Barbara
Ehrenreich/Tom Engelhardt. TomDispatch
Estados
Unidos a los obreros blancos: ¡moríos!
Estamos
en la mala estación. Mejor no hacerse preguntas sobre ella. Racismo.
Xenofobia. Palizas a los refugiados. La aparentemente desvergonzada e
interminable sucesión de asesinatos (y otros tipos de maltrato) de
ciudadanos negros a manos de la policía. Todo ello a la vista de
cualquiera que quiera denunciarlo... o aplaudirlo. Y en los mítines
de todo el país, los candidatos republicanos –sobre todo Donald
Trump– son ciertamente vitoreados (y quienes se manifiesten en
contrario, expulsados, escupidos y apaleados) por multitudes casi
totalmente blancas por decir cualquier barbaridad en esta cuesta
abajo al infierno. Incluso en la derecha algunos comentaristas y
expertos están empezando a pronunciar la horrible palabra "fascismo"
cuando se trata de posibles registros federales de datos personales
de musulmanes estadounidenses y otras personas por el estilo.
Ahora
sabemos que las elecciones de 2016 son cada vez más un portal
abierto a una edad dorada del lado oscuro de la esclavitud
estadounidense; de la represión, el internamiento y el rechazo a
cualquier ‘-ismo’ que no podría ser más nefasto. Y detrás de
todo eso, cruzando como una autopista interestatal de un lado a otro
de nuestra historia, está la tradicional y profundamente arraigada
idea del privilegio ligado a la piel blanca, que alcanza incluso a
quienes están relativamente despojados de poder. En estos días se
está prestando mucha atención a la próxima declaración
escandalosa –cualquiera que sea– que salga de la boca de Donald
Trump, Ben Carson o Ted Cruz. Mucha menos atención se presta a
quienes los aplauden en su locura colectiva o a los medios que desde
la matanza de París están machacando cada hora de cada día de la
semana, cuando se trata de la amenaza del terrorismo islámico que,
desde el 11-S de 2001 han sido unos de los peligros menores en la
vida de Estados Unidos. Esencialmente, las ‘noticias’ –una
máquina de crear miedos– se han convertido en –a pesar de los
ataques de Donald Trump contra ellos– en una máquina de promoción
de los de su ralea.
Por
supuesto, en esta campaña de 2016, no podría estar más claro que
la versión multimillonaria de los privilegios blancos va con viento
en popa, sin embargo para los blancos de la clase trabajadora los
tiempos no son tanhalagüeños. Tal como Barbara Ehrenreich, editora
fundadora del Proyecto Penurias de la Información Económica (EHRP,
por sus siglas en inglés), lo escribe hoy, en Estados Unidos la idea
del privilegio blanco está en su momento más alto; esto no debería
sorprender a nadie. Un estudio reciente comentado por ella sugiere
que los blancos de mediana edad que solo han hecho la escuela
secundaria tienen un índice de mortalidad que, en los países
desarrollados, está muy cerca del último visto entre los hombres
rusos después del colapso de la Unión Soviética. En otras
palabras, muchos estadounidenses blancos tienen cada vez menos para
celebrar en su vida; esto podría explicar su aplauso público a
Trump et al.
*
* *
La
gran extinción del obrero blanco estadounidense
La
clase trabajadora blanca, que por lo general preocupa a los
progresistas por su habitual y paradójica inclinación a votar al
Partido Republicano, últimamente ha merecido la atención mediática
por algo más que eso: según la economista Anne Case y Angus Deaton,
ganador del último Nobel de Economía, los integrantes de este
sector social de entre 45 y 54 años de edad están falleciendo a un
ritmo en absoluto moderado. Mientras la esperanza de vida de los
blancos más adinerados continúa creciendo, la correspondiente a los
blancos pobres está disminuyendo. Como resultado de ello, solo en
los últimos cuatro años, la diferencia de esperanza de vida entre
los hombres blancos pobres y los más ricos ha aumentado hasta llegar
a cuatro años. El New York Times publicó el estudio de Deaton y
Case con este titular: “La brecha en los ingresos iguala a la de
la longevidad”.
No
se esperaba que pasara esto. Durante casi un siglo, la reconfortante
narrativa estadounidense decía que la mejor alimentación y el
cuidado de la salud garantizarían una vida más larga para todos.
Por eso, la gran extinción del obrero ha llegado cuando menos se la
esperaba y es, como dice el Wall Street Journal, “sorprendente”.
Sobre
todo, no se esperaba que pasara esto con los blancos –en relación
con los no blancos–, que habían tenido la ventaja de mejores
sueldos, mejor acceso al sistema sanitario, barrios más seguros y,
por supuesto, vivido libres de los insultos cotidianos y los daños
infligidos a los de tez oscura. Ha habido una importante diferencia
racial respecto de la longevidad –de 5,3 años entre hombres
blancos y negros y de 3,8 entre mujeres blancas y negras–, a pesar
de que esta diferencia, raramente notada, ha ido diminuyendo en los
últimos 20 años. Sin embargo ahora solo los blancos de mediana edad
son quienes están falleciendo en mayor número; este aumento de
muertes está vinculado con los suicidios, el alcoholismo y la
adicción a las drogas (generalmente, las opiáceas).
