Jorge
Beinstein. Agencia APU
La
coyuntura global está marcada por una crisis deflacionaria
motorizada por las grandes potencias. La caída de los precios de las
commodities, cuyo aspecto más llamativo fue desde mediados del 2014
la de las cotizaciones del petróleo, descubre el desinfle de la
demanda internacional mientras tanto se estanca la ola financiera,
muleta estratégica del sistema durante las últimas cuatro décadas.
La crisis de la financierización de la economía mundial va
ingresando de manera zigzageante en un zona de depresión, las
principales economías capitalistas tradicionales crecen poco o
nada[1] y China se desacelera rápidamente. Frente a ello Occidente
despliega su último recurso: el aparato de intervención militar
integrando componentes armadas profesionales y mercenarias,
mediáticas y mafiosas articuladas como “Guerra de Cuarta
Generación” destinada a destruir sociedades periféricas para
convertirlas en zonas de saqueos. Es la radicalización de un
fenómeno de larga duración de decadencia sistémica donde el
parasitismo financiero y militar se fue convirtiendo en el centro
hegemónico de Occidente.
No
presenciamos la “recomposición”
política-económica-militar del sistema como lo fue la reconversión
keynesiana (militarizada) de los años 1940 y 1950 sino su
degradación general. La mutación parasitaria del capitalismo lo
convierte en un sistema de destrucción de fuerzas productivas, del
medio ambiente, y de estructuras institucionales donde las viejas
burguesías se van transformando en círculos de bandidos, novedoso
encumbramiento planetario de lumpenburguesías centrales y
periféricas.
La
declinación del progresismo
Inmersa
en este mundo se despliega la coyuntura latinoamericana donde
convergen dos hechos notables: la declinación de las experiencias
progresistas y la prolongada degradación del neoliberalismo que las
precedió y las acompaño desde países que no entraron en esa
corriente de la que ahora ese neoliberalismo degradado aparece como
el sucesor.
Los
progresismos latinoamericanos se instalaron sobre la base de los
desgastes y en ciertos casos de las crisis de los regímenes
neoliberales y cuando llegaron al gobierno los buenos precios
internacionales de las materias primas sumados a políticas de
expansión de los mercado internos les permitieron recomponer la
gobernabilidad.
El
ascenso progresista se apoyó en dos impotencias; la de la derechas
que no podían asegurar la gobernabilidad, colapsadas en algunos
casos (Bolivia en 2005, Argentina en 2001-2002, Ecuador en 2006,
Venezuela en 1998) o sumamente deterioradas en otros (Brasil,
Uruguay, Paraguay) y la impotencia de las bases populares que
derrocaron gobiernos, desgastaron regímenes pero que incluso en los
procesos más radicalizados no pudieron imponer revoluciones,
transformaciones que fueran más allá de la reproducción de las
estructuras de dominación existentes.
En
los casos de Bolivia y Venezuela los discursos revolucionarios
acompañaron prácticas reformistas plagadas de contradicciones, se
anunciaban grandes transformaciones pero las iniciativas se
embrollaban en infinitas idas y venidas, amagos, desaceleraciones
“realistas” y otras astucias que expresaban el temor
profundo a saltar las vallas del capitalismo. Ello no solo posibilitó
la recomposición de las derechas sino también la proliferación a
nivel estatal de podredumbres de todo tipo, grandes corrupciones y
pequeñas corruptelas.
Venezuela
aparece como el caso más evidente de mezcla de discursos
revolucionarios, desorden operativo, transformaciones a medio camino
y autobloqueos ideológicos conservadores. No se consiguió encaminar
la transición revolucionaria proclamada (más bien todo lo
contrario) aunque si se logró caotizar el funcionamiento de un
capitalismo estigmatizado pero de pié, obviamente los Estados Unidos
promueven y aprovechan esa situación para avanzar en su estrategia
de reconquista del país. El resultado es una recesión cada vez más
grave, una inflación descontrolada, importaciones fraudulentas
masivas que agravan la escasez de productos y la evasión de divisas
que marcan a una economía en crisis aguda[2].
