22 de febrero de 2012

LA SUITE DE HITLER

Higinio Polo. El Viejo Topo

Weimar, la ciudad de Goethe, Schiller y la Bauhaus, donde se gestó la constitución alemana de entreguerras tras la desaparición del imperio, descansa bajo la colina del Ettersberg. Es un lugar singular, provinciano, tranquilo, el más célebre de los burgos de Turingia. Habitada por Goethe, Schiller, Nietzsche (que vivió aquí sus últimos años, enfermo, al cuidado de su hermana Elisabeth), Liszt, Gropius, es una amable y culta ciudad, y su estación de ferrocarril se abre a una plaza sosegada que respira la calma de provincias, aunque el visitante avisado no pueda evitar un estremecido recuerdo: por esas mismas vías llegaban los transportes de prisioneros que la maquinaria nazi enviaba a la muerte, pasaban los trenes repletos de presos tratados como ganado, que se dirigían después al campo de concentración, o que llevaban a miles de víctimas a los campos de exterminio para ser eliminadas. En el punto más alto del Ettersberg, refugio en otro tiempo de la más excelsa poesía alemana, puede verse hoy un grupo escultórico erigido en memoria de la resistencia de Buchenwald, porque el campo de concentración está a escasos kilómetros de Weimar, en esa misma colina donde Goethe paseaba con Eckermann.

En el núcleo de la ciudad vieja, Marktplatz, se encuentra la Neptunbrunnen y el Rathaus, y, al lado, un antiguo hotel de lujo, el Elephant, frecuentado por viajeros adinerados: fue fundado en 1696, y lo visitaron Goethe y Schiller, Johan Sebastian Bach, Wagner y León Tolstói, Thomas Mann y Walter Gropius. En el vestíbulo del hotel puede verse un dibujo del rostro de una mujer. Es de Otto Dix, de 1924, el año en que Hitler cumplió unos meses de cárcel por el putsch de Múnich y que aprovechó para escribir Mein Kampf. El pintor, comunista, no podía saber que Hitler visitaría Weimar por primera vez en 1925 y que se pasearía muchas veces por el mismo vestíbulo donde ahora se encuentra su rostro de mujer. Por las salas y pasillos del Elephant pueden verse imágenes de Alma Mahler y Walter Gropius, fotografías de Günter Grass o de Imre Kertész . También se alojó aquí Jorge Semprún, cuando volvió a Weimar muchos años después de su encierro en Buchenwald. Escrito en una pared, se lee el pasaje donde Thomas Mann cita al Elephant, y a Mager, ese singular y redicho conserje que recibe a los huéspedes en Carlota en Weimar, que publicó antes de la catástrofe, en 1939. Y, un poco más allá, se ve una referencia de Walter Benjamin al hotel, de 1928. Y otra de Thackeray, de 1848. Y fotografías de Angela Merkel, Vladimir Putin, Gerard Schröder, Sting, y otros. El establecimiento tiene también una suite Thomas Mann, a quien muestra en una fotografía sentado en un coche descapotable, aclamado por las muchachas de Weimar, en 1949.

Existe otra suite más inquietante, en el número 100, que hoy se llama suite Lyonel Feininger, en honor de un pintor germano-norteamericano que colaboró con Gropius en la Bauhaus. Hitler estuvo alojado en ella, y no por casualidad. A Hitler le gustaba Weimar: visitó decenas de veces la ciudad, y siempre se hospedaba en el hotel Elephant. De hecho, fue en Turingia donde los nazis consiguieron tener su primer gobierno regional. Se conserva una fotografía donde el dictador nazi aparece en la fachada del Elephant, en 1926, cuando aún era un oscuro agitador fascista, aunque ya conocido por el pueblo alemán, junto a otros nazis de aspecto fiero, bajo una bandera con la svástica dispuesta en la portada del hotel, y otra, tomada el mismo día, con Hitler de pie en un coche descubierto, con el brazo en alto. Entre quienes le rodean, están Rudolf Hess, Hermann Göring y Fritz Sauckel . En otra imagen, tomada en 1932, lo vemos en el interior del Nietzsche-Archiv de la Humboldtstrasse, junto a una ventana, y, aún, ante el Deutschen Nationaltheater frente a las estatuas de Goethe y Schiller, las glorias de la ciudad. También podemos verlo, visitando la casa de Schiller, o la de Goethe.

En marzo de ese año, Hitler lanzó un discurso incendiario en la Marktplatz durante la campaña para las elecciones de 1932, y el 15 de enero de 1933 habló desde el mismo hotel Elephant a una multitud de diez mil personas congregadas en la plaza, cuando estaba a punto de culminar una larga marcha: apenas faltaban unos días para que fuera nombrado, por Hindenburg, canciller alemán. Después, llegarían los días en que la dirección del hotel llenaría la fachada de insignias y banderas nazis. La fotografía de Hitler asomándose a la ventana que daba a la marquesina del hotel ilustra ese momento de gloria para él, recogido también en una pintura de Walter Preiβ, de 1938, con Hitler apoyado en el alféizar y las tropas nazis llenando la plaza, en formación. A unos kilómetros, en la colina del Ettersberg, ya habían construido el campo de concentración de Buchenwald. La marquesina ya no existe, porque realizaron reformas en el hotel: hoy, en el balcón que da a la Marktplatz, la dirección del establecimiento suele poner estatuas de Goethe y Schiller, o de Walter Gropius y Alma Mahler, pero la sombra del dictador nazi parece persistir, por más que el hotel esconda que se instalaba siempre en la suite número cien, y que el balcón que hoy celebra la literatura y el arte es el mismo lugar desde donde Hitler lanzaba discursos incendiarios a la multitud.

