7 de mayo de 2016

KEYNES HA MUERTO, LARGA VIDA A MARX

Ismael Hossein-Zadeh. Boltxe.eus

Muchos economistas liberarles imaginaron un nuevo amanecer del keynesianismo con el colapso financiero de 2008. Casi seis años después, está claro que las muy esperadas recetas keynesianas han sido completamente ignoradas. ¿Por qué? La respuesta de los economistas keynesianos: la “ideología neoliberal”, que según ellos se remonta a la presidencia de Ronald Reagan.

Este artículo argumenta, en cambio, que la transición del keynesianismo a la economía neoliberal tiene raíces mucho más profundas que la pura ideología; que la transición comenzó mucho antes de que Reagan fuera elegido presidente; que la confianza keynesiana en la capacidad del gobierno para re-regular y revitalizar la economía mediante políticas de gestión de la demanda descansa en la percepción esperanzada de que el estado puede controlar el capitalismo; y que, al contrario de esas percepciones desiderativas, las políticas públicas son algo más que simples decisiones administrativas o técnicas; son, sobre todo, políticas de clase.

El artículo sostiene además que la teoría marxista del empleo y el desempleo, basada en la teoría del ejército industrial de reserva, proporciona una explicación más sólida de los prolongados y elevados niveles de desempleo que la visión keynesiana, la cual atribuye la plaga del paro a las “políticas equivocadas del neoliberalismo”. Del mismo modo, la explicación que ofrece la teoría marxista de cómo y porqué los niveles salariales de miseria y el predominio generalizado de la pobreza pueden ir acompañados de grandes beneficios y una mayor concentración de la riqueza, resulta mucho más convincente que la que aportan las ideas keynesianas, según las cuales las altas tasas de empleo y los elevados salarios serían condiciones necesarias para un ciclo económico expansionista.

Algo más que “ideología neoliberal”
El cuestionamiento y el abandono gradual de las estrategias keynesianas de gestión de la demanda no se debió simplemente a las propensiones puramente ideológicas de los republicanos “de derechas” o a las preferencias personales de Ronald Reagan, como muchos economistas liberales y radicales manifiestan, sino a los cambios estructurales reales en las condiciones económicas y el mercado, tanto a escala nacional como internacional. Las políticas New Deal/socialdemócratas se pusieron en marcha inmediatamente después de la Gran Depresión, cuando tanto los trabajadores y otras organizaciones de base políticamente conscientes como las condiciones económicas favorables del momento volvieron efectivas esas políticas. Esas condiciones favorables incluían la necesidad de reconstruir e invertir en las devastadas economías de posguerra, la casi ilimitada demanda de productos manufacturados estadounidenses en el país y en el extranjero, y el hecho de que tanto el capital como la mano de obra estadounidenses no tuvieran competencia. Estas circunstancias propicias, junto con la presión desde abajo, permitió a los trabajadores estadounidenses exigir salarios dignos y una serie de prestaciones, mientras disfrutaban de una elevada tasa de empleo. Los salarios elevados y la fuerte demanda funcionaron entonces como un estímulo maravilloso que trajo consigo, en forma de círculo virtuoso, el largo ciclo expansionista del periodo de posguerra.

A finales de los sesenta y principios de los setenta, sin embargo, tanto el capital como la mano de obra estadounidenses vieron cómo se incrementaba la competencia en los mercados mundiales. Además, durante el largo ciclo expansionista de posguerra, los fabricantes estadounidenses habían invertido tanto en capital fijo, en desarrollar capacidades, que para finales de los sesenta sus tasas de beneficio ya habían comenzado a disminuir a medida que los enormes “costes a fondo perdido”, sobre todo en forma de instalaciones y equipo, se volvían cada vez más elevados.

Más que ninguna otra cosa, fueron estos cambios en las condiciones reales de producción, y el simultáneo realineamiento de los mercados globales, lo que motivó las cada vez mayores reservas hacia los postulados keynesianos y su abandono final. Al contrario de lo que repiten los economistas liberales/keynesianos, no fueron las ideas o los planes de Ronald Reagan los que estaban detrás del desmantelamiento de las reformas del New Deal; más bien, fue la globalización, primero del capital y después de la fuerza de trabajo, lo que hizo que las políticas económicas de corte keynesiano dejaran de resultar atractivas para la rentabilidad capitalista, y lo que propició el ascenso de Ronald Reagan y las políticas neoliberales de austeridad económica.

Debería destacarse que las políticas keynesianas de estabilización no fueron abandonadas por razones puramente ideológicas; esto es, porque, como sostienen muchos críticos del neoliberalismo, desde Chicago se extendiera un espíritu de laissez-faire que afectó a políticos de todos los partidos y los convenció de las ventajas de los mercados libres. […] Los mecanismos keynesianos de regulación financiera (controles de capital y tipos de cambio regulados) no pudieron resistir la expansión del crédito internacional desregulado, los Euromercados, que pasaron a dominar las finanzas internacionales.

Cuando, inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, en la Conferencia de Bretton Woods (NH, Nueva Inglaterra), se establecieron regulaciones financieras, controles de capital y un nuevo sistema monetario internacional, los mercados internacionales financieros y de crédito eran prácticamente inexistentes. El dólar estadounidense (y en menor extensión el oro) era, en líneas generales, el único medio de comercio y crédito internacional. Bajo esas circunstancias, los préstamos internacionales se realizaban principalmente a través del Fondo Monetario Internacional (FMI) y los bancos centrales de los países prestatarios/beneficiarios de los préstamos, de ahí la aplicabilidad de controles.

Sin embargo, este cuadro de los mercados de crédito/financieros fue cambiando gradualmente y, para finales de los sesenta y principios de los setenta del siglo pasado, esos mercados habían alcanzado un valor de cientos de miles de millones de dólares, posibilitando transacciones internacionales de crédito por fuera de los canales del FMI y los bancos centrales. Los dos factores principales que contribuyeron de manera significativa a la drástica inflación de los mercados financieros internacionales fueron (a) el crédito internacional generado por ordenador, y (b) la inmensa proliferación de Eurodólares, esto es, dólares estadounidenses depositados en bancos extranjeros. El crédito/las finanzas mundiales han crecido tantísimo durante las últimas décadas que han vuelto prácticamente inútiles los controles y las regulaciones internas o nacionales:

Los críticos de las finanzas internacionales han hecho varias propuestas para estabilizar el sistema y adecuarlo a los propósitos del desarrollo económico y social. La recomendación más común ha sido la vuelta a los controles de capital transnacional que existían durante los años 40 y 50 del siglo pasado. Dichos controles, en muchos casos, no fueron eliminados hasta los años noventa. Sin embargo, los depósitos bancarios internacionales y los activos financieros en el extranjero son ahora tan grandes que sería difícil hacer cumplir tales controles. De hecho, la razón principal para deshacerse de dichas regulaciones fue precisamente que no podían hacerse cumplir.

Es obvio, entonces, que el debilitamiento de las medidas de control y/o las salvaguardias normativas tuvo menos que ver con las tendencias puramente ideológicas de ciertos políticos y responsables de políticas que con la evolución de los mercados financieros internacionales.

Todo empezó mucho antes de la llegada de Reagan a la Casa Blanca
La afirmación de que el abandono de las políticas keynesianas a favor de las neoliberales se produjo con la llegada de Ronald Reagan a la Casa Blanca en 1980 es objetivamente falsa. Pruebas irrefutables demuestran que la fecha de vencimiento de las recetas keynesianas expiró al menos una docena de años antes. Las políticas keynesianas de expansión económica mediante la gestión de la demanda habían perdido fuelle (esto es, habían dado de sí todo lo que podían) a finales de los sesenta y principios de los setenta; no se vieron frenadas brusca y repentinamente bajo la dirección de Reagan.

Como señala el profesor Alan Nasser del Evergreen State College, los argumentos de que “las políticas de equidad económica suponían sacrificios en términos de eficiencia” fueron elaborados por los asesores económicos de las administraciones demócratas mucho antes de que la reaganomía los formalizara. Tanto Arthur Okun como Charles Schultze ocuparon el cargo de presidente del Consejo de Asesores Económicos con presidentes demócratas. En su libro Equality and Efficiency: The Big Tradeoff, Okun (1975) manifestó que “el objetivo intervencionista de mayor equidad tuvo unos costes de eficiencia que perjudicaron la economía privada”. Del mismo modo, Schultze (1977) afirmó que “las políticas del gobierno que afectan a los mercados en nombre de la imparcialidad y la equidad son necesariamente ineficientes”, y que tales políticas “iban a perjudicar a las personas que los responsables de las políticas trataban de proteger, y a desestabilizar la economía privada en el proceso”.

Jerome Kalur también señala que “los esfuerzos de la Cámara de Comercio y la Mesa Redonda Empresarial para obtener el control de las decisiones reguladoras del gobierno comenzaron al menos nueve años antes” de la elección de Ronald Reagan como presidente, “cuando el abogado Lewis Powell envió a la Cámara su conocido memorando ‘Attack of American Free Enterprise System'” [7]. Conjuntamente con la ofensiva legal de Powell contra la normativa laboral y reguladora, las grandes empresas actuaron rápidamente para “impedir la sindicalización” y “eliminar los controles reguladores mediante sucesivas campañas de propaganda promovidas por think-tanks como el Instituto Americano de Empresa (1972), la Fundación Heritage (1973) y el Instituto Cato (1977)”. Kalur apunta algo más:

Cuando Powell entregó su memorando a la Cámara, la patronal estadounidense tenía a su servicio 175 firmas de cabildeo registradas. En 1982, el número de torcedores de brazos de la calle K financiados por las empresas había llegado a los 2.500. Y si en los setenta había 400 PACs respaldados por empresas, una década más tarde sumaban 1.200. Resumiendo, las grandes empresas estaban provocando el descenso en la afiliación sindical, influyendo fuertemente en las agencias federales y la legislación, y dominando la Comisión de Bolsa y Valores (SEC, por sus siglas en inglés) mucho antes de la llegada de Reagan a la presidencia. Con el nombramiento de Powell como juez del Tribunal Supremo, para 1978 el mundo empresarial estadounidense estaba más cerca de su meta de suprimir las restricciones a los donativos para las campañas a través de procedimientos clandestinos.