En
Brasil el zigzagueo entre un neolioberalismo “social” y un
keynesianismo light casi irreconocible fue reduciendo el espacio de
poder de un progresismo que desbordaba fanfarronería “realista”
(incluida su astuta aceptación de la hegemonía de los grupos
económicos dominantes). La dependencia de las exportaciones de
commodities y el sometimiento a un sistema financiero local
transnacionalizado terminaron por bloquear la expansión económica,
finalmente la combinación de la caída de los precios
internacionales de las materias primas y la exacerbación del pillaje
financiero precipitaron una recesión que fue generando una crisis
política sobre la que empezaron a cabalgar los promotores de un
“golpe blando” ejecutado por la derecha local y
monitoreado por los Estados Unidos.
En
Argentina el “golpe blando” se produjo protegido por una
máscara electoral forjada por una manipulación mediática
desmesurada, el progresismo kirchnerista en su última etapa había
conseguido evitar la recesión aunque con un crecimiento económico
anémico sostenido por un fomento del mercado interno respetuoso del
poder económico. También fue respetada la mafia judicial que junto
a la mafia mediática lo acosaron hasta desplazarlo políticamente en
medio de una ola de histeria reaccionaria de las clases altas y del
grueso de las clases medias.
En
Bolivia Evo Morales sufrió su primera derrota política
significativa en el referéndum sobre reelección presidencial, su
llegada al gobierno marcó el ascenso de las bases sociales
sumergidas por el viejo sistema racista colonial. Pero la mezcla
híbrida de proclamas antiimperialistas, postcapitalistas e
indigenistas con la persistencia del modelo minero-extractivista de
deterioro ambiental y de comunidades rurales y del burocratismo
estatal generador de corrupción y autoritarismo terminaron por
diluir el discurso del “socialismo comunitario”. Quedó así
abierto el espacio para la recomposición de las elites económicas y
la movilización revanchista de las clases altas y su séquito de
clases medias penetrando en un vasto abanico social desconcertado.
Ahora
las derechas latinoamericanas van ocupando las posiciones perdidas y
consolidan las preservadas, pero ya no son aquellas viejas camarillas
neoliberales optimistas de los años 1990, han ido mutando a través
de un complejo proceso económico, social y cultural que las ha
convertido en componentes de lumpenburguesías nihilistas embarcadas
en la ola global del capitalismo parasitario.
Grupos
industriales o de agrobusiness fueron combinando sus inversiones
tradicionales con otras más rentables pero también más volátiles:
aventuras especulativas, negocios ilegales de todo tipo (desde el
narco hasta operaciones inmobiliarias opacas pasando por fraudes
comerciales y fiscales y otros emprendimientos turbios) convergiendo
con “inversiones” saqueadoras provenientes del exterior
como la megaminería o las rapiñas financieras.
Dicha
mutación tiene lejanos antecedentes locales y globales, variantes
nacionales y dinámicas específicas, pero todas tienden hacia una
configuración basada en el predominio de élites económicas
sesgadas por la “cultura financiera-depredadora”
(cortoplacismo, desarraigo territorial, eliminación de fronteras
entre legalidad e ilegalidad, manipulación de redes de negocios con
una visión más próxima al videojuego que a la gestión productiva
y otras características propias del globalismo mafioso) que disponen
del control mediático como instrumento esencial de dominación
rodeándose de satélites políticos, judiciales, sindicales,
policiales-militares, etc.
¿Restauraciones
conservadoras o instauraciones de neofascismos coloniales?
