo, son los miembros de ese grupo; y a los del grupo B solo les queda un papel pasivo: ser dominados, padecer la dominación. La aplicación de esta perspectiva a la reflexión sobre el trabajo implicaría que existe un grupo social o, en términos más específicos, una clase, que detenta el privilegio de la acción e impone su dominio o ejerce coacción sobre otro grupo (u otra clase), que lo padece; y por el privilegio que deriva de ese dominio, la clase dominante impone la obligación, que se convierte en ineludible para la clase dominada, de trabajar.

Si esto fuera suficiente para explicar las sociedades que se organizan en torno a una clase que trabaja y otra que vive del trabajo ajeno, nuestra comprensión de la realidad no implicaría mayor desafío porque sería simple y lineal. Sin embargo, todos aquellos que cotidianamente vivimos en estas sociedades capitalistas sabemos (porque lo experimentamos), que esta explicación no es útil para dar cuenta de nuestra realidad, porque esta es mucho menos lineal y mucho más compleja. Entonces, si esa forma de consideración de la relación entre poder y trabajo no es del todo adecuada, ¿cuál podríamos adoptar?

Podríamos partir, como lo hacen algunos pensadores contemporáneos, del punto de vista de que el poder es una relación entre sujetos que interactúan. Este punto de partida, a diferencia del anterior, nos permite pensar no solo en qué medida los dominados somos co-responsables del mantenimiento de las relaciones de dominación y en qué medida los dominadores dependen de nosotros para seguir siéndolo sino también en cómo las acciones de unos impactan en las de los otros. Un punto de vista relacional del poder permite reconocer el carácter activo en todas las partes implicadas.[1]

Ahora, si bien abordar la dominación desde el punto de vista relacional del poder permite una apertura hacia la consideración de la acción de los sujetos implicados, reducir la primera al segundo sería un error, porque podría llevarnos a sobreestimar el poder de la acción voluntaria de los sujetos: bastaría con querer dejar de estar sometidos al trabajo para ya no estarlo; bastaría con renunciar al trabajo para salir de la sociedad salarial. Esto es, bastaría simplemente con querer cambiar la relación para que esta sufriera, efectivamente, cambio. Sin embargo, la cosa no es tan sencilla.

Como bien señalan algunos marxistas críticos, las relaciones sociales paulatinamente van adquiriendo independencia de las prácticas que les dieron origen y “se vuelven” sobre los individuos, imponiéndoseles como obligaciones externas y objetivas. La sociedad nos impone trabajar para vivir; el mercado pone un precio a nuestra fuerza de trabajo; el estado regula nuestra relación salarial; la competencia determina nuestra posibilidad de empleabilidad. Sociedad, mercado, estado o competencia cobran una existencia que va más allá de la interacción (y de la voluntad) de los individuos y, en la medida que logran esta independencia, ejercen su poder sobre los sujetos de manera objetiva e impersonal[2]. En esto también se apoya la eficacia de las relaciones de poder, de las relaciones de dominio que nos ligan al trabajo.

La complejidad del poder en el trabajo
Si hacemos del poder un concepto fundamental para comprender las formas de dominación en el trabajo, y partimos de la idea de que el poder da cuenta de una relación compleja entre sujetos (individuales y colectivos), debemos considerar las diversas modalidades que ese poder adopta. Vamos a proponer que, en relación con el trabajo, es posible considerar tres modalidades de poder: como comando, como socialidad y como gobierno.

El poder como comando se ejerce cuando el eje del dominio está puesto en el proceso de trabajo. Para el capitalismo, dominar el proceso de trabajo es un objetivo fundamental. Tengamos en cuenta que el capital es resultado de la apropiación unilateral del trabajo y de los productos del trabajo por parte de los capitalistas; del no pago del trabajo que las personas hacen por encima del que necesitan para su propia subsistencia, es decir, del plustrabajo. Para el capitalista, ejercer el poder sobre el proceso de trabajo implica dominar las formas en las que el trabajo se realiza con el fin de que produzca cada vez más plusvalor. Por ello, el capitalismo funciona aplicando una “selección natural” (naturalmente capitalista) de los procesos de trabajo: los que no generen mercancías cuyo costo de producción asegure la ganancia deseable serán abandonados o cambiados. Y aquí vemos, también, cómo las formas de dominio se vuelven impersonales: serán las condiciones generales de la competencia capitalista en un determinado momento las que impongan características al proceso de trabajo.