Si bien el giro teórico de la economía del New Deal/keynesiana por parte de las lumbreras del Partido Demócrata es anterior a la presidencia de Carter, la ejecución política de dichas teorías comenzó bajo su administración. Reagan recogió la copia demócrata de la agenda neoliberal y le sacó provecho, reemplazando la retórica del capitalismo con rostro humano por la retórica arrogante y farisaica del individualismo acentuado, según la cual la codicia y el interés propio son valores que hay que alimentar. El presidente Clinton no atenuó las políticas económicas por el lado de la oferta de los años de Reagan, y el presidente Obama no está vacilando al llevarlas a cabo.

El papel del estado: esperanzas, mitos y (falsas) ilusiones
La visión keynesiana según la cual el gobierno puede ajustar la economía a través de políticas fiscales y monetarias para mantener el crecimiento se basa en la idea de que el capitalismo puede ser controlado o manipulado por el estado y gestionado por economistas profesionales desde los distintos departamentos gubernamentales de acuerdo al interés general. La eficiencia del modelo keynesiano, por lo tanto, se apoya en gran medida en una esperanza, o una ilusión, puesto que la relación de poder entre el estado y el mercado/capitalismo es normalmente la inversa. Al contrario de la percepción keynesiana, la elaboración de políticas económicas es algo más que una mera decisión administrativa o técnica; se trata sobre todo de un asunto socio-político que está relacionado orgánicamente con la naturaleza de clase del estado y los aparatos de definición de políticas.

La ilusión keynesiana ha estado alimentada o enmascarada por dos grandes mitos. El primero proviene de la idea que atribuye la aplicación de las reformas económicas del New Deal y la socialdemocracia tras la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial al genio de Keynes. Sin embargo, las pruebas demuestran que la aplicación de dichas reformas y, por tanto, el mayor protagonismo de Keynes, fue más el resultado de durísimas luchas de clase y enormes presiones por parte de grupos de base que de las mentes de expertos como Keynes. De hecho, fuera de los estrechos círculos académicos, Keynes no era conocido en los Estados Unidos cuando se llevaron a cabo la mayoría de las reformas del New Deal.

El segundo mito deriva de la visión que atribuye la larga expansión económica durante el periodo que va desde 1948 a 1968 en los Estados Unidos a la eficacia o al éxito de las políticas keynesianas de gestión de la demanda. Aunque es cierto que en aquel momento las políticas expansionistas del gobierno tuvieron un papel fundamental en el fantástico desarrollo económico de ese periodo, el éxito de esa expansión también se debió a una serie de condiciones o factores favorables. Entre ellos se encontraban la necesidad de reconstruir e invertir en las devastadas economías de posguerra de todo el mundo, la necesidad de cubrir la gran demanda global de bienes de consumo y de capital, y la falta de competencia para los productos y el capital estadounidenses en los mercados globales; en pocas palabras, el hecho de que en el periodo de posguerra había un enorme espacio para el crecimiento y la expansión.

Amparándose en estos mitos e ilusiones, los economistas keynesianos imaginaron un pequeño resquicio en el derrumbe financiero de 2008 y la Gran Recesión subsiguiente: una oportunidad para un nuevo amanecer de la economía keynesiana. Casi seis años después resulta suficientemente claro que las recetas keynesianas están cayendo en saco roto.

Rechazadas, las esperanzas e ilusiones keynesianas se han convertido en decepción y enfado. Por ejemplo, en su columna en el New York Times, el profesor Paul Krugman arremete a menudo contra la administración Obama por ignorar las políticas keynesianas de expansión económica y creación de empleo:

La verdad es que crear empleo en una economía deprimida es algo que el gobierno podría y debería hacer. […] Piensen en ello: ¿Dónde están los grandes proyectos de obras públicas? ¿Dónde están los ejércitos de empleados públicos? Hay exactamente medio millón menos de funcionarios ahora que cuando el Sr. Obama asumió el cargo.

En el centro de la frustración y decepción de los economistas keynesianos está la percepción irrealista de que las políticas económicas son producciones intelectuales, y que la formulación de políticas es principalmente una cuestión de conocimientos técnicos y preferencias personales. Lo que estos economistas pasan por alto es el hecho de que dicha formulación no es simplemente una cuestión optativa, es decir, de política “buena” vs. “mala”; es sobre todo una cuestión de política de clase.

No basta con tener buen corazón o un alma compasiva; es igualmente importante no perder de vista cómo se hacen las políticas públicas bajo el capitalismo. No es suficiente con despotricar continuamente contra Ronald Reagan como un rey malvado y alabar a FDR como un rey sabio. La tarea más importante es explicar por qué la clase dominante derrocó al rey sabio y abrió la puerta al malvado. Como señala el profesor Peter Gowan de la London Metropolitan University, “los keynesianos defienden un argumento esencialmente falso a favor de la re-regulación al no ver la unidad del estado y Wall Street”.

Crecimiento y empleo: Keynes vs. Marx
No sólo es inexacto el relato de los hechos que condujeron a la desaparición del keynesianismo y al auge del neoliberalismo que hacen los economistas liberales, también lo es su explicación de los continuos problemas de desempleo y estancamiento económico. Culpando de las altas y persistentes tasas de desempleo al “capitalismo neoliberal” en vez de al capitalismo per se, los defensores de la economía keynesiana tienden a perder de vista las causas estructurales o sistémicas del desempleo: la tendencia secular y/o sistémica de la producción capitalista a reemplazar continuamente la fuerza de trabajo por máquinas y, por tanto, a generar una masa considerable de desempleados, o un “ejército industrial de reserva”, en palabras de Marx.

Bajo el capitalismo, tal y como lo explicó Marx, las leyes fundamentales de la oferta y la demanda de trabajo se ven fuertemente afectadas por la capacidad del mercado para producir de manera regular un ejército obrero de reserva, o “sobrepoblación”. Este ejército de reserva es por tanto tan importante para la producción capitalista como lo es el ejército obrero activo (o realmente empleado). Así como para un buen uso del agua es importantísimo realizar ajustes periódicos y oportunos del nivel de un embalse de riego, para la rentabilidad capitalista resulta decisiva la existencia de una cantidad “apropiada” de desempleados:

Durante los períodos de estancamiento y de prosperidad media, el ejército industrial de reserva o sobrepoblación relativa ejerce presión sobre el ejército obrero activo, y pone coto a sus exigencias durante los períodos de sobreproducción y de paroxismo. La sobrepoblación relativa, pues, es el trasfondo sobre el que se mueve la ley de la oferta y la demanda de trabajo. Comprime el campo de acción de esta ley dentro de los límites que convienen de manera absoluta al ansia de explotación y el afán de poder del capital.

En la era de la globalización de la producción y el empleo, el ejército industrial de reserva ha sobrepasado las fronteras nacionales. Según un reciente estudio de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), entre 1980 y 2007 la fuerza de trabajo mundial creció un 63%. El estudio demuestra además que, debido a la urbanización y/o desruralización, la proporción del ejército obrero activo es menor del 50%, es decir, más de la mitad de la fuerza de trabajo mundial está desempleada.

Es precisamente esta enorme y disponible masa de desempleados, junto con la relativa facilidad de deslocalización de la producción a cualquier lugar del mundo —no las “malas intenciones de los republicanos o los malvados neoliberales”, como manifiestan muchos keynesianos— lo que ha obligado a la clase trabajadora a someterse, sobre todo en los países capitalistas centrales: aceptando los brutales planes de austeridad que suponen recortes de salarios y prestaciones, despidos y acoso sindical, empleos a tiempo parcial y eventuales, y similares.

Esto explica también porqué siguen sonando huecas las continuas llamadas keynesianas de los últimos años que proponen paquetes de estímulos de tipo keynesiano para poner fin a la recesión y paliar el desempleo. Bajo las nuevas condiciones de producción, que ha pasado de lo nacional o lo global, y en ausencia de la abrumadora presión política de los trabajadores y otras organizaciones de base, simplemente no se pueden volver a poner en práctica las recetas del doctor Keynes, las cuales fueron emitidas bajo condiciones socioeconómicas radicalmente diferentes, bajo circunstancias o marcos nacionales, no internacionales o mundiales.

Teóricamente, la estrategia keynesiana del “círculo virtuoso” de altas tasas de crecimiento y empleo es a la vez sencilla y razonable: el aumento del gasto público en un momento de grave crisis económica haría crecer el empleo y los salarios, aumentaría el poder de compra de la economía, lo que a su vez incentivaría a los productores a crecer y contratar, aumentando así el empleo, los salarios, la demanda, la oferta… hasta el infinito. Pero aunque la estrategia suene relativamente sencilla y bastante razonable, adolece de una serie de fallos.

Para empezar, asume implícitamente que los empleadores y quienes diseñan las políticas públicas están interesados de verdad en lograr el pleno empleo, pero por alguna razón no saben cómo alcanzar este objetivo. La consecución del pleno empleo, sin embargo, puede no ser el ideal o el nivel óptimo de beneficios para la producción capitalista, lo que significa que quizá no sea el objetivo real de los empresarios y/o responsables de políticas públicas. Como se mencionó anteriormente, para la rentabilidad capitalista es tan esencial que haya una considerable cantidad de desempleados como que exista el número de trabajadores necesarios para producir. En su afán de mantener los costes laborales tan bajos como sea posible, perpetuando una clase trabajadora dócil, el capitalismo tiende a menudo a preferir elevadas tasas de desempleo y bajos salarios a un bajo nivel de desempleo y elevados salarios.

