8 de abril de 2011
OLIGARQUÍAS ELECTIVAS vs. REDEMOCRATIZACIÓN RADICAL. SOBRE LA DEMOCRACIA "REALMENTE EXISTENTE"
Jaime Pastor. Viento Sur
Una reflexión sobre el estado actual de la democracia “realmente existente” en nuestra área geográfica no puede hacer abstracción del contexto global en el que ésta sobrevive, sobre todo cuando nos encontramos en medio de una crisis sistémica y multidimensional como la que nos afecta en la actualidad.
Debemos partir, por tanto, de que este momento histórico es cualitativamente diferente del que caracterizó al desarrollo de este tipo de “democracias” en las sociedades de los países miembros de la OCDE después de la Segunda Guerra Mundial. Fue en el periodo excepcional que caracterizó a los “treinta gloriosos” posteriores cuando se pudo producir ese pacto interclasista que dio lugar a los distintos regímenes de bienestar en el mundo euro-occidental y, en ese marco, a la configuración de una democracia liberal relativamente estable. El “acontecimiento global” del año 68 expresó la voluntad de una nueva generación política de querer ir más allá del Estado de bienestar y de la política institucional de los viejos partidos de derechas y de izquierdas (incluidos los partidos comunistas); pero finalmente, a partir de 1973, una onda larga . neoliberal se fue imponiendo frente a aquélla con el fin de frenar la “sobrecarga de demandas” desde abajo y la crisis de “gobernabilidad” que afectaba a un capitalismo en crisis.
Así, desde los años 80 se mostraba cada vez con mayor dramatismo lo que Bob Jessop ha definido como “la paradoja de Offe”: “mientras que el capitalismo no puede coexistir con el Estado de bienestar, tampoco puede existir sin él” (2008: 334). En efecto, la tensión entre las necesidades del nuevo régimen de acumulación capitalista (con ataques al salario directo, indirecto y diferido de la fuerza de trabajo), por un lado, y la garantía del mantenimiento de un cierto grado de legitimación social entre la mayoría de la población (cada vez más limitada por esos mismos ataques), por otro, ha conocido distintas fases (resistencias con derrotas en los años 80, triunfalismo capitalista tras la caída del bloque soviético a comienzos de los 90, fin de la “globalización feliz” a finales de los 90) hasta llegar a la crisis actual. Pese a sus dificultades, el capitalismo logró dominar esa tensión sin grandes sobresaltos e incluso convirtiendo en “sentido común” su individualismo posesivo y consumista; pero el grado de financiarización que ha conocido ha acabado conduciendo al estallido de “burbujas” sucesivas cuyas consecuencias hoy recaen en las capas populares mediante nuevos “planes de ajuste” que, además de no ser suficientes para crear las bases de un nuevo “crecimiento” económico, no dejarán de generar un mayor déficit de legitimidad del sistema y de las democracias realmente existentes. Porque es ahora cuando el gran capital parece dispuesto, también en el “Norte”, a buscar una huida hacia delante frente a la magnitud de la crisis disponiéndose a prescindir incluso de unos Estados asistenciales cada vez más adelgazados justamente cuando los efectos del “descensor social” en marcha son más patentes.
DINERO, PODER Y “DESDEMOCRATIZACIÓN”
Este pronóstico se basa en que si bien durante el período de expansión económica la tendencia a la configuración de partidos “catch-all” y el neocorporativismo basado en la concertación patronal-sindicatos mayoritarios fueron relativamente funcionales al capitalismo, la intensificación de la ola neoliberal y, ahora, el estallido de la crisis sistémica han ido minando sus bases y, como consecuencia, más que a un proceso de profundización democrática a lo que estamos asistiendo es a otro inverso de “desdemocratización” o, “deconsolidación” de la democracia. Si por esto último entendemos, de nuevo con Offe, el “deterioro cualitativo en un proceso en el que se van socavando lentamente las instituciones y los principios democráticos” (2009: 108), no es difícil encontrar en nuestra realidad más cercana ejemplos de la tendencia a pasar de un “Estado social y democrático de derecho” a otro asistencial, oligárquico y securitario. Algunos, como Crouch, hace tiempo que pronosticaban ya que entrábamos en una “post-democracia”, mientras que otros se limitan a constatar que la democracia estaría “en suspenso” (Bassas, 2010), sobre todo a la vista del sometimiento tan brutal a la “dictadura de los mercados” que pretende instaurarse a escala global en el momento histórico actual.
En esas condiciones, sucintamente expuestas, el problema de encontrar mediaciones políticas que ayuden a construir una “democracia fuerte”, empleando la fórmula de Benjamin Barber, no es fácil de resolver, ya que las propuestas de reforma en un sentido más representativo, deliberativo o participativo no sólo chocan con la firme resistencia de las elites políticas a renunciar a sus privilegios sino que, sobre todo, tropiezan con la estrecha asociación de las mismas con el poder del dinero.