Por
lo general el progresismo califica a sus derrotas o amenazas de
derrotas como victorias o peligros de regreso del pasado neoliberal,
también suele utilizarse el término “restauración
conservadora”, pero ocurre que esos fenómenos son sumamente
innovadores, tienen muy poco de “conservadores”. Cuando
evaluamos a personajes como Aecio Neves, Maurico Macri o Henrique
Capriles no encontramos a jefes autoritarios de élites oligárquicas
estables sino a personajes completamente inescrupulosos, sumamente
ignorantes de las tradiciones burguesas de sus países (incluso en
ciertos casos con miradas despreciativas hacia las mismas), aparecen
como una suerte de mafiosos entre primitivos y posmodernos
encabezando políticamente a grupos de negocios cuya norma principal
es la de no respetar ninguna norma (en la medida de lo posible).
Otro
aspecto importante de la coyuntura es el de la irrupción de
movilizaciones ultra-reaccionarias de gran dimensión donde las
clases medias ocupan un lugar central. Los gobiernos progresistas
suponían que la bonanza económica facilitaría la captura política
de esos sectores sociales pero ocurrió lo contrario: las capas
medias se derechizaban mientras ascendían económicamente, miraban
con desprecio a los de abajo y asumían como propios los delirios
neofascistas de los de arriba. El fenómeno sincroniza con tendencias
neofascistas ascendentes en Occidente, desde Ucrania hasta los
Estados Unidos pasando por Alemania, Francia, Hungría, etc.,
expresión cultural del neoliberalismo decadente, pesimista, de un
capitalismo nihilista ingresando en su etapa de reproducción
ampliada negativa donde el apartheid aparece como la tabla de
salvación.
Pero
este neofascismo latinoamericano incluye también la reaparición de
viejas raíces racistas y segregacionistas que habían quedado
tapadas por las crisis de gobernabilidad de los gobiernos
neoliberales, la irrupción de protestas populares y las primaveras
progresistas. Sobrevivieron a la tempestad y en varios casos
resurgieron incluso antes del comienzo de la declinación del
progresismo como en Argentina el egoísmo social de la época de
Menem o el gorilismo racista anterior, en Bolivia el desprecio al
indio y en casi todos los casos recuperando restos del anticomunismo
de la época de la Guerra Fría. Supervivencias del pasado,
latencias siniestras ahora mezcladas con las nuevas modas.
Una
observación importante es que el fenómeno asume características de
tipo “contrarrevolucionario”, apuntando hacia una política
de tierra arrasada, de extirpación del enemigo progresista, es lo
que se ve actualmente en Argentina o lo que promete la derecha en
Venezuela o Brasil, la blandura del contrincante, sus miedos y
vacilaciones excitan la ferocidad reaccionaria. Refiriéndose a la
victoria del fascismo en Italia Ignazio Silone la definía como una
contrarrevolución que había operado de manera preventiva contra una
amenaza revolucionaria inexistente[3]. Esa no existencia real de
amenaza o de proceso revolucionario en marcha, de avalancha popular
contra estructuras decisivas del sistema desmoronándose o quebradas,
envalentona (otorga sensación de impunidad) a las élites y su base
social.
La
marea contrarrevolucionaria es uno de los resultados posibles de la
descomposición del sistema imponiendo de manera exitosa en algunos
casos del pasado proyectos de recomposición elitista, en el caso
latinoamericano expresa descomposición capitalista sin recomposición
a la vista.
Si
el progresismo fue la superación fracasada del fracaso neoliberal,
este neofascismo subdesarrollado exacerba ambos fracasos inaugurando
una era de duración incierta de contracción económica y
desintegración social. Basta ver lo ocurrido en Argentina con la
llegada de Macri a la presidencia: en unas pocas semanas el país
pasó de un crecimiento débil a una recesión que se va agravando
rápidamente producto de un gigantesco pillaje, no es difícil
imaginar lo que puede ocurrir en Brasil o en Venezuela que ya están
en recesión si la derecha conquista el poder político.