Esto explica porqué, por ejemplo, el mercado de valores a menudo tiende a incrementarse cuando los informes señalan un aumento del desempleo, y viceversa. También explica porqué, aprovechando el largo (y persistente) ciclo recesionista, las empresas dominantes/los responsables de políticas públicas de los países centrales capitalistas se han embarcado en un programa de austeridad sin precedentes con medidas para reducir el sector público y el gasto correspondiente, cuyo objetivo principal es debilitar la fuerza de trabajo y disminuir su coste.

En segundo lugar, el argumento keynesiano que sostiene que el “círculo virtuoso” de índices de empleo, salarios y crecimiento elevados resultaría relativamente sencillo de alcanzar si no fuera por las “malas” políticas del neoliberalismo y la oposición de los empleadores, se basa en la suposición de que los empleadores/productores ignoran su propio interés. Según este argumento, si fueran conscientes de las ventajas de los “salarios Ford” podrían ayudarse a sí mismos y ayudar a los trabajadores, y contribuir al crecimiento económico y la prosperidad de todos. La visión sobre este asunto del conocido profesor liberal (y ex Secretario de Trabajo durante la primera administración de Clinton) Robert Reich ejemplifica el razonamiento keynesiano:

Durante la mayor parte del último siglo, el acuerdo básico que constituía el núcleo de la economía estadounidense era que los empleadores pagaran a sus trabajadores lo suficiente para que pudieran comprar lo que las empresas estadounidenses vendían. […] Ese compromiso generó un ciclo virtuoso de mayor nivel de vida, más puestos de trabajo y mejores salarios. […] El acuerdo básico ya no es válido. […] En estos momentos los beneficios empresariales son elevados en gran medida porque los salarios son bajos y las empresas no están contratando. Pero se trata de una apuesta perdedora a largo plazo, incluso para las empresas. Sin suficientes consumidores estadounidenses sus días rentables están contados. Después de todo, existe un límite en el beneficio que pueden extraer recortando las nóminas.

Existen dos problemas fundamentales con este argumento. El primero es que asume (implícitamente) que los productores estadounidenses dependen de los trabajadores del país no solo como trabajadores sino también para que les compren sus productos, como si fuera una economía cerrada. Sin embargo, la realidad es que los productores estadounidenses dependen cada vez menos de la fuerza de trabajo doméstica, ni como trabajadores ni como consumidores, pues continuamente están ampliando sus mercados de producción y venta en el extranjero: “Tanto en el lado de la oferta [empleo] como en el de la demanda, el trabajador/consumidor estadounidense tiene un papel cada vez más secundario”.

El segundo problema radica en que los salarios y los beneficios son categorías a nivel micro o de empresa, establecidas por empleadores individuales o directores de empresa, no por los estrategas a nivel macro o nacional de la demanda agregada (como ocurre en una economía de planificación centralizada). Los productores individuales (grandes y pequeños) ven los salarios y las prestaciones, en primer lugar, como un coste de producción que debe ser minimizado a toda costa; y solo de forma secundaria, o nunca, como parte de la demanda agregada nacional que puede contribuir (indirectamente) a la venta de sus productos.

Marx caracterizó la disposición y la capacidad del capitalismo para crear una gran masa de desempleados (con el fin de conseguir una clase trabajadora mayoritariamente pobre y dócil) como “pauperización” y sumisión de la fuerza de trabajo; un mecanismo incorporado que resulta esencial para la “ley general” de la acumulación capitalista:

De esto se sigue que a medida que se acumula el capital empeora la situación del obrero, sea cual fuere su remuneración. La ley, finalmente, que mantiene un equilibrio constante entre la sobrepoblación relativa o ejército industrial de reserva y el volumen e intensidad de la acumulación, encadena el obrero al capital con grillos más firmes que las cuñas con que Hefestos aseguró a Prometeo en la roca. Esta ley produce una acumulación de miseria proporcional a la acumulación de capital. La acumulación de riqueza en un polo es al propio tiempo, pues, acumulación de miseria, tormentos de trabajo, esclavitud, ignorancia, embrutecimiento y degradación moral en el polo opuesto, esto es, donde se halla la clase que produce su propio producto como capital.

Conclusión
La teoría marxista del desempleo, basada en la teoría del ejército industrial de reserva, proporciona una explicación de los niveles de desempleo prolongados más sólida que la visión keynesiana, que atribuye la plaga del desempleo a las “equivocadas” o “malas” políticas neoliberales. Igualmente, la teoría marxista de los salarios de miseria o subsistencia ofrece una explicación más convincente de cómo y porqué esos bajísimos niveles salariales y el predominio generalizado de la pobreza en todo el país pueden ir acompañados de grandes beneficios empresariales y/o el crecimiento de los mercados de valores, que la que brinda la percepción keynesiana, según la cual para que se produzca un ciclo económico expansionista son necesarios niveles salariales elevados.

Además, y quizá sea lo más importante, la idea marxista de que los programas de protección económica significativos y duraderos solo pueden llevarse a cabo con la presión de las masas — y siendo coordinada globalmente — ofrece una solución mucho más lógica y prometedora al problema de las dificultades económicas de la abrumadora mayoría de la población mundial que los paquetes de estímulos keynesianos a nivel nacional, puramente académicos y esencialmente apolíticos. No importa lo alto, lo mucho o lo apasionadamente que los keynesianos de buen corazón supliquen empleos y nuevos programas de reformas del tipo New Deal, sus peticiones para aplicar tales programas van a ser ignoradas por los gobiernos que han sido elegidos y son controlados por poderosos intereses financieros. El principal fallo de las recetas keynesianas de gestión de la demanda es que consisten en una serie de propuestas populistas carentes de política de clase, es decir, de los mecanismos políticos que serían necesarios para llevarlas a cabo. Solamente con la movilización de las masas trabajadoras (y otras organizaciones de base) y luchando, en vez de suplicando, por una parte equitativa de lo que es verdaderamente el producto de su trabajo, puede la mayoría trabajadora alcanzar la seguridad económica y la dignidad humana.


3 de mayo de 2016

SÓLO LA UNIDAD DE CLASE DERROTARÁ A LA REPRESIÓN

Por Marat

En los últimos dos años posiblemente se esté hablando en España de la represión y del recorte de libertades de expresión, opinión y manifestación tanto o más que en el conjunto de los últimos 40 años desde el inicio de la transición política.

Y hay razones sobradas para ello. El encarcelamiento de personas por expresar por escrito, en protestas en la calle o mediante manifestaciones artísticas sus puntos de vista sobre la realidad en la que viven o su disidencia frente a lo que consideran injusto, ha hecho de España un país desmovilizado, acobardado y amenazado con cárcel y multas que sus receptores no puedan pagar.

Una combinación de violencia policial, judicial y legislativa (nuevo Código Penal y Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana) amedrenta la voluntad de resistir ante el atropello al que cotidianamente se ven sometidos los más débiles.

Y sin embargo, y ante esta evidencia, nunca se ha mentido, manipulado, ni ocultado tanto las razones de las que nace ese diluvio represivo.

Para los vendedores de “ilusión democrática”, según la cuál el Estado es un aparato neutro al que manejar a voluntad y en sentidos muy diferentes según el partido que haya ganado unas elecciones, el vendaval antidemocrático proviene de que el Partido Popular es muy autoritario y de que pretende imponer una política de recortes sociales que, en opinión de los sostenedores de tal teoría, la sufren unas víctimas muy genérica: “la gente”, “las clases medias”, “los ciudadanos”, su expresión favorita. Lo cierto es que gobierne quien gobierne, mientras lo haga sin romper la legalidad del sistema político vigente, la clase trabajadora ha de mantener la lucha por sus derechos.

Vivimos inmersos en una crisis capitalista de la que las grandes corporaciones que dominan la economía, el mundo del trabajo y nuestras vidas son incapaces de salir, si no es mediante la transferencia de ingentes cantidades de rentas del trabajo al capital, a través de la privatización de lo público, de la brutal reducción de los salarios y costes laborales en general.

Desde la crisis del 29 del pasado siglo jamás se había efectuado una agresión tan salvaje contra las conquistas históricas de la clase trabajadora y en esa agresión el Estado capitalista no es neutral, como pretenden hacernos creer los minirreformistas vendedores de crecepelo para calvos.

El Estado jamas fue un órgano neutral por encima de las clases sociales ni conciliador de los intereses antagónicos entre unos y otros estratos sociales. Representa de un modo férreo a la clase constituida en dominante mediante su poder económico. Quienes lo gobiernan en representación de dicha clase y el reformismo que aspira a sustituir a los habituales gobernantes de dicho aparato, sin cuestionar y ni siquiera intentar confrontar dicha naturaleza de clase capitalista, admiten que éste sea el brazo necesario para la represión de cualquier intento de la clase trabajadora de ejercer resistencias a su sacrificio en esta crisis.

La combinación de policía (reprimiendo), jueces (condenando), legislativo (nuevo Código Penal, Ley Orgánica de Protección del Derecho a la Seguridad Ciudadana), medios de comunicación (creando estados de opinión criminalizadores de las luchas de la clase trabajadora) y una ideología de superioridad de la idea de segurdad (versión moderna del “orden público” franquista) que se asienta en una “doctrina del derecho penal del enemigo”, pretenden instaurar un cordón sanitario frente a la lucha obrera. El objetivo no es otro que el de disuadir en primer término, mediante una combinación de mecanismos coactivos y coercitivos, y reprimir, cuando es necesario (y lo es de forma habitual para los gobiernos del capital) cualquier disidencia de clase.

