Diego Guerrero *
NOTA DEL EDITOR DE ESTE BLOG: Este no es un texto divulgativo. Por su complejidad, es recomendable para marxistas un tanto avanzados en su formación política. Que quienes no lo son o no lo están se atrevan con o les interese su lectura, es un ejercicio soberano de su propia libertad del que el editor de este blog no es responsable.
Juzguen ustedes si estamos ante un texto ortodoxo o heterodoxo e incluso hereje dentro de los cánones marxistas clásicos pero razónenlo. Aquí no caben valoraciones de tipo emocional porque, más allá de un desahogo, resultan inútiles.
Los números romanos que encontrarán a lo largo del texto son llamadas a aclaraciones al final del documento.
I. Introducción
En el análisis de las relaciones económicas internacionales, hay tres enemigos principales del correcto entendimiento de las causas y consecuencias de las desigualdades entre países: las ideas convencionales de “monopolio”, “imperialismo” y “globalización”. Como es claro que, sin una adecuada concepción teórica global, es poco aconsejable descender a análisis más específicos, nos proponemos contribuir a estos de forma indirecta, intentando una clarificación de ideas esenciales como las de competencia y monopolio, su relación mutua y el tratamiento dado a la misma en la tradición marxista del pensamiento económico.
Entre los enemigos viscerales del monopolio –donde sorprendentemente se cuentan desde Adam Smith a Milton Friedman, pasando por Lenin, Sweezy o los economistas cubanos contemporáneos– circula la idea (simple y simplista) de que todo iría mucho mejor si no existieran monopolios. Adam Smith imputaba a los monopolios del “sistema mercantil” el origen de la inferioridad de la economía precapitalista respecto de la “actual”, basada en la Mano Invisible del mercado. Igualmente, Milton Friedman y los ultraliberales actuales imputan al monopolio buena parte de los males de la economía actual. Por una parte, y en defensa de las bonanzas del capitalismo, los liberales no tienen inconveniente en acusar de ineficiente al monopolio con tal de ensalzar, como en el negativo de una fotografía, las bondades de la competencia perfecta, a la que tanto se parecería la economía actual si no existieran ese y otros pequeños “fallos de mercado” i.
Por otra parte, su odio al gobierno los lleva a convertirse en enemigos del monopolio y la gran empresa, a los que identifican con el primero ii. Pero entre ambos extremos, y lamentablemente, autores como Lenin, Sweezy y tantos otros marxistas se han dejado seducir por la idea de que el autor de buena parte de los males de la sociedad moderna es esa forma potenciada de monopolio que es la gran empresa trasnacional actual. iii
Esto nos conduce al “imperialismo”, tal y como lo concibe una indudable mayoría de
marxistas contemporáneos (véase un repaso en Vidal Villa, 1976). En lo que Lenin
llamó la “fase monopolista del capitalismo”, tenemos a los monopolios convertidos ya en los amos y señores del mundo. Ya no hay competencia que valga, ya no podemos los pequeños y los débiles esperar nada bueno de la economía porque la fortaleza de las grandes y grandísimas empresas, la presencia y las conexiones cada vez mayores de éstas en el aparato de estado de los países y de los organismo internacionales, la dependencia de la política y estrategia internacionales de los intereses y maniobras de los grandes monopolistas, disfrazados a veces de filántropos, ha llegado a tal punto que sólo uniéndose los trabajadores a las clases medias y a los pequeños propietarios e incluso capitalistas se puede esperar cambiar este gravísimo orden de cosas. Esta es la tesis “imperialista”, a la que tan frecuentemente se añade una dimensión más puramente política o político-militar, ligada al papel de los gobernantes y los Estados de los imperios políticos contemporáneos (principalmente Estados Unidos pero también, y más o menos y según y dónde, Alemania, la UE u otros candidatos).
Y del monopolio y el imperialismo podríamos pasar, si tuviéramos un poco más de
espacio, a la globalización (Guerrero, 2003b). Digamos tan sólo que esta sólo es, para
algunos de los defensores de las tesis anteriores, un sucedáneo descafeinado de los
planteamientos más sabrosos. Sin embargo, los partidarios de los sabores fuertes no
tienen inconveniente en acoger en su seno a los defensores de la crítica suave
mayoritaria entre esa extensa prole de antiglobalizadores pues, ya se sabe, así aumenta la influencia de las ideas puras y ortodoxas y crece el número de los inconformes. ¿Qué importa un poco de socialdemocracia si así podemos hacer propaganda de las ideas que harán cambiar al mundo?, se preguntan.
Pues bien, todo esto nos parece un inmenso error, especialmente si se compara con los frutos que puede dar el estudio de la economía internacional desde el punto de vista de la teoría laboral del valor que desarrolló en su día mejor que nadie Karl Marx. Los problemas que aquejan a la economía mundial son muchos, como bien se sabe, pero tienen su origen fundamental en el propio capital y el mercado, en la competencia y no en el monopolio. El problema no son los imperios, sino la cofradía republicana de los burgueses, y los intereses de estos que se esconden bajo la corona del Estado del bienestar occidental, que al parecer unos tendrían mientras muchos otros aspiran a ellos todavía, gobernados todos por una socialdemocracia omnipresente con tendencia cada vez más universal. Lo malo no es, por tanto, la globalización per se sino que esta esté en manos de la propiedad privada y la mano invisible, para lo que cuenta muy poco el hecho de que nos gobiernan los más liberales o los más socialdemócratas.
II. La libre competencia de los capitales
La competencia realmente existente es la libre competencia de los capitales. Esto no tiene nada que ver con el modelo de “competencia perfecta” de los manuales neoclásicos, pero tampoco tiene que ver con los modelos de competencia “imperfecta” (en particular, el monopolio) de esos mismos manuales. Ni monopolio ni oligopolio ni competencia imperfecta ni ninguno otro de esos modelos suponen alternativa teórica real alguna, porque todos ellos comparten con el modelo de referencia los supuestos económicos básicos, fundamentalmente la suposición de que la técnica usada en la producción es idéntica para todos los que compiten. Ni siquiera la mayor escala de la empresa monopolista o de las grandes empresas en general capta este fenómeno pues el nivel de los costes no está en realidad asociado al tamaño de la planta sino a la tecnología que en ella se usa. Y lo mismo cabe decir con el resto de las dependencias empresariales, desde las oficinas pegadas a la fábrica, a los departamentos de marketing y de investigación y desarrollo o las sedes centrales de esas empresas.
El arma principal para la competencia es la capacidad para producir a bajo coste y, por tanto, en igualdad de condiciones, la posibilidad de vender a menor precio que los competidores. Como ya decía un autor dieciochesco citado por Marx en El capital
“Si mi vecino, haciendo mucho con poco trabajo, puede vender barato, tengo que darme maña para vender tan barato como él. De este modo, todo arte, oficio o máquina que trabaja con la labor de menos brazos, y por consiguiente más barato, engendra en otros una especie de necesidad y emulación o de usar el mismo arte, oficio o máquina, o de inventar algo similar para que todos estén en el mismo nivel y nadie pueda vender a precio más bajo que el de su vecino” (The Advantages of the East-India Trade to England, Londres, 1720; citado en Marx 1867, p. 387).
Y eso se consigue con innovación técnica y con trabajo de alta cualificación, y todo ello en un contexto de desarrollo adecuado en el terreno de las infraestructuras de todo tipo desde las telecomunicaciones y el internet a las autopistas, los aeropuertos y los trenes de alta velocidad (véase la sección IV). Naturalmente, para mantener este estado de cosas y conseguir que su capital siga creciendo, no existe otro método que seguir explotando a los trabajadores iv. En esto cada uno de los representantes del capital está unido con los demás porque el grado de explotación global depende del comportamiento de todos ellos como explotadores y de todos los trabajadores como explotados. Esta es la relación económica fundamental que hay que entender. Pero para poder crecer en riqueza cada capitalista necesita ir por delante de los demás o al menos no quedarse atrás en la carrera por los mercados. Esta doble presión les obliga a introducir los mejores medios productivos, los fuerza a ser más productivos que nadie, los impulsa a invertir y crecer lo más rápidamente posible, los hunde en la carrera por el crecimiento a toda costa que, por cierto, es lo que genera la crisis económica y las depresiones consiguientes a la que nos vamos a referir aquí.
Cuando un capitalista tiene éxito no tiene porqué aumentar el tamaño de sus unidades de producción. Lo que tiene que hacer es crecer e invertir, comprar empresas,absorberlas, aumentar el número de unidades productivas, extenderse por el extranjero… Todo eso es bien conocido, todas son formas de un mismo y doble proceso de concentración y centralización del capital. Pero que el capital se concentre y se centralice no significa que se constituya en monopolios. Al contrario: como cada vez son más los que hacen lo mismo, mayor es la competencia entre esas grandísimas empresas. Son cada vez menos, pero cada vez es más feroz la guerra total entre todas ellas. La batalla no puede terminar porque los cambios son continuos, los productos nacen nuevos o mueren de viejos, los sectores productivos se transforman, la competencia se hace transversal, la integración vertical y horizontal se amplía, las barreras geográficas desaparecen… La competencia cambia pero cambia para reforzarse y aumentar no para desaparecer.
Sin embargo, veremos en la sección siguiente que la mayoría de los marxistas defiende otra cosa.
