Por
Marat
“Le
vi extender un brazo que más bien parecía una aleta y señalar
hacia la selva, la ensenada, el barco, el río; parecía sellar con
un gesto vil ante la iluminada faz de la tierra un pacto traidor con
la muerte en acecho, el mal escondido, las profundas tinieblas del
corazón humano.” (Joseph
Konrad. “El corazón de las tinieblas”)
Los
resultados de las elecciones europeas han representado un éxito
parcial para la extrema derecha continental. El seísmo político ha
sido menor de lo esperado.
Ciertamente
la ultraderecha europea ha crecido en conjunto mucho. También en
España con VOX y su frikicompetidor Se Acabó la Fiesta, un grupo de
reciente factura, dirigido por un difamador profesional de indecente
catadura.
El
triunfo por mayoría suficiente del Partido Popular Europeo (PPPE) de
von der Leyen limita la capacidad de los fascistas europeos para
condicionar alianzas y políticas del Parlamento Europeo, a pesar de
que en conjunto (divididos en tres grupos parlamentarios) hayan
superado a los social-liberales. La propia cabeza de lista, ya
electa, del PPE llamaba a estos últimos a reeditar su alianza, a
pesar de sus coqueteos previos con Meloni. Previsiblemente, los
social-liberales la aceptarán como clavo ardiendo al que asirse,
dado el nuevo paso que han supuesto estas elecciones hacia una
irrelevancia quizá ya irreversible.
Sin
embargo, la sacudida política del avance de los fascistas en Europa
ha tenido algunas lecturas nacionales que sin duda condicionarán,
desde los Estados más que desde el Europarlamento, el proyecto de
convergencia europea, que ya daba signos de ralentización.
La
dimisión del primer ministro belga, tras el triunfo de dos partidos
separatistas flamencos, uno de extrema derecha y otro nazi y la
convocatoria de elecciones legislativas en Francia, tras el éxito
aplastante de la lista de la RN de Le Pen, deja a los más
“proeuropeístas” sin dos puntales fundamentales, sobre todo en
el caso francés.
A
pesar de los intentos de la diplomacia europea de homologar
democráticamente a Meloni y Le Pen, más que a sus respectivos
partidos, Fratelli d´Italia y Rassemblement National, como
democráticamente aceptables, lo cierto es que añadir el nombre de
Francia a los 5 países de la UE que ya tienen partidos fascistas en
el gobierno (uno de ellos es Italia) crearía notables dificultades
de gobernanza y acuerdos en la Comisión Europea.
Mención
aparte merece el caso de Alemania, donde los nazis de la AfD han
quedado en segundo lugar, el primero en todos los estados de Alemania
oriental, mientras la coalición semáforo, encabezada por el
socialdemócrata Scholz, ha sufrido una derrota devastadora.
Si
Alemania y Francia son los dos motores principales de la unidad
política europea -la convergencia económica no es cuestionada por
los partidos fascistas-, es obvio que los resultados electorales van
a tener un efecto negativo sobre dicho objetivo.
El
peso combinado de los partidos fascistas en gobiernos de países
miembros, en sus parlamentos nacionales, en el Europarlamento y en
los próximos Consejo de la Unión Europea y Comisión Europea, es
evidente que va a condicionar mucho más de lo que ya lo hace las
posiciones políticas de conservadores, social-liberales, liberales y
verdes -los socialdemócratas ex comunistas no cuentan por ser un
grupo marginal, sin influencia sustancial, en el Parlamento Europeo-
en materias migratoria, de seguridad, de derechos económicos,
laborales y sociales (Le Pen ha abrazado ya el neoliberalismo
económico) y de libertades políticas y personales. Y, como dicta la
experiencia del anterior período, no será para bien.
Si
algo positivo ha tenido la UE para las clases trabajadoras europeas
durante largo tiempo ha sido la contención de los bríos
nacionalistas en sus países miembros. La historia del continente
europeo se ha edificado sobre océanos de sangre. Las dos Guerras
Mundiales se desarrollaron fundamentalmente en suelo europeo,
alimentadas por nacionalismos, fervores patrióticos, banderas y
odios étnicos y siempre al servicio de la misma clase social: la
gran burguesía capitalista.