Se entiende así que el Estado capitalista haga cierta la expresión del pensador liberal Max Weber que afirmaba que Estado es aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el “territorio” es elemento distintivo), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima. Lo específico de nuestro tiempo es que a todas las demás asociaciones e individuos sólo se les concede el derecho a la violencia física en la medida en que el Estado lo permite. El Estado es la única fuente del “derecho” a la violencia.” (“La política como vocación”)

Sin salirnos del pensamiento jurídico-político liberal podríamos reprochar a Max Weber y a tantos liberales de su especie su “confusión” intencionada entre “legalidad” y “legitimidad”, ya que la “fuente del derecho” a la que alude es la del derecho positivo (de normas jurídicas escritas por el órgano del Estado que ejerza la función legislativa) y no la del “derecho natural” (Rousseau), que sería fuente de “legimidad”, en tanto que se asienta en un derecho de tipo moral. Ello hasta el punto de que un acto puede ser legal pero no legítimo y viceversa. En la dualidad legitimidad/ilegitimidad se fundamenta tanto la razón como la sinrazón ontológicas del ejercicio del gobierno.

En cualquier caso, la clave del pensamiento y la acción principal del Estado capitalista es la conservación de la llamada “paz social” en base a la previsión (ideología dominante, coacción, legislación disuasoria,…) y a la reacción cuando siente que los privilegios de la clase a la que representa son amenazados o siquiera contestados más allá de la vacuidad de las palabras.

Si el Estado capitalista se arroga, por un lado, la voluntad y la legalidad, que no la legitimidad del monopolio de la violencia, necesita, por otro, negar que ejerza otras formas de violencia como la explotación laboral, la pobreza a la que condena a amplias capas de la población, el terrorismo empresarial que legaliza o el imperio del “derecho” al pago de la deuda bancaria por encima del que corresponde a una vivienda digna, por citar sólo algunos ejemplos.

En paralelo, la oposición a su dominación de clase, el Estado la considera violencia casi equiparable a la terrorista. Así un corte de vías férreas o de carreteras en una protesta sindical, la ocupación de locales de la patronal por trabajadores, un piquete informativo que, si no es en parte coactivo, no es piquete sino grupo informe de pusilánimes, la cobertura fotográfica de la violencia policial en una manifestación o una frase un poco más subida de tono de lo normal en redes sociales es violencia “ilegal” para quien detenta más que ostenta el pretendido Estado de derecho de una dictadura de clase.

Desde Alfon, encarcelado en régimen FIES, con periódicos castigos, hasta Andrés Bódalo, dirigente del SAT también encarcelado, pasando por Raúl Capín al que le ha caído una multa absolutamente brutal en su condición de persona con limitados recursos o Esther Quintana, que perdió un ojo por una pelota de goma de los mossos d´esquadra en la huelga general del 14 de noviembre 2012, toda la artillería legal, legislativa y policial del Estado, además de la de su Brunete mediática va destinada a destruir la capacidad y voluntad de rebeldía de la clase trabajadora.

Los sindicatos del régimen, CCOO y UGT, dan la cifra de 300 sindicalistas encausados para los que se llega a pedir hasta 125 años de cárcel. Previsiblemente son muchos más, dado que estos sindicatos no destacan por su solidaridad con el sindicalismo alternativo ni con los militantes comunistas, anarquistas y revolucionarios condenados o amenazados por peticiones de cárcel y otras sanciones por luchar en defensa de la clase trabajadora.

La situación del SAT refleja unos 700.000 euros en multas, unas 637 personas imputadas y unas peticiones de condenas de prisión que suman 437 años de cárcel.

Sobre los 8 de Airbús, finalmente no condenados por su participación en la huelga general de 2010, pendían penas de cárcel por alrededor de 70 años, penas que CCOO y UGT, sindicatos a los que estaban afiliados los encausados, pretendían negociar con el gobierno del PP bajo la mesa, llegando a acariciar incluso la idea de un indulto, lo que hubiera significado un reconocimiento de culpa por parte de los afectados, cosa que estos tuvieron la dignidad de no admitir.

Por fortuna, la presión desde las bases de estos sindicatos sobre sus cúpulas y la solidaridad internacional impidieron tal ignominia y lograron su sobreseimiento.

En este contexto de represión, no selectiva sino masiva que amenaza al movimiento obrero, sus organizaciones sindicales, políticas y sociales, se hace cada día más evidente la desproporción de fuerzas entre el Estado capitalista y la clase trabajadora. Los dos años largos de desmovilización social y el escuálido 1º de Mayo último dan prueba de ello.

En el aspecto concreto que nos ocupa en este texto, es llamativa también la diferencia entre los encausados por ejercer una faceta explícita de la lucha de clases y los finalmente absueltos de las acusaciones de delito que recaían/recaen sobre ellos

Más allá de la capacidad de presión resultante de las distintas solidaridades que afectan a cada uno de los amenazados con multas, prisión o denuncia por los daños físicos y morales ejercidos por los aparatos represores del Estado capitalista, lo cierto es que al producirse el apoyo a las víctimas de los atropellos del poder de clase de forma fragmentada, dividida en ocasiones en plataformas ajenas unas a otras y en campañas muy individualizadas, la posibilidad de derrota en la defensa de las libertades colectivas e individuales de quienes se rebelan contra el atropello del capital y sus instituciones está garantizada. Sólo la unidad de nuestra clase, la trabajadora, puede nivelar, la fuerza que se ejerce desde el otro lado y posibilitar el éxito.

Es cierto que cada procesado, cada represaliado, cada violentado policialmente en una manifestación, cada trabajador@ pres@ por luchar en defensa de sus derechos necesita el calor solidario, que su caso no sea olvidado dentro de una causa más general. Pero la respuesta a esa cuestión debiera ser una dinámica de defensa de toda la clase castigada, porque nos someten a todos en cada uno de los que son sancionados, golpeados, enmudecidos y penados y que, a su vez, haga de cada caso una denuncia, un ejemplo de dignidad, un abrazo de todos los que luchan junto a él.

Por otro lado, el sectarismo de quienes menosprecian o ignoran a otros combatientes de nuestra clase porque considerar que sus posiciones son “demasiado radicales”, la parcialidad de quienes se ocupan sólo de sus militantes obreros, ha producido un daño enorme en esa necesidad de unidad y coincidencia de objetivos en lo que se refiere al derecho a la disidencia de clase. Es un enorme error que están pagando no sólo cada uno de los represaliados sino l@s trabajador@s en su conjunto, que ven en cada reprimido un motivo disuasorio para su protesta. Sobre nuestra división en la defensa de nuestros derechos a la palabra y la batalla cabalgan las leyes represoras, los policías excitados en su violencia, los jueces y fiscales feroces en sus condenas, los medios de desinformación del capital, la indiferencia de much@s trabajador@s ante el dolor que experimentan los de su mismo estado de explotación y de opresión, aún cuando no sean conscientes de sus cadenas.

Por otro lado, habrá quienes quieran difuminar el carácter de clase del Estado burgués y su vejación contra la clase que le es antagónica bajo la idea genérica de una denuncia del recorte de las libertades y de opresión, como si en los últimos años de la crisis capitalista la represión no hubiera aumentado exponencialmente y como si el carácter del Estado policía se debiera sólo o principalmente a su condición de moderno “Leviatán” burocrático.

Esta tesis, que hunde sus raíces en la vieja desconfianza liberal hacia el Estado (teoría del Estado mínimo), y que hoy ha sido recogida por el minarquismo (libertarianos), precisamente porque comprende muy bien la naturaleza de clase del Estado y prefiere que no interfiera en sus negocios (sociedad civil), ha mutado en ambientes libertarios no sindicalistas, en sectores del nuevo reformismo indignado y, por supuesto, desde hace muchos años en el viejo reformismo de matriz socialdemócrata, hoy social-liberal.

Al desconectar estos enfoques políticos de la naturaleza de clase del Estado se cae en un concepto meramente ciudadanista de defensa de las libertades, lo que no es otra cosa que una visión “idealista” de las mismas, olvidando su carácter instrumental (para difundir ideas, expresar la disidencia, luchar por derechos concretos, defenderse de la explotación y la opresión,...).

La realidad es que en las etapas de crisis capitalista es cuando su Estado refuerza especialmente cárceles, leyes represoras, aparatos policiales,...independientemente de que pueda mantenerlos activos en etapas de expansión económica. Pero lo decisivo en estas últimas no es tanto lo opresivo como el fomento del consentimiento y del consenso (a través de los aparatos ideológicos) y el contrato social (mediante políticas, en el pasado, de cierta redistribución social que impulsaban al mercado).

Por tanto, sea de modo intencionado (casi siempre, y desde un discurso de clase media, negador de los antagonismos de clase, que no necesariamente ha producido dicha clase pero que sí ha comprado a los think-tanks de la oligarquía mundial), sea de un modo irreflexivo, mantener la tesis de una defensa de las libertades ajena a la cuestión de clase y a las prácticas de las políticas antiobreras es lisa y llanamente complicidad con él capital.

No se trata de negar que los recortes a las libertades y la represión se estén expandiendo a ámbitos no directamente ligados a la lucha de clases pero escamotear que la clave se encuentra aquí y en la naturaleza clasista del Estado es sencillamente mentir. Las reivindicaciones puramente democráticas tienen su razón de ser pero si se emplean como arma luz de gas pequeñoburguesa para tapar la cualidad clasista de la violencia del Estado estamos ante realidades que no deben solaparse.

De ahí que, centrada la cuestión, en la condición de clase del Estado, en su papel de policía, juez, consejo de administración de la burguesía y propagandista de sus valores, sea necesario vincular el incremento brutal de la represión con la agudización de la lucha de clases y con las políticas contra la clase trabajadora de aquél.

