Diego
Guerrero
Aunque
la mayoría piense que el tiempo de Marx ya pasó, y todo el mundo le
cante (para bien o para mal) como a un gran pensador del siglo XIX,
yo soy de la opinión de que el siglo XXI volverá a ser el siglo de
Marx. Pero para explicar esto, primero hay que desvelar en qué
consiste la auténtica relación del pensamiento de este autor con la
famosa metáfora del padre de los economistas, el insigne liberal
Adam Smith.
En
términos de filosofía política expuesta al modo pedagógico, lo
que el Smith filósofo y moralista entendía por Mano invisible puede
describirse como el mecanismo oculto (la busca del interés privado
por cada particular aisladamente) que conducía a la sociedad desde
las esferas privadas individuales a la satisfacción del interés
general. En términos más técnicos, podría complementarse lo
anterior diciendo que en realidad Smith descubrió la tendencia a la
igualación de las rentabilidades sectoriales como el mecanismo
específico explicativo de las pautas de movimiento de los flujos de
capital “libre” -es decir, el que no se enfrenta a
barreras políticas ni de otro orden: monopolios, etc.-, pero esto no
corresponde a un artículo divulgativo como éste. Me gustaría
centrarme aquí en el lado más universal del problema, ése que
llevó a la gran economista británica, Joan Robinson, esa Rosa
Luxemburgo burguesa, como la llamaban, a interpretar el resultado del
éxito de la metáfora smithiana como la degradación del problema
moral en una cuestión definitivamente irrelevante, desde el momento
en que cualquier conducta -altruista o egoísta- puede ser
considerada “buena” si es privada, ya que contribuirá,
ayudada por la mano invisible del mercado, a conseguir el bien común.
Mucho
se ha escrito sobre la mano invisible, y mucho se la ha criticado
también. Por ejemplo, Albert Hirschman demostró el paralelismo
entre esa fórmula y su famosa “tesis de la perversidad”, el
argumento preferido que utilizan los conservadores (aunque no sólo
de ellos) para justificar que es mejor abstenerse de intentar
políticas públicas bien intencionadas (por ejemplo, políticas
keynesianas de demanda para luchar contra el desempleo), ya que, por
lo general, los buenos propósitos suelen ir acompañados de malos
resultados efectivos, por lo que la mejor política sería, según
los conservadores, la que no existe. De ahí, la consigna de la
desregulación (aunque no se caiga en la cuenta de que, para
desregular, o sea, para eliminar una norma positiva, hace falta otra
nueva, y esto requiere la persistencia, si no el incremento, del
aparato burocrático).
Muchos
amigos progresistas estarán de acuerdo con Hirschman, y entre ellos
mi amigo Pablo Bustelo, que me comentaba, tras la concesión del
Nobel de Economía al conservador Douglas North, lo mucho mejor que
haría la Academia sueca otorgándole el premio a gente como
Hirschman o Sen. Ahora que Sen ya lo tiene -y recuerdo también el
comentario de José Luis Sampedro tras conocer la concesión de este
Nobel: “Parece que los de Estocolmo se están portando
últimamente; el año pasado, Saramago, y éste, Sen”-,
podríamos apostar a que Hirschman lo tiene más cerca.
Sin
embargo, yo voy a defender otra idea que también tiene mucha
relación con la mano invisible, pero que hasta ahora ha sido mucho
menos popular que la tesis de la perversidad. Mi idea es que Marx
distinguía en Smith dos contenidos de la famosa metáfora, aceptando
el primero y rechazando el segundo; y no sólo eso, sino que llevó
la defensa del primero de ellos tan lejos que, convertida en “mano
invisible de la sociedad” (más que en la mano invisible del
mercado), esta idea constituye una de las estructuras centrales del
edificio teórico de Marx. Veamos.
Pido
prestada momentáneamente la distinción clásica entre lo positivo y
lo normativo para intentar explicarme mejor. Para Marx, Smith había
descubierto, sin duda, uno de los mecanismos económicos centrales de
la sociedad capitalista, mostrando cómo era posible la reproducción
indefinida de un orden social que, en principio, se sustenta
primariamente en el “mercado autorregulado” (en el sentido
de Polanyi), aunque ni Marx ni Polanyi eran unos ignorantes que
desconocieran que los mercados generalizados, y mucho menos la
sociedad de mercado, nunca han funcionado sin el apoyo (por decirlo
de la forma más discreta) del Estado. Este lado “positivo”
de la mano invisible también está en Marx, quien elogia a Smith por
haber sido, si no el descubridor (ahí están Mandeville y varios
otros), sí el racionalizador y autor de la fórmula (la metáfora)
exacta necesaria para el triunfo de la idea.