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Hablar de Weimar es hablar de Goethe, es decir, de la gran cultura alemana. La fachada de la casa del poeta en Weimar está en el Frauenplan, y el magnífico jardín posterior da al Ackerwand. Casi medio siglo estuvo el escritor entre estas paredes, desde 1782, primero como inquilino, después, como propietario, gracias a la benevolencia del duque Carl August de Sajonia-Weimar-Eisenach, que le regaló la mansión. El duque, hombre aficionado al trato con escritores y artistas, se relacionó en Weimar, además de con Goethe, con Schiller, Herder, Wieland. La casona tiene un patio empedrado en la entrada, encalado de amarillo. Al lado, el curioso se encuentra un carruaje de caballos, con dos faroles en el pescante y el interior acolchado, como era costumbre para los privilegiados en el siglo XIX. Las dieciocho habitaciones acumulan conjuntos de arte, polvo y nostalgia. Además de los muebles del escritor, se guardan sus colecciones, dibujos y pinturas, cerámicas, yesos, monedas y objetos. Dicen los guardianes de la mansión que la mayoría de los objetos expuestos es hoy casi la misma que hace dos siglos. La pasión de Goethe por la antigüedad clásica, que comenzó a cultivar leyendo a Winckelmann, inunda el edificio, que es uno de los centros de la cultura alemana, con el resto de Weimar. Desde aquí, de su relación con Schiller, de la mutua influencia con Jena, surgió la poesía clásica alemana, junto a la obra de Hölderlin, Heinrich von Kleist, Jean Paul, Herder, Caroline von Wolzogen, y esa circunstancia, tan estimada por la moderna Alemania, hace más siniestra, si cabe, la proximidad de los campos de la muerte, de forma que Weimar y Buchenwald son ya inseparables.

Goethe tuvo antes otra casa, en el Park an der Ilm, también financiada por el duque, para quien trabajó durante toda su vida, al principio como asesor y después en una responsabilidad de Estado que hoy llamaríamos primer ministro. El gran jardín posterior de la casa, tapiado y oculto a las miradas de la calle, está cubierto de césped húmedo y fragante, y cuenta con pequeños huertos que, al decir también de los guardas, servían para alimentar a la familia del poeta, y que hacen pensar, aunque no tengan relación, en los huertos que cultivaban los SS en Buchenwald. En un extremo, hay una casita cerrada, la antigua vivienda del huerto de Ackerwand, donde se vislumbran armarios con cajonera para clasificar minerales, porque Goethe la utilizó para guardar su colección de piedras. Goethe era un coleccionista y toda la mansión está llena de objetos y cachivaches. Los suelos son de madera, que cruje a cada paso del visitante, creando una sensación de tiempo despojado, de lamento por los siglos transcurridos.

En la que llaman sala amarilla hay dibujos de frisos clásicos, unas enormes cabezas que Goethe trajo de Italia, copias traídas de su viaje, que inició el 3 de septiembre de 1786 y acabó en abril de 1788. En el pequeño comedor, que después utilizó como “gabinete de grabados”, y que cuenta hoy con un armario clasificador y copias en yeso de obras clásicas, era donde comía la familia. Al lado, una pieza comunica las dos partes de la mansión, y en ella se encuentran los bustos de Herder y Schiller, y placas con más copias. En la antecámara, antes de llegar a las habitaciones familiares, se aprecian retratos de Goethe, de su mujer y su familia, y, junto a ella, el gran salón (que no es tan grande), con más retratos del poeta, de la familia, con dibujos hechos por Goethe. En uno de los esbozos, creo ver el llamado “roble de Goethe”, como quisieron los prisioneros del campo de concentración de Buchenwald, con un personaje durmiendo bajo el árbol.

Junto a él, se encuentra otro salón con objetos de su esposa: un canapé, un armario con figuritas, una mesita con dos butacas, y, contigua, una pequeña estancia con la cocina donde mantenían calientes los platos antes de servirlos, en una estufa vertical con departamentos. El visitante se entretiene con las colecciones de mayólica y husmea en una sala de música, llamada de Junon, que da a la plaza, y que cuenta con un piano (un Streicher, de Viena), un sofá, mesa y sillas, y una sala de recepción donde se encuentra el enorme busto de la Juno Ludovisi, una copia de la existente en la colección del cardenal Ludovico Ludovisi. Desde ella, se entra en la sala de Urbino, con el gran retrato del duque de Urbino, y un pequeño cuadro de Lucas Cranach el joven, que representa al joven Juan Federico II de Sajonia. Aún, otra antecámara, con armarios repletos de minerales y un reloj procedente de la casa familiar del poeta en Frankfurt, antes de llegar a la habitación donde trabajaba, con unos ciento cincuenta libros, objetos de historia natural y muchos souvenirs. La sala mira al jardín, y en ella hay un globo terráqueo, una mesa central y un escritorio. Al lado, Goethe tenía la biblioteca privada; en realidad, algo parecido a un almacén, que permanece cerrada a los visitantes. Hay en ella unos siete mil libros, apilados en estanterías, incluso en medio de la pequeña y alargada estancia, donde se acumulan los libros en más de veinte lenguas, sobre arte, literatura, ciencias naturales. Finalmente, se encuentra la habitación de dormir, que comunica con la oficina de trabajo, que fue utilizada por Goethe durante sus últimos años: en ella murió el 22 de marzo de 1832. Cuenta con una butaca junto a la cama, un antifaz colgado del techo para taparse los ojos, una mesita, que subrayan la melancolía del tiempo que se fue.