Para el trabajador, en cambio, ejercer el poder sobre el proceso de trabajo puede significar retacear al capitalista espacios concretos de dominio. Cuando el trabajador reserva para sí y no comparte con el capitalista todo el saber-hacer (individual o colectivo) de una actividad; cuando disimula el tiempo necesario para producir o cuando se resiste a la estandarización de los procedimientos, por ejemplo, pelea el comando sobre el proceso de trabajo, busca ejercer él también el dominio sobre las formas concretas de trabajar y, muchas veces, ese accionar es causa de cambios en los procesos.

La socialidad es otra de las modalidades de ejercicio del poder en el trabajo. Opera sobre las formas concretas en las que se organiza el trabajo como resultado de la cooperación del colectivo de trabajadores. Cierto es que las más de las veces la forma que adopta la dimensión colectiva está íntimamente relacionada con cómo se plantea el proceso de trabajo: el tipo de socialidad que se genera en torno de una línea de montaje difiere de la que se genera en una oficina o entre sujetos que teletrabajan. Pero sin importar esto, lo cierto es que el capitalismo busca ejercer su poder sobre las maneras en las que los sujetos interactúan juntos en el proceso de trabajo a fin de que, a partir de ese actuar, adopten una forma particular de cooperación y un ser social capitalista, que responde siempre al objetivo de valorización.

Los trabajadores, por su parte, ejercen la modalidad social del poder cuando plantean sus reglas de cooperación, cuando buscan reconocerse como un colectivo con particularidades e intereses propios frente a de los designios del capital, ya sea en los intersticios del poder capitalista o en franca oposición a él. Cuando plantean formas comunes de protección contra las adversidades del trabajo; cuando llevan adelante colectivamente reclamos; cuando apoyan demandas de otros grupos de trabajadores distintos a ellos mismos, por ejemplo, los trabajadores buscan ejercitar su poder en la dimensión social.

Usaremos el término “gobierno” para pensar una dimensión particular de la relación poder-trabajo: aquella que tiene en cuenta cómo el poder se ejerce sobre y es ejercido por los individuos en sí mismos. Retomando y reformulando reflexiones más actuales de algunos pensadores que se ocupan de las relaciones de poder en el contexto del presente neoliberalismo, diremos para pensar la relación poder - trabajo es indispensable tener en cuenta que los individuos tienen una relación con el trabajo más allá de su inscripción colectiva; que en el día a día de su relación, el capital busca ejercer su dominio sobre el trabajador en tanto individuo particular, ligándolo al trabajo por medio de prácticas muy específicas que lo deslindan del colectivo más amplio en el que puede inscribirse. Al mismo tiempo, el trabajador opera sobre el trabajo capitalista como individuo: piensa, actúa, se siente, padece o sufre en el trabajo en la dimensión más íntimamente individual o privada. Por ello, no hay que perder de vista que los sujetos se constituyen y actúan no sólo como subjetividad colectiva, sino también como individuos, como subjetividades particulares.

