Alberto
Pradilla. Naiz
Europa tiene que recuperar los momentos de gloria que tuvo hace
400 ó 500 años. Necesitamos una nueva reconquista». Andrei Tarasenko, de 31
años, es el líder del Pravy Sektor, una alianza ultraderechista levantada
durante los primeros días de la ocupación de «Euromaidan», la plaza que concentra las protestas en el centro de
Kiev, y que se está haciendo fuerte en un campamento
donde, progresivamente, el carácter paramilitar se impone. Cada vez
más uniformes, cada vez más desfiles marciales, cada vez más entrenamientos y
una estética castrense que se complementa con los cascos, escudos artesanales o
robados a los antidisturbios y palos. Si en lugar de estacas exhibiesen armas
hablaríamos ya de un miniejército en el centro de Kiev. Sin embargo, al menos
entre los detractores del presidente, Viktor Yanukovich, todo el mundo mira
aquí para otro lado u observa a las «fuerzas
de choque» con simpatía. En parte, porque comparten sus ideas sobre un
renacimiento nacional basado en alejarse de Rusia y recuperar valores como el
orden o la moral. Por otro, porque al margen de palabras, los ultras se han
ganado un sitio por derecho propio en la barricada, donde ejercen como barrera
que repele las embestidas de los antidisturbios. Así que del «no soy tan extremista» se ha pasado al «laissez faire» que les convierte en los
grandes beneficiados del progresivo descrédito de una clase política en manos
de los mismos oligarcas que controlan el país desde la caída de la URSS. Es con este
silencio, con la comprensión, con la tolerancia al considerarlo un «mal menor»
en un contexto de caos e incertidumbre, como se construye el fascismo. Como
dijo un pensador (precisamente conservador) como Edmund Burke, «la única cosa necesaria para el triunfo del
mal es que los hombres buenos no hagan nada».
Frente a
la simplista imagen proyectada desde diversos medios internacionales de que en
Ucrania se juega un partido entre proeuropeos y fieles a Moscú, Tarasenko
evidencia que existen matices. Porque, para él, lo de Europa es secundario. «Lo verdaderamente importante es que Ucrania
sea un país que se preocupe por sí mismo», insiste. De hecho, da la
sensación de que, al menos en este momento, ni siquiera ve con buenos ojos
sumarse ahora a una unión que considera «sometida
al totalitarismo liberal». ¿A qué se refiere exactamente con ese concepto?
A la «desnacionalización» entre
instituciones que trascienden a los gobiernos y a la «descristianización», las grandes lacras que, en su opinión, se han
convertido en los «signos de Sodoma»
para el continente.
Contra
el «totalitarismo liberal»
«No puedes llevar la cruz, las están retirando de
los colegios públicos», protesta este antiguo estudiante de Económicas que, según
cuenta, fue expulsado de la universidad por cuestiones relacionadas con su
militancia. Su ideología se basa en tres principios: «Dios, Ucrania y libertad». Y aunque el primero y el tercer
concepto puedan parecer antagónicos, Tarasenko los une con un contundente «Dios debería de estar por encima de los
humanos». El peso de las diferentes confesiones cristianas ortodoxas es
patente, tanto entre los opositores como entre quienes defienden al mandatario.
Son cruces distintas, pero tienen el mismo peso. También la religión sirve para
rechazar las acusaciones de antisemitismo: «las
tres religiones monoteístas tenemos que buscar lazos en común», afirma,
cuando se le pregunta por los ataques a judíos que se incrementaron en las
últimas semanas.
En «Euromaidan», las banderas de la UE y de Ucrania compiten en
número con las rojinegras, que han simbolizado los movimientos de «nacionalistas ucranianos» desde su
surgimiento a principios del siglo XX. Entre ellos destacó el Ejército
Insurgente de Ucrania, liderado por Stepán Bandera, que combatió a la URSS y terminó aliado con
Adolf Hitler para declarar la independencia. Cierto es que, durante un breve
período, la ocupación nazi condujo a Bandera y los suyos a los campos de
concentración del III Reich, pero el avance del Ejército Rojo los terminó
exonerando y acabaron nuevamente peleando, codo con codo, junto a Hitler. Toda
esta iconografía ha resurgido (probablemente nunca se marchó) entre las
barricadas y las tiendas de campaña del centro de Kiev. Porque el anticomunismo
es otra de las bases que mueven al Pravy Sektor y sus aliados. «Esa ideología se construye a través del
odio a la gente. En el futuro, el Partido Comunista no estará permitido»,
afirma Tarasenko, que vaticina un futuro «nuevo
Nüremberg» para ajustar cuentas.