En esas salas, Goethe recibía a sus amigos, disfrutaba de su gloria, conspiraba, urdía acuerdos, pensaba en su encuentro con Napoleón, recordaba los días italianos, definía sus actos de gobierno y sus versos de poeta. Cerca, por la colina del Ettersberg, el poeta paseaba con Eckermann, que escribió sus recuerdos de las Conversaciones con Goethe. Los retorcidos caminos de la historia hicieron que León Blum (presidente del gobierno francés y deportado en Buchenwald) escribiese muchos años antes de imaginar que sería prisionero del nazismo, un libro que tituló Nouvelles conversations de Goethe avec Eckermann, y que lo encerrarían en los mismos parajes del bosque donde habían conversado tantas veces los dos poetas.

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Desde la Goetheplatz de Weimar, se llega a Buchenwald pasando por la Ettersburgerstraβe, una tranquila carretera que se dirige al norte y que conduce al infierno: un tramo de la vía fue construido por los presos y recibió el nombre de “camino de sangre”. Cuando se llega, los visitantes contemplan un tranquilo estacionamiento para coches: era la plaza donde los miembros de las SS realizaban ejercicios, y, al lado, ven las oficinas de información para los visitantes del campo, y unos edificios que son utilizados hoy para encuentros de jóvenes: eran los antiguos cuarteles de las SS. Todo parece normal, y, sin embargo, todo es siniestro.

El campo de concentración fue creado en 1937 con el propósito de encarcelar allí a comunistas, socialistas, judíos, y personas antisociales, según la jerga nazi. Seis años después, ya durante la guerra, los presos fueron obligados a trabajar como esclavos en la industria bélica. Hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, pasaron por el campo doscientos cincuenta mil prisioneros, de los que cincuenta mil fueron asesinados. Jedem das Seine (A cada uno lo suyo), es el lema que figura en la puerta, a la entrada del campo. Desde la terminal ferroviaria de Buchenwald hasta la reja, se sucede el camino del carajo (Carachoweg), que parece hoy una anodina carretera, pequeña, en medio de un paisaje tranquilo y silencioso, un bosque de hayas, como indica el nombre alemán del campo. Allí estaban los bloques de la administración, garajes y una gasolinera, que continúa en pie. No parece extraño. Sin embargo, ese camino llevaba al puesto de la comandancia nazi, y, tras bajar de los trenes de la deportación, mientras los prisioneros recorrían el camino hasta el campo, los miembros de las SS les pegaban, les lanzaban los perros feroces, adiestrados para atacar. En ocasiones, los perros despezaron a algunos prisioneros. No es difícil imaginar los gritos desesperados, el miedo en los ojos de los presos, el terror frío y eficiente que atenazaba a los deportados cuando entraban en Buchenwald.

En esa comandancia reinaron asesinos sanguinarios, como Karl Koch, y su mujer, Ilse Koch, apodada la zorra de Buchenwald por su ferocidad: le gustaba seleccionar presos para abusar de ellos y admirar sus tatuajes, cuando los tenían, y cuya piel dibujada les era arrancada, después de asesinarlos, para fabricar con ella pantallas de lámparas y guantes. A diferencia de otros nazis, Karl Koch no tuvo suerte: fue detenido por la Gestapo por corrupción, juzgado, condenado a muerte y fusilado unos días antes de la liberación del campo. Su mujer, la zorra de Buchenwald, consiguió salir indemne del final de la guerra, pero se suicidó en una prisión de Baviera en 1967.

Sustituyó a Koch el coronel de las SS, Hermann Pister, nombrado por Himmler en diciembre de 1941, que fue así el último comandante del campo. Pister era un tipo tan cínico que, en el juicio que se celebró contra él, tuvo la osadía de decir que desconocía la existencia de los campos de exterminio como Auschwitz, y que ni siquiera tenía constancia de muchas de las cosas que pasaban en el campo que dirigía, por ejemplo que ignoraba la utilización de ganchos donde colgaban a los prisioneros en Buchenwald para matarlos. Hoy, puede verse en el campo la cinta métrica fija, vertical, que servía para medir a los presos, dotada de un agujero a la altura de la nuca que comunicaba con una habitación posterior desde donde un miembro de las SS disparaba al prisionero para matarlo. Más de ocho mil soldados soviéticos fueron asesinados allí con un balazo en la nuca por las SS.

