Atilio Borón. Página12
Estos días, después de la nominación
de Donald Trump como candidato por el Partido Republicano, varios
medios me preguntaron quién sería más conveniente para América
latina, si él o Hillary Clinton. Mi respuesta: ninguno de los dos,
porque lo que importan no son tanto las personas como la alianza
social a quien ellos representan. Y esta alianza es la “burguesía
imperial” o el “complejo
militar-industrial-financiero”,
al cual ambos responden, si bien con características idiosincráticas
propias. Por eso creo que la pregunta está mal formulada. Ningún
presidente de Estados Unidos se ha apartado, desde George Washington
hasta aquí, de las premisas fundantes que guían las relaciones
hemisféricas y que condenan a nuestros países a la condición de
inertes satélites del centro imperial: (a) mantener América latina
y el Caribe como el “patio trasero” de Estados Unidos que no
admite la intromisión de terceras potencias (Doctrina Monroe, 1823);
(b) fomentar la desunión y la discordia entre los países del área
y oponerse con total intransigencia ante cualquier proceso de
integración o unificación (por eso, Washington sabotea a la Unasur,
a la Celac, también al Mercosur, y ni hablemos del Alba-TCP,
Petrocaribe, Banco del Sur o Telesur. Esta política arranca desde
los tiempos del Congreso Anfictiónico de Panamá en 1826 y continúa
hasta hoy); (c) el tristemente célebre “corolario
de (Theodore)
Roosevelt”, de 1904, en
el que Estados Unidos se arroga el derecho a intervenir en los países
del área cuando sus gobiernos sean “incapaces de mantener el orden
dentro de sus fronteras y no se comporten con una justa consideración
hacia sus obligaciones con el extranjero.” Y más adelante prosigue
diciendo que “siempre es posible que las acciones ofensivas hacia
esta nación (Estados Unidos) o hacia los ciudadanos de esta nación
(eufemismo por empresas norteamericanas) de algunos Estados incapaces
de mantener el orden entre su gente, incapaces de asegurar la
justicia hacia los extranjeros que la tratan bien, pudieran llevarnos
a adoptar acciones para proteger nuestros derechos; pero tales
acciones no se adoptarían con miras a una agresión territorial y
serían adoptadas sólo con una extrema aversión y cuando se haya
hecho evidente que cualquier otro recurso ha sido agotado”.
Fieles a estas premisas, no tiene
sentido alguno preguntarse si Trump o Clinton serían más
convenientes para América latina. Quizá podríamos especular sobre
quién sería menos malo. En tal caso creo que entre estas dos malas
personas, inmorales y corruptas, tal vez la menos dañina podría ser
Hillary, pero nada más que eso. Ella y Trump representan, con
ligeros matices, lo mismo: la dictadura “legal” del gran capital
en Estados Unidos. Trump es más impredecible y esto no
necesariamente sería malo. Hasta podría despegarse ocasionalmente
del “complejo
militar-industrial-financiero”,
pero su compañero de fórmula –un cristiano evangélico de
ultraderecha– es un troglodita impresentable. Hillary es muy
predecible, pero su record como secretaria de Estado en la
administración Obama es terrible. Recuérdese, entre muchas otras
cosas, la carcajada con que recibió la noticia del linchamiento de
Muammar El Gadaffi, gesto moralmente inmundo si los hay. Como
senadora se consagró como una descarada lobbista de Wall Street, del
complejo militar-industrial y del Estado de Israel. América latina
no puede esperar nada bueno de ningún gobierno de Estados Unidos,
como lo ha demostrado la historia a lo largo de más de dos siglos.
Puede, ocasionalmente, aparecer algún presidente que marginalmente
pueda producir situaciones puntualmente favorables para nuestros
países, como ha sido el caso de James Carter y su política de
derechos humanos, concebida para hostigar a la Unión Soviética e
Irán pero que, indirectamente, sirvió para debilitar las dictaduras
genocidas de los años setenta. Pero nada más que eso. Nosotros
tenemos que forjar la unidad de nuestros pueblos, como lo querían
Artigas, Bolívar y San Martín en los albores de las luchas por
nuestra independencia. No tenemos nada bueno que esperar de los
ocupantes de la Casa Blanca cualquiera sea el color de su piel o su
procedencia partidaria.