En estos momentos el discurso comunista no goza de
una mínima difusión en la sociedad. Los partidos comunistas de voto mayoritario
en occidente enmascaran sus siglas dentro de coaliciones de marca blanca,
defienden programas políticos y económicos de corrección del capitalismo y
evitan en su discurso cualquier mensaje que pudiera ser interpretado como una
salida de tono dentro de los límites impuestos por el sistema.
Esta precaución al hablar, quizás al pensar, se ha
contagiado a la militancia. Y no hablamos de aquellos para los que el lenguaje
ambiguo es una manera de medrar en busca de un sillón. Por desgracia, los
comunistas de corazón que militan en la base o que simplemente participan en
colectivos sociales son igual de cuidadosos a la hora de identificar su
ideología, exponer abiertamente sus verdaderas aspiraciones, apelar a la clase
trabajadora o defender las medidas que pueden abrir el camino a la lucha
efectiva. Y, como sugeríamos anteriormente, parece evidente que esta moderación
en el mensaje se ha instalado más profundo, que hemos cedido a la
automoderación de objetivos o de pensamiento.
No vamos a entrar ahora en las causas del proceso
que nos ha traído hasta esta situación, aunque tampoco vamos a asumir toda la
culpa: es obvio que el sistema capitalista controla quién habla y qué se puede
decir, y ello en una situación de total hegemonía desde que desapareció la
Unión Soviética. Sin embargo, el objetivo del capital es la eliminación
definitiva de todo rastro de ideología marxista y para ello el ataque ha
entrado en estos momentos en una nueva fase.
La última crisis capitalista ha puesto
abiertamente de manifiesto, especialmente en el sur de Europa, un proceso que
venía gestándose desde los años setenta. La búsqueda incesante de una mayor
tasa de beneficio traspasó hace tiempo los límites del crecimiento natural del
capital. Tras recurrir a la liberalización, el endeudamiento y las burbujas
especulativas solo queda concentrarse en el recurso clásico: la elevación
desenfrenada de los niveles de explotación. La inevitable respuesta en la calle
está siendo gestionada por dos vías: a la vez que se refuerzan de manera obvia
las medidas represivas, se abren otros caminos más sutiles de reconducción
institucional del descontento. Esta última es la función que han asumido
partidos políticos como Podemos o Ciudadanos en España. El sistema capitalista
no tiene ningún problema en aceptar formaciones que no cuestionen su modo
intrínseco de funcionamiento. Si debe sacrificar a los actores que hasta ahora
han protagonizado el juego parlamentario y reemplazarlos por dos fuerzas
similares, no hay problema. Si por el camino el propio desencanto en los
resultados de las nuevas formaciones revitaliza a las de siempre, tampoco pasa
nada. Lo importante es que parezca que el problema estaba en el modo torpe o
corrupto con el que se gestionaba el sistema, no en el sistema mismo; que, en
definitiva, el sistema provee los propios mecanismos que lo corrigen.
Pero esta estrategia de reconstitución no se ha
limitado a un mero reemplazo de actores: las nuevas formaciones, especialmente
las que deben ocupar el espacio de la izquierda, han venido acompañadas de un
armazón teórico que aspira a ocultar el enfrentamiento entre clases puesto de
manifiesto por el marxismo. Ya sea que Podemos se convierta en el recambio del
PSOE o, lo que parece más probable, asuma el papel de muleta que representaba
Izquierda Unida, el hecho importante es que viene a reemplazar todos los
referentes de la izquierda del último siglo. Para ello no han tenido que
recurrir a novedosas teorías sociales o a intelectuales de prestigio. La
debilidad de nuestra posición les ha permitido presentar como novedoso un
refrito de tópicos mil veces utilizados desde el siglo XIX para engañar a la
clase trabajadora. La autoridad intelectual la basan en “pensadores” de segunda
fila que gustan de autoproclamarse “postmarxistas”, más por el prestigio de
juntar su nombre al de Marx que por el hecho de haber aportado o rebatido una
sola linea al pensamiento de éste.
La apelación al ciudadano frente al trabajador, el
reemplazo del eje derecha-izquierda por el vertical del arriba y el abajo, la
entronización de la democracia “radical” como origen de cambios en sí misma, la
renovación generacional a favor de jóvenes tecnócratas “sobradamente
preparados”, la nostalgia por un falso pasado idílico de protección social al
que volver y el catálogo de recetas keynesianas que ya mostraron sus límites
hace cincuenta años forjan un nuevo referente de falsa contestación que es el que
van a asumir como propio tanto la “omnipresente” clase media desmovilizada como
las generaciones que constituirán el futuro proletariado al que está aboca el
mercado laboral de nuestro país. El sistema lo pone todo de su parte para darle
un toque de atractivo canalla a este pastiche de recetas buenrollistas. Así,
mientras en la práctica las formaciones novatas actúan obedientemente y hacen
suyas las más duras recetas neoliberales, los telediarios no cesan de hacerles
el favor de calificarlas de “izquierda radical”, con más intención de darles un
toque de atractivo malditismo que el de desincentivar su expansión. En un
sistema en el que los medios comienzan por invisibilizar cualquier opción a la
que quieran bloquear, el eco mediático del que ha disfrutado una formación
naciente como Podemos sólo nos puede hacer pensar en propaganda intencionada de
una nuevo catálogo de valores, de una ideología descafeinada creada para
reemplazar a la de la izquierda real. Si finalmente alguna de estas formaciones
consigue acceder al gobierno, demostrando la nula efectividad de sus
postulados, habrá quedado probado de rebote el fracaso práctico de la
“izquierda radical”.