Hay
algunas razones prácticas de porqué los blancos suelen ser más
eficientes que los negros a la hora de darse muerte. La primera es
que aquellos tienen más probabilidad de ser dueños de un arma de
fuego y la preferencia del hombre blanco de un balazo como forma de
suicidio. La segunda es que los médicos, a partir sin duda del
estereotipo que marca a los no blancos como drogadictos, son más
proclives a recetar fuertes calmantes a base de opio a los blancos
que no a las personas de color (con los años, a mí me han ofrecido
bastantes recetas de oxycodona como para pensar en un pequeño
negocio ilegal).
El
trabajo manual –el de camarero hasta el del obrero de la
construcción– suele arruinar el cuerpo rápidamente, empezando por
las rodillas y continuando por la espalda y las muñecas: cuando
falla el Tylenol, el médico puede optar por un opiáceo solo para
que usted pueda seguir viviendo.
Los
salarios de la desesperación
Pero
aquí también está presente algo más profundo. Tal como lo
describe Paul Krugman, el columnista del New York Times, las
“enfermedades” que están detrás de este exceso de
muertes de trabajadores blancos son aquellas relacionadas con la
“desesperación”; algunas de las causas más obvias son
económicas. En las últimas décadas, las cosas no han ido bien para
las personas de clase trabajadora, independientemente del color de su
piel.
Yo
me hice adulta en un país –Estados Unidos– en el que un hombre
con una espalda fuerte –y mejor aún, con un sindicato fuerte–
podía esperar razonablemente mantener una familia con su trabajo sin
necesidad de ser un graduado superior. En 2015, esos empleos hace
tiempo que han desaparecido y en su lugar solo están los trabajos
que antes estaban destinados a las mujeres o a las personas de color
y disponibles en sectores como el comercio minorista, la jardinería
o el manejo de un furgón de reparto de mercaderías. Esto quiere
decir que aquellos blancos que están en el 20 por ciento de menores
ingresos se enfrentan con circunstancias materiales similares a las
que sufren desde hace mucho tiempo los negros pobres, entre ellas
tener un empleo precario e irregular, y vivir en un lugar peligroso y
superpoblado.
Sin
embargo, el privilegio del blanco nunca fue solo una cuestión de
ventaja económica. En 1935, el importante estudioso
afro-estadounidense W.E.B. Du Bois escribió: “No debe olvidarse
que el sector de los trabajadores blancos, aunque reciba una paga
baja, estaba recompensado con una especie de complemento de sueldo:
el reconocimiento público y psicológico”.
Hoy,
algunos aspectos de este sueldo invisible suenan un tanto
pintorescos, como la afirmación de Du Bois acerca de que las
personas blancas pertenecientes a la clase trabajadora eran
“libremente admitidas como los blancos de otras clases en los
espectáculos y parques públicos, e incluso en los mejores
colegios”. Hoy en día, son pocos los espacios que no están
abiertos –al menos desde el punto de vista legal– a los negros,
mientras que los ‘mejores’ colegios están reservados para
quienes pueden pagarlos, en su mayor parte, blancos y estadounidenses
de origen asiático junto con algunos negros que brinden el toque de
“diversidad”. Mientras los blancos han ido perdiendo terreno en
la economía, los negros han conseguido beneficios, al menos desde el
punto de vista legal. Como resultado de ello, el “sueldo
psicológico” concedido al blanco se ha reducido.
Durante
la mayor parte de la historia de Estados Unidos, pudo contarse con el
gobierno para el mantenimiento del poder y el privilegio de los
blancos, primero mediante la imposición de la esclavitud y, más
tarde, la segregación. Mientras tanto, los blancos de la clase
obrera se vieron obligados a defender sus cada vez más reducidos
privilegios moviéndose hacia la derecha, acercándose a personajes
como el gobernador de Alabama (y más tarde candidato a la
presidencia) George Wallace y sus muchos seudopopulistas sucesores
hasta llegar al actual Donald Trump.
Al
mismo tiempo, la tarea cotidiana de conservar el poder blanco
trasladado desde el gobierno estatal al de cada estado y después a
los niveles locales, específicamente las policías locales, las
cuales, como sabemos, se han hecho cargo de ella con tanto entusiasmo
que la han convertido en un escándalo, tanto en el ámbito nacional
como en el internacional. Últimamente, por ejemplo, The Guardian
lleva la cuenta del número de estadounidenses (negros, en su mayor
parte) asesinados por miembros de la policía (1.209 en 2015, hasta
este momento); mientras tanto, los negros que se manifiestan en el
movimiento ‘La vida de los negros importa’ y una oleada de
demostraciones dentro de las universidades han recuperado ampliamente
el plano altamente moral que antes ocupaba el movimiento por los
derechos civiles.
