Ni siquiera la que fue mi casa se parece ya a mi casa |
Por
Marat
Este
martes 30 de enero me caen encima 56 años. Soy un viejo. Me
jode pero lo asumo. No temo a la muerte porque no creo en nada
después de ella pero admito que temo al dolor, a la pérdida de la
memoria y a dejar de ser quien soy. Ya noto cómo va fallando mi
cabeza y soporto una próstata poco compasiva Cada día soy un poco
menos yo. A veces me pasan cosas que desconozco cómo suceden. Me
asusta.
Según
se hacen vacías mis mañanas, con mayor fuerza acuden a mi mente los
recuerdos de aquellas tardes de invierno en las calles. Cuando el
ábrego me regalaba el sirimiri en la cara antes de volver a clase.
Nací
en un lugar al que llamaron barrio Venecia porque era un sitio de
marismas y terrenos robados al mar (al desgraciado siempre le puede
caer encima un sarcasmo), reconvertidos en casas para pobres. Ese
tipo de edificios que los arquitectos de cuarta categoría diseñan
con el fin de que no olvides que durante toda tu puta vida vas a ser
un pobre hombre. Cualquiera que pasee por las zonas obreras captará
la intención de ese diseño estético en el que lo de menos es la
calidad de los materiales, siendo lo relevante el mensaje de la
fealdad estética que uno nunca debería olvidar, salvo que sea un
transfuga de su clase y de su barrio.
Vengo
de un sitio en el que se gritaba ¡que viene la basura! para avisar
de que se escapaba el momento de pillar algo en ella antes de que
llegara el camión.
Las
tetas de la Elo, que más tarde murió de cáncer, eran el motivo de
nuestras mejores tempranas pajas.
Su
madre despachaba el pan, después de darse la crema contra las
erupciones de su enorme barriga.
En
clase, mi compañero de pupitre, Eugenio el gitano, me daba collejas
porque, según él, yo no debía dormirme. Aún lo hago en las
situaciones menos oportunas. No he aprendido mucho pero todavía me
acuerdo de Eugenio, el Gabarre, y de sus manotazos.
Al
barrio Venecia nunca le llamamos así. Era, y aún es, Candina, el
nombre de la fábrica en la que trabajaba mi padre. Enfrente, al otro
lado de la carretera, la molturadora, que era la parte más
industrial de la empresa. Por cada estuche de margarina una cucharilla
de café que hubiera hecho las delicias de Uri Geler.
Recuerdo
a pechoduro y a cabezabuque (mi padre era un peligro poniendo motes:
te caían, como una maldición, para siempre), que vivían en mi
escalera. Mi hermano mayor vivía con su mujer justo debajo de
nosotros y en la entrada del portal había una vieja mancha que me
asustaba porque parecía un gato muerto.
En
el patio entre los dos edificios los chavales jugábamos a
descalabrarnos. Cuando no estaba ocupado en esos menesteres le tocaba
el culo a la niña que más me gustaba. Era la hija de un amigo de mi
padre. Estaba enamorado de sus coletas. Ella me cogía furtivamente
la mano cuando creía que no nos veían. No la he olvidado.
La
antigua escuela unitaria, de primera cartilla hasta octavo (¿qué
fue de señorita Piedad?), acabó convertida en asociación de
vecinos y creo que también en albergue para pobres callejeros.
Sospecho que ahora será un centro de acogida en el que harán
estupideces tipo huertos urbanos para gente con pobreza habitacional
porque los hijos de puta de los progres hablan raro y para académicos
de tercera.
Desaparecieron
la bolera y los cañaverales, los bares y la barbería en la que
Gildo, empleado de la fábrica, me esquilaba por una pela. El cierre
de la fabrica fue el primer paso
Ahora
todo es vacío, calles muy anchas y polígonos en los que no sé
quien soy al visitarlos. Se fue mi infancia y murió un barrio,
también los obreros que habitaron el lugar. La memoria de un tiempo
del que nadie quiere hacer historia.
Hace
10 años volví al barrio con mi hijo para explicarle de dónde
vengo. Todo me pareció un sueño extraño. En él yo era un fantasma
más de mi pasado. En las casas de la desaparecida fábrica, donde
podías vivir hasta jubilarte, ahora vivían latinos, negros y otras
etnias inmigrantes que, seguramente, ignoraban todo del pasado pero no
dejan de ser personas que marcan con sus vidas el sitio en el que
habitan.
Éste será otro buen sitio para hacer gentrificación, expulsar a la clase obrera de él, acabar con la memoria y dar unas buenas oportunidades de estúpida felicidad para una asquerosa clase media, real o ideológica
En
algún lugar de mi memoria hay un chaval que cuenta aventis como los que contaba el Java de Juan Marsé.