Pero no caigamos en el desánimo, intentemos ver
este momento en el que estamos siendo atacados como una oportunidad. Por un
lado, el intento de reemplazo ideológico es tan burdo y evidente que no puede
sino favorecer la reacción de todos esos militantes con décadas de lucha a sus
espaldas. Por otro lado, la ruptura en la cúpula de formaciones históricas,
cegadas o infiltradas por las nuevas viejas ideas, favorecen el cuestionamiento
de las bases, que pueden sentirse con más libertad de curiosear en nuevos espacios
de encuentro. Por último, no deberíamos despreciar el potencial de tantos
comunistas que en estos momentos no han encontrado un espacio en el que
organizarse; muy posiblemente acudirán a una llamada de encuentro y trabajo.
Nos va en ello la pervivencia de una ideología
que, con todo su bagaje teórico y práctico, necesita de la lucha para
transmitirse. Afortunadamente no podemos quejarnos de no contar con experiencia
histórica. Sabemos que el marxismo nos permite explicar lo que está ocurriendo
en este mundo globalizado como ninguna otra teoría económica puede hacerlo.
Sabemos que la lucha de clases es la válvula que permite el avance de la
sociedad en un sentido o en otro. También sabemos, y aquí está el trabajo duro,
que necesitamos de la organización de la clase trabajadora para poner estos
conocimientos a pelear en favor de los propios trabajadores.
Pero vayamos poco a poco. Reconstruir una
confianza y un discurso olvidado durante décadas debe ser una tarea de trabajo
colectivo en la que participen y se sientan implicados el mayor número de
camaradas posible. Requiere de un espacio de encuentro en el que podamos
confluir y discutir con confianza y libertad, un espacio donde se hable en pie
de igualdad se pertenezca o no a una organización, donde no exista la prisa por
responder a una cita electoral, donde hacer confluir la experiencia y el
entusiasmo evitando el dogmatismo y el voluntarismo. No menos importante sería
el talante con el que afrontar un proceso como este: puede que algunos sientan,
seguro que con motivos, que ellos y su organización siempre han transitado el
camino correcto, pero en estos momentos la participación abierta y plural es la
mejor garantía para un esfuerzo fructífero.
Un espacio de encuentro comunista tendría ante si
un gran trabajo teórico. Mucho hay por analizar, discutir y elaborar,
comenzando por la lista inicial de temas a tratar. Sirva como ejemplo
cuestionable e incompleto: identificar a la clase trabajadora en la España del
siglo XXI, la del nuevo proletariado y la preponderancia del sector servicios;
elaborar el discurso que la haga patente a sí misma, contraatacando la
desmovilizadora ficción de la clase media; explicar de manera accesible el
capitalismo globalizado según la teoría económica marxista, etc. Para ello contaremos
con toda seguridad tanto con aportaciones ya muy trabajadas como con ideas
frescas que nos permitan acceder a sectores sociales o laborales hasta ahora
descuidados.
Igual de importante sería identificar aquellas
cuestiones prácticas en las que ensayar una unidad de acción: reconstrucción
del mensaje comunista y de la confianza en difundirlo; restaurar el imaginario
colectivo socialista como antagonista al imperante no-hay-alternativa; devolver
a los trabajadores la confianza en su autoridad de clase, sin necesidad de
estar mediada por politólogos o economistas; plantear una Europa de los
Trabajadores frente a la Unión Europea y el euro, etc. Sirva también esta lista
a modo de ilustración; busquemos entre todos las propuestas que nos unen,
evitando atascarnos en aquello que pueda separarnos.
Sabemos que no sería una tarea fácil. Muchos
estarán ansiosos de afrontar el reto. A otros les puede parecer frustrante
empezar un camino con la impresión de que ya se ha transitado previamente. En
realidad es una sensación engañosa, estamos afrontando la lucha que nos
corresponde a nosotros y a nosotras en nuestro momento y en nuestro contexto.
La rica experiencia de la que partimos nos ha enseñado que no existen atajos ni
recetas mágicas, pero a cambio esa misma experiencia teórica y práctica
constituye la mejor base desde la que volver a avanzar.