La
caída de los precios de las commodities y su creciente volatilidad,
que la prolongación de la crisis global seguramente agravará, han
sido causas importantes del fracaso progresista y aparecen como
bloqueos irreversibles de los proyectos de reconversión
elitista-exportadora medianamente estables. Las victorias derechistas
tienden a instaurar economías funcionando a baja intensidad, con
mercados internos contraídos e inestables, eso significa que la
supervivencia de esos sistemas de poder dependerá de factores que
las mafias gobernantes pretenderán controlar. En primer término el
descontento de la mayor parte de la población aplicando dosis
variables de represión, legal e ilegal, embrutecimiento mediático,
corrupción de dirigentes y degradación moral de las clases bajas.
Se trata de instrumentos que la propia crisis y la combatividad
popular pueden inutilizar, en ese caso el fantasma de la revuelta
social puede convertirse en amenaza real.
La
estrategia imperial
Los
Estados Unidos desarrollan una estrategia de reconquista de América
Latina aplicándola de manera sistemática y flexible. El golpe
blando en Honduras fue el puntapié inicial al que le siguió el
golpe en Paraguay y un conjunto de acciones desestabilizadoras,
algunas muy agresivas, de variado éxito que fueron avanzando al
ritmo de las urgencias imperiales y del desgaste de los gobiernos
progresistas. En varios casos las agresiones más o menos abiertas o
intensas se combinaron con buenos modales que intentaban vencer sin
violencias militar o económica o sumando dosis menores de las mismas
con operaciones domesticadoras. Donde no funcionaba eficazmente la
agresión empezó a ser practicado el ablande moral, se implementaron
paquetes persuasivos de configuración variable combinando
penetración, cooptación, presión, premios y otras formas
retorcidas de ataque psicológico-político.
El
resultado de ese despliegue complejo es una situación paradójica:
mientras los Estados Unidos retroceden a nivel global en términos
económicos y geopolíticos, van reconquistando paso a paso su patio
trasero latinoamericano. La caída de Argentina ha sido para el
Imperio una victoria de gran importancia trabajada durante mucho
tiempo a lo que es necesario agregar tres maniobras decisivas de su
juego regional: el sometimiento de Brasil, el fin del gobierno
chavista en Venezuela y la rendición negociada de la insurgencia
colombiana. Cada uno de estos objetivos tiene un significado
especial:
La
victoria imperialista en Brasil cambiaría dramáticamente el
escenario regional y produciría un impacto negativo de gran
envergadura al bloque BRICS afectando a sus dos enemigos estratégicos
globales: China y Rusia. La victoria en Venezuela no solo le
otorgaría el control del 20 % de las reservas petrolíferas del
planeta (la mayor reserva mundial) sino que tendría un efecto dominó
sobre otros gobiernos de la región como los de Bolivia, Ecuador y
Nicaragua y perjudicaría a Cuba sobre la que los Estados Unidos
están desplegando una suerte de abrazo de oso.
Finalmente
la extinción de la insurgencia colombiana además de despejar el
principal obstáculo al saqueo de ese país le dejaría las manos
libres a sus fuerzas armadas para eventuales intervenciones en
Venezuela. Desde el punto de vista estratégico regional el fin de la
guerrilla colombiana sacaría del escenario a una poderosa fuerza
combatiente que podría llegar a operar como un mega-multiplicador de
insurgencias en una región en crisis donde la generalización de
gobiernos mafioso-derechistas agravará la descomposición de sus
sociedades. Se trata tal vez de la mayor amenaza estratégica a la
dominación imperial, de un enorme peligro revolucionario
continental, es precisamente esa dimensión latinoamericana del tema
lo que ocultan los medios de comunicación dominantes.
Decadencia
sistémica y perspectivas populares
Más
allá de la curiosa paradoja de un imperio decadente reconquistando
su retaguardia territorial, desde el punto de vista de la coyuntura
global, de la decadencia sistémica del capitalismo, la
generalización de gobiernos pro-norteamericanos en América Latina
puede ser interpretada superficialmente como una gran victoria
geopolítica de los Estados Unidos aunque si profundizamos el
análisis e introducimos por ejemplo el tema del agravamiento de la
crisis impulsada por esos gobiernos tenderíamos a interpretar al
fenómeno como expresión específica regional de la decadencia del
sistema global.