El reloj de la comandancia nazi es blanco, y el edificio cuenta con una terraza con balaustrada de madera, como el primer piso. Existen todavía las perreras donde los alemanes guardaban a las bestias, pero todas las barracas donde se hacinaban los presos han desaparecido, cuyas dimensiones están señaladas ahora por rectángulos de gravilla negruzca. Todo el recinto estaba rodeado de una cerca de postes con alambre de espino y de un tendido electrificado. También han desaparecido casi todas las veintidós torres de vigilancia: sólo se conservan dos. Más allá del gran campo donde se hallaban las barracas, y que hoy aparece vacío, silencioso, sombrío, se llega a las otras dependencias. En la gran sala donde están los seis hornos crematorios, construidos por la empresa Topf & Söhne, de Erfurt, era donde convertían en humo y ceniza a los cadáveres de los prisioneros: siempre hay flores depositadas por quienes llegan para recordar a las víctimas. No había cámaras de gas en Buchenwald, porque no era un campo de exterminio como Auschwitz, aunque murieran en él decenas de miles de personas. En el crematorio puede verse una fotografía con decenas de cadáveres apilados: la tomó un norteamericano, el sargento Sutler, de la Compañía fotográfica 167, el 23 de abril de 1945. Al lado del crematorio, están las ventanas bajo las que se amontonaban los cadáveres de la fotografía de Sutler. Estremece mirarlas, y hay algo que impide acercarse a ellas, como si se fuese a profanar un territorio sagrado y atroz. Pero es difícil apartar los ojos de las ventanas.

No lejos, están las cámaras de desinfección, donde los prisioneros debían sumergirse en un líquido corrosivo. En la sección de patología, las SS se encargaban de arrancar los dientes de oro a los cadáveres, y utilizaban su piel y huesos. Allí está la mesa de azulejos blancos donde operaban con los cuerpos de los deportados. En uno de los bloques del campo, reinaba el siniestro cirujano Erwin Ding-Schuler, miembro de las SS, quien, con apenas treinta años, se dedicaba a realizar experimentos médicos con los presos. Reina un silencio opresivo. Jorge Semprún escribió que durante los años de funcionamiento del campo no se escuchaba el gorjeo de los pájaros: habían huido del Ettersberg por el olor a carne humana quemada en los crematorios.

Después, entre los rectángulos de gravilla que dibujan las barracas, se halla el roble de Goethe, indicado por una placa: Goethe Eiche. Otra vez, la gran cultura alemana en medio de la barbarie. Al parecer, los deportados decían que Goethe y Carlota se reunían allí, y otras fuentes afirman que, bajo sus ramas, escribió partes del Fausto. Es improbable, pero no importa mucho. Joseph Roth, cuya familia fue destruida por el nazismo, escribió sobre el roble su último texto, antes de morir en París en 1939, y un prisionero anónimo, el nº 4935, publicó un texto, titulado así “El roble de Goethe”, en un diario de Lublin en noviembre de 1945, que algunos estudiosos han atribuido al biólogo polaco Ludwik Fleck . Mucho se ha hablado sobre él. En un campo de concentración desolado como Buchenwald, donde no había un solo árbol, el roble ardió durante un bombardeo. El único vestigio que se ha conservado surge de la tierra: apenas dos palmos de madera negra.

Algunos lugares han petrificado el horror: además de los crematorios, la fosa de las cenizas; y el bloque 46, donde estaba la sección para realizar experimentos químicos y biológicos con los presos; y la “plaza de llamados”, donde hacían el recuento diario de los prisioneros, a veces, durante horas, y donde torturaban y ejecutaban a deportados; también, en la siniestra cercanía de las caballerizas, donde fusilaban con un tiro en la nuca a los prisioneros de guerra soviéticos, con el barracón donde estaba la banda de música de las SS. Dentro de la exposición que recuerda la vida del campo, instalada en los viejos almacenes, aparecen inmóviles vestigios del horror: unos zapatitos de niño, un pequeño caballo de madera, la fecha del 26 de septiembre de 1944 anotada en una ficha, cuando doscientos niños gitanos fueron enviados a Auschwitz para ser exterminados. Era el reino de la muerte, y había que intentar sobrevivir, acariciar la existencia como si se estuviera viviendo el último aliento. Por eso, en el sótano del almacén central, un comunista checo, Jiri Zak, creó un pequeño grupo de jazz, y el escritor Fritz Löhner y el compositor Hermann Leopoldi, presos por su condición de judíos, crearon el Canto de Buchenwald en diciembre de 1938, mientras estaban en el campo.

Hermann Kempeck, un joven obrero de Altona, un barrio de Hamburgo, fue el primer muerto en Buchenwald, ya en agosto de 1937, cuando nadie podía imaginar entonces el horror de la guerra que se anunciaba cabalgando la racionalidad nazi. Otro obrero, Emil Bargatzky, fue el primer preso ejecutado en un campo de concentración alemán. Aquí y allá restallan nombres, al azar, entre centenares: Max Mayr, un miembro del SPD, que participó en los órganos de la resistencia en Buchenwald; Bruno Apitz, el escritor comunista que pasó ocho años en el campo de concentración, y cuya experiencia le serviría para escribir la estremecedora novela Nackt unter Wölfen (Desnudo entre lobos), que fue llevada al cine en 1963 por Frank Beyer y donde aparece el niño judío de Buchewald, Stefan Jerzy Zweig, a quien consiguieron salvar los presos ; Wilhelm Hammann, un maestro y dirigente comunista prisionero en Buchenwald que, tras la liberación, fue detenido por los norteamericanos en 1945 y acusado de colaborar con las SS, y, aunque consiguió demostrar que la imputación era una calumnia, no pudo evitar cumplir más de un año de cárcel. Y Ernst Thälman, claro, el presidente del Partido Comunista Alemán, quien, tras once años de prisión, fue ejecutado en el crematorio, por orden directa de Hitler, en agosto de 1944, donde hoy se encuentra una placa en su memoria.