La
creación del antecedente de la UE, el Mercado Común Europeo, fue la
primera piedra para pasar del sistema de soberanía de los
Estados-nación (modelo westfaliano) a otro de alianzas voluntarias
supranacionales con una aspiración de soberanía europea (modelo
postwestfaliano).
El
modelo de soberanía política europea nunca llegó a cuajar
plenamente porque dependía de la voluntad de los Estados y los
poderes sustentados en ellos no tenían el mismo interés en
desplegar la agenda política que la económica.
No
obstante, la UE funcionó relativamente bien como muro de contención
de la fiebre nacionalista y del auge fascista en los países europeos
mientras la prosperidad económica permitió creer en la ficción de
la democracia económica.
A
partir de la crisis capitalista de 1973 y posteriores (con especial
significado de la de 2007) y de la implantación del modelo económico
neoliberal, todo el edificio político-ideológico que sustentaba el
modelo del llamado Estado del Bienestar (sistema de partidos
derecha-izquierda clásico, consenso de democracia liberal,…)
comienza a implosionar.
Los
partidos fascistas no ocultan su ideario: Europa de las naciones,
identidad nacional (europea frente a la inmigración no continental),
xenofobia, esencialismo cristiano, homofobia y proyecto económico
ultraliberal oculto. Se nos está quedando una Europa de las grandes
potencias entre pre-I GM y pre-II GM estupenda.
La
Europa de las tribus, los odios, la violencia (2500 actos violentos
fascistas en Alemania en 2023), las asquerosas banderas nacionales
avanza orgullosa y salvaje. La de la razón y la civilización
retrocede desorientada y acobardada.
ALGUNAS
REFLEXIONES DE URGENCIA SOBRE EL MOMENTO POLÍTICO EUROPEO:
El
fascismo no va ser parado esta vez. Todo favorece su expansión e
implantación.
En
realidad tampoco lo fue políticamente en los años veinte y treinta
del pasado siglo. Tan sólo lo fue mediante una gigantesca
trituradora humana de decenas de millones de trabajadores en la II
GM, lo que hace de la victoria democrática de entonces algo menos
aplastante que su derrota ideológica pues ésta hubiera mostrado la
superioridad de la razón sobre el horror, algo que hoy se está
poniendo en tela de juicio.
La
combinación de miedos ante las amenazas (bélicas, medioambientales,
económicos, laborales, de creciente desigualdad de clases
sociales…), incertidumbres ante el futuro (cambios de los
paradigmas morales, de creencias, de identidad sexual, de relaciones
de poder hombre -mujer, crisis de representación política,
crisis/destrucción de las redes clásicas de socialización…) y de
fabricación masiva de odio hacia chivos expiatorios del malestar
social (inmigrantes, pobres, personas de izquierdas, homosexuales,…)
mediante bulos y difamaciones en medios clásicos y modernos de
desinformación, produce gigantescas olas de estupidez, maldad y
fascismo. Y funciona porque es catártico y actúa como mecanismo de
descarga y de carga en retroalimentación permanente de ira y
violencia sociales a favor de un objetivo político: la toma del
poder.
Esta
fuerza es tan avasalladora que ejerce un poder centrípeto creciente
frente a personas, ideas políticas y organizaciones diferentes e
incluso opuestas al fascismo porque por la potencia de lo irracional
y la emoción impone su discurso al resto de quienes tratan de
combatirlo con el frío razonamiento del argumento y el dato que cada
vez importan menos porque la realidad ha sido previamente
desautorizada por la fábrica de mentiras fascista.
Históricamente
tampoco ha funcionado la combinación de razón y emoción desde
posiciones democráticas y progresistas contra la irracionalidad
fascista. Cuando la clase trabajadora y sus organizaciones han tenido
de elegir entre nacionalismo y guerra, por un lado, y conciencia de
clase y paz entre los pueblos, por el otro, eligieron nacionalismo y
guerra. Se podrá matizar esto, alegar la manipulación histórica de
los conceptos por el fascismo y la traición del sector mayoritario
de las organizaciones obreras pero entre la representación política
y su base social había entonces una relación más estrecha que
ahora y pasó en 1914 y en otros conflictos entre Estados lo que
pasó. Sáquense las consecuencias.
Hoy
la clase trabajadora no mantiene la identidad y conciencia de clase
del pasado ni vínculos sólidos con las que dicen ser sus
organizaciones y no porque las pasen por la izquierda sino porque lo
hacen por la derecha. Hay más voto obrero a Le Pen que a Mélenchon.