La eficacia del dominio: la naturalización del trabajo
Los párrafos anteriores presentan una visión segmentada y por ello artificial de la relación entre dominación y trabajo, porque estamos imponiendo un corte analítico que separa en compartimientos el ejercicio de un poder que se da, más bien, como un todo. Un sujeto trabaja llevando adelante un proceso de trabajo y forma parte de un colectivo. El trabajo realizado es resultado del trabajador individual y de la cooperación. Por ello, las relaciones de poder que se ejercen como comando, como socialidad y como gobierno son solidarias unas con otras. Su solidaridad deriva de la coincidencia de sus objetivos. Y estos objetivos son tanto que el trabajo social se realice en términos capitalistas, es decir, logrando la valorización y la acumulación, como que efectivamente la sociedad articule sus relaciones en torno al trabajo. La medida en que se alcanzan esos objetivos, por supuesto, depende también de la respuesta de los sujetos al intento de imposición. Y se trata de una imposición porque, a diferencia de lo que pueda parecer de sentido común, el trabajo no es natural ni ha sido siempre así, tal como lo conocemos. El tipo de trabajo que caracteriza a nuestras sociedades, el hecho de que los sujetos pongamos nuestras capacidades generales de trabajo a disposición de otras personas a cambio de un salario, y el que nos relacionemos unos con otros en función de nuestro trabajo y de los productos de nuestro trabajo es particular y específicamente capitalista. Tienen su origen en el surgimiento y difusión del capitalismo. Pero habitualmente no recordamos esto. Vamos a denominar “naturalización” al proceso que se opera sobre los modos de pensar, de ser y de actuar tanto de dominadores como de dominados, que contribuye a la pérdida (u olvido) de la conciencia de este origen, del carácter socio-histórico del trabajo. Trabajar para vivir es considerado algo natural, como también se considera natural trabajar para ganar dinero (y para ganar cada vez más), trabajar para otro, morirse de hambre si no se trabaja, no percibir salario por el trabajo doméstico realizado en el propio hogar, que los dueños (de las fábricas, los negocios, las empresas, etc.) ganen más que los trabajadores por el hecho de ser dueños, etc. Las modalidades del poder que ligan a los sujetos con el trabajo operan con este trasfondo de naturalización, trasfondo que puede sufrir modificaciones de forma, pero (aunque suene redundante) no de fondo. Las modificaciones son de forma porque el mantenimiento de ciertas relaciones de poder para que la sociedad siga trabajando y las formas en que ese poder (o ese dominio) se ejerce dependen de las condiciones generales de la valorización y de las relaciones entre los sujetos en el contexto social; y estas condiciones y relaciones varían a lo largo del tiempo (como se pone en evidencia una mirada a la historia del capitalismo). Pero lo que se mantiene constante es la centralidad del trabajo como articulador social. La naturalización, entonces, es necesaria para que sobre el fondo de las variaciones puedan mantenerse sentidos o significados compatibles con la preservación de las relaciones de poder capitalistas. La naturalización va a permitir la constitución de una parrilla de racionalidad o de inteligibilidad que construye sentidos o significados del trabajo funcionales al capitalismo en cada momento de su desarrollo.

Qué hay de natural hoy en el trabajo
¿Qué podríamos decir de la parrilla de racionalidad, del trasfondo de sentido sobre el que se inscriben hoy las modalidades del poder en relación con el trabajo? Para responder esta pregunta, vamos a partir de tres ejemplos simples, cotidianos. Nos interesa rescatarlos porque, justamente por poseer esas características, nos servirán para mostrar lo que se naturaliza (y pasa desapercibido) de la relación entre trabajo y dominación específicamente capitalista en la actualidad.
Ejemplo 1) Quiero ir a trabajar. Una publicidad en las páginas del suplemento Empleos del diario Clarín muestra la imagen de un reloj digital que marca una hora temprana de la mañana. La imagen está acompañada por la frase “Tengo que ir a trabajar”. Pero la parte del “Tengo que” aparece tachada y reemplazada por un “Quiero”. Ejemplo 2) El amor por la belleza paga mis cuentas. Este slogan acompaña una campaña publicitaria gráfica de la empresa Avon, en la que se convoca a las mujeres para ser revendedoras de los productos de la firma. Ejemplo 3) Controlá tus aportes y tu obra social en segundos. La frase es el centro de la campaña que la presidencia argentina y la AFIP[3] han diseñado para que cada trabajador por sí mismo (utilizando simplemente el número que lo identifica como tal) chequee si la empresa para la que trabaja ha realizado los pagos considerados “cargas sociales”.