III. El monopolio según los marxistas
La cuestión del monopolio ha ocupado durante milenios a los pensadores de muchos tipos diferentes de sociedades, pero sólo nos interesa aquí la época posterior a la Revolución Industrial, cuando el monopolio se convierte en una excepción. En el terreno del monopolio las ideas de los clásicos son bastante simples. Smith abunda en la visión popular (desde Aristóteles y los escolásticos) que identifica monopolio con “casi todo lo que desagrada en las prácticas capitalistas” (Schumpeter, 1954, p. 196)v. Para él los monopolios de la época mercantilista, todavía presentes en el comercio colonial, son, por una parte, “enemigos de una buena gestión, pues ésta sólo puede lograrse en un país por medio de la competencia libre y general”, y sólo consiguen, como “los reglamentos y estatutos del sistema mercantil”, desajustar y desordenar la “distribución natural del capital en la sociedad” (1776, pp. 143, 560–1). Pero de la Riqueza de las naciones, como también de la obra de Ricardo vi, se desprende que en el capitalismo el monopolio es la excepción y no la norma.
En cuanto a Marx, ya
en sus “Apuntes y extractos sobre la obra de Ricardo” quedaba claro que el monopolio es típico de la economía precapitalista:
“En los comienzos de la industria, cuando la mayor parte de las veces la demanda corresponde a la oferta, cuando la competencia era limitada y, por lo tanto, existían precios de monopolios en todas las industrias, la sustracción de riqueza a la propiedad de la tierra por parte del capital industrial es constante (también en naciones divididas) y, por lo tanto, el enriquecimiento por un lado corresponde con el empobrecimiento por el otro y, en consecuencia, la lucha entre el precio de mercado y el precio real no conduce a los mismos fenómenos y no tiene lugar en la misma medida que en la sociedad moderna. El excedente del precio de mercado sobre el precio real era aquí constante” (recogido en Marx, 1857–58, vol. II, p. 330; énfasis añadido).
Sin embargo, es conocido el pasaje en el que, comentando las ideas de Proudhon (1846) sobre la competencia y el monopolio –cuya base es la noción de que el monopolio es el “resultado fatal” y la “oposición natural” de la competencia–, escribe que “todo el mundo sabe que el monopolio moderno es engendrado por la competencia”. Algunos interpretan esto como una prefiguración de la célebre idea de Lenin. Ahora bien, Marx señala un segundo elemento que no debe pasarse por alto:
“El señor Proudhon no habla más que del monopolio moderno engendrado por la competencia. Pero todos sabemos que la competencia ha sido engendrada por el monopolio feudal. Así pues, primitivamente la competencia ha sido lo contrario del monopolio, y no el monopolio lo contrario de la competencia. Por tanto, el monopolio moderno no es una simple antítesis, sino que, por el contrario, es la verdadera síntesis.
Tesis: El monopolio feudal anterior a la competencia.
Antítesis: La competencia.
Síntesis: El monopolio moderno, que es la negación del monopolio feudal por cuanto presupone el régimen de la competencia, y la negación de la competencia por cuanto es monopolio.” (Marx, 1847, pp. 124–125; énfasis añadido).
Y para aclarar su posición, Marx añade que el “burgués Rossi” ha comprendido la cuestión mejor que el socialista Proudhon, ya que éste sólo concibe el monopolio “en estado tosco, simplista, contradictorio, espasmódico”, mientras que Rossi al menos “establece la distinción entre monopolios artificiales y monopolios naturales”: los monopolios “feudales”, dice, “son artificiales, es decir, arbitrarios; los monopolios burgueses son naturales, es decir, racionales” (ibid., p. 125). Finalmente Marx concluye:
“En la vida práctica encontramos no solamente la competencia, el monopolio y el antagonismo entre la una y el otro, sino también su síntesis, que no es una fórmula, sino un movimiento. El monopolio engendra la competencia, la competencia engendra el monopolio. Los monopolistas compiten entre sí, los competidores pasan a ser monopolistas. Si los monopolistas restringen la competencia entre ellos por medio de asociaciones parciales, se acentúa la competencia entre los obreros; y cuanto más crece la masa de proletarios con respecto a los monopolistas de una nación, más desenfrenada es la competencia entre los monopolistas de diferentes naciones. La síntesis consiste en que el monopolio no puede mantenerse sino librando continuamente la lucha de la competencia” (ibidem; énfasis añadido).
Vemos, pues, que la idea central es clara. Para Marx, “la síntesis consiste en que el monopolio no puede mantenerse sino librando continuamente la lucha de la competencia”. Pero no así para la mayoría de los marxistas, desde Engels a Hilferding y Lenin. Ya Engels apuntaba en una dirección bien distinta cuando, al editar el tercer volumen de El Capital (1894), introduce en el capítulo que dedica Marx al “papel del crédito en la producción capitalista” los siguientes comentarios:
“Desde que Marx escribiera lo anterior, se han desarrollado, como es sabido, nuevas formas de la actividad industrial que constituyen la segunda y tercera potencias de la sociedad por acciones [...] Las consecuencias son una sobreproducción general crónica, una depresión de precios, un descenso de las ganancias y hasta su total eliminación; en suma, que la libertad de competencia, tan ensalzada desde antiguo, ya agotó sus argumentos y debe anunciar ella misma su manifiesta y escandalosa bancarrota. Y lo hace por el procedimiento de que en todos los países, los grandes industriales de un ramo determinado se juntan en un cártel destinado a regular la producción [...] En algunos casos aislados hasta llegaron a formarse, por momentos, cárteles internacionales [...] Entonces se llegó a concentrar la producción total de un ramo determinado de la actividad [...] en una sola gran sociedad por acciones, de dirección unitaria [...] El United Alkali Trust, que ha puesto toda la producción británica de álcali en manos de una única firma comercial [...] De este modo, en este ramo, que constituye el fundamento de toda la industria química, se ha sustituido en Inglaterra la competencia por el monopolio, adelantando en el sentido más satisfactorio posible los trabajos tendientes a una futura expropiación por parte de la sociedad global, por parte de la nación” (en Marx, 1894, pp. 564–565; énfasis añadido).
No se trata sólo de una divergencia clarísima entre las respectivas posiciones de Marx y de Engels, sino del germen de las posiciones futuras de Hilferding, Lenin o Sweezy (véase Guerrero, 2004, para un análisis detallado de la posición de Sweezy), y que nada tienen que ver con la concepción de Marx sobre la competencia vii. Hilferding dedica la tercera parte de su libro a la cuestión de “El capital financiero y la limitación de la libre competencia”, pero ya desde la introducción se pronuncia claramente:
“Las páginas siguientes son el intento de comprender científicamente las manifestaciones económicas de la evolución más reciente del capitalismo (...) la característica del capitalismo ‘moderno’ la constituyen aquellos procesos de concentración que se manifiestan, por una parte, en la ‘abolición de la libre competencia’ mediante la formación de cárteles y trusts, y, por otra, en una relación cada vez más estrecha entre el capital bancario y el industrial. Esta relación, precisamente, es la causa de que el capital, como más adelante se expondrá, tome la forma de capital financiero, que constituye su manifestación más abstracta y suprema” (Hilferding, 1910, p. 3).
Su argumento principal, para la idea de la “novedosa” situación de su época en relación con la de Marx, es el mismo de autores tan dispares como Engels y Bernstein viii, y luego Lenin o Sweezy: el simple “¡Tempora mutantur!” [Los tiempos cambian] que cita en la p. 241. Hilferding empieza así la larga tradición que hasta hoy distingue entre un capitalismo decimonónico, supuestamente “de libre competencia”, y un nuevo capitalismo del siglo XX, “dominado por los monopolios”.
En el capítulo 14 –“Los monopolios capitalistas y los Bancos: Transformación del capital en capital financiero”– da por supuesto lo que debería haber intentado demostrar y no sólo afirma que “el capital financiero se desarrolla con el auge de la sociedad por acciones”, sino también que “alcanza su apogeo con la monopolización de la industria”, que no es sino la idea de Engels ya consolidada por el tiempo transcurrido desde la muerte de Marx. Hilferding hace una interpretación particular ix de las relaciones entre el capital industrial y bancario –luego criticada por Lenin y Sweezy x–, y remata el capítulo diciendo que “el hegeliano podría hablar de la negación de la negación”, pues “el capital bancario fue la negación del capital usurero y es negado a su vez por el capital financiero” (ibid., p. 249).
Pero es en el capítulo XV (“La determinación de precios de los monopolios capitalistas. Tendencia histórica del capital financiero”) donde se contiene lo esencial,empezando por distinguir dos etapas: la de las “uniones parciales” –en la cual “estas uniones tienen la tendencia a actuar en forma que desciendan los precios”–, y luego la de las “uniones monopolistas, los cartels y trusts”, cuyo objetivo es “el aumento de la tasa de beneficios”, objetivo que consiguen “en primer lugar, elevando los precios, cuando están en situación de eliminar la competencia” (p. 250):
“Cuando las asociaciones monopolistas eliminan la competencia eliminan con ella el único medio con que pueden realizar una ley objetiva de precios. El precio deja de ser una magnitud determinada objetivamente; se convierte en un problema de cálculo para los que lo determinan voluntaria y conscientemente; en lugar de un resultado se convierte en un supuesto; en vez de algo objetivo pasa a ser algo subjetivo; en lugar de algo innecesario e independiente de la voluntad y la conciencia de los participantes se convierte en una cosa arbitraria y casual.” (p. 251).