Diluir estas cuestiones en plataformas contra la Ley Mordaza en genérico, es sencillamente claudicar desde un oportunismo zafio, echarse en brazos del reformismo procapitalista más abyecto, derrotarse el movimiento obrero y sus organizaciones sindicales, políticas y de todo tipo a sí mismos y caer en una especie de pseudoradicalismo estéril de origen burgués de corto éxito y recorrido. Su fracaso se deberá no sólo a la menor capacidad organizativa de este tipo de entes sino sobre todo a que, al ocultar las razones reales -la desigualdad que genera el capitalismo y sus leyes- de la protesta que es aherrojada, se autoexcluye de la solidaridad y compromiso necesarios a todos los que sufren en sus propias carnes dicha desigualdad y que no se sentirían representados por proclamas “prodemocráticas” más o menos justas pero que no conectan con las necesidades más tangibles que afectan a sus vidas.

En resumen, es necesario reorientar la lucha antirrepresiva en varios sentidos:
  • Hacia una posición de clase, que proclame que la represión expresa un nivel concreto de la lucha de clases y que el Estado en sus dimensiones policial, legislativa y jurídica responde a los intereses de la clase dominante.
  • Hacia una superación de la división en la lucha de las organizaciones del movimiento obrero por la defensa de todos y cada uno de sus militantes sindicales y políticos a las puertas de ser procesados o ya condenados. La consigna de marchar separados es justificable en términos de estrategia y de niveles de enfrentamiento/acuerdo con el capital pero jamás en la defensa de cada uno y todos los militantes obreros perseguidos y encausados.
  • Hacia la consideración de “represaliados y presos políticos” de los militantes obreros que sufren las consecuencias de la violencia del Estado capitalista porque éste es un órgano político que ejerce su monopolio de la misma a partir de criterios puramente políticos.
Ello no supone en absoluto negar la utilidad y la necesidad de las plataformas concretas de apoyo a militantes obreros específicos pero sí superar la cultura de la división y el sectarismo, especialmente por parte de quienes, desde una pretendida posición de “mayoritarios”, desprecian la lucha de otras organizaciones, trabajar en red, compartir objetivos comunes, realizar campañas globales en defensa de todos los que sufren la represión por defender a la clase trabajadora y, muy importante, dedicar personas y militantes concretos a la creación de ese clima de cooperación y al logro de dichos objetivos. Eso o acabar como los dos conejos de la fábula de Tomás de Iriarte, que discutían si los que les perseguían eran galgos o podencos.

En esta disputa,
llegando los perros
pillan descuidados
a mis dos conejos.

Los que por cuestiones
de poco momento
dejan lo que importa,
llévense este ejemplo.”


LAS LESIONES NO TAN OCULTAS DE CLASE

Max Castro. Cubadebate

Los norteamericanos hoy en día están viviendo su vida a un ritmo no visto en tres décadas. Hay una epidemia de suicidios en curso en Estados Unidos y la gran pregunta es porqué.

La noticia proviene de un nuevo estudio del gobierno realizado por el Centro Nacional de Estadísticas de Salud. Los datos cubren el período de 1999 a 2014.

El New York Times publicó un extenso informe acerca de la investigación, en su edición del 22 de abril de 2016, que informa acerca de los aspectos más destacados del estudio y cita las hipótesis de varios expertos que han profundizado en las causas del aumento en las cifras de suicidios.

Antes de hablar de esas teorías, permítanme señalar algunas de las conclusiones más destacadas del estudio:

Las tasas de suicidio en Estados Unidos aumentaron 24 por ciento entre 1999 y 2014.

El incremento se produjo en casi todos los grupos demográficos con dos excepciones, hombres negros y personas de 75 años de edad y mayores.

Se observó un fuerte aumento en las tasas de suicidio entre los grupos que históricamente han tenido tasas muy bajas. Esto incluye a mujeres de mediana edad (45-64), cuyas tasas de suicidio aumentaron en 63 por ciento. En el otro rango del espectro de edad, el suicidio de las niñas entre 10 y14 años aumentó tres veces durante el período del estudio.

Los grupos que históricamente han tenido altos índices de suicidio también experimentaron un aumento, aunque algo menor que en los grupos con tasas tradicionalmente bajas. Por ejemplo, el incremento de suicidios entre hombres de 45 a 64 fue del 43 por ciento, un veinte por ciento más bajo que entre las mujeres de la misma edad. Aún así, hoy en día la tasa de suicidio masculino en esa categoría de edad es 3,6 veces mayor que entre las mujeres.

El aumento en el suicidio no puede ser explicado por el crecimiento de la población, ya que las tasas son de suicidio por cada 100 000 habitantes. Sin embargo, los números en bruto sí transmiten una idea de la magnitud del problema. En 1999, en Estados Unidos 29 199 personas se quitaron la vida. En 2014, la cifra fue de 42, 773.

Antes de que yo los insensibilice a ustedes con cifras, vamos a centrarnos en las explicaciones ofrecidas por los expertos consultados por el New York Times, seguidas de mi propio análisis.

Kathleen Hempstead, asesora principal de la Fundación Robert Wood Johnson, “ha identificado una relación entre el aumento de las tasas de suicidio y el aumento de la angustia acerca del empleo y las finanzas entre las personas de mediana edad”. Investigadores anónimos citados por el Times, “que revisaron el estudio… presentaron un cuadro de desesperación para muchos en la sociedad norteamericana”. Y Robert Putnam, profesor de política pública en la Universidad de Harvard, dijo: “Esto es parte del patrón emergente mayor de la evidencia de los vínculos entre pobreza, desesperanza y salud”.

Existe evidencia empírica para la elaboración de esta conexión. El Times cita el trabajo de Alex Crosby, epidemiólogo de los Centros de Control y Prevención de Enfermedades, que ha estado estudiando la correlación entre la economía y el suicidio durante casi cien años. Crosby señala que la tasa más alta de suicidio fue registrada en 1932, el punto más bajo en el peor colapso económico de la historia norteamericana. La tasa de 1932 fue un 70 por ciento más alto de lo que es hoy en día. Eso no es sorprendente, ya que la Gran Depresión fue mucho peor y prolongada que la crisis económica de 2008. Por otra parte, Crosby encontró “un patrón coherente…; cuando la economía empeoró aumentaron los suicidios, y cuando mejoró descendieron”.

Este análisis es bueno hasta cierto punto, pero hay una pieza que falta; la forma en que la ganancia de la recuperación económica se distribuye entre la población. La ola de prosperidad que siguió a la Gran Depresión y a la Segunda Guerra Mundial fue ampliamente compartida relativamente. La clase media se expandió de manera enorme y los trabajadores manuales fueron capaces de tener cosas tales como una casa y un auto, privilegios antes disfrutados sólo por las clases media y alta.

Los beneficios económicos de las décadas más recientes no han sido ampliamente distribuidos. De hecho, el ingreso promedio de los norteamericanos hoy en día, en términos reales, es más bajo que en 1999. La mayor parte del crecimiento económico ha sido capturado por los ricos. Este fue el caso antes de la Gran Recesión de 2008 y después del inicio de la débil recuperación que siguió. No es de extrañar, por tanto, que las tasas de suicidio no hayan disminuido en los últimos años. De hecho, el aumento se aceleró entre 2010 y 2014.

Por supuesto, la economía no es el único determinante de las tasas de suicidio. Uno de los primeros trabajos de la sociología empírica, “Suicidio”, por el sociólogo francés del siglo 19 Emile Durkheim, arrojó que en los países con fuerte solidaridad social el suicidio era menor que en los lugares que tenían una cultura más individualista.

La explicación es sencilla. Las personas que pueden contar con fuertes lazos sociales que brindan apoyo emocional y económico son menos propensas a experimentar las más bajas profundidades de la desesperación que los individuos aislados. Tales personas son también menos propensas a enmarcar sus problemas en términos de fracaso individual y más en relación con las fuerzas sociales y económicas más generales, una interpretación que no afecta a una parte de su autoestima.

Nada en el análisis clásico del suicidio por parte de Durkheim contradice el enfoque de analistas contemporáneos acerca del factor económico. La solidaridad puede amortiguar los peores efectos de la miseria económica en el cuerpo y la psiquis. Pero aún así las privaciones cobran su cuota. Y la solidaridad es un bien escaso en la sociedad norteamericana –la palabra está prácticamente ausente del vocabulario común– como dan fe libros tan innovadores de la década de 1950 –de La muchedumbre solitaria (Riesman) – al pasado reciente –Jugando bolos solo (Putnam).

Por otra parte, la economía neoliberal de “perro come perro”, de las últimas décadas, ha significado que el estado ha optado por no hacer nada –o hacer cosas que lo empeoran todo– frente a los brutales choques económicos y la alucinante desigualdad económica característica del capitalismo norteamericano y mundial en el presente siglo. La creciente ola de muerte autoinfligida es sólo un daño colateral de la política económica que hemos estado siguiendo.

El suicidio no es la única cuestión de vida o muerte en torno a la cual las lesiones de clase se ven tan en claro como el cristal. Para dar sólo un ejemplo revelador. El hombre norteamericano promedio en el uno por ciento superior de los ingresos puede tener una esperanza de vida de 87 años. Un hombre con un ingreso de $30 000 al año muere con nueve años menos como promedio. El dinero afecta la posibilidad de vida, desde la cuna hasta la tumba. La ironía es que esta diferencia de mortalidad significa que el hombre rico puede acogerse a la seguridad social, un programa diseñado para ayudar en la vejez, durante nueve años adicionales, a personas de escasos recursos.

Allá por 1972, Richard Sennett y Robet Cobb pudieron escribir un libro titulado Las lesiones ocultas de clase. Hoy en día, como muestran las tendencias suicidas, las lesiones de clase apenas se ocultan. Son heridas abiertas que desmienten todas las pretensiones de un Sueño Norteamericano o de una Gran Sociedad.