En Buchenwald estuvieron León Blum, Édouard Daladier, Paul Reynaud, presidentes del gobierno francés, que llegaron en mayo de 1943. Blum permaneció casi hasta el final, y fue trasladado en ese mismo abril de 1945: el día 7, los nazis organizaron el llamado tren de la muerte, que llegó a Dachau veinte días después. Blum acabó en el Tirol, en el caos del final de la guerra. Aunque parezca extraño, durante su cautiverio en Buchenwald, Blum no sabía dónde estaba, porque fue encerrado fuera del campo, en una zona de casitas vigiladas por las SS; ni siquiera sabía que, al lado de donde estaba, había un campo de concentración. Cuando volvió a Francia, tras la guerra, escribió sus recuerdos. Anotó que empezaron a sospechar dónde estaban, los días que les llegaba un extraño olor “que nos obsesionaba”: procedía de los hornos crematorios. También estuvo Rudolf Breitcheid, un dirigente socialdemócrata a quien Hitler retiró la nacionalidad alemana, por lo que se estableció en Francia, hasta que, en 1941, el gobierno colaboracionista de Vichy lo entregó a la Gestapo; con tan mala fortuna que teniendo casi setenta años fue enviado a Buchenwald, donde murió a causa de un bombardeo aliado. No fue el único, porque, en una cruel ironía del destino, los prisioneros podían morir, además de por el horror nazi, por los bombardeos: el 24 de agosto de 1944, las bombas anglonorteamericanos lanzadas sobre las fábricas de armamento que se encuentran junto a Buchenwald, mataron a casi cuatrocientos prisioneros y causaron dos mil heridos.

Estuvo también en el campo Ernst Heilmann, un diputado socialdemócrata del Reichstag. Y los escritores Jean Améry, Robert Antelme, Imre Kertész, Stéphane Hessel, Ernst Wiechert, incluso la princesa Mafalda de Saboya (hija del rey de Italia Víctor Manuel III), cuyo fin fue dramático: herida durante el bombardeo del 24 de agosto de 1944, le fue amputado un brazo, y murió abandonada en el burdel del campo tres días después. Estuvieron detenidos, además, algunos de los implicados en el atentado contra Hitler de julio de 1944: Dietrich Bonhoeffer, Friedrich von Rabenau y Ludwig Gehre, que fueron ejecutados en Flossenbürg. También Jorge Semprún fue prisionero. Dejó escrito que el peor de los trabajos que tenían que hacer los presos era “el trabajo de la mierda”, que consistía en transportar los excrementos que recogían en el colector del campo hasta el huerto de las SS, de forma que la mierda de los presos fertilizaba las verduras y las frutas de la guarnición de las SS del campo. Guardan en Buchenwald un ejemplar de Mundo obrero, el periódico del Partido Comunista de España, portavoz de los comunistas de Buchenwald, que lleva fecha del 1 de mayo de 1945. El texto revela una enorme fe en la humanidad y en la victoria de la razón sobre el horror y sobre el fascismo, aunque en España el aire de la libertad tardaría mucho en llegar.

Cuando las tropas norteamericanas llegaron a Buchenwald, el 11 de abril de 1945, la resistencia comunista era ya dueña del campo: habían derrotado a los esbirros de las SS, muchos de los cuales consiguieron huir. Quedaban veinte mil prisioneros, y casi un millar de niños y adolescentes. Cinco días después, el 16 de abril, la comandancia norteamericana obligó a mil habitantes de la ciudad de Weimar, los vecinos de Goethe, a visitar las instalaciones y contemplar el horror nazi. La mayoría alegaron desconocimiento de lo que allí pasaba, aunque hasta 1940 (cuando se construyó el crematorio en Buchenwald) los muertos del campo eran incinerados en el crematorio de Weimar, y ya desde febrero de 1942 muchos prisioneros salían del recinto cada día para ir a trabajar a los comandos exteriores; uno de ellos estaba en las fábricas Gustloff de Weimar, y después, iban a trabajar en la fábrica de armamento Gustloff-Werk II. En 1944, los campos externos eran ya veintidós. Pero nadie sabía nada, si hemos de creer las palabras de los vecinos de la culta ciudad de Weimar. Las escenas documentales de la visita que se rodaron entonces nos muestran la mezcla de temor, de repugnancia y vergüenza de los alemanes.