Quienes esperen no sé qué realización de destino histórico por
parte de la clase trabajadora harían bien en sentarse al amor de la
lumbre de Twitter y contarse unos a otros esos bonitos cuentos de
caballería proletaria de hace más de un siglo con el que se lamen
el lomo mutuamente.
Falta
una práctica política pegada a la materialidad cotidiana de los
problemas de las clases populares, donde lo ideológico no aparezca
en primer plano sino como consecuencia de las necesidades materiales
concretas por las que se pelea en cada momento. A modo de ejemplo,
hace más antifascismo real un desalojo parado por un Sindicato de
Inquilinos en el que puede que estén codo con codo un antifa, uno de
Vox, una chica marroquí y un inquilino que dice ser apolítico,
porque todos ellos se saben en el ojo del mismo huracán, que mil
tuits de citas antifascistas con el archimanoseado sermón brechtiano
de “Estar contra el fascismo sin estar contra el capitalismo,
rebelarse contra la barbarie que nace de la barbarie, equivale a
reclamar una parte del ternero y oponerse a sacrificarlo" ¿Acaso
hay que ser anticapitalista para ser admitido como antifascista?
Curioso que este mantra lo repitan tanto una parte de quienes
celebran los Frentes Populares antifascistas de los años treinta del
siglo pasado en los que había partidos burgueses y también partidos
socialistas cuando muy pocos años antes había afirmado Stalin “la
socialdemocracia es el ala izquierda del fascismo”.
Lo
que tiene ya muy poca eficacia es la lucha antifascista desde la
denuncia de lo que fue en el pasado el fascismo porque gran parte de
quienes no lo han vivido desconectan voluntariamente de esa
información. Una parte de quienes la conocen la ponen en duda, al
menos parcialmente, o la relativizan, repartiendo culpas entre todos
porque quien vota fascista no puede admitir que lo está haciendo por
un partido heredero de genocidas, a menos que sea un hijo de la gran
puta, que los hay, o un tonto de los cojones, que también, pero no
son ni una cosa ni otra la mayoría de ellos.
Por
otro lado, aunque es evidente que existen similitudes entre los años
veinte y treinta del siglo pasado (pobreza de amplias capas de la
población, crisis capitalista, crisis política y de legitimación,
tensiones sociales,…) y el presente, pero también lo es que el
fascismo de hoy se camufla bajo una máscara más civil, menos
militarista y sanguinaria. Ahora los fascistas son projudíos porque
son mucho más antiárabes aún y porque el sionismo se está
encargando de hacerles el trabajo sucio. La exhibición de películas
y documentales sobre el ascenso del nazismo en el siglo pasado, lejos
de hacer didáctica antifascista, normaliza y blanquea el fascismo de
hoy porque hace pensar que es mucho más civilizado de lo que en
realidad es.
La
lucha contra el fascismo del presente y en el presente necesita ojos
abiertos, mentes despejadas, sentido crítico, nulo autoengaño,
conocimiento del momento y sus circunstancias, alta competencia en
psicología social (Reich, Vigotsky, Bettelheim, Hoffman,…) y un
enfrentamiento desde los presupuestos que el fascismo dice defender
hoy y sus contradicciones en la práctica hoy.
La
izquierda -o lo que sea que signifique, si es que aún significa
algo, ese término gastado, con el que el marxismo originario nunca
se identificó- hoy sólo tiene relato y éste es absolutamente
inútil porque está muerto en la práctica. Ya no posible mantener
el mito de la igualdad en un Estado del Bienestar creciente y
redistributivo porque está siendo desmantelado desde hace mucho
tiempo y porque la redistribución se ha reorientado hacia las rentas
altas y el capitalismo tiene sobrados instrumentos para impedir
reformas sociales progresivas profundas e intocables. Ya se trate del
social-liberalismo o de la socialdemocracia postcomunista los límites
de la política posible y deseable están referenciados en el Partido
Demócrata de EEUU, sea en su ala derecha o en su ala izquierda.
Dentro
de la llamada izquierda el espectro ideológico que aún se reclama
comunista, salvo muy escasas excepciones más bien individualidades
intelectuales, se caracteriza por una profunda incapacidad para
comprender el momento presente y operar sobre la realidad. Su pobreza
teórica, la incapacidad de actualización de sus análisis y su
sectarismo se lo impiden.