No extraña pues que se muestre consciente de lo lejos que ha llevado su apuesta contra la teoría del valor de Marx, hasta el punto de que “la realización de la teoría marxista de la concentración, la asociación monopolista, parece convertirse así en la eliminación de la teoría marxista del valor” (ibidem xi). En realidad, no es sólo que lo “parezca” sino que se encarga él mismo de explicar de qué forma se fijan ahora los “precios de cártel”:
“Por consiguiente, el precio de cartel tiene que ser teóricamente igual al precio de producción [sin duda se refiere al coste medio de producción] más la tasa media de beneficios. La cual, a su vez, ha cambiado. Es diferente para la gran industria cartelizada y para los sectores de la pequeña industria (...) Sin embargo, esta misma determinación de precios no es más que provisional, como el mismo cartel aislado o parcial. La cartelización significa un cambio en la tasa media de beneficios. La tasa de beneficios sube en las industrias cartelizadas y baja en las que no lo están. Esta diversidad conduce a la combinación y a más cartelización (...) El precio de cartel aumentará sobre el precio de producción de las industrias cartelizadas en la cantidad en que ha bajado su precio de producción en las no cartelizadas. En tanto existan sociedades por acciones en las industrias no cartelizadas, el precio no puede descender por debajo de pc + i, precio de coste más interés, porque entonces no sería posible ninguna inversión de capital. Por consiguiente el aumento del precio de cartel encuentra su límite en la posibilidad de la reducción de la tasa de beneficio sen las industrias no aptas para el cartel” (Hilferding, 1910, p. 254).
Lo que Hilferding defiende es que el precio del cártel será tan alto como puedan fijarlo los monopolios dentro de un doble límite: “El aumento de precios tiene que dejar, en primer lugar, a las industrias no cartelizadas una tasa de beneficios que les permita la continuidad de la producción. Pero, en segundo lugar, no puede reducir en exceso el consumo” (ibid., p. 256). Por tanto, la tendencia a la formación del cartel general pasa por varios pasos. En primer lugar, lo anterior obstaculiza el desarrollo del sector competitivo (no cartelizado) y a la vez “agudiza la competencia” en su interior y “con ella, la tendencia a la concentración, hasta que estas industrias son aptas finalmente para el cartel o están en condiciones de ser anexionadas a una industria ya cartelizada” (ibidem). Luego, la “expansión de la producción” se lleva a cabo mediante una “técnica perfeccionada” que no favorece a los consumidores porque no sirve para bajar los precios (a diferencia de lo que ocurría en el análisis de Marx), sino que “los precios permanecerían los mismos, los costes de producción habrían descendido y el beneficio aumentado” (p. 257). Por tanto, tenemos “beneficios extraordinarios muy grandes” y al mismo tiempo “un retardo de la inversión de capital” –porque en el sector cartelizado se “limita” la producción, mientras que en el otro sector la reducción de la tasa de ganancia “atemoriza a los inversores”– y, por último, “esta contradicción exige su solución, y la encuentra en la exportación de capital” (ibid., pp. 257–8) xii.
Por su parte, Lenin, en la misma vena “cronológica” que Engels, Bernstein y Hilferding, escribe también sin verse obligado a demostrar nada, pues para él concentración y monopolio son una misma cosa:
“Hace medio siglo, cuando Marx escribió El Capital, la libre competencia era para la mayor parte de los economistas una ‘ley natural’ (...) Ahora el monopolio es un hecho (...) Los hechos demuestran (...) que la aparición del monopolio (...) es una ley general y fundamental de la presente fase de desarrollo del capitalismo” (Lenin, 1917, pp. 386–7).
Lenin se remite, pues, a los hechos. Para él “el monopolio” es un hecho tan indudable como la “concentración”: “El colosal incremento de la industria y el incremento rapidísimo de concentración de la producción en empresas cada vez más grandes son una de las peculiaridades más características del capitalismo” (ibid., p. 382). De que aumenta la concentración industrial no cabe, desde luego, ninguna duda xiii. Pero todos sus datos se refieren sólo a la concentración y centralización del capital. Sin embargo, para “demostrar” el monopolio, lo único que encontramos es un pobre argumento pseudo–hegeliano de la transformación (a voluntad) de la cantidad en calidad xiv.
Aparte de eso, Lenin comienza inmediatamente a citar a Hilferding en apoyo de sus tesis –aunque no le ahorra otras críticas políticas–, aunque también a J. A. Hobson, cuyo trabajo sobre el imperialismo califica de “la obra inglesa más importante sobre el imperialismo” (p. 372), señalando que el “marxista” Hilferding ha supuesto “un paso atrás en comparación con el no marxista Hobson” (p. 470). Desde luego, la valiosa aportación de Hobson no tiene nada que ver con el simplismo de Hilferding y Lenin; en muchos puntos sigue los lineamientos de Marx, incluida la negación explícita de la interpretación de Hilferding, Lenin y demás teóricos del monopolio –aunque no los nombre expresamente– como una etapa posterior al capitalismo competitivo. Lenin usa y abusa del argumento de autoridad, y se remite a bastantes autores que ya habían hablado, en años anteriores, de esta tendencia xv. Pero es muy significativo que escriba que “los economistas publican montañas de libros en los cuales describen las distintas manifestaciones del monopolio y siguen declarando a coro que ‘el marxismo ha sido refutado’” (ibid., p. 387): ¡Así demuestra que para los economistas estaba clara la relación inversa, y no directa, entre monopolio y teoría de Marx!
Es claro que Lenin es el más “vulgar” xvi de todos los defensores del monopolio considerados. Su exposición se limita a enunciar una y otra vez, la misma idea –“la aparición del monopolio (...) es una ley general y fundamental de la presente fase de desarrollo del capitalismo”–; y, como fundamento de esta argumentación, tan sólo se refiere a “apariencias” fácticas (contra las que Marx se manifestó durante toda su vida) o demanda la simpatía política en el lector (como cuando se queja de la “conspiración de silencio” burguesa contra El capital) (p. 387). Y la vulgarización repetida xvii de la idea en todas sus variantes –como en la distinción entre capitalismo “viejo” y “nuevo”– llega hasta precisar que “el nuevo capitalismo vino a sustituir definitivamente xviii al viejo a principios del siglo XX” (pp. 387, 407) o, más exactamente, en 1897 ó 1900 (p. 415) xix.
Ni siquiera duda en utilizar argumentos tan dudosos como los que usara antes que él el célebre socialista Eugen Dühring, duramente criticado por Marx y Engels por ese motivo xx. Escribe Lenin:
“Las relaciones de dominación y la violencia ligada a dicha dominación: he ahí lo típico en la ‘fase contemporánea de desarrollo del capitalismo’, he ahí lo que inevitablemente tenía que derivarse y se ha derivado de la constitución de los todopoderosos monopolios económicos” (ibid., p. 395).
Porque, en efecto, a Lenin parece no importarle el argumento de Marx, de que no son los agentes lo que cuenta para la comprensión del funcionamiento del sistema, sino las estructuras xxi. Y tampoco duda –como también hacía Hilferding y denuncia en cambio Hobson– en utilizar argumentos puramente contingentes desde el punto de vista histórico. Por ejemplo, se remite a hechos que han demostrado luego su falsedad claramente xxii, o que presenta como novedades, pero que ya fueron analizados por Marx en El capital xxiii. Incluso se refiere a hechos que se encuentran más fácilmente en la fase “competitiva” que en la “monopolista” xxiv, o incluso contradicen su argumento por mucho que intente presentarlos de otra manera xxv. Digamos para acabar que al escribir:
“El ‘capital financiero no quiere la libertad, sino la dominación’, dice con razón Hilferding” (ibid., p. 455), se suma a este en conceder tácitamente el argumento liberal del contrincante, que, con un poco de astucia, podría replicarle: “¿Entonces, el viejo capitalismo sí quería la libertad, y no la dominación, en contra de lo que decía Marx?” ¿Qué resumen hacer, pues? ¿Qué puede querer decir toda la aportación de Lenin en este campo sino que en su opinión (aun sin expresarlo de forma explícita) la ley del valor ya no rige en las nuevas condiciones? Que juzgue el lector si la teoría de la competencia de Marx tiene o no validez para el presente del siglo XXI (sección IV).
IV. La competencia según Marx
Para Marx, la competencia es, “como también en el reino animal, bellum omnium contra omnes [guerra de todos contra todos]” (1867, p. 434), una guerra en la que “cada capital se esfuerza por captar la mayor parte posible del mercado, por suplantar a sus competidores y excluirlos del mercado: competencia de capitales” (1861-3, vol. 2, p. 416). Esta concepción bélica de la “competencia de capitales”, esta rivalidad a toda costa, está totalmente ausente en la teoría de la competencia perfecta, y únicamente exige para ser un hecho la libre competencia, o libre movimiento de los capitales. No se requiere, pues, la neoclásica competencia “perfecta”, sino que supone simplemente que ningún monopolio o barrera de otra clase impide a cada dueño de un capital mover libremente sus fondos en busca de la máxima rentabilidad, ya sea de un sector a otro, o bien dentro de un mismo sector, invirtiendo en los métodos de producción más adecuados en cada caso.