¿Qué podemos ver en estos ejemplos? ¿Qué nos muestran como natural?[4] ¿Qué parrilla de racionalidad proponen para el trabajo? El primer ejemplo muestra la naturalización de la voluntad de trabajar. Una simple tachadura es la expresión del paso de la obligación a la voluntad, de la imposición al deseo. Las experiencias subjetivas que están atravesadas por la obligación no tienen el mismo cariz que las que están atravesadas por la voluntad o el deseo simplemente porque mientras unas implican generalmente la imposición de imperativos o de reglas externas a los sujetos mismos (esto es, resultan de una determinación externa), las segundas derivan del cumplimiento de reglas, si queremos decirlo así, que el individuo se pone a sí mismo simplemente porque quiere (es decir, internas). Asimismo, en este caso podemos ver cómo el paso de la obligación a la voluntad también resulta útil para borrar lo penoso: el desagrado de levantarse temprano por la mañana para ir a cumplir con la obligación de trabajar (sensación que todos los que trabajamos hemos experimentado más de una vez en nuestra vida) se diluye en el placer que puede proporcionar levantarse temprano para dedicar el día en hacer algo que se quiere. El trabajo, entonces, pasa de lo impuesto a lo deseado.

El segundo ejemplo, en consonancia con el anterior, muestra la naturalización de la identificación de los espacios de trabajo con los de no trabajo. Muestra que la posibilidad de pagar las cuentas propias (hecho que en una sociedad salarial se realiza a partir de la obtención de un salario) no se deriva necesariamente de la realización de una actividad abstracta y general que puede no tener ninguna vinculación con el sujeto que la ejerce sino que deriva de la puesta en juego de una actividad conectada con el sujeto, que le provoca una íntima satisfacción. Hasta hace no mucho tiempo atrás, lo natural era considerar una separación entre el tiempo-espacio de trabajo (en el que se ejercía una actividad obligatoria y no siempre muy gratificante) y el tiempo-espacio del ocio (de la o las actividades vinculadas con el gusto, el placer o los afectos). El amor por la belleza, que podría ponerse en juego en el hecho de concurrir a un taller de arte, sentarse a escuchar música, visitar un museo o, simplemente y más en consonancia con el objeto de la publicidad, en dedicarse al cuidado del propio cuerpo, puede convertirse ahora en la razón que justifica la voluntad de trabajar. El trabajo, entonces, pasa de lo displicente a lo placentero.

El tercer ejemplo, por su parte, naturaliza el hecho de que los trabajadores mismos debemos devenir contralores del cumplimiento de ciertas obligaciones laborales. En este caso, la de los aportes patronales. Esto es, se pretende la naturalización de la idea de que los trabajadores mismos debemos velar por el mantenimiento de la clase trabajadora, de que los trabajadores activos debemos devenir contralores de que nuestro dinero se destine al mantenimiento de los trabajadores inactivos (porque eso es lo que, de hecho hacemos con nuestros aportes). Simplemente enviando por celular un mensaje de texto que nosotros mismo pagamos, cada uno puede hacer lo que se supone que años atrás hacía, por ejemplo, el estado. Y más aún, cada uno de nosotros lo hacemos de manera individual y a título individual: ya no se trata de ejercer en forma colectiva un control sobre la acción de la patronal para reivindicar un derecho, como puede hacer un sindicato o una asamblea a de trabajadores, sino de velar por el interés individual de manera individual. Es cada uno como individuo el que debe ejercer de manera personal el control. El cumplimiento de ciertas condiciones de trabajo, entonces, pasa de una ser una responsabilidad pública a ser una responsabilidad privada.

Estos ejemplos muestran modos de ver la realidad del trabajo, significados que circulan y a partir de los cuales la comprendemos. Los significados tienen un papel constitutivo en la forma en la que pensamos la realidad y, por lo tanto, en la forma en la que llevamos adelante nuestras prácticas; constituyen la parrilla de racionalidad que naturaliza modos de ver, de ser y de actuar. Parte de la eficacia de las relaciones de dominación o poder descansa en la difusión de dicha parrilla.

Ahora, si también pensamos estos ejemplos en línea con las ideas que veníamos desarrollando desde el comienzo de este trabajo, podríamos decir que evidencian la modalidad de socialidad y la de gobierno del poder desde el punto de vista de los que pretenden definir la parrilla de racionalidad que otorga sentido a la relación capital-trabajo. Muestran cómo en la actualidad del poder opera buscando desarticular en la experiencia del sujeto individual la separación entre tiempo de trabajo y tiempo de ocio para hacer de todo el tiempo, tiempo de trabajo; opera buscando articular los deseos, los gustos y las preferencias individuales con las actividades productoras de valor; opera buscando desarticular instancias de acción colectiva para establecer una relación laboral sobre base puramente individuales. En definitiva, los ejemplos muestran el ejercicio del poder en el trabajo se ejerce cada vez más buscando estrechar el círculo que encierra al individuo dentro del trabajo.

