Max
Castro. Cubadebate
Los
norteamericanos hoy en día están viviendo su vida a un ritmo no
visto en tres décadas. Hay una epidemia de suicidios en curso en
Estados Unidos y la gran pregunta es porqué.
La
noticia proviene de un nuevo estudio del gobierno realizado por el
Centro Nacional de Estadísticas de Salud. Los datos cubren el
período de 1999 a 2014.
El
New York Times publicó un extenso informe acerca de la
investigación, en su edición del 22 de abril de 2016, que informa
acerca de los aspectos más destacados del estudio y cita las
hipótesis de varios expertos que han profundizado en las causas del
aumento en las cifras de suicidios.
Antes
de hablar de esas teorías, permítanme señalar algunas de las
conclusiones más destacadas del estudio:
Las
tasas de suicidio en Estados Unidos aumentaron 24 por ciento entre
1999 y 2014.
El
incremento se produjo en casi todos los grupos demográficos con dos
excepciones, hombres negros y personas de 75 años de edad y mayores.
Se
observó un fuerte aumento en las tasas de suicidio entre los grupos
que históricamente han tenido tasas muy bajas. Esto incluye a
mujeres de mediana edad (45-64), cuyas tasas de suicidio aumentaron
en 63 por ciento. En el otro rango del espectro de edad, el suicidio
de las niñas entre 10 y14 años aumentó tres veces durante el
período del estudio.
Los
grupos que históricamente han tenido altos índices de suicidio
también experimentaron un aumento, aunque algo menor que en los
grupos con tasas tradicionalmente bajas. Por ejemplo, el incremento
de suicidios entre hombres de 45 a 64 fue del 43 por ciento, un
veinte por ciento más bajo que entre las mujeres de la misma edad.
Aún así, hoy en día la tasa de suicidio masculino en esa categoría
de edad es 3,6 veces mayor que entre las mujeres.
El
aumento en el suicidio no puede ser explicado por el crecimiento de
la población, ya que las tasas son de suicidio por cada 100 000
habitantes. Sin embargo, los números en bruto sí transmiten una
idea de la magnitud del problema. En 1999, en Estados Unidos 29 199
personas se quitaron la vida. En 2014, la cifra fue de 42, 773.
Antes
de que yo los insensibilice a ustedes con cifras, vamos a centrarnos
en las explicaciones ofrecidas por los expertos consultados por el
New York Times, seguidas de mi propio análisis.
Kathleen
Hempstead, asesora principal de la Fundación Robert Wood Johnson,
“ha identificado una relación entre el aumento de las tasas de
suicidio y el aumento de la angustia acerca del empleo y las finanzas
entre las personas de mediana edad”. Investigadores anónimos
citados por el Times, “que revisaron el estudio… presentaron un
cuadro de desesperación para muchos en la sociedad norteamericana”.
Y Robert Putnam, profesor de política pública en la Universidad de
Harvard, dijo: “Esto es parte del patrón emergente mayor de la
evidencia de los vínculos entre pobreza, desesperanza y salud”.
Existe
evidencia empírica para la elaboración de esta conexión. El Times
cita el trabajo de Alex Crosby, epidemiólogo de los Centros de
Control y Prevención de Enfermedades, que ha estado estudiando la
correlación entre la economía y el suicidio durante casi cien años.
Crosby señala que la tasa más alta de suicidio fue registrada en
1932, el punto más bajo en el peor colapso económico de la historia
norteamericana. La tasa de 1932 fue un 70 por ciento más alto de lo
que es hoy en día. Eso no es sorprendente, ya que la Gran Depresión
fue mucho peor y prolongada que la crisis económica de 2008. Por
otra parte, Crosby encontró “un patrón coherente…; cuando la
economía empeoró aumentaron los suicidios, y cuando mejoró
descendieron”.
Este
análisis es bueno hasta cierto punto, pero hay una pieza que falta;
la forma en que la ganancia de la recuperación económica se
distribuye entre la población. La ola de prosperidad que siguió a
la Gran Depresión y a la Segunda Guerra Mundial fue ampliamente
compartida relativamente. La clase media se expandió de manera
enorme y los trabajadores manuales fueron capaces de tener cosas
tales como una casa y un auto, privilegios antes disfrutados sólo
por las clases media y alta.
Los
beneficios económicos de las décadas más recientes no han sido
ampliamente distribuidos. De hecho, el ingreso promedio de los
norteamericanos hoy en día, en términos reales, es más bajo que en
1999. La mayor parte del crecimiento económico ha sido capturado por
los ricos. Este fue el caso antes de la Gran Recesión de 2008 y
después del inicio de la débil recuperación que siguió. No es de
extrañar, por tanto, que las tasas de suicidio no hayan disminuido
en los últimos años. De hecho, el aumento se aceleró entre 2010 y
2014.
Por
supuesto, la economía no es el único determinante de las tasas de
suicidio. Uno de los primeros trabajos de la sociología empírica,
“Suicidio”, por el sociólogo francés del siglo 19 Emile
Durkheim, arrojó que en los países con fuerte solidaridad social el
suicidio era menor que en los lugares que tenían una cultura más
individualista.
La
explicación es sencilla. Las personas que pueden contar con fuertes
lazos sociales que brindan apoyo emocional y económico son menos
propensas a experimentar las más bajas profundidades de la
desesperación que los individuos aislados. Tales personas son
también menos propensas a enmarcar sus problemas en términos de
fracaso individual y más en relación con las fuerzas sociales y
económicas más generales, una interpretación que no afecta a una
parte de su autoestima.
Nada
en el análisis clásico del suicidio por parte de Durkheim
contradice el enfoque de analistas contemporáneos acerca del factor
económico. La solidaridad puede amortiguar los peores efectos de la
miseria económica en el cuerpo y la psiquis. Pero aún así las
privaciones cobran su cuota. Y la solidaridad es un bien escaso en la
sociedad norteamericana –la palabra está prácticamente ausente
del vocabulario común– como dan fe libros tan innovadores de la
década de 1950 –de La muchedumbre solitaria (Riesman) – al
pasado reciente –Jugando bolos solo (Putnam).
Por
otra parte, la economía neoliberal de “perro come perro”,
de las últimas décadas, ha significado que el estado ha optado por
no hacer nada –o hacer cosas que lo empeoran todo– frente a los
brutales choques económicos y la alucinante desigualdad económica
característica del capitalismo norteamericano y mundial en el
presente siglo. La creciente ola de muerte autoinfligida es sólo un
daño colateral de la política económica que hemos estado
siguiendo.
El
suicidio no es la única cuestión de vida o muerte en torno a la
cual las lesiones de clase se ven tan en claro como el cristal. Para
dar sólo un ejemplo revelador. El hombre norteamericano promedio en
el uno por ciento superior de los ingresos puede tener una esperanza
de vida de 87 años. Un hombre con un ingreso de $30 000 al año
muere con nueve años menos como promedio. El dinero afecta la
posibilidad de vida, desde la cuna hasta la tumba. La ironía es que
esta diferencia de mortalidad significa que el hombre rico puede
acogerse a la seguridad social, un programa diseñado para ayudar en
la vejez, durante nueve años adicionales, a personas de escasos
recursos.
Allá
por 1972, Richard Sennett y Robet Cobb pudieron escribir un libro
titulado Las lesiones ocultas de clase. Hoy en día, como
muestran las tendencias suicidas, las lesiones de clase apenas se
ocultan. Son heridas abiertas que desmienten todas las pretensiones
de un Sueño Norteamericano o de una Gran Sociedad.
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