2 de mayo de 2016

“PLAN B DE VAROUFAKIS” Y CONTRADICCIONES DEL DINERO

Rolando Astarita. rolandoastarita.wordpress.com

Una de las creencias más difundidas en la izquierda de corte socialdemócrata o stalinista es que las reformas monetarias pueden brindar soluciones a los problemas de la economía capitalista y evitar los padecimientos que generan a las masas populares. La idea, por ejemplo, de que Grecia pueda salir de la crisis abandonando el euro y volviendo a su moneda, es representativa de esa tesis. En otras notas hemos explicado que esa medida no evitaría la devaluación de la eventual nueva dracma, esto es, la caída de salarios y condiciones de vida de las masas populares.

Sin embargo, existen versiones más sofisticadas de soluciones monetarias reformistas. Un ejemplo es el “plan B” para Grecia, que en su momento elaboró el ex ministro Yanis Varoufakis como alternativa al acuerdo que impuso la Comunidad Europea. Según lo revelado por la prensa, Varoufakis propuso que si el Banco Central Europeo cerraba el suministro de euros a los bancos griegos, el Banco de Grecia debería imprimir pagarés, que se hubieran asignado a los ciudadanos y empresas, de manera que el Estado pudiera utilizarlos para transferencias digitales. El primer ministro Tsipras admitió enseguida que el plan existió, pero aclaró que el mismo no implicaba abandonar el euro y que solo fue concebido para el caso en que se agravaran los problemas de liquidez. Se plantea entonces la cuestión (sugerida en “Comentarios” de este blog) de si puede haber una moneda puramente virtual; y si su creación puede ser una salida a las dificultades griegas.

En esta nota argumento por qué la respuesta a ambas cuestiones es negativa. E que la imposibilidad de que haya una moneda griega sin referencia, o desconectada, del euro o el dólar, deriva del concepto marxiano de dinero, y de las contradicciones que son inherentes al equivalente. La primera parte de la nota está dedicada a este problema (para un desarrollo más completo, ver aquí y aquí). Y a partir de este argumento se puede entender por qué los problemas de fondo de las economías capitalistas no pueden eliminarse con reformas monetarias, por más imaginativas que sean. En definitiva, el enfoque marxista polemiza con la larga tradición de economistas “heterodoxos” que pretenden curar los males sociales reformando la moneda. Dada su extensión, he dividido la nota en partes.

Encarnación de valor y medio de circulación, unidad y diferencia
El problema fundamental que plantea la creación de un sistema monetario basado en pagarés pasa por la validación última del medio por el cual esas promesas de pago pudieran saldarse y, en un sentido más amplio, por la relación que ese eventual medio de pago mantendría con las monedas internacionales, el euro y el dólar, que fungen como reservas de valor y medios de pago internacionales. Dicho de otra manera, en el mejor de los casos, la creación de pagarés hubiera dado liquidez al sistema; pero no hubiera suprimido la necesidad de respaldo último del valor de esos pagarés. Incluso pareciera que el propio Varoufakis, fue consciente de ello, al sostener que su “plan B” no pasaba por salir del euro (de lo contrario, significaba volver a la dracma, esto es, aceptar la devaluación lisa y llana de la moneda griega).

Sin embargo, si se mantenía a Grecia en el euro, las eventuales promesas de pago deberían estar nominadas en euros (o en alguna unidad de cuenta sólida, como el dólar). Y en ese caso, ¿cómo se podría impedir que la liquidación de deudas no se exigiese en euros (o en dólares)? Pero también, y de manera inevitable, el euro (o el dólar) seguiría constituyendo reserva de valor. Por otra parte, el euro (o el dólar) sería imprescindible para mantener las importaciones, ya que a nivel internacional no habría manera de que Grecia pudiera saldar sus cuentas con pagarés. Por eso, la cuestión de fondo es que no se puede escindir al sistema monetario en dos sistemas, uno conformado por promesas de pago que circulan, y otro basado en el euro, para sostener las funciones de reserva de valor, medio de pago, reserva de valor y medio internacional. La autonomización del dinero en tanto medio de circulación siempre es relativa, porque nunca el equivalente puede dejar de cumplir las otras funciones. Una cuestión que también se relaciona con la imposibilidad de que en la sociedad capitalista exista una moneda puramente nacional. Aunque no lo podemos desarrollar aquí, dejemos apuntado que esta es una cuestión crucial que atraviesa los programas keynesianos de regulación nacional del capital, y remite, en última instancia, a la idea de que el dinero es una creación pura del Estado (concepción cartalista, a la que adhería Keynes y adhieren los poskeynesianos).

Por otra parte, la imposibilidad de autonomización plena del circulante remite a una contradicción que es inherente a la naturaleza y la función del equivalente. Es que por un lado, el dinero es encarnación de valor, y como tal, tiene la función de ser medida del valor, reserva y medio de pago. En este sentido, aunque el dinero esté conformado por signos de valor, estos deben referenciarse a un activo que en sí mismo encarne valor. Por esta razón, las monedas internacionales –dólar o euro- tienen su referencia última en el oro (ver aquí, aquí y aquí para una discusión actual). Y las monedas nacionales se referencian, a su vez, en las monedas internacionales.

Sin embargo, en tanto funciona como medio de circulación, el dinero es flujo (currency), ya que está cambiando de manos constantemente. Y en ese mundo de la circulación surge la posibilidad de reemplazar primero al metal por signos del metal (billetes de curso forzoso), que adquieren una creciente autonomía; y en un segundo momento los billetes son reemplazados por promesas de pago, esto es, por créditos que se monetizan. O sea, cumplen la función del dinero como medio de circulación; son ejemplos el cheque, el pagaré, la tarjeta de crédito o la letra de cambio. En tanto estas promesas se cancelen, todo parece funcionar a las maravillas, y de ahí la creencia de que los múltiples “dineros” pueden ser creados ex nihilo, ser simples promesas.

Pero la circulación no suprime el hecho de que el dinero debe encarnar valor. En términos de la dialéctica, el momento de la identidad no desaparece, aun en la diferencia de los muchos “dineros” que circulan. Lo cual se manifiesta al momento de la cancelación de deudas, o en la función del dinero como reserva de valor (¿quién acumula valor atesorando tarjetas de crédito, pagarés o cheques post datados?); y más aún, en su relación con el dinero mundial. En otro trabajo, escribía sobre la cuestión: “En lo que respecta al dinero en su función de medio de pago, a la hora del settlement (pago) es necesario de nuevo que exista dinero “cantante y sonante”, líquido. (…) … al momento de cancelar no hay posibilidad de sustitutos porque es necesario el aquietamiento, la fijación del valor, volver a la encarnación y a la identidad:

“… la función del dinero como medio de pago implica la contradicción de que, por una parte, en la medida en que se compensan los pagos, sólo obra idealmente como medida, mientras que por la otra, en tanto el pago deba efectuarse realmente, entra en la circulación no como medio de circulación evanescente, sino como existencia en reposo del equivalente general, como la mercancía absoluta, en una palabra, como dinero. Por eso, cuando se han desarrollado la cadena de pagos y un sistema artificial de compensación de los mismos, en caso de conmociones que interrumpen violentamente el flujo de los pagos y perturban el mecanismo de su compensación, el dinero se transforma súbitamente de su imagen nebulosa y quimérica como medida de valores, en dinero contante o sonante, o medio de pago” (Marx, Contribución de la Crítica de la Economía Política, Siglo XXI, p. 136; énfasis agregado).

La contradicción entre la identidad y la diferencia se manifiesta aquí en toda su fuerza. Se pasa de golpe del dinero como medida ideal al dinero efectivo: “… el dinero reaparece súbitamente, no como mediador de la circulación, sino como única riqueza, exactamente del mismo modo como la concibe el atesorador” (ídem). Así por ejemplo en el movimiento de cheques se aceptan las transferencias de depósitos, que son en última instancia pasivos de los bancos. Pero se aceptan en tanto existe confianza en que en cualquier momento ese pasivo se puede convertir en dinero efectivo, en cash. Por eso cuando cunde la desconfianza en que el banco pueda devolver los depósitos lo único que cuenta para el depositante es el dinero singularizado en billetes tangibles, reales, con existencia real”

El equivalente en las economías atrasadas
Las limitaciones que tiene un sistema monetario autonomizado como simple promesa de pago se intensifican al tratarse de un país atrasado y dependiente. Al respecto, en Valor, mercado mundial y globalización, y después de señalar que la moneda nacional tiene un rol de equivalente parcial, planteaba que “la legitimidad como equivalentes de las monedas nacionales es puesta periódicamente entre signos de interrogación, en especial cuando se trata de equivalentes vinculados a ámbitos de valor sustentados en un bajo desarrollo de las fuerzas productivas. Esto explica que las monedas nacionales actúen como encarnación de valor en la medida en que están respaldadas por monedas ‘fuertes’, y en particular por la moneda que actúa como moneda internacional. Por eso, si bien la validación de los trabajos privados se realiza reduciendo las mercancías al equivalente nacional, este a su vez tiene que estar respaldado por la moneda mundial. (…) Las reservas internacionales constituyen el activo financiero de respaldo último de la base monetaria nacional; una moneda nacional respaldada exclusivamente en el crédito interno (títulos públicos) estaría sujeta al cuestionamiento y a crisis de confianza que harían imposible la acción de la ley del valor. En última instancia, cuando sucede esto, la moneda nacional es reemplazada por la moneda mundial, primero en sus funciones de reserva de valor y atesoramiento, luego como medio de pago y finalmente como medio de cambio”.

Keynes y la propuesta de Gesell
Lo planteado hasta aquí permite examinar críticamente la creencia, bastante generalizada entre economistas heterodoxos y políticos reformistas, de que los problemas del capitalismo podrían solucionarse mediante manipulaciones monetarias. Una idea popular entre los economistas que consideran que los males del capitalismo tienen por causa las propiedades del dinero.