«Si somos fascistas, hay miles
de ellos»
Consciente
de que grupos como el suyo o como Spilna Sprava («Causa Común», uno de los colectivos ultras que ocupó la semana
pasada el Ministerio de Justicia) ganan progresivamente adeptos, Tarasenko saca
pecho. «¿Son ustedes fascistas?» «Si lo somos, tendrán un problema, porque
hay cientos de miles de personas que piensan como nosotros», responde. No
hay más que pasearse por ese microcosmos opositor para comprobar que, entre la
liturgia nostálgica con muchas referencias al pasado cosaco, crece la
simbología ultraderechista, con referencias al «white power», que se ha reforzado con la progresiva
(para)militarización de la zona.
«Nosotros estamos en la vanguardia de la
revolución. No solo en las barricadas, sino también ideológicamente», afirma el líder del Pravy
Sektor, que no se separa de un inmenso guardaespaldas. «La gente no solo nos sigue por los cócteles molotov. También porque
comparte nuestras ideas», insiste. Si uno pregunta entre quienes, al menos
en apariencia, se mantienen a distancia de esos grupos que desfilan y se
adiestran, encuentra un «sí, pero»
como respuesta más crítica. Y, en general, una creciente simpatía. «Sin ellos no tendríamos nada de esto»,
dice Tania, estudiante de Medicina, mientras señala las barricadas de hielo y
los autobuses calcinados que forman la primera línea frente a los
antidisturbios. También afirma estar de acuerdo con muchas de las afirmaciones
de Tarasenko. «Son extremistas, pero
ahora, nuestros aliados para expulsar al presidente», añade Valery
Bidnoshev, director de una agencia de cooperación con fondos europeos. Y eso
que se refiere a Slovoda, la formación ultra que, junto a UDAR y Batkivschina,
configuran el triunvirato opositor.
La falta
de expectativas, la certeza extendida entre buena parte de la población de que
ni siquiera unas nuevas elecciones cambiarían absolutamente nada, es su caldo
de cultivo. Tarasenko se reafirma: «no
vale con ciertas concesiones. Hay que cambiarlo todo». Yuyislav, uno de los
jefes de la tienda de campaña del Pravy Sektor en el corazón de «Euromaidan», insiste en esta tesis: «solo hay una opción, cambiar el país».
Apenas se le ven los ojos, entre el grueso abrigo militar y una capucha con la
que se cubre el rostro. Descansa junto al fuego a la espera de que le llegue el
turno de colocarse en la barricada o custodiar alguno de los accesos a la
plaza. Asegura que está aquí porque «todos
los gobiernos de los últimos 23 años han sido corruptos». Y se reafirma en
la idea de que, en tiempos de caos, «son
los radicales quienes toman fuerza. Ya lo vimos con Hitler».
Exmilitares
en afganistán como líderes de las fuerzas de choque
Comenzaron
como «fuerzas de autodefensa» pero
cada vez más se asemejan a grupos paramilitares. Son entrenados por antiguos
soldados que combatieron en Afganistán con el uniforme de la URSS o que estuvieron
presentes en la guerra de los Balcanes. No permiten acceder a sus cuarteles
generales (como, por ejemplo, el ubicado en el Ayuntamiento) ni a sus tiendas,
aunque verles desfilar o realizar instrucción no es difícil. Están por todos
lados en la zona ocupada por los opositores a Viktor Yanukovich. Frente al
descrédito de los partidos, han cogido fuerza. Y solo aceptan la renuncia del
presidente, aunque tampoco dejan claro qué harían el día después. «¿Armas? Seguro que las tenemos. Y si ellos
disparan, nosotros responderemos. Aunque nadie te lo confirmará», afirma
una de las jóvenes que duerme a diario en el cuartel general de la oposición.
Por ahora, aunque se han disparado, las escaramuzas se han limitado a los
cócteles molotov. Pero el riesgo está latente, porque se sabe quién dispara el
primero pero no cuándo acaba.