Hoy
la izquierda es parte del problema, no de la solución.
Esto
ha contribuido al alejamiento tanto generacional como cultural de
buena parte de los jóvenes respecto de la izquierda. Que los
partidos fascistas hayan encontrado su principal caladero de votos
entre la juventud no se debe sólo a las habilidades comunicativas de
la extrema derecha sino también a las torpezas de sus mayores de
izquierda que, cuando les han hablando del monstruo lo han hecho en
pasado, y cuando les han hablado del presente y el futuro, han
transmitido una imagen paternalista de instalados en el sistema, lo
que sólo es parcialmente cierto, ante unos jóvenes con una visión
pesimista y cínica sobre su futuro.
A
una parte de las generaciones jóvenes de clases trabajadora o media
ocupadas, o de adscripción familiar de origen, ya no les quedaban
muchos saltos ideológicos que dar. Si los jóvenes universitarios
de clases medias de la generación anterior protagonizaron el
movimiento de los indignados ante su temor a proletarizarse, y luego
se volcaron en Podemos o en Syriza, en un sarpullido pasajero de
ilusión democrática y esperanza en una felicidad futura, un sector
juvenil, sociológicamente no muy diferente, pero sí envenenado por
las cotidianas sesiones de odio del Gran Hermano de la fachosfera
mediática y de las redes sociales, ha acabado por abrazar el
proyecto fascista, seguramente sin serlo la mayoría de ellos, dada
su estética radical pero de otro signo.
Pero
a diferencia de los 15mayistas o las bases podemitas, que creían que
sus performances de revuelta se hacían en las redes sociales, el
fascismo se limita a usarlas como propaganda pero construye un suelo
más sólido y real, conforma un tejido social propio, que también
tiene una potente dimensión propagandística, porque es propio de
todo movimiento “anti”, pero con un proyecto de hacer militantes,
construir organización y durar; justo lo que ya no hace la
izquierda, fascinada por la alfombra de las modas de usar y tirar de
la política líquida que le tienden los creadores de opinión
liberales.
Se
tarda relativamente poco en destruir proyectos cuando se carece de la
teoría y la práctica correctas y mucho tiempo en levantar y
expandir con base sólida uno nuevo. La cosa se complica mucho más
cuando se va ya muy tarde pero la construcción de un movimiento
antifascista poderoso y pujante no se hará desde las redes sociales.
Allí predominan el ruido, el caos, un ambiente repugnantemente
encanallado en el que la basura fascista impone su estilo y sus
contenidos, consiguiendo sacar de quicio al imbécil izquierdista que
se pasa las horas muertas peleándose inútilmente con sus trolls y
sus bots, mientras se cree la reencarnación de la francotiradora
matanazis soviética Liudmila Pavlichenko. Unas redes sociales en las
que sólo se escuchara, como en la que Donald Trump es su
propietario, Truth Social, el monopólico eco del discurso fascista
dejaría de serle útil porque ya no estarían en ellas más que los
convencidos. Construir base social, hacer asociacionismo abierto y no
para convencidos, tejer redes en el mundo real de solidaridad y
antifascismo no da el chute de los “me gusta” de twitter pero sí
que sirve para algo.
La
base social de la izquierda, como la de cualquier orientación
democrática que rechace el fascismo, condene o no el capitalismo, es
imprescindible porque, si tanto nos cuesta cavar trincheras contra
los fascistas -embebidos muchos en una estúpida y cómplice retórica
de la tolerancia y la convivencia- cuando tendríamos, hace ya
demasiado tiempo, que haber salido a por ellos, imagínense si las
ponemos entre nosotros. Pero tampoco puede haber tolerancia con quienes están dispuestos a destruirnos. Con el fascismo no se debate. Se le combate.
Ello
no significa, en absoluto, renunciar a la teoría y la práctica
anticapitalistas. De hecho, es necesario explicar que en el presente
el capitalismo también necesita del fascismo porque la dureza de las
medidas que requiere aplicar contra la clase trabajadora y los
sectores sociales empobrecidos harán más imperativo el uso de la
violencia y la represión “legal” del Estado y de grupos de
acción fascista no estatales. Pero esta argumentación no debe
impedir la colaboración antifascista sincera con sectores no
socialistas/comunistas.