Pocas
personas parecen estar enteradas de que el bañador llamado bikini
tiene ese nombre para celebrar las explosiones nucleares que
destruyeron el atolón de Bikini.
He
estado filmando en las islas Marshall, que están en medio del océano
Pacífico, al norte de Australia. Cada vez que le digo a alguien
dónde he estado me preguntan “¿Dónde es eso?”. Si doy
una clave diciendo “Bikini”, dicen “Ah, el
traje de baño”.
Pocas
personas parecen estar enteradas de que el bañador llamado bikini
tiene ese nombre para celebrar las explosiones nucleares que
destruyeron el atolón de Bikini. Entre 1946 y 1958, Estados Unidos
hizo estallar 66 artefactos nucleares –el equivalente a 1,6 bombas
de Hiroshima cada día durante 12 años– en las islas Marshall.
Hoy
día Bikini está en silencio, transformado y contaminado. Las
palmeras crecen formando una extraña cuadrícula. Nada que se mueva,
No hay pájaros. Las lápidas del viejo cementerio son focos vivos de
radiación. El contador Geiger aplicado a mis zapatos marcaba
“peligro”.
De
pie en la playa veía caer el agua verde esmeralda del Pacífico por
la pendiente de un enorme agujero negro. Se trata del cráter dejado
por la bomba de hidrógeno a la que llamaron “Bravo”. La
explosión envenenó a las personas y el medio ambiente en cientos de
kilómetros, posiblemente para siempre.
En
el viaje de regreso, hice escala en el aeropuerto de Honolulu; en el
puesto de la prensa, vi la revista estadounidense Women’s
Health (La salud de la mujer). En la portada, una sonriente
mujer en bikini y el titular: “Tú también puedes tener un
cuerpo bikini”. Unos días antes, en las Marshall, yo había
entrevistado a mujeres que tenían muy diferente “cuerpo
bikini”. Todas ellas habían sufrido cáncer de tiroides y
otros cánceres posiblemente mortales.
Al
contrario de la mujer que sonreía en la revista, todas ellas eran
pobres: las víctimas y cobayas de una superpotencia rapaz que en
estos momentos es más peligrosa que nunca.
Relato
esta experiencia a modo de advertencia y para poner fin a una
distracción que tantos de nosotros hemos consumido. El creador de la
propaganda moderna, Edward Bernays, describía este fenómeno como
“la manipulación consciente e inteligente de los hábitos y
opiniones” de las sociedades democráticas. Él llamaba a esto
“gobierno invisible”.
¿Cuántas
personas tienen conciencia de que ha empezado una guerra mundial? Hoy
en día, se trata de una guerra de propaganda, de mentiras y
distracción, pero esto puede cambiar en cualquier momento, con la
primera orden equivocada o el primer misil.
En
2009, el presidente Obama se presentó ante una multitud en actitud
de adoración en el centro de Praga, en el corazón de Europa. Se
comprometió a construir “un mundo libre de armas nucleares”.
La gente lo ovacionó y algunos lloraban. Los medios derramaron un
torrente de lugares comunes. Después de esto, a Obama se le concedió
el Premio Nobel de la Paz.
Todo
era una patraña. Obama estaba mintiendo.
Su
administración ha construido más armas nucleares, más ojivas
nucleares, más sistemas de lanzamiento de armas nucleares, más
fábricas de armas nucleares. Solo el gasto en cabezas nucleares
aumentó más durante el gobierno de Obama que con cualquier otro
presidente de Estados Unidos. En 30 años se ha gastado más de un
billón de dólares –un millón de millones, es decir, un 1 seguido
de 12 ceros–.
Hay
planes para la construcción de una bomba nuclear en miniatura; se la
conoce como la B61 modelo 12. Nunca ha habido nada parecido. El
general James Cartwright, ex vicepresidente del Estado Mayor
Conjunto, dijo: “La miniaturización nuclear [hace que el
uso de esta] arma sea más posible”.
En
los últimos 18 meses, la mayor concentración de tropas desde la
Segunda Guerra Mundial –comandada por Estados Unidos– se está
desplegando a lo largo de la frontera occidental rusa. Desde la
invasión de la Unión Soviética por los ejércitos de Hitler,
ninguna fuerza militar extranjera ha montado semejante amenaza
demostrable contra Rusia.
Ucrania
–una vez integrante de la Unión Soviética– se ha convertido en
un parque temático de la CIA. Después de haber orquestado un golpe
de Estado en Kiev, Washington controla de hecho a un régimen que
está al lado de Rusia y es hostil a ella. Un régimen literalmente
plagado de nazis. Las figuras parlamentarias prominentes de Ucrania
son descendientes políticos de los conocidos grupos fascistas OUN
[Organización de Nacionalistas Ucranianos] y UPA [Ejército
Insurgente Ucraniano]. Elogian públicamente a Hitler y llaman a la
persecución y expulsión de la minoría rusohablante.
Esta
noticia casi no existe en Occidente, o es tergiversada para quitarle
la carga de verdad.