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Unos pocos kilómetros al sureste de Buchenwald se llega otra vez a Weimar, la culta ciudad de Goethe y Schiller, que contempla hoy como la nueva República Federal maneja la historia para intentar equiparar nazismo y comunismo, como si fueran casi lo mismo, para desempeñar así una función equidistante, otorgándose a sí misma el papel de defensora de la libertad y la democracia, de la razón frente a la barbarie, ocultando que integró a la mayoría de los nazis y que es hija también de la barbarie del capitalismo, y ese empeño necesita, si no borrar, al menos difuminar en lo posible la historia de la resistencia comunista y socialista ante el nazismo. Jorge Semprún escribió que pudo sobrevivir porque tomó el papel, el nombre, de otro. Lo mismo ocurrió con Stefan Jerzy Zweig, el niño de Buchewald (que todavía vive), que pudo salvarse de la muerte porque su nombre fue sustituido por el de un muchacho de dieciséis años que había muerto, gracias al riesgo asumido, jugándose literalmente la vida, por los deportados comunistas que controlaban algunas de las tareas burocráticas del campo. Sin embargo, en el Memorial de Buchewald, el nombre del niño judío, Stefan Jerzy Zweig, fue borrado porque, según sus propias palabras, el poder de la nueva Alemania no puede soportar la idea de que había capos rojos (comunistas, socialistas), que salvaron a tantos deportados.
No es el único. Tras la reunificación alemana, en el vértigo de la revancha durante los años noventa, la memoria del dirigente comunista Wilhelm Hammann fue aplastada, y los centros que llevaban su nombre dejaron de hacerlo. Los dirigentes comunistas de la resistencia contra el nazismo fueron condenados al olvido, pese a la oposición de las comunidades judías, y del Yad Vashem israelí, que conocen bien el papel que jugaron los comunistas contra el nazismo. Pero aún quedan huellas. Cerca de la estación de ferrocarril de Weimar, se encuentra una plazoleta con una estatua de Thälman, levantada por la República Democrática Alemana. No se atrevieron a derribarla, y, por eso, Thälman saluda todavía, a apenas unas calles de las vías que llevaban a los deportados a Buchenwald.

Allí, en Weimar, donde se juntaron la cultura y la barbarie, en el patio de otro hotel, en la Brauhausgasse, muy cerca de la casa de Goethe, un grupo de músicos (una chica con un fagot, otra con un clarinete, unos jóvenes con guitarras, y un acordeón), como si quisieran desmentir la historia oficial, tocaban música y canciones de las que hacen llorar, las mismas que cantaban los cíngaros despreciados, los judíos perseguidos, los soldados presos del Ejército Rojo, los partisanos comunistas de la Francia ocupada, los prisioneros de Buchenwald. Mirando el sufrimiento ajeno sin conmoverse, los nazis representaron la racionalidad capitalista en la geografía asustada de la gran cultura alemana. Hoy, en el hotel Elephant, donde se alojaba Hitler en su suite de la Marktplatz, nada lo recuerda. Cuando el dirigente nazi visitaba Weimar y miraba desde la fachada del hotel a las falanges en formación, nunca se escuchaba un verso de Goethe ni una balada de Schiller, pero se adivinaba la mirada de la SS-Aufseherin Elfriede Müller, la bestia de Ravensbrück, o la de la SS-Ausfseherin Ilse Koch, la zorra de Buchenwald, que, a pocos kilómetros, observaba a los prisioneros tras las alambradas del bosque.

19 de febrero de 2012

LO QUE NO PUEDE DURAR EN CCOO Y UGT

Por Marat

Las manifestaciones sindicales de este domingo 19 de Febrero, convocadas por CCCOO y UGT en 57 ciudades del Estado español, han sido un éxito clamoroso. La clase trabajadora salió a la calle, desbordando las previsiones de los propios sindicatos que unos días antes anunciaron que sólo convocarían Huelga General contra la salvaje contrarreforma laboral del Gobierno del PP si los trabajadores se lo pedían, renunciando de este modo a su deber de liderarla y dirigirla.

La manifestación de Madrid fue la mayor que se recuerda desde las movilizaciones por el NO A LA GUERRA de 2003, haciendo palidecer a todas las anteriores de tipo interclasista y ciudadanista de 2011 que, significativamente, recibieron el beneplácito y fueron jaleadas por los medios de comunicación de la burguesía. No se trata periodísticamente de igual modo las movilizaciones de la clase trabajadora por parte de quienes están tan preocupados de que las clases medias se empobrezcan pero no les ha importado en absoluto que los trabajadores llevemos padeciendo una pérdida de derechos y de capacidad adquisitiva desde mucho antes del estallido de la crisis capitalista de 2007.

Pero lo que importa en relación con el inapelable éxito de la movilización sindical de este domingo es qué harán CCOO y UGT con él, si lo que pretenden es parar el golpe más brutal que se ha ejecutado contra la clase trabajadora y contra el sindicalismo en su conjunto desde la transición política española.

En este sentido, las declaraciones de Cándido Méndez, secretario general de UGT, durante el transcurso de la manifestación de Madrid, no anuncian nada bueno respecto a la necesidad de una respuesta contundente y sostenida en el tiempo contra las brutales medidas antisociales del Gobierno Rajoy, por mucho que así lo hayan destacado los líderes sindicales días atrás. Según la agencia de noticias Servimedia “Méndez subrayó que el objetivo de las manifestaciones "no es el de confrontar", sino el de "corregir en profundidad" la "más que reforma laboral" aprobada por el Gobierno. "Ese es nuestro objetivo", insistió el secretario general de UGT, quien agregó que las movilizaciones son "un cauce para tratar de corregir ese extravío" (1)

Las declaraciones de Fernández Toxo, secretario general de CCOO, se ajustaron al mismo esquema pactista, siempre según la misma agencia de noticias: “el líder de CCOO defendió que hay "un cauce" para evitar mayores movilizaciones, como una huelga general, que es "la negociación"”.

