Juan
Francisco Martín Seco. El viejo topo
Lo
he afirmado tres veces, luego es verdad. Las mayores mentiras se
pueden trasformar en dogmas, o los errores en aciertos, a base de
repetir un mismo mensaje de forma continuada. Esto es lo que ha
ocurrido con las pensiones.
Desde hace más de treinta años todos los cañones informativos de las entidades financieras, de las fundaciones ligadas a ellas o a los poderes económicos, e incluso muchos políticos, han venido martilleando a la opinión pública con el soniquete de que el sistema público de pensiones no es viable, o de que en cualquier caso necesita una profunda reforma (léase reducción) para su sostenibilidad y de que se hace preciso, por tanto, que los ciudadanos comiencen a ahorrar, es decir, a suscribir fondos, planes de pensiones o instrumentos similares, finalidad última del mensaje.
Tanta fuerza ha tenido la ofensiva, que ha terminado
calando profundamente en la sociedad. De ahí que no haya que
sorprenderse de los datos que ofrece la encuesta realizada por la
fundación Mapfre en la que, por ejemplo, más del cuarenta por
ciento de los españoles piensan que cuando se jubilen no van a
cobrar pensión. Estoy seguro, sin embargo, de que esas mismas
personas no dudan de que va a seguir habiendo sanidad pública y
educación pública; no cuestionan que se vaya a poder pagar a los
policías, a los jueces y a los demás funcionarios o que los
poseedores de títulos de deuda pública vayan a cobrar los
intereses.
Sin motivo fundado, el
pesimismo existente con respecto a las pensiones es radical. Una
buena parte del otro sesenta por ciento considera que una vez
jubilados no podrán mantener el mismo poder adquisitivo y que la
cuantía de su pensión no sobrepasará los 900 euros mensuales; 150
euros menos que la pensión media actual, que ya es suficientemente
baja. Se produce una especie de síndrome de Estocolmo en virtud del
cual los ciudadanos han terminado asumiendo los sofismas y falacias
construidos con la pirámide demográfica, con el incremento de
esperanza de vida y, sobre todo, al ligar la suerte de las pensiones
a la evolución de las cotizaciones, sin que nadie por el contrario
repare en el incremento de la productividad y de la renta per cápita.
Es una especie de promesa autocumplida, porque es precisamente el
derrotismo en esta materia el que puede hacer posible que el sistema
público de pensiones se deteriore, al tirar la toalla antes de
comenzar el combate.
La encuesta se adentra
también en el tema del ahorro que los ciudadanos guardan para la
jubilación. No es de extrañar. Mapfre es una empresa de seguros y
esta ha sido siempre la finalidad de la ofensiva: promocionar los
fondos privados de pensiones o figuras análogas. La contestación de
los encuestados es bastante lógica, el setenta por ciento no ahorra
porque no puede, pero del 30% restante muy pocos serían, aunque no
lo digan, los que podrían con su ahorro mantener una pensión. Por
otra parte, la contestación de todos ellos con carácter general
debería haber sido que de hecho ya están ahorrando todos los meses,
puesto que las cotizaciones (incluyendo las empresariales) forman
parte de su retribución, se pagan mes a mes durante toda su vida
laboral.
Por mucho que se empeñen
las entidades financieras y por mucha propaganda que hagan de los
fondos y de los planes de pensiones, la mayoría de los ciudadanos no
tienen apenas capacidad de ahorro. Deteriorar el sistema público de
pensiones y confiar la supervivencia en la jubilación al ahorro
privado es condenar a amplias capas de la población a la pobreza o a
la beneficencia. Aparte de las pensiones públicas, tan solo la casa
en propiedad puede tener cierta importancia en la riqueza de la casi
totalidad de jubilados (presentes y futuros). Por eso se entiende mal
que la vivienda se haya convertido en diana de los distintos
impuestos.
El día
2 del presente mes, el Consejo de Ministros aprobó (al mismo tiempo
que endurecía el impuesto de sociedades e incrementaba los
gravámenes al tabaco, al alcohol, etc.) los coeficientes de
actualización de los valores catastrales que subirán en 1.895
localidades de toda España, y que derivará en una subida de
impuestos tales como el IBI o la plusvalía municipal. Lo cierto es
que desde el comienzo de la crisis, de una u otra forma, los
ayuntamientos no han dejado de subir el IBI. Pese a que el valor de
mercado de los inmuebles se ha desplomado un 30%, la recaudación del
impuesto ha crecido un 76%.
El hecho es tanto más
injusto en cuanto que la vivienda representa el único patrimonio y
la única reserva de cara a complementar la pensión de las clases
bajas y medias. Resulta significativo que mientras el impuesto de
patrimonio es objeto de toda clase de improperios y críticas, el IBI
apenas recibe censuras cuando es en el fondo un impuesto de
patrimonio, solo que parcial y no progresivo, y recae exclusivamente
sobre aquella parte de la riqueza nacional que es propiedad de las
capas sociales modestas.