En
Letonia y Estonia –países vecinos de Rusia– el poder militar de
Estados Unidos está desplegando fuerzas de combate, tanques y
armamento pesado. Esta provocación extrema de la que es objeto la
segunda potencia nuclear del globo es recibida en Occidente sin que
se haga oír una sola voz.
Lo
que constituye una perspectiva de guerra nuclear todavía más
peligrosa es una campaña paralela contra China.
Casi
no pasa un día en el que no se coloque a China en el estatus de
“amenaza”. Según el almirante Harry Harris, comandante
estadounidense de la zona Pacífico, China está “levantando un
gran muro de arena en el mar de China Meridional”. Se refiere a
la construcción de pistas de aterrizaje en las islas Spratly, que
son objeto de disputa con Filipinas, una disputa que pasó
desapercibida hasta que Washington presionó y sobornó al gobierno
de Manila, y el Pentágono lanzó una campaña propagandista llamada
“libertad de navegación”.
¿Qué
significa esto en realidad? Significa que los barcos de guerra
estadounidenses tengan libertad para patrullar y dominar el litoral
marítimo chino. Trate usted de imaginar cuál sería la reacción de
Estados Unidos si buques de guerra chinos hiciesen lo mismo frente a
las costas de California.
Yo
rodé una película llamada The War You Don’t See (La guerra que
usted no ve) en la que entrevisté a distinguidos periodistas de
EE.UU. y Gran Bretaña: reporteros como Dan Rather, de CBS; Rageh
Omar, de la BBC; o David Rose, de The Observer. Todos ellos dijeron
que si los periodistas y presentadores de radio y TV hubiesen hecho
su trabajo y cuestionado la propaganda que sostenía que Sadam
Hussein poseía armas de destrucción masiva; si los periodistas no
hubiesen amplificado las mentiras de George W. Bush y Tony Blair y no
se hubieran hecho eco de ellas, la invasión de Iraq en 2003
posiblemente no habría ocurrido, y cientos de miles de hombres,
mujeres y niños hoy estarían vivos.
En
principio, la propaganda que está preparando el terreno para una
guerra contra Rusia y/o China no es muy diferente. Que yo sepa,
ningún periodista de los medios de “la corriente dominante”
occidental –un equivalente a Dan Rather, digamos– pregunta por
qué China está construyendo aeródromos en el mar de China
Meridional.
La
respuesta saltaría a la vista. Estados Unidos está rodeando a China
con una red de bases militares, misiles balísticos, unidades de
combate, aviones de bombardeo que transportan bombas nucleares. Este
mortífero arco, que comprende Australia, las islas del Pacífico,
las Marianas y Guam, Filipinas, Thailandia, Okinawa, Corea del Sur y,
ya en Eurasia, también Afganistán e India. Estados Unidos ha puesto
un dogal en el cuello de China. Pero esto no es noticia. Silencio
mediático; guerra mediática.
Con
mucho secretismo, en 2015, Estados Unidos y Australia realizaron los
mayores ejercicios aeronavales de los últimos años, fueron
conocidos como ‘Sable talismán’. Su finalidad era mejorar los
planes de guerra aeronaval y de bloqueo de corredores marítimos
–como los estrechos de Malaca y de Lombok– para cortar el acceso
de China al petróleo, al gas y a otras materias primas de Oriente
Medio y África.
En
el circo conocido como la campaña presidencial estadounidense,
Donald Trump aparece como un loco, un fascista. Ciertamente, es
detestable, pero también es alguien que odia a los medios. Esto solo
ya despertaría nuestro escepticismo.
Los
puntos de vista de Trump sobre la inmigración son grotescos, pero no
mucho más que los de David Cameron. Trump no es el Gran Deportador
de Estados Unidos; sí lo es el ganador del Premio Nobel de la Paz,
Barack Obama.
Según
un gran comentarista liberal, Trump está “desencadenando las
fuerzas oscuras de la violencia” de Estados Unidos.
¿Desencadenándolas? Este es el país donde los bebés le disparan a
su madre y la policía está empeñada en una guerra asesina contra
los estadounidenses negros. Este es el país que ha atacado y tratado
de derribar a más de 50 gobiernos, muchos de ellos elegidos
democráticamente, y bombardeado desde Asia a Oriente Medio,
provocando la muerte y la miseria de millones de personas.
Ningún
país puede igualar este sistemático récord de violencia. La mayor
parte de las guerras de Estados Unidos (casi todas ellas contra
países indefensos) no han sido iniciadas por presidentes
republicanos sino por demócratas liberales: Truman, Kennedy,
Johnson, Carter, Clinton, Obama.
En
1947, una serie de directivas del Consejo de Seguridad Nacional (NSC,
por sus siglas en inglés) describieron los principales objetivos de
la política exterior de Estados Unidos como [la construcción de] un
mundo sustancialmente hecho a nuestra propia imagen”. La
ideología era mesianismo estadounidense. Todos éramos
estadounidenses. U otra cosa. Los herejes serían convertidos,
subvertidos, comprados, difamados o aplastados.
Donald
Trump es un síntoma de esta actitud, pero también es un disidente.