Un ejemplo paradigmático de esta concepción fue Silvio Gesell, citado extensa y aprobatoriamente por Keynes en la Teoría general. Gesell pensaba que si se reducía la tasa de interés se eliminarían los frenos para el crecimiento del “capital real”. Por eso proponía una reforma monetaria consistente en que el dinero perdiera valor en la medida en que no circulase. Y para efectivizar la idea, sugería un sistema de sellado mensual de los billetes, con lo cual eliminaría la prima por la liquidez del dinero. De hecho, su propuesta implicaba instalar una economía capitalista que funcionara según la ley de Say -a una venta le sigue la correspondiente compra, ya que el dinero no se atesora-, pero convirtiendo a toda mercancía en dinero.

Se entiende entonces por qué Keynes estaba de acuerdo con Gesell. Es que, según Keynes, los problemas de la economía capitalista podrían superarse si el dinero perdía la característica que lo distinguiría del resto de los bienes, a saber, su alta prima de liquidez y su bajo costo de mantenimiento (dadas sus elasticidades de producción y sustitución iguales a cero). Estas propiedades especiales impedían que la tasa de interés bajara por debajo de la eficiencia marginal del capital, e hiciera rentable las inversiones. De manera que si el dinero era gravado con un costo por mantenerlo inactivo, siempre según Keynes, se superaría la falla del mercado que impedía el pleno empleo. Por eso, con la reforma monetaria propuesta por Gesell, se eliminaría la posibilidad misma de las crisis, manteniendo el sistema capitalista. De alguna forma la idea era lograr una economía no monetaria sin alterar la propiedad privada de los medios de producción.

Posiblemente por esta razón el proyecto de Gesell atrajo muchos seguidores, como registra Keynes: “Gesell, atrayendo hacia sí el fervor semireligioso que antes había rodeado a Henry George, vino a ser el profeta reverenciado de un culto con muchos miles de seguidores en todo el mundo. El primer congreso internacional de los Freiland-Freigeld Bund (Liga Tierra Libre Dinero Libre) suizos y alemanes y de las organizaciones similares de muchos países se celebró en Basilea en 1923”. Sin embargo, Gesell no es el único ejemplo. Uno, mucho más cercano, fue la propuesta, durante la crisis argentina de 2001-2002, de desarrollar mercados de trueque, esto es, sin dinero. Alguna gente pensó seriamente que esos mercados representaban, embrionariamente, una alternativa al capitalismo.

La propuesta de Gray y la crítica de Marx
Otro caso histórico de plan de reforma monetaria fue el que proponía el ricardiano John Gray. Gray sostenía que para remediar los males del capitalismo no era necesaria una nueva organización del trabajo, sino una nueva organización monetaria. Por eso propuso, después de la revolución parisina de febrero de 1848, una reorganización del intercambio. Se trataba, en esencia, de reemplazar el dinero por bonos que representaran x tiempo de trabajo, y que serían emitidos por un banco central. Este calcularía el tiempo de trabajo que insume la producción de las mercancías, y los productores recibirían los bonos-trabajo, que vendrían a ser asignaciones sobre los productos. Gray pensaba que de esta manera no habría problemas de venta (o sea, de realización del valor), y que los metales preciosos pasarían a tener el mismo rol que cualquier otra mercancía. Así, toda mercancía sería directamente dinero, y los tiempos de trabajo contenidos en las mercancías podrían ser inmediatamente sociales, como sucedería en una sociedad comunista. Aunque sin modificar las relaciones de propiedad capitalistas que subyacen a la existencia del mercado y del dinero. En palabras de Marx, Gray pensaba entonces que los productos debían ser producidos como mercancías, pero no intercambiados como mercancías.

El problema fundamental del planteo de Gray –y que se repetiría en Proudhon- era desconocer que el dinero no es un objeto, sino una relación social, de la misma manera que lo es cualquier otra relación económica (por ejemplo, la división del trabajo). Y si el dinero es una relación, no puede ser un elemento separado del resto. Es que al ser una relación significa que “es un eslabón, y como tal está íntimamente ligado a toda la cadena de las relaciones económicas” (Miseria de la filosofía; véase también Contribución a la crítica de la Economía Política). Por lo tanto, sigue la crítica de Marx, había que reconocer que esa relación corresponde a un modo de producción determinado. Por eso también, no puede separarse el dinero “del conjunto del modo de producción actual, para hacer de él luego el primer miembro de una serie imaginaria, de una serie que se desea hallar” (ídem).

La clave del fracaso de las reformas monetarias al estilo Gray está precisamente en esta cuestión: se busca una solución ingeniosa haciendo abstracción del conjunto de la relación social en la que está inmerso el dinero que se quiere reemplazar por una construcción imaginaria. Lo mismo se aplica a la reforma de Gesell: en tanto exista la propiedad privada y el mercado, es imposible que no haya un equivalente que sea encarnación de valor. Pero si esto es así, el equivalente nunca podrá ser sólo medio de circulación; necesariamente cumplirá las funciones de reserva de valor y medio de pago. Y entonces nos instalamos de nuevo en la contradicción que hemos tratado en la primera parte de esta nota. Por eso, en última instancia, reformas monetarias “a lo Varoufakis” están condenadas. No es posible cambiar el todo a partir de la manipulación de un elemento que está condicionado y vinculado orgánicamente al todo. Las fantasías del reformismo utópico burgués, o pequeño burgués, tienen este límite infranqueable. En este punto es interesante destacar que incluso Keynes pensaba que, aunque una reforma como la propuesta por Gesell sería deseable, una economía de mercado no podía prescindir del dinero.

La reforma de Darimon y la crítica de Marx
Los proudhonianos continuaron la idea de Gray. En este respecto, es interesante la crítica que dirige Marx a la reforma monetaria que había ideado Alfred Darimon, seguidor de Proudhon, en las primeras páginas de Elementos fundamentales para la Crítica de la Economía Política (Grundrisse) 1857-1858.

Darimon proponía reformas en el Banco de Francia para eliminar las crisis comerciales periódicas. Sostenía que durante las crisis, y ante la caída de las reservas de metal, el Banco de Francia acostumbraba subir los tipos de interés, lo que profundizaba las crisis. Darimon planteaba entonces eliminar la convertibilidad de los billetes de banco, y cualquier otra asignación reembolsable en oro y en plata (como los depósitos). De esta manera, el oro y la plata serían mercancías como las otras o, más precisamente, todas las mercancías pasarían a ser medios de cambio con el mismo rango que el oro y la plata. Pensaba que de esta manera el Banco de Francia podría tener un control absoluto del crédito. Puede verse que, en esencia, se trata del mismo objetivo de Gesell o Gray.

La crítica de Marx arranca señalando un error aparentemente técnico: Darimon pensaba que entre la cantidad de metal en reserva y los medios de circulación, representados por la cartera de títulos en manos del Banco, había una relación inversa. Según Darimon, el Banco recibía documentos que se presentaban para retirar el metal, de manera que cuando aumentaban los primeros, disminuía el segundo, y viceversa. Marx demuestra que estadísticamente esto no se verificaba, y explica que la razón de la discrepancia residía en que Darimon no tomaba en cuenta la circulación de billetes de banco, ni los depósitos. Por eso, podía suceder que las reservas bajaran menos que lo que subía la cartera de títulos por el simple hecho de que una parte de los billetes emitidos para efectuar descuentos hubiera seguido circulando y no hubiese sido convertida en metal; o también porque los billetes emitidos hubiesen vuelto a entrar como depósitos. De manera que la relación entre títulos y reserva de metal estaba lejos de ser lineal.

Pero más importante, Marx explica que el Banco de Francia no podía escapar a la ley económica, y a las constricciones derivadas de la producción y la situación de la economía en general. Por ejemplo, en la base de la crisis francesa de 1855, en Francia había estado el déficit en dos de las más importantes ramas de la producción, la seda y el trigo; además, había habido especulaciones capitalistas en el exterior, y gastos improductivos causados por la guerra en Oriente. Este déficit no se podía remediar creando signos monetarios; ni el Banco de Francia tenía el poder para arreglar el problema.

Para verlo con un ejemplo sencillo: un comerciante de trigo presentaba documentos al Banco para su descuento; obtenía billetes y los convertía en oro del Banco; con el oro compraba trigo en el exterior, con el trigo obtenía dinero del público francés, y con ese dinero levantaba los documentos depositados en el Banco. ¿Cómo podía el Banco escapar a esta ley económica? ¿Cómo podía no elevar los intereses cuando las condiciones del crédito se endurecían? Pero Darimon pensaba que suprimiendo la convertibilidad, se solucionaban los problemas. Era una ilusión. Para entender por qué, supongamos que el Banco de Francia pasaba a descontar documentos contra billetes que no podían ser convertidos en oro, como proponía Darimon. Los billetes entonces serían asignaciones directas sobre los productos de la nación. Aunque Marx no presenta este argumento, surge una pregunta primera: ¿Cómo se podía importar trigo (y si había déficit de producción de trigo, la importación era inevitable) si esos billetes sin respaldo no eran aceptados por los capitalistas productores de trigo en el exterior?

Supongamos sin embargo que fueran aceptados; dado que se trataba de asignaciones sobre los productos franceses, dice Marx, subirían los precios de estos productos. Lo cual implica que el Banco habría desvalorizado los títulos, sin que hubiera aumento de la riqueza nacional. Pero más importante todavía, aun con inconvertibilidad el valor de los billetes emitidos se establecería, de todas forma, y de hecho, en los mercados del oro y la plata. “Para los billetes no convertibles la convertibilidad no se comprueba en la caja del banco, sino en el cambio cotidiano entre el papel moneda y la moneda metálica de la que aquella lleva el título” (Grundrisse, p. 57, t. 1).