Según esta concepción –que encontramos de forma parecida en los clásicos xxvi y en Schumpeter– xxvii, lo que cuenta en esta batalla es la obtención de los menores costes posibles, y eso no depende de la “escala” de la empresa. No se trata de que el óptimo de explotación de la escala óptima de la empresa esté situado más o menos lejos del origen.
Se trata de que el nivel de costes que determina la técnica usada sea más o menos alto.
La empresa que introduzca antes una nueva tecnología o que use mejor una ya existente tendrá una ventaja de costes decisiva en la lucha competitiva. Esa ventaja de costes, que es por tanto una “ventaja absoluta”, seguirá siendo lo mismo si del terreno de la teoría de la empresa pasamos al del comercio internacional, que aparece entonces como simple extensión de la primera teoría xxviii (Guerrero, 1995).
Según esta última, los países que no disponen de otras ventajas absolutas que la que dan los recursos naturales (minerales, vegetales o animales) lo tienen muy complicado para sobrevivir en un contexto competitivo cada vez más globalizado, ya que la producción del sector primario, y consecuentemente el comercio internacional de esos productos, es una parte muy reducida del total. Cada vez representan un porcentaje superior los intercambios de los productos industriales y servicios más sofisticados, y en este terreno lo decisivo son los resultados de la investigación científica y técnica, su concreción en equipos productivos y máquinas-herramientas y de procesamiento de la información, en infraestructuras, universidades y sistemas de ciencia y tecnología. Si todo funciona en un régimen de propiedad privada y se regula por las leyes del mercado, nadie va a querer comunicar y/o traspasar gratuitamente los resultados de esas actividades punteras y la ventaja obtenida en la carrera por dejar atrás a los rivales.
Sólo cuando el orden mundial se base en relaciones reales y principios y valores efectivamente distintos será posible la igualación progresiva de las condiciones de ciencia, técnica, educación y producción entre los diversos países del planeta. Mientras tanto, las empresas que necesitan menos trabajo total para reproducir una unidad de producto impondrán el orden en su propio beneficio porque saben que, en este sistema, lo harán los competidores si no lo hacen ellas. Nadie quiere ni –lo que es más importante– puede ser el primero si no se cambian las reglas del juego.
Si esto es así, la realidad tiene que reflejarlo. Y es lo que en efecto ocurre. Cuando uno compara los diversos países entre sí ve que la brecha que separa a los pobres de los ricos no se cierra sino al contrario, se hace cada vez más grande (Guerrero, 2003b). Pero adviértase bien: no crece porque haya monopolios sino porque la competencia se basa en unas leyes que condenan a estos países a distanciarse hacia atrás por el solo hecho de haber empezado históricamente más atrás y más tarde xxix.
Si reflexionamos ahora al nivel más abstracto sobre la competencia universal entre quienes practican o dependen de la venta de mercancías, y la distribución de la renta que les corresponde, hay que analizar ambas conjuntamente en el marco del modo de producción que les es propio: el capitalismo. El modo de distribución del producto social es una consecuencia del modo de producción existente, y cuando el modo dominante de producción es el capitalista el rasgo fundamental es la dependencia universal de los procesos sociales (empezando por los laborales) respecto a la forma específica en que se lleva a cabo la producción en esta sociedad: socialmente fragmentada, privatizada, y sin posibilidad de cooperación sistemática alguna más allá de cada unidad productiva individual.
La fragmentación de la producción social en unidades privadas, no sólo independientes sino rivales, llega a su máxima expresión cuando la fuerza de trabajo se ha mercantilizado por completo convirtiéndose en asalariada, de forma que no sólo los capitalistas se comportan como mercaderes, sino que también los trabajadores, que dependen de la venta de su fuerza de trabajo mercantil, y también el Estado, que recauda sus ingresos a partir de un sector productivo convertido en un aparato productor de mercancías como simple medio de obtener dinero, no tienen más remedio que practicar la misma conducta mercantil. Por consiguiente, donde la rivalidad y la competencia se convierten en el statu quo del sistema, todos los agentes (trabajadores, capitalistas, Estado) se comportan como mercaderes y se ven sometidos a las reglas de la batalla competitiva. El estudio de estas reglas en su aspecto esencial constituye el núcleo de la teoría de la competencia basada en la teoría laboral del valor (TLV) de Marx, que tiene que ver tanto con la distribución capitalista de los medios de producción como con su plasmación en el terreno de la distribución del valor nuevo creado: entre capital variable y plusvalor, primero, pero también en el interior del plusvalor que debe repartirse entre sus diversos copartícipes. La propia lucha de clases, aunque vaya más allá de eso, tienen una dimensión competitiva xxx y la tendencia a la depauperación relativa de los obreros es un hecho bien documentado, pero aquí nos limitaremos a analizar la competencia y la distribución de la ganancia, empezando por el interior del capital productivo.
El trabajo total realizado por el “trabajador colectivo” de cada empresa produce una cantidad de valor que supera el que necesita la sociedad para reproducir su capacidad laboral (el valor de sus medios de subsistencia o de consumo habituales), y la expresión monetaria del plustrabajo global del que se apodera la clase capitalista en todas sus empresas es su plusvalor o beneficio global. La parte central de la teoría de la competencia tiene que ver con el reparto de esa masa y estudia en primer lugar las discrepancias entre los volúmenes “individuales” de plusvalor generado y percibido por cada una de las unidades productivas rivales que conforman el sector productivo, con abstracción de la existencia de impuestos, monopolios y bienes apropiables pero no libremente reproducibles por la industria (por ejemplo, la tierra). En ese contexto, la competencia es un proceso que es útil separar analíticamente en dos momentos lógicos distintos –la competencia intrasectorial y la competencia intersectorial– que, aunque tienen lugar simultáneamente en la práctica, pueden analizarse aquí sucesivamente.
1) La “competencia intrasectorial” tiene lugar entre las empresas de un mismo sector, que producen el mismo tipo de mercancía o producto homogéneo. La diversidad técnica que existe en cada rama de la industria hace que los costes de producción por unidad de producto xxxi sean muy distintos en cada una, pero la competencia de todas ellas por hacerse con la mayor cuota de mercado posible las obliga a aceptar un precio (tendencialmente) común. Esto significa que, con costes diferentes y precios casi iguales, el resultado necesario será una tendencia a la dispersión de las rentabilidades individuales dentro del sector xxxii.
2) En cuanto a la “competencia intersectorial”, tiene efectos sobre las empresas pertenecientes a distintos sectores o ramas. Como escribe Marx (1894), cuando se tiene en cuenta la circulación de las mercancías no como simples mercancías, sino como “productos de capitales” o mercancías “capitalistas” (Rubin, 1928), la competencia se manifiesta además en que el capital invertido en cada sector se remunera en proporción al capital total invertido (constante más variable), obteniendo por tanto una tasa de ganancia tendencialmente igual con independencia de su composición de capital especifica (su división entre ambos componentes del capital) xxxiii.
Queda pues claro que ambas facetas de la competencia producen modificaciones cuantitativas en las magnitudes del valor de las mercancías individuales y en los beneficios percibidos por los capitalistas individuales, lo cual ocurre aunque la suma de los valores totales por una parte, y de los beneficios totales por otra, no se vean alteradas por esa doble redistribución. Pero es preciso añadir dos consideraciones adicionales. En primer lugar, Marx consideraba una importante aportación de Smith su tratamiento de la igualación tendencial de las rentabilidades sectoriales –y en ese sentido su “precio de producción” no es sino otro nombre del “precio natural” de Smith–, pero rechazó las conclusiones normativas que de la idea de la “mano invisible” pretenden sacar los apologistas del sistema capitalista xxxiv. En segundo lugar, aunque los “precios de producción” son los centros de gravedad que regulan los precios efectivos en “libre competencia”, nada impide que el monopolio o los “precios regulados” públicos puedan alterar, dentro de los límites de la “ley del valor”, los precios efectivos e influir en sus oscilaciones en torno a sus niveles reguladores.
Si miramos ahora al exterior del sector productivo, vemos que el Estado, el sector de la “circulación” y la “renta” de la tierra (y otros recursos naturales) exigen la redistribución de parte del plusvalor total. El Estado –dejando de lado las empresas públicas que, a estos efectos, deben tratarse como las privadas– presta sus “servicios públicos” sin que medie una transacción mercantil ni se forme ningún precio. Esto hace necesario que para financiar sus gastos (tanto para actividades sociales “útiles” o neutras, como la sanidad o la educación, como para las de más evidente “naturaleza de clase”, en defensa de la propiedad privada) absorba una parte de la ganancia generada en el sector productivo de la economía.