Esa retórica sindical del pacto social durante la actual crisis capitalista es la que nos ha conducido a los anteriores recortes de derechos laborales practicados durante el Gobierno PSOE y a la más despiadada aplicación de las medidas antisociales y de la reforma laboral, que ha dejado en pellizco de monja al aprobado en la etapa final del Gobierno Zapatero.

No denuncio el efecto del sindicalismo pactista porque sea contrario al pacto social “per se”. Lenin y Rosa Luxemburgo eran muy conscientes del carácter reformista del sindicalismo, de sus limitaciones a la defensa de los salarios y las condiciones laborales y de vida de los trabajadores y sin embargo apoyaron al sindicalismo por su capacidad para organizar a los trabajadores y contribuir a desarrollar su conciencia de clase. La utilidad o no del pacto social depende de en qué circunstancias, en qué momentos económicos, frente a qué posiciones y de qué instrumentos se sirven los sindicatos para llegar a ese pacto en unas posiciones ventajosas para sus reivindicaciones.

Pero lo cierto es que tras la Huelga General del 29-S, a la que fueron obligados por las circunstancias, para no verse desacreditados por su pasividad ante las políticas antisociales del anterior gobierno, CCOO y UGT tomaron la vía de la desmovilización y la paz social, se limitaron después a amagar con una segunda Huelga General, de la que rápidamente desistieron, volvieron a las meses de negociación y escenificaron sucesivos “desencuentros sindicales” con el Gobierno del PSOE y con una patronal apasionadamente antiobrera pero sin ninguna intención de agitar la calle. Con estos antecedentes, ¿qué motivos tenemos los trabajadores para esperar de CCOO y UGT un giro hacia una lucha sostenida en el tiempo contra los desmanes del nuevo Gobierno del PP y de la CEOE? Ninguno.

Pero con este comportamiento desmovilizador ante el pacto social no sería más que una crítica parcial, insuficiente y errónea, al perder la perspectiva de lo que significa “pacto social” en el momento actual de la dinámica capital-trabajo.

La realidad es que el modelo de sindicalismo de concertación o de pacto social, como quieran llamarlo, ha muerto.

El sindicalismo de concertación sólo adquiere sentido dentro del marco de Estado capitalista del Bienestar. El pacto social era el instrumento de regulación del capitalismo dentro de una estructura de Estado corporativo destinado a hacer de “árbitro” entre los intereses contrapuestos de trabajadores y empresarios. Y en ese contexto las formas de salario indirecto, marcos de relaciones laborales, despido, protección al desempleo, leyes de fomento del empleo y otros muchos contenidos, eran la forma establecida para negociaciones y acuerdos entre empresarios y trabajadores, con los gobiernos en el papel de maestros de ceremonias, nunca neutrales, por supuesto.

Pero el Estado capitalista del Bienestar ha sido barrido definitivamente por la vuelta al Estado mínimo liberal decimonónico. Y créanme cuando les insisto, artículo tras artículo, que la desaparición del Estado capitalista del Bienestar es algo ya irreversible. Cuando ya no hay nada que negociar, ni deseo de hacerlo, dada la correlación de fuerzas entre los trabajadores y los capitalistas, absolutamente desventajosa para los primeros, lo que el reeditado Estado liberal puede ofrecerlos es sólo policía, pelotas de goma y gases lacrimógenos. El ejemplo más avanzado del despertar del sueño de “capitalismo de rostro humano” es Grecia y su sindicalismo combativo.

Este modelo sindical ya periclitado es el que explica la profesionalización del papel de dirigente sindical, el perfil gerencial de los principales líderes de ambos sindicatos, la concepción del sindicato como empresa de servicios, el burocratismo de las estructuras sindicales, el distanciamiento de los intereses de casta de las direcciones sindicales, que acaban asumiendo un rol empresarial, frente a los intereses de los trabajadores...Explica con muchísima más claridad la degradación del sindicalismo mayoritario en España, que posibilitó que un personaje execrable y derechista como José María Fidalgo llegase a ser secretario general de CCOO en su día, que los frecuentes recursos a la calificación de traición por parte de las cúpulas sindicales de CCOO y UGT. Como desahogo, llamar traidor a un político, dirigente sindical u organización de trabajadores, es muy eficaz – yo he utilizado esa expresión en relación a las dos centrales sindicales en más de una ocasión y me he quedado muy a gusto- pero los desahogos tienden a cerrar la reflexión y a comprender la realidad más bien poco.