Pero
lo que Marx rechaza con todas sus fuerzas es el lado “normativo”
de la Mano invisible. En época de Smith -que era un siglo anterior a
Marx, lo que no empece para que sigan siendo válidas algunas de sus
ideas, porque el simple paso del tiempo no basta para desmentir a los
clásicos (que se convierten precisamente en clásicos por superar
esa prueba definitoria)-, era cierto que la economía competitiva
capitalista suponía un avance respecto del orden feudal. Pero la
tesis de Marx es que, ya en su época -y, con más razón, podríamos
decir “ahora”-, la economía capitalista se había hecho
retrógrada. Como dijo Sampedro en la apertura del Primer Seminario
Internacional Complutense sobre Nuevas tendencias en el pensamiento
económico crítico: “El Liberalismo fue positivo, fue útil,
fue valioso en sus comienzos, cuando entró a legitimar un gran
cambio de poder que se producía en la sociedad europea de la época;
en aquel momento, el poder se trasladaba desde el poder feudal de las
tierras, de la nobleza y del clero a los comerciantes, a los
empresarios, y empezaba a emerger un nuevo poder social; y en ese
momento, el Liberalismo, el Capitalismo, favoreció la expansión de
fuerzas productivas, favoreció el progreso de la técnica; y en ese
sentido digo que es positivo; pero hoy es anacrónico; no es que sea
malo: es que es anacrónico, anticuado; es que no sirve para resolver
los problemas; nunca fue verdad que el mercado sea la libertad, pero
hoy, es menos verdad que nunca; lo que pasa es que los señores
neoliberales padecen una enfermedad frecuente en los creyentes de
todas clases, sean religiosos o laicos: es la ceguera del creyente (y
cuando alguien cree a pie juntillas en alguna cosa, ya no puede ver,
no ve lo que sea contrario a sus creencias, ni siquiera mira: no le
interesa porque vive con arreglo a sus creencias)”.
Que
el mercado autorregulado, el orden extremo de mercado que desean los
neoliberales como pauta normativa, sea criticado por tantos no
significa que todos esos críticos sean marxistas. Lo que de verdad
caracteriza a Marx como pensador de la economía y, sobre todo, de la
sociedad, es la relación que sus ideas tienen con el lado que he
llamado “positivo” de la Mano invisible. Para Marx existe
una mano invisible, pero no del mercado, sino de la sociedad. Los
críticos de la Mano invisible se han esforzado por contraponer a
ésta la “mano visible” del Estado, pero Marx razonaba de
forma muy distinta. Muchos críticos actuales están muy confundidos
en esto.
Los
neoliberales no se oponen al Estado, ni mucho menos. Para decirlo con
palabras de un liberal español bien conocido, Pedro Schwartz (en sus
Nuevos Ensayos Liberales): “La gente cree que los liberales
perseguimos la destrucción del Estado. Muy al contrario, he dicho y
quiero probar ahora, el liberalismo como programa político es un
programa estatal y público (...)
Los liberales, lejos de pretender la destrucción del Estado y su
sustitución por no sé qué orden social espontáneo, buscan la
restauración de un Estado fuerte, limitado y capaz de cumplir sus
funciones necesarias: un Estado que sepa establecer y mantener el
marco en el que vaya a florecer la actividad individual”. En
esto, Schwartz sólo sigue a su maestro Milton Friedman, que en
“Capitalismo y libertad” deja claro que “el liberal
coherente no es un anarquista”. También Schwartz insiste en
distanciarse de los anarquistas, recordando que los liberales
“buscamos un Estado fuerte y pequeño, como baluarte de las
libertades individuales”; lo que pasa es que “la actitud
de los liberales ante el Estado suele caricaturizarse por
incomprensión”, pues se cree que “el liberal en el fondo
desea abolir el Estado, cuando busca centrarlo y reforzarlo”;
en definitiva, se trata de reafirmar el “liberalismo clásico”,
sin confundirlo con el “americano”, con el “socialismo”,
con el “nacionalismo”, con el “anarquismo” ni
con la “democracia”.
Por
su parte, Marx, como los anarquistas, quería abolir el Estado. En un
artículo sobre los dos socialistas alemanes, “Marx o Lassalle”,
olvidado de muchos y desconocido para los demás -en un país donde
no se lee a Marx, ¿quién puede esperar que se lea a Lassalle?-, el
gran jurista Hans Kelsen escribe (en 1924): “Marx y Engels,
precisamente como lo hacían los teóricos liberales del estado,
interpretan el estado simplemente como instrumento de la clase (...)
La sociedad anarquista-comunista es la que no tiene necesidad de
ningún estado (...)
La teoría política tal y como la desarrollaron Marx y Engels, es
anarquismo puro. Esto ha quedado en el olvido, por muchas razones,
durante largo tiempo”. Por tanto, Marx no tiene nada que ver
con los intentos de arreglar el capitalismo a base de intervención
estatal. Él simplemente hizo dos cosas: 1) observó que el
capitalismo lleva dentro fuerzas que lo transformarán en socialismo
(su tesis teórica); 2) lo anterior no tiene nada que ver con el
fatalismo histórico, pues Marx creía que la historia la hacían los
hombres, pero no como un alfarero hace su botijo, sino por medio,
precisamente, de la mano invisible de la sociedad, es decir, como
resultado de todas las luchas y conflictos que surgen en la sociedad
capitalista, y con independencia de que unos individuos empujen en
una dirección y otros en otra. Esto tampoco es un amoralismo, pues
Marx, aparte de su metafísica y su ciencia, tenía su ética (léase
a Rubel, por favor): no se trata de esperar a ver pasar
tranquilamente desde nuestra mecedora el cadáver del capitalismo; si
se entiende hacia dónde va la sociedad, es inmoral oponerse a esa
tendencia racionalizadora; lo moral es, para Marx, empujar en el
sentido de la historia.
El
siglo XXI ha empezado como terminó el XX: mostrando a quien quiera
mirar desprejuiciadamente que la realidad se parece cada vez más a
la que Marx tenía en mente al desarrollar su labor de teórico y de
revolucionario.
NOTA DEL EDITOR DE ESTE BLOG: El artículo es parte del libro del economista marxista Diego Guerrero "Economía no liberal para liberales y no liberales"