En cuanto a la “circulación”, la masa íntegra de valor mercantil únicamente se crea en la esfera de la producción, mientras que la primera sólo puede cambiar de lugar una parte de la misma pero sin afectar ni modificar la cuantía global. La distinción es esencial porque todo el análisis de la explotación debe hacerse, si se parte de la teoría laboral del valor, desde el supuesto del “intercambio de equivalentes”. Y eso significa que en el proceso global de la producción capitalista, D-M...P...M’-D’, sólo en P puede crearse valor y plusvalor (y, por tanto, ganancia), mientras que en los dos procesos de circulación (la compra de los insumos productivos, tanto medios de producción como fuerza de trabajo, representados en D-M, como la venta de las mercancías obtenidas en el proceso de producción, que tiene lugar en M’–D’) sólo se trasmite la propiedad del vendedor al comprador, sin modificar por ello el valor de lo intercambiado xxxv. Por último, la cuestión de la “renta de la tierra” (y de otros recursos no reproducibles) requiere un tratamiento especial dentro de la teoría del valor, de la competencia y de la distribución (Bina, 1985). Los recursos productivos apropiados privadamente que sólo son industrialmente reproducibles de forma limitada permiten a sus propietarios participar en la distribución del plusvalor generado en el sector productivo simplemente porque estos “pueden” exigir esa participación en el plusvalor total, tanto mayor cuanto mayor sea la presión de la demanda sobre la oferta rígidamente limitada de esos recursos. Marx critica a Ricardo por analizar sólo la renta diferencial, sin percibir que de la “absoluta” se apropia cualquier terrateniente siempre que la demanda de la mercancía producida con la participación de su tierra se derive otra que eleve el precio de esta por encima de cero. Esta renta absoluta deriva de la simple existencia del “monopolio de la propiedad de la tierra”, y supone una “barrera” a la libre circulación del capital que “persiste inclusive allí donde la renta desaparece en cuanto renta diferencial”. Por el contrario, la “renta diferencial” beneficia especialmente a los propietarios de las tierras (y recursos) colocadas en mejor situación relativa, ya sea por su mayor calidad, cercanía o facilidad de explotación (véase Guerrero, 2003).
Por consiguiente, en el caso de la tierra y demás recursos no reproducibles, son las condiciones de las unidades productivas menos eficientes las que regulan el precio de los productos en que ellos entran como insumo, a diferencia de lo que ocurre con los “capitales reguladores” de los sectores industriales normales. Se trata de la excepción agrícola y minera, pero en la industria la regla es otra: en los sectores maduros los capitales reguladores son los que disfrutan de condiciones técnicas medias en el sector; mientras que en los sectores de tecnología más avanzada son las unidades productivas más eficientes las que fijan los precios normales reguladores. En ambos casos, se aplica lo dicho sobre la competencia intra e intersectorial que caracteriza al sector productivo.
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i Según el enfoque tradicional, la empresa monopolista produce una cantidad inferior, y lo hace a un precio superior, que en competencia perfecta. Pero según el enfoque dinámico de la competencia, esto no es necesariamente así: si la empresa monopolista no tiene los mismos costes que la de competencia perfecta –y no hay razón alguna para que sean idénticos–, la situación puede ser la contraria, con lo que se derrumbaría de un golpe la enorme cantidad de literatura sobre los efectos perniciosos del monopolio en términos de Economía del bienestar.
ii En una larga entrevista publicada dos meses después del 11–S en el diario El País (domingo, 11 de noviembre de 2001, pp. 10–11 del Suplemento Negocios), Milton Friedman mostraba claramente la concepción liberal del monopolio, junto a las diferencias que, en torno a la cuestión más general de la intervención del Estado en la economía, existe entre el (ultra)liberalismo dogmático que él representa y el (ultra)liberalismo pragmático del líder de su partido, el Presidente de Estados Unidos, George W. Bush.
La coherencia liberal de Friedman lo llevaba a declarar que “la guerra no debe ser un pretexto para la intervención del Estado”, y por eso criticaba que Bush hubiera ayudado con fondos públicos a las compañías de aviación y de seguros tras el 11-S. Pero asimismo, ante la pregunta de la periodista –“Su desconfianza hacia los políticos es grande, pero ¿no desconfía de las grandes empresas?”–, responde:
“¡Por supuesto que sí! Los empresarios son los enemigos de una sociedad libre, toda empresa supone un gran peligro para los Gobiernos. Al fin y el cabo se sirven de los Gobiernos para sus propios fines (...) Por esa razón también estoy a favor de que el Gobierno sea más débil, más reducido, con objeto de reducir el poder de las grandes empresas.”
iii ¿Cómo se explica esta coincidencia entre un liberal procapitalista tan importante y esos autor marxistas anticapitalistas tan relevantes? Sin duda por razones políticas de varios tipos. Por una parte, todos ellos, a diferencia de lo que le sucedió a Marx, se dejaron atraer (unos más, otros menos) hacia el centro de la órbita teórica del liberalismo. Ninguno vio, como Marx, que el problema ya estaba en la pequeña empresa individual, y aun en la propia mercancía y la contradicción que ésta encierra entre su valor de uso y su valor. En vez de eso, estos marxistas pensaban que el problema es que la gran empresa contradice la libertad de la pequeña empresa y su libre competencia. Se entiende bien que los liberales sean contrarios al monopolio. La razón es simple: al criticar lo que presentan como una deformación e hipertrofia de los rasgos “buenos” del sistema, en el fondo están argumentando implícitamente a favor del sistema competitivo (al que se opone la actuación de los monopolios, en su opinión). En cuanto a los marxistas “antimonopolistas”, su error teórico parece residir en otro error de cálculo político: el de insistir en la consigna de “Todos contra los monopolistas: unámonos los asalariados y las clases medias en su contra, incluidos los pequeños empresarios”. Marx, por el contrario, prefería pensar que más valía una oposición cualitativamente consistente y consciente, aunque en principio fuera minoritaria, que una oposición cuantitativamente numerosa pero completamente heterogénea y ecléctica.
iv De acuerdo con la teoría laboral del valor, por más que sean muchos los factores productivos de riqueza, sólo hay un factor que produce valor: el trabajo. Y es el trabajo lo que crea el beneficio y por tanto las posibilidades de invertir para hacer crecer a la empresa y sobre todo para hacer avanzar sus técnicas productivas y sus equipos. El régimen económico actual, basado en la propiedad privada de los medios de producción, hace posible que el consumo íntegro de los trabajadores se pueda reproducir con sólo una fracción de todo el trabajo que llevan a cabo esos mismos trabajadores, y todo el poder económico y de todo tipo ligado a la propiedad privada hace posible que sean los propietarios los que se apropien de ese plustrabajo y por tanto también de sus resultados. La propiedad privada permite que unos trabajen demasiado como condición necesaria para que otros trabajen demasiado poco. Pero como ya ocurrió con los terratenientes, a los capitalistas les sucederá otro tanto: los trabajadores terminarán por entender claramente que entre todos ellos, desde lo más bajo a lo más alto de la jerarquía de la empresa, pueden producirlo todo, sin que haga falta para ello intervención alguna de la propiedad. No se requiere a los capitalistas para nada, sólo sus medios de producción que han comprado con el trabajo pasado de los trabajadores que no pagaron.
v Schumpeter se refiere al “teorema” de Smith, según el cual “el precio de monopolio es, en todo momento, el más alto que se puede obtener”, mientras que “el precio natural o de libre competencia es el más bajo que se puede conseguir, no en todas las ocasiones, pero sí en un periodo considerable de tiempo” (Smith, 1776, p. 60). Pero agrega que Smith “no parece haberse dado cuenta de las dificultades que presenta una prueba satisfactoria” de este “importante” teorema (Schumpeter, 1954, p. 231).
vi Ricardo coincide con Smith en que “cuando un artículo tiene un precio de monopolio” éste será el “precio más elevado al cual los consumidores están dispuestos a pagarlo”, pero “esto ocurre solamente cuando no existe manera posible de aumentar su cantidad”; es decir, el precio de monopolio no corresponde a los “productos del trabajo usual”, sino a artículos muy contados, como “los vinos especiales, que se producen en cantidad muy limitada”, o “las obras de arte que, por su excelencia o rareza, han adquirido un valor de fantasía” (1817, p. 253). Expresada en términos de la moderna teoría de la oferta y la demanda, esto equivale a una curva de oferta rígida (vertical), cuando es únicamente la demanda la que decide el precio de equilibrio a corto plazo.
vii No se trata de que estos autores no sean marxistas, sino de que su “teoría” de la competencia no es la de Marx sino una toma de posición o punto de vista más bien “vulgar” (en el preciso sentido en que Marx aplicaba esta palabra a los economistas).
viii El revisionista Bernstein criticó a Marx ya en 1899 porque las condiciones de entonces no eran las de la época del Manifiesto Comunista (Bottomore, 1987, p. 233), y la misma crítica se sigue repitiendo cada vez con más insistencia. Bernstein se concentró en las consecuencias de los cambios en la estructura de clases desde la época de Marx -anticipándose un siglo a lo que para algunos aún parece una novedad-, afirmando que “la polarización de clases anticipada por Marx no se estaba produciendo porque la concentración de capital en grandes empresas iba acompañada del desarrollo de nuevas empresas pequeñas y medianas, la extensión de la propiedad a círculos más amplios, el crecimiento del nivel general de vida, el aumento, y no la disminución, de la clase media, y la creciente complejidad y diferenciación, en vez de simplificación, de la estructura de la sociedad capitalista” (ibidem).