De nuevo, las relaciones sociales
En el planteo de Marx subyace la idea que vertebra su crítica al utopismo reformista burgués, a saber: que la ley económica no se puede desconocer en tanto esa ley tiene su raíz en las relaciones sociales de producción y de cambio. Por eso señala, en polémica con las ideas de Darimon, que el Banco de Francia no podía escapar a la “ley económica universal” que dice que cuando aumenta la demanda de crédito, y escasea la oferta de dinero, aumenta la tasa de interés. No había manera de alterar esta cuestión, de la misma manera que el Banco no podía controlar la masa de los medios de circulación. Por eso señala que Darimon hacía “de su personal fe supersticiosa en el control absoluto del mercado y del crédito por parte del banco, un punto de partida” (Grundrisse, p. 48, t. 1). Es la misma fe supersticiosa que encontramos al día de hoy, una y otra vez, en las más diversos reformadores “heterodoxos”. Irónicamente, la ortodoxia monetarista también piensa que la masa de circulante puede ser administrada a voluntad por la autoridad monetaria.

La crítica de Marx entonces da vuelta por completo a la idea –tan común por estos tiempos entre la heterodoxia kirchnerista, y similares- de que “la política controla a la economía”. Es que en la economía mercantil capitalista la política no puede escapar de los rigores de la ley del mercado. Por esta razón, lo monetario no puede abstraerse de la totalidad social en la que existe. Es lo que afirma Marx, en forma de una pregunta que bien puede interpretarse como retórica: “¿Es posible revolucionar las relaciones de producción existentes, y las relaciones de distribución a ellas correspondientes, mediante una transformación del instrumento de circulación, es decir, transformando la organización de la circulación? Además, ¿es posible emprender una transformación tal de la circulación sin afectar las actuales relaciones de producción y las relaciones sociales que reposan sobre ellas?” (Grundrisse, p. 45, t. 1). Agregaba que las reformas que pretendían realizar malabarismos en materia de circulación trataban de evitar, por un lado, el carácter violento de las transformaciones, y por el otro, “hacer de estas transformaciones mismas no un supuesto, sino viceversa, un resultado gradual de la transformación de la circulación” (ídem). Ninguna de esas reformas monetarias puede “suprimir las contradicciones inherentes a la relación dinero” (p. 46, ídem). Naturalmente, el ultra prudente “plan B” del reformista Varufakis, no escapa a las generales de la ley.

En resumen, la clave de la crítica marxista al socialismo burgués o pequeño burgués es entender el sencillo hecho de que la forma de producción material, y el intercambio que corresponde a ese modo de producción, constituyen las circunstancias objetivas con las que cada individuo y generación se encuentran como algo dado, y son el fundamento de su actividad política. Esto es así, tanto si se quiere reformar lo existente, o revolucionarlo. Una cuestión que “prácticamente” le fue recordada, hace poco, a Syriza y a sus apologistas desparramados por el mundo (ver aquí)

1 de mayo de 2016

1º DE MAYO: SOBRAN LOS MOTIVOS PARA LA LUCHA


Como comunistas, nuestro deber es romper eso que llaman paz social, que no es otra cosa más que aceptación resignada de la explotación.

El constante empeoramiento de las condiciones de vida de las clases trabajadoras no es consecuencia de la corrupción de un puñado de políticos, ni de la gestión de un gobierno reaccionario, ni el resultado de un repunte de la crisis económica. Esto se llama lucha de clases.

La caída de la tasa de beneficios del capitalismo significa que van a procurar explotarnos más, disminuir la masa salarial, incrementar la jornada laboral y recortar las prestaciones sociales, es decir, eliminar formas de salario indirecto y diferido como son los servicios públicos o las pensiones. Esto tiene un efecto especialmente negativo en las mujeres de clase trabajadora, ya que, al carecer de medios para adquirir estos servicios en el mercado, hace recaer sobre ellas (sobre su trabajo impagado y no reconocido) todo el peso de la reproducción de los trabajadores y las personas dependientes. De los recortes en las pensiones también se llevan la peor parte, pues son las mujeres quienes acaparan los contratos a tiempo parcial y eventuales e incluso el empleo sumergido, que no cotiza.

La solución no vendrá de la mano de ningún candidato mediático, ni de tertulianos convertidos en tribunos de la plebe. Mientras no encuentren una oposición contundente y no se lesionen sus beneficios, tendrán vía libre para seguir esta senda.

No hay espacio ya para seguir practicando el sindicalismo de concertación y de co-gestión de las políticas económicas que venimos conociendo desde la transición. El capital ya no tiene interés en mantener un nivel de consumo elevado entre las clases trabajadoras; ese añorado Estado del Bienestar sólo se mantuvo mientras había una palpable amenaza de cambio revolucionario. Dejemos de alimentar la ilusión de que se puede recuperar.

Desde los Pactos de la Moncloa de 1977 –que imponían la pérdida de salario para conseguir la respetabilidad de nuevos actores dentro de la monarquía parlamentaria- hasta la Reforma de la Jubilación de 2011 –que alargaba la vida laboral y disminuía las pensiones -, los acuerdos firmados han supuesto cesiones sin contrapartidas visibles. Esta política de pactos sólo ha contribuido a fortalecer a determinados aparatos sindicales, lo cual es muy distinto que beneficiar al conjunto de la clase obrera.

Nuestra referencia la constituyen una serie de luchas consecuentes de la clase trabajadora: la movilización de los mineros, la resistencia de la plantilla de Coca Cola, las huelgas de los barrenderos de Madrid, de Panrico, de Movistar… Desde la firmeza, desde la unidad en la lucha, desde la conciencia de clase, estos compañeros y compañeras son la prueba visible de que es posible vencer.

Una premisa indispensable para triunfar en esta batalla es que ejerzamos nuestra solidaridad como clase con los focos de resistencia obrera. El movimiento vecinal y todos los organismos populares deben arropar a los sectores en lucha.

El movimiento obrero tampoco debe olvidar nunca que su horizonte es la consecución de una sociedad sin clases. Si carecemos de este referente político, todos los triunfos acabarán por ser victorias pírricas. Esas mejoras de orden material, que tanto esfuerzo cuesta lograr, pueden perderse en cuanto bajemos mínimamente la guardia, porque esta es la esencia del capitalismo.

La necesidad de que el movimiento obrero tenga un carácter sociopolítico y no se limite a las reivindicaciones económicas más inmediatas no se debe confundir ni con el sectarismo ni con la acción sujeta a consignas partidistas o electorales. Este carácter sociopolítico se traduce en la necesidad de enfrentarse al racismo y el imperialismo, asumir la lucha contra las discriminaciones que sufren las mujeres, enfrentar las políticas de ajuste y privatización que emanan de la Unión Europea, denunciar la creciente represión contra los movimientos populares, hacer nuestra la lucha contra los desahucios, oponerse con fuerza al TTIP (que amenaza con derribar los últimos obstáculos que ejercían las legislaciones estatales frente al liberalismo más salvaje), o denunciar la deuda que han contraído los estados como el resultado de socializar las pérdidas de los especuladores privados.

La clase obrera es la única fuerza capaz de emancipar a la sociedad. La clase obrera debe tomar el poder.

EL PARLAMENTO EUROPEO FINANCIA A LOS PARTIDOS NEONAZIS

Movimiento Político de Resistencia

La revista sueca Expo denuncia que el Parlamento Europeo ha financiado con más de medio millón de euros una reunión neonazi de “Europa Terra Nostra” que se va a celebrar en Estocolmo, la capital de Suecia, este verano.

Europa Terra Nostra” aparenta ser una fundación, pero su presidente en Suecia, Dan Eriksson, es un conocido dirigente del desaparecido Partido de los Suecos (SVP) y del movimiento neonazi escandinavo.

En enero el Parlamento Europeo aprobó una primera entrega de 400.000 euros a “Europa Terra Nostra”, una fundación vinculada a la asociación fascista “Alianza Pan-Europea por la Paz y la Libertad” (APF) de la que forman parte grupos como el griego de Amanecer Dorado.

Ahora se dispone a entregar una suma suplementaria de otros 196.000 euros. El dinero lo utilizarán para organizar el “Manhem Day”, una reunión en Estocolmo en la que van a participar miembros de organizaciones neonazis procedentes de varios países europeos.

Entre las actividades que planifican realizar hay varias conferencias que van a impartir neonazis como Magnus Söderman, antiguo militante de la organización Motståndsrörelsen (Resistencia Nórdica), que se unió al SVP en 2012, o Jonas De Geer, conocido dirigente fascista que también acabó en el SVP.

En 2014, tras una campaña antifascista en varios países, el Parlamento Europeo se vio obligado a reformar las normas de financiación de los grupos políticos europeos para evitar que el dinero cayera en manos de los movimientos fascistas que operan con denominaciones europeístas.

De manera expresa los defensores de la reforma indicaron que trataban de impedir que el dinero llegara a manos de la Alianza de los Movimientos Nacionales Europeos, una federación -ya desaparecida- de la que formaban parte los neonazis húngaros de Jobbik, los británicos del BNP y otros partidos abiertamente fascistas.

Precisamente el grupo “Europa Terra Nostra” también estuvo ligado a la referida Alianza. Su presidente es Roberto Fiore, un conocido fascista desde hace muchos años.

La revista inglesa “Hope Not Hate” fue la que impulsó en 2014 la campaña para exigir a la Unión Europea que no entregara más dinero a las organizaciones fascistas, señalando expresamente a la Alianza entre ellas.

Según un informe de Thilo Janssen, el Parlamento Europeo ha entregado a los diferentes grupos fascistas cerca de 19 millones de euros sólo entre 2012 y la primera mitad de 2014, sin incluir los sueldos y los gastos pagados que tienen todos los eurodiputados.

No cabe extrañarse, pues, de que en las elecciones europeas los partidos fascistas obtengan tan buenos resultados, hasta llegar al 22 por cientos de escaños que ocupan en la actualidad en la Eurocámara: uno de cada cinco diputados de Bruselas es un fascista declarado.