El
alejamiento del estorbo progresista puede llegar a generar problemas
mayores a la dominación imperial, si bien las inclusiones sociales y
los cambios económicos realizados por el progresismo fueron
insuficientes, embrollados, estuvieron impregnados de limitaciones
burguesas y si su autonomía en materia de política internacional
tuvo una audacia restringida; lo cierto es que su recorrido ha dejado
huellas, experiencias sociales , dignificaciones (suprimidas por la
derecha) que serán muy difícil extirpar y que en consecuencia
pueden llegar a convertirse en aportes significativos a futuros (y no
tan lejanos) desbordes populares radicalizados.
La
ilusión progresista de humanización del sistema, de realización de
reformas “sensatas” dentro de los marcos institucionales
existentes, puede pasar de la decepción inicial a una reflexión
social profunda, crítica de la institucionalidad mafiosa, de la
opresión mediática y de los grupos de negocios parasitarios. Ello
incluye a la farsa democrática que los legitima. En ese caso la
molestia progresista podría convertirse tarde o temprano en huracán
revolucionario no porque el progresismo como tal evolucione hacia la
radicalidad anti-sistema sino porque emergería una cultura popular
superadora, desarrollada en la pelea contra regímenes condenados a
degradarse cada vez más.
En
ese sentido podríamos entender uno de los significados de la
revolución cubana, que luego se extendió como ola anticapitalista
en América Latina, como superación crítica de los reformismos
nacionalistas democratizantes fracasados (como el varguismo en
Brasil, el nacionalismo revolucionario en Bolivia, el primer
peronismo en Argentina o el gobierno de Jacobo Arbenz en Guatemala).
La memoria popular no puede ser extirpada, puede llegar a hundirse en
una suerte de clandestinidad cultural, en una latencia subterránea
digerida misteriosamente, pensada por los de abajo, subestimada por
los de arriba, para reaparecer como presente, cuando las
circunstancias lo requieran, renovada, implacable.
NOTAS
[1]
Si consideramos el último lustro (2010-2014) el crecimiento promedio
real de la economía de Japón ha sido del orden del 1,5 %, la de
Estados Unidos 2,2 % y la de Alemania 2 % (Fuente: Banco Mundial).
[2]
Un buen ejemplo es el de la “importación” de fármacos donde
empresas multinacionales como Pfizer, Merck y P&G hacen fabulosos
negocios ilegales ante un gobierno “socialista” que les
suministra dólares a precios preferenciales. Con un juego de
sobrefacturaciones, sobreprecios e importaciones inexistentes las
empresas farmacéuticas habían importado en 2003 unas 222 mil
toneladas de productos por los que pagaron 434 millones de dólares
(unos 2 mil dólares por tonelada), en 2010 las importaciones bajaron
a 56 mil toneladas y se pagaron 3410 millones de dólares (60 mil
dólares la tonelada) y en 2014 las importaciones descendieron aún
más a 28 mil toneladas y se pagaron 2400 millones de dólares (un
poco menos de 87 mil dólares la tonelada). Como bien lo señala
Manuel Sutherland de cuyo estudio extraigo esa información: “lejos
de plantearse la creación de una gran empresa estatal de producción
de fármacos, el gobierno prefiere darles divisas preferenciales a
importadores fraudulentos, o confiar en burócratas que realizan
importaciones bajo la mayor opacidad”. Manuel Sutherland,
“2016: La peor de las crisis económicas, causas, medidas y
crónica de una ruina anunciada”, CIFO, Caracas 2016.
[3]
Ignazio Silone, “L'École des dictateurs”, Collection Du
monde entier, Gallimard, París 1964.