ix Afirma en concreto: “A medida que el capital mismo, en su grado superior, se convierte en capital financiero, el magnate del capital, el capitalista financiero, va reuniendo en sí la disposición de todo el capital nacional en forma de dominio del capital bancario. La unión personal también juega aquí un papel importante. Con la formación de cartels y trusts el capital financiero alcanza su mayor grado de poder, mientras que el capital comercial vive su degradación más profunda” (Hilferding, 1910, p. 248).
x Sweezy exime del error a Lenin (1942, pp. 286, 295-6) y aclara que prefiere usar “capital monopolista” en vez de “capital financiero”.
xi Sweezy (1942, pp. 297, 299) trata de aferrarse a la teoría laboral recurriendo al argumento de que la validez de los valores “es independiente de las proporciones de cambio particulares que estén establecidas en el mercado, sea bajo condiciones de competencia o de monopolio”, lo cual no deja de ser un artilugio poco convincente y totalmente incompatible con la posición de Marx, ya que lo que éste pretendía era precisamente explicar los precios relativos efectivos mediante las cantidades relativas de trabajo.
xii Esta cuestión de la relación entre el “capitalismo monopolista” y la desigualdad de las tasas sectoriales de ganancia es importante. La francesa R. Borrelly ha analizado cómo de esta idea, que también arranca de Hilferding, han surgido dos posiciones distintas que, sin embargo, abogan conjuntamente por la tesis de la desigualdad de rentabilidades sectoriales (Borrelly, 1975). La primera es la de Ernest Mandel, que distingue entre una tasa de beneficio del sector competitivo y otra del sector monopolístico (Mandel, 1962, vol. 2, cap. 12), idea sugerida ya por Steindl (1952) y que se encuentra también en el cubano Del Llano (1976). La segunda se corresponde con una posición extrema, representada por el francés Delilez (1971), que explica la desigualdad de las tasas de beneficio por el no funcionamiento, en el capitalismo monopolista, de la tendencia a la igualación. En cuanto a la estrecha relación entre la idea del cártel general de Hilferding y la que trasmitía Engels, léase lo siguiente: “Como resultado del proceso se daría entonces un ‘cartel’ general. Toda la producción capitalista es regulada por una instancia que determina el volumen de la producción en todas sus esferas. Entonces la estipulación de precios es puramente nominal y no significa más que la distribución del producto total entre los magnates del cartel, de un lado, y entre la masa de los demás miembros de la sociedad, de otro. De ahí que el precio no sea el resultado de una relación objetiva (...) El dinero no juega entonces ningún papel. Puede desaparecer por completo (...) Con la anarquía de la producción desaparece la apariencia objetiva, desaparece la objetividad valorativa de la mercancía, esto es, el dinero. El cartel distribuye el producto (...) De la nueva producción se distribuye una parte a la clase obrera y a los intelectuales, la otra recae sobre el cartel para el empleo que guste. Es la sociedad regulada conscientemente en forma antagónica. Pero este antagonismo es antagonismo de la distribución (...) La
tendencia a la creación de un cartel general y la tendencia a la formación de un banco central convergen (...) Así se extingue en el capital financiero el carácter específico del capital (...) Al mismo tiempo se presenta la propiedad (...) contrapuesta directamente a la enorme masa de los desposeídos (...) la organización de la economía social se soluciona cada vez mejor con el desarrollo del mismo capital financiero” (ibid., pp. 258–9).
xiii Como él mismo escribe, “los censos industriales modernos suministran los datos más completos y exactos sobre este proceso” (ibidem). Es más, Lenin mismo recoge parte de esta evidencia: “[En Alemania] ¡Menos de una centésima parte de las empresas tienen más de ¾ del total de la fuerza motriz de vapor y electricidad! (...) ¡Casi la mitad de la producción global de todas las empresas del país [en Estados Unidos] se encuentra en las manos de una centésima parte del total de empresas!” (pp. 382–3).
xiv Y en Lenin dicho argumento aparece en su forma más cruda, pues a continuación de la última cita mencionada siguen las siguientes palabras: “Y esas 3.000 empresas gigantescas abarcan a 258 ramas industriales. De ahí se infiere claramente que la concentración, al llegar a un grado determinado de su desarrollo, puede afirmarse que conduce por sí misma de lleno al monopolio, ya que a unas cuantas decenas de empresas gigantescas les resulta fácil ponerse de acuerdo entre sí y, por otra parte, la competencia, que se hace cada vez más difícil, o sea, la tendencia al monopolio, nacen precisamente de las grandes proporciones de las empresas. Esta transformación de la competencia en monopolio constituye uno de los fenómenos más importantes –por no decir el más importante– de la economía del capitalismo de los últimos tiempos (...)” (ibid, pp. 383–4; énfasis añadido; en el mismo sentido, la p. 458).
xv Por ejemplo, utiliza una cita de Hermann Levy, en su obra Monopolios, cárteles y trusts, como argumento suficiente para concluir que “en el país del librecambio, Inglaterra, la concentración conduce también al monopolio” (ibid., p. 386).
xvi Y no nos estamos refiriendo aquí a que el libro lo concibiera como un “esbozo popular” (según el título original) –no está de más recordar que también El capital lo escribió Marx como un producto específicamente dirigido a los trabajadores, al menos según su propósito–, sino a la ausencia de auténticos argumentos serios en esta obra de Lenin.
xvii Lenin repite una y otra vez el mensaje central: “la competencia se convierte en monopolio” (pp. 392, 407); “el monopolio es todo lo contrario de la libre competencia”; “el imperialismo es la fase monopolista del capitalismo”; “¡Y los monopolios han nacido ya precisamente de la libre competencia!” (pp. 458–9, 485). Esto también lo imita Sweezy, que distingue sin matices entre la situación característica “bajo la competencia” y “bajo el monopolio” (1942, p. 303).
xviii Este “definitivamente” es bastante literal, según Lenin, como se ve en uno de los puntos que usa en su crítica a la concepción del imperialismo de Kautsky, quien, en su opinión, defiende un “ideal reaccionario” que “arrastra objetivamente hacia atrás, del capitalismo monopolista al capitalismo no monopolista”, y esto le parece a Lenin “un engaño reformista” (ibid., p. 484).
xix Insiste también Lenin en las fronteras temporales entre una y otra fase, repitiendo fórmulas que parecen concebidas para cumplir una función puramente mnemotécnica en ayuda del lector: “1) Década del 60 y 70, punto culminante de desarrollo de la libre competencia (...); 2) Después de la crisis de 1873, largo periodo de desarrollo de los cárteles (...); 3) Auge de fines del siglo XIX y crisis de 1900 a 1903: (...) El capitalismo se ha transformado en imperialismo” (ibid., p. 389). Y, en general, parece dirigirse a un público totalmente entregado de antemano, como si supiera que cualquier cosa que escriba va a ser creída.
xx Frente a la “violencia”, simbolizada por el cuchillo que usa Robinson Crusoe para someter a Viernes, según Dühring, Engels responde con el argumento de que el cuchillo lo tendrá en general quien disponga de los recursos económicos necesarios para fabricar las mejores armas. Y descarta, por esa razón, que la violencia sea directamente una categoría económica. Por la misma razón descarta el “poder”. Y diríamos que, por eso mismo, Marx argumenta contra la corriente anarquista que considera que el poder político (el Estado) es el enemigo principal del proletariado (en vez de lo que él defiende: el capital). Lenin se vuelve a sumar al argumento de Dühring al escribir: “Pero nuestro concepto de la fuerza efectiva y de la significación de los monopolios actuales sería en extremo insuficiente, incompleto, reducido, si no tomáramos en consideración el papel de los bancos” (Engels, 1986, p. 397). Lenin insiste en su idea de no separar lo económico de lo político en su crítica a Kautsky (precisamente por hacer lo contrario): “¿Cómo debe calificarse la fase actual del capitalismo, de imperialismo o de fase del capital financiero? Llamadlo como queráis, eso da lo mismo. Lo esencial es que Kautsky separa la política del imperialismo de su economía (...)” (1917, p. 463).
xxi Para Lenin, los monopolistas parecen ser simplemente “omnipotentes” (p. 398). Y no hay nada como una teoría de esta naturaleza para hacer tambalearse, en el ánimo de muchos lectores, cualquier teoría objetiva que insista en el funcionamiento de leyes sistémicas, independientes de la voluntad de los protagonistas subjetivos de esta historia.
xxii Por ejemplo, según él, la Bolsa “pasa a la historia” y en su lugar “ha aparecido el nuevo capitalismo” (ibid., p. 408). O también, según él, no habría cambio técnico bajo el monopolio: “En la medida en que se fijan, aunque sea temporalmente, precios monopolistas, desaparecen hasta cierto punto las causas estimulantes del progreso técnico y, por consiguiente, de todo progreso, de todo avance (...)” (ibid., p. 470).
xxiii Por ejemplo, las primas que obtienen los financieros por las nuevas emisiones de acciones: ibid., p. 424; o la referencia que hace Sweezy, 1942, p. 285, a la Gründergewinn, o “ganancia del promotor” de Hilferding).
xxiv Por ejemplo, el “capital invertido en el extranjero” por Inglaterra, Francia y Alemania, creció más deprisa, en contra de la argumentación de Lenin, en el periodo 1862–1872, que en el mucho más largo de 1872–1914: datos de la tabla que recoge en la p. 432.