Desde esa visión que diluye el papel del sindicato en la lucha de clases a mero cogestor de las relaciones empresariales se comprende la psicología de esos dirigentes sindicales que, aupados a la cúpula de sus organizaciones durante 18, 20, 30 años y más, acaban asumiendo una ideología de clases medias. No de otro modo se entiende la preocupación de Cándido Méndez por el achatamiento de la clase media, su clase de pertenencia y de referencia: “esto es mucho más que una reforma laboral. Tiene elementos de continuidad, pero es más grave. Las consecuencias prácticas son las de alterar nuestro modelo de convivencia actual y sus consecuencias serán las de provocar un retroceso en la sociedad, que se verá en la reducción del porcentaje de la clase media -que yo prefiero hablar de clase trabajadora- en nuestro país. Supondrá un retroceso a cuando la clase media era del 15%, iremos hacia atrás en el tiempo hasta 1975” (2)

Pero volvamos sobre la cuestión de la muerte del modelo de sindicalismo de concertación. La nueva reforma laboral consagra el fin de la primacía de los convenios laborales de rama o sector sobre los de empresa, lo que debilita la posición de los trabajadores ante sus reivindicaciones, al no permitir que una fuerza sindical de escala compense las debilidades de los sindicatos en empresas de menor dimensión y tradición sindical y a obligar a un conflicto a cara de perro, si se desea arrancar conquistas en una situación de crisis especialmente difícil, frente al poder de la empresa que ahora tendrá mayor capacidad de chantaje e intimidación sobre trabajadores y sindicatos.

En el nuevo contexto de más que despido libre, la afiliación sindical con la nueva normativa que impone la reforma laboral corre el peligro de descender vertiginosamente porque la capacidad de represalias contra el trabajador díscolo será brutal y la posibilidad de acción sindical desde las secciones sindicales y los comités de empresa se verá muy mermada, entre otras cosas porque los empresarios, con la nueva reforma laboral en la mano, podrán hacer exactamente lo que les dé la gana, sin siquiera consultar a los sindicatos.

Esto es lo que explica que el presidente de CEOE, Rosell, y el de CEPYME, Terciado celebrasen alborozados y entre risas hasta que el primero reclama al segundo “Serios, muy serios, que si no...” (3) y lo que explica también que, logrado el primer objetivo neoesclavista de la reforma laboral, vayan ahora por el segundo: el recorte a la ley de huelga.

En este nuevo escenario, la apuesta de CCOO y UGT a seguir aferrándose a un modelo sindical de concertación, cuando los empresarios y su gobierno natural ya no desean mantener el pacto social ni van a ofrecer nada a cambio del mismo que no sea más precaridad en el empleo, pobreza y desigualdad, es suicida. Supondría la desaparición del sindicalismo a medio plazo. Y digo del sindicalismo en general y no del sindicalismo mayoritario porque, salvo para la CNT, que no participa del esquema de representación, el espacio de acción sindical se reduciría de forma absolutamente drástica y dramática.

Ignoro cuál es la alternativa frente a esta situación pero recuerdo aún aquella vieja frase de Marcelino Camacho, “la democracia se ha quedado a la puerta de las empresas”. Nunca fue más terriblemente cierta que ahora.

Cuanto mas insistan Toxo y Méndez en amagar sin dar –“una escalada del deterioro del clima social” (4)-, cuanto más insistan en retrasar la huelga general, mayor será su debilitamiento progresivo en el ámbito de las empresas, mayor será el grado de represión empresarial y gubernamental sobre los trabajadores, menor el respeto de quienes sólo conocen y respetan el lenguaje de la fuerza: la derecha y los capitalistas.

Y no valdrá tampoco una huelga general sin proyección política. En las actuales circunstancias de vuelta al capitalismo sin careta toda huelga general requiere, para tener alguna posibilidad de efecto sobre la realidad, ser una huelga general política. Y no valdrá tampoco una huelga sin solución de continuidad. Los griegos han comprendido muy bien la necesidad de una lucha sostenida en el tiempo. No hay ya posibilidad de componendas. Son ellos, los capitalistas, o nosotros, los trabajadores.

Pero nadie se engañe. En estos momentos, hoy por hoy, como ha demostrado aplastantemente la impresionante afluencia de trabajadores a las manifestaciones del 19 de Febrero, CCOO y UGT aún representan a los trabajadores (no sabemos por cuanto tiempo) y son los únicos con capacidad de plantear una Huelga General a la que se llegue tras un proceso de creciente movilización social, en las empresas y en la calle y de sostener una movilización permanente, si no nos vuelven a dejar en la estacada como tantas veces han hecho antes. Quienes no representan a los trabajadores son los tanta dificultad tienen para definirse desde una opción de clase, que tanto empeño tienen en llamarse a sí mismos “ciudadanos indignados” y que gritan “no nos representan”. Esos sí que no nos representan a la clase trabajadora.

Ahora que la Brunete mediática de Intereconomía, La Razón, ABC, El Mundo, los Pedro Jota Ramírez, los Luis María Ansón o los Jiménez Losantos se aprestan a preparar pierna de sindicalista a la brasa, para cubrirle el flanco propagandístico a la derecha política y a los empresarios más fascistas de Europa, que sean otros “indignados” los que confluyen en la unidad de destino del acoso y derribo a los sindicatos mayoritarios. Yo no. Los asuntos pendientes que tenga con ellos los resolveré cuando toque.





NOTAS:
(1) http://www.servimedia.es/Noticias/DetalleNoticia.aspx?seccion=22&id=205395
(2) http://www.20minutos.es/entrevistas/candido-mendez/360/
(3) http://www.publico.es/dinero/422461/serios-muy-serios-que-si-no
(4) Ver anterior enlace