Porque nunca como hoy “poder estatal y poder de la riqueza se conjugan tendenciosamente en una sola y misma gestión erudita de los flujos de dinero y de poblaciones. Juntos se aferran en reducir los espacios de la política” (Rancière, 2006: 135).
Es evidente, además, como ocurre en el caso español, que los sistemas de democracia partidaria que se han ido conformando ponen la búsqueda de la “gobernabilidad” por encima del criterio de asegurar la representatividad plural de la población. Así ocurre con los sistemas electorales por los que se opta con el fin de, por ejemplo, reforzar el bipartidismo y las listas cerradas, o exigiendo mociones de censura “constructivas” para derribar gobiernos; o, en fin, estableciendo “cuartas cámaras” como los Tribunales Constitucionales, controlados por los grandes partidos y convertidos en garantes de un fundamentalismo constitucional resistente a la evolución de las realidades sociales y políticas internas, mientras se pliegan ante las que vienen del exterior, ya sea de la Unión Europea o de un derecho mercantil privado al servicio de los poderes económicos transnacionales. Por no hablar de la supervivencia de una institución antidemocrática como la monarquía en viejas y nuevas democracias europeas que, pese a no gobernar, mantienen un poder simbólico y fáctico nada despreciable en momentos de crisis.
Por eso reivindicar hoy un parlamento, elegido por sufragio universal directamente proporcional mediante listas no bloqueadas de partidos, como sede efectiva de la soberanía popular, es una demanda elemental que sin embargo parece ya “utópica”, en el sentido negativo del término. Lo mismo ocurre con la apuesta tan necesaria por superar uno de los principales déficit de la transición política española: la construcción de una república federal, plurinacional, pluricultural1 y solidaria, libremente pactada desde el reconocimiento del derecho a la autodeterminación de los pueblos que forman parte del Estado español; un proceso que debería extenderse a escala europea frente a una despótica Unión Europea, convertida en instrumento disciplinario neoliberal similar al papel que ha jugado y todavía juega el Fondo Monetario Internacional en otras regiones y, ahora, en la misma Europa.
El paso de la “gobernabilidad” a la “gobernanza” (neologismo que ha acompañado al auge neoliberal), con el consiguiente peso creciente de los grupos de presión ligados al capital financiero y las empresas transnacionales (que son, en realidad, quienes están detrás de ese sujeto abstracto tan recurrido ahora con la crisis: “los mercados”) ha contribuido, además, a la extensión de una de las grandes lacras del sistema político actualmente dominante: la corrupción, cada vez más generalizada bajo el “efecto riqueza”, bajo sus distintas formas. ¿Qué respuestas tendríamos si algún partido con peso parlamentario asumiera una lucha consecuente contra el poder de los corruptores, rechazando cualquier tipo de presión sobre los representantes y proponiendo reformas que restringieran drásticamente los gastos durante las campañas electorales, que evitaran la consolidación de una “clase política” mediante la limitación del tiempo de permanencia en los cargos electos, el establecimiento de fórmulas de rendición de cuentas, rotación y revocación de representantes, de retribuciones salariales equivalentes a la del sueldo medio de un empleado público y de prohibición de volver a presentarse a quienes hayan sufrido condena por corrupción? ¿Qué pasaría si una Iniciativa Legislativa Popular a favor de la creación de una nueva Cámara mediante el viejo y sin embargo olvidado sistema del sorteo (Cancio, 2009) –y, por tanto, basado en el principio de que cualquiera pudiera participar en el gobierno– llegara a algún parlamento electo para su aprobación? Me temo que, más allá de la demagogia con la que, en el mejor de los casos, contestaran afirmativamente a algunas de esas propuestas, la gran mayoría de la “clase política” se opondría a las mismas en nombre de la preservación de una “libre competencia no falseada” y de la “meritocracia” del político profesional.
Pero el problema está en que en esta materia ni siquiera bastaría con esas medidas de control para luchar contra la corrupción, ya que ésta se ha visto estimulada por un neoliberalismo que, bajo el creciente poder de esos “lobbies” transnacionales, ha ido privatizando amplias esferas de la economía y de servicios públicos y ha fomentado así burbujas como la inmobiliaria, de la que, como hemos comprobado suficientemente en el caso español, se ha beneficiado una larga lista de alcaldes y concejales. Haría falta, por tanto, revertir esos procesos mediante una desmercantilización creciente de aquellos sectores y bienes comunes tan necesarios para garantizar el acceso de la población a derechos sociales fundamentales. Nos topamos así, por tanto, con la estrecha asociación entre la “corrupción de la democracia” (Vidal Beneyto, 2010) y un capitalismo basado en la propiedad privada de los sectores estratégicos de la economía, incluyendo en ellos el de los medios de comunicación, cada vez más dominante en la construcción de una falsa realidad alienante. Por eso quizás el caso italiano, con la “berlusconización” del sistema político, sea el paradigma del horizonte que nos amenaza.
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