xxv Por ejemplo, en la p. 449 reconoce que “la competencia con que ahora tropieza Inglaterra en el mercado mundial por parte de Alemania, Norteamérica y Bélgica” ha venido a sustituir a su anterior monopolio industrial; y en la p. 468: “Donde el capitalismo crece con mayor rapidez es en las colonias y en los países de ultramar. Entre ellos aparecen nuevas potencias imperialistas (el Japón)”).
xxvi Esta idea ya fue sugerida por los clásicos. No hay que olvidar que las descripciones que hace Adam Smith de los procesos competitivos siempre sugieren la idea de una lucha, una carrera por llegar primero, en lógica correspondencia con el concepto popular de competencia: la competición que surge “siempre que dos o más partes luchan por algo que no todos pueden obtener” (Stigler, 1987, p. 531). Smith es muy claro al reservar el término de precio natural para el caso competitivo: “El precio de monopolio es, en todo momento, el más alto que se puede obtener. Por el contrario, el precio natural o de libre competencia es el más bajo que se puede conseguir (...)” (Smith, 1776, p. 60; énfasis añadido).
xxvii Schumpeter habla de una “situación de guerra constante entre las empresas en competencia”, de forma que “la competencia ‘benéfica’ del tipo clásico [el término “clásico”, como en Keynes, se refiere aquí a lo “neoclásico”] parece que ha de ser, fácilmente, reemplazada por una competencia ‘de rapiña’ o de ‘guerra a cuchillo’” (Schumpeter, 1942, p. 116). En estas condiciones, las “empresas son agresivas por
naturaleza y manejan el arma de la competencia con verdadera eficacia”, ya que “las condiciones en que se encuentran estos agresores son tales que, para alcanzar sus fines de ataque y de defensa, necesitan también otras armas distintas de los precios y la calidad de sus productos” (ibid., p. 127). El enfoque estático de la teoría neoclásica no podía satisfacer a este autor, para quien el cambio incesante en los productos y en los métodos productivos es la auténtica esencia del capitalismo competitivo. Precisamente,
Schumpeter estaba convencido de que eso que él llamó la destrucción creativa (el incesante proceso de sustitución de productos y métodos por otros nuevos, en definitiva) hacía de la competencia “perfecta” un concepto irrelevante tanto en el campo positivo como en el ámbito de la Economía del Bienestar y de la política económica. De hecho, pensaba que “la competencia perfecta se suspende y se ha suspendido siempre que se ha introducido alguna novedad –bien automáticamente o en virtud de medidas adoptadas
para este fin–, aun cuando en todo lo demás las condiciones siguiesen siendo de competencia perfecta” (p. 147). Véase Guerrero (1995) para cierta debilidades del planteamiento schumpeteriano.
xxviii Antes de que Ricardo insistiera en la “ventaja comparativa” como base del comercio internacional, Adam Smith había comprendido el significado de esta ventaja “absoluta”. Ricardo también la entendió pero creó confusión debido a la mezcla que hizo entre competencia internacional y teoría del dinero.
Cuando Marx puso en claro los errores de la teoría del dinero de Ricardo, restauró la idea de la ventaja absoluta y sentó las bases de la moderna teoría del comercio internacional que explica los resultados comerciales a escala planetaria como una función de los niveles absolutos de coste por parte de las empresas dominantes en la producción de cada tipo de mercancía (los llamados “capitales reguladores”: véase Shaikh*), y de la distribución geográfica entre países de esas empresas.
xxix Por supuesto, y al igual que ocurre en el terreno personal, la mayoría de los países mejoran en el tiempo, su producto nacional y su renta crecen, su capacidad de consumo se amplía y su poder adquisitivo se incrementa en términos absolutos. Pero mientras lo hagan por sus propios medios lo harán a un ritmo medio en general más lento que el ritmo al que serán capaces de crecer los países más desarrollados, con el resultado necesario de que la brecha antes mencionada se irá abriendo cada vez más y más.
xxx Sin embargo, los costes de reproducción de la fuerza de trabajo simple son el determinante básico del precio normal de ésta (el salario), y la necesidad de que esa reproducción se lleve a cabo sin merma para la continuidad del proceso de acumulación de capital asegura que el nivel de consumo “de subsistencia” (entendida en un sentido social, más que físico) siga siendo la norma en el marco de la economía capitalista contemporánea. Ello no significa que la subsistencia no sea predicable de todas las categorías del trabajo asalariado. Al contrario: que el umbral monetario para establecer una nueva empresa capitalista en condiciones de viabilidad competitiva crezca más rápidamente en el tiempo que el coste monetario de reproducción de la fuerza trabajo de cualificación social media es lo que explica que los flujos de antiguos pequeños capitalistas o trabajadores autónomos que se convierten en nuevos asalariados sean casi siempre más voluminosos que los flujos en sentido contrario. El resultado neto de este proceso es el crecimiento del grado de asalarización o proletarización de la fuerza de trabajo en las sociedades capitalistas realmente existentes (véase Guerrero, 2006).
xxxi Es fundamental no confundir el coste por unidad de insumo empleado con el coste por unidad de mercancía producida. Esto es importante porque la competencia intrasectorial tiene lugar frecuentemente en un marco mundial, ya que empresas que producen el mismo tipo de mercancía se enfrentan a un mercado cada vez más global. La competitividad de una empresa, como la de un sector o la de un país, se basa, en último término, en una ventaja de costes unitarios. Si el precio de una unidad de fuerza de trabajo empleada el sector S es más bajo en el país A que en el B (digamos, la mitad), pero la productividad de cada hora de trabajo en S es mucho mayor en B que en A (digamos, seis veces más), el resultado será un coste salarial por unidad de producto tres veces inferior en B (a pesar de que en ese país la tasa salarial es más elevada) que en A. Si ambos productores se enfrentan a un mismo precio aproximado, entonces las tasas de ganancia serán muy diferentes, y a menudo, paradójicamente, tanto más altas cuanto más elevados sean los salarios (ya que éstos reflejan, a escala amortiguada, las diferencias de productividad).
xxxii Los neoclásicos todavía consideran esencial la idea smithiana de la competencia intersectorial que define su concepto de la Mano invisible: el capital tiende a percibir una remuneración aproximadamente igual, sea cual sea el sector de actividad en el que decida invertirse. Ahora bien, el añadido neoclásico de la igualdad de remuneración de todas las empresas que forman cada sector no sólo no estaba en los clásicos, sino que es todo lo contrario de lo que defendían éstos: la disparidad de retribuciones de las
diferentes unidades individuales del capital de cada industria.
xxxiii La tendencia a la igualación de las rentabilidades sectoriales se refleja en el concepto clásico de precio natural (precio de producción en Marx), precio que es el centro de gravedad en torno al cual fluctúan los precios de mercado efectivos. Como los precios de mercado pueden estar en cada momento por encima o por debajo de ese nivel de estos precios “reguladores”, lo mismo ocurre con las tasas de ganancia efectivas respecto a la tasa media de la economía. Según Smith, “en toda sociedad o comarca
existe una tasa promedia o corriente de salarios y de beneficios”, y “cuando el precio de una cosa es ni más ni menos que el suficiente para pagar la renta de la tierra, los salarios del trabajo y los beneficios del capital empleado (...) de acuerdo con sus precios corrientes, aquélla se vende por lo que se llama su precio natural” (1776, p. 54). Es decir: “El precio natural viene a ser, por esto, el precio central, alrededor del cual gravitan continuamente los precios de todas las mercancías. Contingencias diversas pueden a veces mantenerlos suspendidos, durante cierto tiempo, por encima o por debajo de aquél; pero cualesquiera que sean los obstáculos que les impiden alcanzar su centro de reposo y permanencia, continuamente gravitan hacia él” (pp. 56–7). Ricardo, por su parte, es aun más sintético y preciso: “Es, pues, el deseo que tiene todo capitalista de retirar sus fondos de un empleo poco provechoso para dedicarlo a uno más ventajoso, el que evita que el precio de mercado de las cosas siga siendo durante largo tiempo mucho mayor o menor que el natural” (1817, pp. 56–7). La razón es que ningún sector puede tener una rentabilidad media sistemáticamente más alta que los demás, pues la busca de la máxima rentabilidad por parte de cada capital individual tiene como resultado final una tendencia a la igualación de la rentabilidad media en cada uno de los sectores. Marx explicó que estos valores sectoriales “modificados”, o “precios de producción”, no serían por esta razón estrictamente proporcionales a las cantidades totales de trabajo gastadas.
xxxiv Aunque Smith conocía la diferencia entre demanda solvente y la simple demanda basada en las necesidades humanas por cubrir, su liberalismo y su posición favorable al “nuevo” sistema económicocapitalista lo llevaron a pensar que el funcionamiento de la Mano Invisible garantizaba:
1) no sólo que la reproducción económica y social fuera posible, sino
2) que además de posible, fuera óptima (o, al menos, más eficiente que en el sistema anterior). Marx admitió lo primero e incluso que el primer capitalismo fue superior al feudalismo, incluso una forma socioeconómica “progresista”. Pero no admite su superioridad “absoluta” o definitiva. Señaló que, aunque la oferta se adapta ciertamente a la demanda “monetaria” capitalista real (más o menos lentamente y de acuerdo con la mano invisible), nada garantiza que esta refleje las necesidades sociales, pues está sesgada por la distribución resultante de la producción capitalista.
xxxv Muchos trabajos empíricos se precipitan al identificar “circulación” con lo que para las estadísticas convencionales son los sectores del “comercio” y de las “finanzas” (véase Nagels, 1974, que matiza la cuestión tal como lo hizo Marx).