Pero si la modalidad de socialidad y la de gobierno son solidarias con la de comando, ¿qué pasa esta última? ¿Cómo se desenvuelven sus mutuas relaciones en la actualidad? Desde el último tercio del siglo pasado se registra una tendencia a la intelectualización de los procesos de trabajo, que se generaliza cada vez más. Esto significa que el ejercicio eficiente de la actividad, el trabajo que crea valor, está cada vez menos ligado al ejercicio físico de una actividad (pensemos en el trabajado fordista en la línea de montaje) y cada vez más ligado a un ejercicio intelectual del trabajo (pensemos ahora en el trabajo en una fábrica robotizada en la que el trabajador regula y controla el programa informático que pone en funcionamiento la producción). Esta intelectualización implica sustanciales modificaciones en los procesos de trabajo. Y, en cierta medida, cuanto más intelectualizado está el proceso más difícil es para el capital controlar de manera directa lo que hace el trabajador porque el trabajo es más difícil de observar, conocer y de predecir. Muchos de los procesos de trabajo actuales demandan la puesta en juego de capacidades vinculadas con procesos cognitivos (como la abstracción, la aprehensión de conceptos y procesos, el procesamiento eficiente y no ambiguo de la información, expresión lingüística adecuada) y también afectivos (el saber participar, compartir, aceptar el disenso, etc.), que no son fácilmente expropiables y transferibles a una máquina; y el hecho que estas capacidades deban ponerse en juego siguiendo los parámetros de productividad, implica un enorme desafío para el capital. El capital busca hacer frente a esta situación que pone en riesgo su dominio tratando de desarticular todas las instancias que implican que el trabajo sea visto como algo ajeno al individuo, que contribuyen a que consideremos al trabajo como algo extraño. Por eso, busca que lo que no puede expropiar sea puesto en juego de manera voluntaria: que el trabajador acepte voluntariamente el cumplimiento del trabajo y voluntariamente utilice de manera productiva sus capacidades comunicacionales y relacionales, su creatividad y su compromiso con la actividad. Y trata, también, de que ese ejercicio se gestione de la manera más aislada posible, desarticulando instancias de acción colectivas, por la potencialidad de disrupción que ellas conllevan.

La necesidad de que las relaciones de poder que ligan al sujeto con el trabajo se inclinen a su favor hace que el capital busque conectar de manera cada vez más estrecha al trabajador con el trabajo favoreciendo una parrilla de racionalidad que identifique trabajo, vida y placer. Cada vez que esta identificación se efectiviza se pone en evidencia la eficacia del dominio y se muestra que las relaciones sociales se desenvuelven de manera favorable al capital. Cada vez que impugnamos esta identificación, mostramos no solo la posibilidad de entablar otros significados, otras prácticas y otras relaciones que aquellas dichas como naturales, sino también que la acción no es privilegio de unos pocos. Mostramos, en definitiva, los intersticios posibles de lucha contra la dominación.

NOTAS
[1]. Y nos permite también ver cómo ese carácter activo, a veces, puede resultar útil, y no contrario, a las relaciones mismas de dominación. Tomemos por caso los reclamos por trabajo o salario dignos. Este tipo de demandas implica reclamar por el mantenimiento de la relación laboral y salarial, esto es, por el mantenimiento de la relación de dominación capitalista.
[2]. Podemos pensar esto a partir del ejemplo del matrimonio. El compromiso que comienza con la acción voluntaria de dos individuos de encarar una vida en común se vuelve una determinación impersonal y objetiva sobre esos individuos cuando, como institución, les impone un conjunto de obligaciones que ya no derivan de ese acuerdo voluntario.
[3]. Administración Federal de Ingresos Públicos de la República Argentina.

[4]. Los comentarios que se incluyen a continuación no pretenden dar cuenta de un análisis exhaustivo de los ejemplos dado que eso excedería el objetivo y la extensión esperados de esta intervención.