Dice que la invasión de Iraq fue un crimen; él no quiere entrar en
guerra con Rusia y China. Para nosotros, el peligro no es Trump sino
Hillary Cliton. Ella no es una disidente. Ella personifica la
resiliencia y la violencia de un sistema cuyo cacareado
“excepcionalismo” es totalitario con un ocasional rostro
liberal.
Según
se acerque el día de las elecciones, Clinton será saludada como la
primera mujer en la Oficina Oval, sin que importen sus crímenes y
mentiras; tal como fue alabado Barack Obama por ser el primer
presidente negro, y los progresistas se tragaron sus tonterías sobre
la “esperanza”. Y las bobadas continúan.
Descrito
por el columnista de The Guardian Owen
Jones como “divertido, encantador, con una falta de
formalidad de la que escapan prácticamente todos los políticos”,
al día siguiente Obama envió unos drones para asesinar a 150
personas en Somalia. Acostumbra a matar los martes, según el New
York Times, cuando le entregan una lista de candidatos a ser
asesinados por medio de drones. Es un tío muy legal.
En
2008, en su campaña presidencial, Hillary Clinton amenazó a Irán
con “destruirlo completamente” con armas nucleares. Como
secretaria de Estado en el gobierno Obama, ella participó en el
derribo del gobierno democrático de Honduras. Su contribución en la
destrucción de Libia, en 2011, fue casi jubilosa. Cuando el líder
libio, el coronel Gaddafi, fue sodomizado en público con un cuchillo
–un crimen que solo fue posible gracias a la logística
estadounidense–, Clinton se regodeó diciendo: “Nosotros
llegamos, lo vimos y él murió”.
Una
de las más estrechas aliadas de Clinton es Madeleine Albright, la ex
secretaria de Estado, que ha atacado a algunas jóvenes mujeres por
no apoyar a “Hillary”. Es la misma Madeleine Albright que celebró
infamemente por la televisión la muerte de medio millón de niños
iraquíes diciendo “valió la pena”.
Entre
los más grandes apoyos de Clinton están los grupos de presión
israelíes y las empresas fabicantes del armamento que alimenta la
violencia en Oriente Medio. Ella y su marido han recibido una fortuna
proveniente de Wall Sreet. Aun así, ella está a punto de ser
consagrada candidata de las mujeres para deshacerse del maligno
Trump, el demonio oficial. Entre las seguidoras de Hillary hay
distinguidas feministas: como Gloria Steinem, de Estados Unidos, y
Anne Summers, de Australia.
Hace
una generación, una corriente de pensamiento postmoderno ahora
conocido como “política identitaria” hizo que muchas
personas inteligentes y de mente progresista se inhibieran de
analizar las causas y las figuras que ellas apoyaban –los
impostores de Obama y Clinton; los falsos movimientos progresistas
como Syriza, en Grecia, que traicionaron al pueblo de ese país y se
aliaron con sus enemigos.
La
autoabsorción –una especie de exaltación de mí mismo– se
convirtió en el nuevo Zeitgeist (espíritu del tiempo) en las
privilegiadas sociedades occidentales y marcó la desaparición de
los grandes movimientos contra la guerra, la injusticia social, la
desigualdad, el racismo y el sexismo.
Hoy
en día, la larga siesta podría estar acabando. La juventud está
volviendo a despertar. Poco a poco. Los miles de jóvenes que en Gran
Bretaña apoyaron a Jeremy Corbyn como líder laborista forman parte
de este despertar, al igual que aquellos que acudieron para apoyar al
senador Bernie Sanders.
No
obstante, la semana pasada, en Gran Bretaña, el aliado más cercano
a Jeremy Corbyn, su tesorero en la sombra John McDonnell, implicó a
un gobierno laborista en la cancelación de la deuda de la banca
pirata y, de hecho, en la continuación de la llamada austeridad.
Y
en Estados Unidos, Bernie Sanders prometió apoyar a Clinton en el
caso de que sea nominada. Él, también, ha votado por el empleo de
la fuerza contra algunos países cuando, según su parecer, sea
“correcto”. Dice que Obama ha hecho “un gran
trabajo”.
En
Australia hay una especie de política de la morgue, en la que se
suceden tediosos juegos parlamentarios interpretados por los medios
mientras los refugiados y los pueblos originarios son perseguidos y
crece la desigualdad, al mismo tiempo que el peligro de una guerra.
El gobierno de Malcom Turnbull acaba de anunciar el llamado
presupuesto de la defensa de 195.000 millones de dólares, que es un
impulso en la dirección de la guerra. El debate no existe. Silencio.
¿Qué
ha pasado con la gran tradición de la acción directa popular sin
las limitaciones de los partidos? ¿Dónde están el coraje, la
imaginación y el compromiso necesarios para iniciar un largo viaje
hacia un mundo mejor, justo y pacífico? ¿Dónde están los
disidentes en el arte, el cine, el teatro, la literatura?
¿Dónde
están aquellos que harán pedazos el silencio? ¿O estamos esperando
a que se dispare el primer misil nuclear?