* Diego Guerrero es profesor de Economía Política en la Universidad Complutense de Madrid
6 de junio de 2016
3 de junio de 2016
CARTA ABIERTA A LOS CHARLATANES DE LA "REVOLUCIÓN" SIRIA
Bruno
Guigue. La Haine.org
La
justificación del drama sirio de muchos intelectuales y militantes
de "izquierda" franceses y españoles coincide con
la política exterior de la UE y EEUU
Ahora
que un dirigente histórico de la resistencia árabe libanesa
(Mustafa Amin Badreddin, N. de T.) acaba de morir en Siria bajo el
ataque del ejército sionista, envío esta carta abierta a los
intelectuales y militantes de «izquierda» que tomaron
partido por la rebelión siria y creyeron defender la causa palestina
mientras soñaban con la caída de Damasco.
En
la primavera de 2011 nos dijisteis que las revoluciones árabes
representaban una esperanza sin precedentes para los pueblos que
sufrían el yugo de déspotas sanguinarios. En un exceso de optimismo
os escuchamos, sensibles a vuestros argumentos, hablar de esa
democracia que nacía milagrosamente y vuestras proclamas sobre la
universalidad de los derechos humanos. Casi lograsteis convencernos
de que aquella protesta popular que derrocó a los dictadores de
Túnez y Egipto borraría la tiranía en todo el mundo árabe, tanto
en Libia como en Siria, en Yemen como en Bahréin y más allá.
Pero
tras ese bello arrebato lírico rápidamente aparecieron algunos
fallos. El primero, enorme, en Libia. Una resolución adoptada por el
Consejo de Seguridad de la ONU «para auxiliar a las poblaciones
civiles amenazadas» se convirtió en un cheque en blanco para
derrocar manu militari a un jefe de Estado que se había vuelto una
molestia para sus socios occidentales. Digna de los peores momentos
de la era neoconservadora, aquella operación de «cambio de
régimen» llevada a cabo -por cuenta de EEUU- por dos potencias
europeas, a falta de la afirmación neoimperial, desembocó en un
desastre del que la desgraciada Libia sigue pagando el precio. El
hundimiento de aquel joven Estado unitario entregó el país a las
ambiciones desenfrenadas de las facciones y las tribus,
envalentonadas deliberadamente por la codicia petrolera de los
carroñeros occidentales.
Pero
había entre vosotros buenas almas para brindar circunstancias
atenuantes a esa operación. Lo mismo que había, todavía más, para
exigir que se infligiera el mismo tratamiento al "régimen"
de Damasco. Porque el viento revolucionario que soplaba entonces en
Siria parecía validar vuestra interpretación de los hechos y
justificar, a posteriori, el belicismo humanitario desencadenado
contra el "potentado" de Trípoli. Sin embargo, lejos de
los medios de comunicación dominantes, algunos analistas señalaban
que el pueblo sirio no era unánime, que las manifestaciones
antigubernamentales se desarrollaban sobre todo en algunas ciudades,
bastiones tradicionales de la oposición islamista, y que el ardor
social de algunos sectores pauperizados por la crisis no implicaba
necesariamente la caída del Gobierno sirio.
Ignorasteis
esas sensatas advertencias. Como los hechos no se acomodaban a
vuestro relato los ordenasteis como os pareció conveniente. Donde
los observadores imparciales veían distintos sectores de la sociedad
vosotros quisisteis ver un tirano sanguinario que asesinaba a su
pueblo. Donde una observación desapasionada permitía discernir las
debilidades, pero también la fuerza del Estado sirio, vosotros
abusasteis de la retórica moralista para acusar a un Gobierno que
está lejos de ser responsable de las violencias. Visteis las
numerosas manifestaciones contra Bachar Al-Assad, pero no las
gigantescas concentraciones de apoyo al Gobierno y a las reformas que
abarrotaban las calles de Damasco, Alepo y Tartús. Habéis dirigido
la contabilidad macabra de las víctimas del Gobierno, pero habéis
olvidado a las víctimas de la oposición armada. Según vosotros hay
víctimas buenas y víctimas malas, las que merecen reconocimiento y
las que no se mencionan. Deliberadamente habéis visto a las primeras
y habéis permanecido ciegos ante las segundas.
Al
mismo tiempo, a ese Gobierno francés, cuya política interior
criticáis encantados para mantener la ilusión de vuestra
independencia, le habéis dado la razón totalmente. Curiosamente
vuestro relato del drama sirio coincidía con la política exterior
de Fabius, capataz del servilismo que mezcla el apoyo incondicional a
la guerra israelí contra los palestinos, la alineación «pavloviana»
con el líder estadounidense y la hostilidad recocida a la
resistencia árabe. Pero vuestro ostensible idilio con el Quaid’Orsay
no parece avergonzaros. Defendéis a los palestinos de cara a la
galería y por detrás coméis con sus asesinos. Incluso habéis
llegado a acompañar a los dirigentes franceses en visitas de Estado
a Israel. Ahí estáis embarcados, cómplices, asistiendo al
espectáculo de un presidente que declara que «siempre querrá a los
dirigentes israelíes». Pero no os escandalizáis y subís al avión
del presidente, como todo el mundo.
Condenasteis,
con razón, la intervención militar estadounidense contra Irak en
2003. La excusa de bombardear para llevar la democracia no os
convenció y dudasteis de la eficacia de los ataques quirúrgicos.
Pero vuestra indignación con respecto a esa política de las
cañoneras de alta tecnología parece extrañamente selectiva. Porque
reclamabais a grito pelado que se aplique contra Damasco en 2013 lo
que os parecía intolerable diez años antes contra Bagdad. Bastó un
decenio para volveros tan maleables que considerabais que lo mejor
para el pueblo sirio era una lluvia de misiles de crucero sobre ese
país que no os ha hecho nada. Renegando de vuestras convicciones
antiimperialistas abrazasteis con entusiasmo la agenda de Washington.
Sin
vergüenza no solamente aplaudisteis de antemano a los B52, sino que
además recuperasteis la propaganda estadounidense más burda de la
que el precedente iraquí y las mentiras memorables de la era Bush
deberían haberos inmunizado.
Mientras
inundabais la prensa francesa con vuestras estupideces un periodista
estadounidense e investigador excepcional (Seymour Hersh , N. de T.)
hizo pedazos la patética operación de «falsa bandera»
destinada a cargar a Bachar Al-Assad la responsabilidad de un ataque
químico del que ninguna instancia internacional le acusó y que los
expertos del Instituto Tecnológico de Massachussets y la
Organización para la prohibición de las armas químicas atribuyeron
a la parte contraria. Ignorasteis los hechos y los tergiversasteis a
conveniencia. En esa ocasión desempeñasteis vuestro miserable papel
en la cacofonía de mentiras.
Peor
todavía, seguís haciéndolo. Mientras el propio Obama da a entender
que no lo cree vosotros os obstináis en reiterar esas sandeces como
los perros guardianes que siguen ladrando tras la desaparición del
intruso. ¿Por qué motivo? Para justificar el bombardeo de vuestro
propio Gobierno a un pequeño Estado soberano cuyo mayor error es su
rechazo al orden imperial. Para acudir en ayuda de una rebelión
siria cuyo verdadero aspecto habéis enmascarado fomentando el mito
de una oposición democrática y laica que solo existe en los salones
de los grandes hoteles de Doha, París o Ankara.
Habéis
exaltado esta «revolución siria» pero habéis apartado los ojos
pudorosamente de sus prácticas mafiosas, de su ideología sectaria y
de su financiación turbia y dudosa. Habéis ocultado cuidadosamente
el odio interreligioso que la inspira, su aversión sañuda a las
demás confesiones directamente inspirada en el wahabismo, que es su
cimiento ideológico. Sabéis que el Gobierno baasista, porque es
laico y aconfesional, constituye un seguro de vida para las minorías,
pero no rectificáis, llegando incluso a calificar de «cretinos»
a los que tomaban la defensa de los cristianos perseguidos. Pero eso
no es todo. A la hora del balance todavía quedará una última
ignominia: habéis avalado la política de Laurent Fabius para que
Al-Nusra, la rama siria de al Qaida, «haga un buen trabajo».
Qué importan los transeúntes destripados en las calles de Homs o
los alauitas de Zahra asesinados por los cipayos, para vosotros solo
son morralla.
Entre
2001 y 2016 caen las máscaras. Os llenabais la boca con el derecho
internacional pero aplaudíais su violación contra un Estado
soberano. Pretendéis promover la democracia para los sirios pero os
habéis convertido en furrieles del terrorismo que padecen. Decís
que defendéis a los palestinos pero estáis en el mismo bando que
Israel.
Cuando
cae un misil sionista sobre Siria nadie grita, nunca golpeará a
vuestros amigos. Gracias a Israel, gracias a la CIA, y gracias a
vosotros, esos «valientes rebeldes» van a seguir preparando
el radiante futuro de Siria bajo el emblema del takfir. El misil
sionista habrá asesinado a uno de los dirigentes de la resistencia
árabe que habéis traicionado.
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