Además,
poco a poco la cultura ha avanzado hacia la igualdad racial, e
incluso en algunos pocos ámbitos, hacia la supremacía negra. Si en
las primeras décadas del siglo XX la imagen estándar del “Negro”
era la del trovador, el papel del simplón rural de la cultura
popular fue asumido en este siglo [XXI] por los personajes de las
series de la TV estadounidense Duck Dynasty y Here Comes Honey Boo
Boo. Al menos en el mundo del espectáculo, generalmente el obrero
blanco no está tratado como un imbécil mientras que a menudo el
negro suele ser el listo del barrio, una persona que sabe expresar
sus ideas y a veces es tan adinerado como [el rapero] Kanye West. No
es fácil mantener la acostumbrada noción de la superioridad blanca
cuando algunos medios logran hacer reír con el contraste entre el
negro espabilado y el paleto rural blanco, como en la comedia de Tina
Fey Umbreakable Kimmy Schmidt. La persona blanca, presumiblemente de
clase media-alta, es imaginada en general a partir de esos personajes
y argumentos que, a la hija de una pareja trabajadora, como es mi
caso, hacen escocer con su condescendencia.
Por
supuesto, también estuvo la elección del primer presidente negro de
Estados Unidos. Los estadounidenses nativos blancos han empezado a
hablar de “recuperar nuestro país”. Los más adinerados
crearon el Tea Party, los de medios más modestos suelen contentarse
con poner en su camioneta la calcomanía con la bandera de los
Estados Confederados.
En
la cuesta abajo de Estados Unidos
El
significado de todo esto es que el mantenimiento del privilegio de
los blancos, sobre todo entre los menos privilegiados, se ha
convertido en algo muy difícil y, por lo tanto, más urgente que
nunca. Los blancos pobres siempre tuvieron el consuelo de saber que
había algunos que estaban pasándolo todavía peor y que eran más
despreciados que ellos; la subyugación racial era el suelo que
estaba bajo sus pies, la roca sobre que se erguían, incluso mientras
su propia situación estaba deteriorándose.
Si
el gobierno –particularmente en el nivel federal– ya no es tan
confiable como para garantizar el privilegio blanco, aparecen las
iniciativas de base encarnadas por personas individuales o pequeños
grupos que ayudan a llenar ese vacío. Estas iniciativas pueden ser
las pequeñas agresiones que se producen en las universidades, los
insultos raciales gritados desde una furgoneta o, en el extremo más
letal, los disparos contra una iglesia frecuentada por negros y
renombrada por su trabajo en los tiempos de la lucha por los derechos
civiles. Dylann Roof, el asesino de Charleston que hizo justamente
esto, era un graduado universitario en el paro y un marginado de
quien se sabía que era un gran consumidor de alcohol y drogas
opiáceas. Incluso sin una sentencia de muerte esperándole, el
futuro de Roof está signado por una muerte prematura.
Las
agresiones raciales pueden proporcionar a sus perpetradores blancos
una fugaz sensación de triunfo, aunque también exigen un esfuerzo
especial. Hace falta un esfuerzo, por ejemplo, para apuntar con una
pistola a un negro que está corriendo o girar bruscamente un
vehículo para insultar a una negra; se necesita un esfuerzo –y un
estómago a toda prueba– para pintar un insulto racial con
excremento en una pared del baño de una residencia estudiantil. Los
estudiantes universitarios pueden hacer cosas como estas en parte
debido a su vulnerabilidad económica, porque saben que apenas se
gradúen empezarán a pagar el préstamo que han pedido para pagar
sus estudios. Sin embargo, más allá del esfuerzo realizado, es
especialmente difícil mantener un sentimiento de superioridad racial
mientras se está luchando por conservar una posición casi en el
fondo de una economía fiable.
Si
bien no hay evidencia médica sobre la toxicidad del racismo para
quienes lo expresan –después de todo, generaciones de acomodados
dueños de esclavos han sobrevivido bastante bien–, la combinación
del descenso en la pirámide social y el resentimiento racial puede
ser una potente invitación al tipo de desesperación que, de una u
otra forma, conduce al suicidio, sea por medio de las drogas o
mediante un balazo en la sien. Es imposible romper un techo de
cristal si uno está parado sobre el hielo.
A
la intelectualidad progre le es fácil sentirse justificada en su
repugnancia respecto del racismo de los blancos de la clase más
baja, pero la élite educada en la universidad que produce a esta
intelectualidad también está en apuros cuando los jóvenes tienen
unas perspectivas cada vez menores y una pendiente hacia abajo cada
vez más marcada. Llegados los tiempos malos, profesiones enteras
–desde la enseñanza universitaria hasta el periodismo y la
abogacía– han caído. Una de las peores equivocaciones que esta
élite relativa puede cometer es inflar su propio orgullo odiando a
quienes están cayendo todavía más rápidamente, sea cual sea su
color o raza.