Guntherwell.
Argelaga
Que
la economía y la política vayan a la par es algo elemental. La
consecuencia lógica de tal relación es que la política real ha de
ser fundamentalmente económica: a la economía de mercado
corresponde una política de mercado. Las fuerzas que dirigen el
mercado mundial, dirigen de facto la política de los Estados, la
exterior, la interior y la local. La realidad es ésta: el
crecimiento económico es la condición necesaria y suficiente de la
estabilidad social y política del capitalismo. En su seno, el
sistema de partidos evoluciona de acuerdo con el ritmo desarrollista.
Cuando el crecimiento es grande, el sistema tiende al bipartidismo.
Cuando se detiene o entra en recesión, como si obedeciera a un
mecanismo homeostático, el panorama político se diversifica.
El
capital, que es una relación social inicialmente basada en la
explotación del trabajo, se ha apropiado de todas las actividades
humanas, invadiendo todas las esferas: cultura, ciencia, arte, vida
cotidiana, ocio, política… Que hasta el último rincón de la
sociedad se haya mercantilizado significa que todos los aspectos de
la vida funcionan según pautas mercantiles, o lo que es lo mismo,
que cualquier actividad humana es gobernada por la lógica
capitalista. En una sociedad-mercado de éstas características no
existen clases en el sentido clásico del término (mundos aparte
enfrentados), sino una masa plástica donde la clase del capital -la
burguesía- se ha transformado en un estrato ejecutivo sin títulos
de propiedad, mientras que su ideología se ha universalizado y sus
valores han pasado a regular todas las conductas sin distinción.
Esta forma particular de desclasamiento general no se traduce en una
desigualdad social menguada; bien al contrario, es mucho más
acentuada, pero incluso con el aguijoneo de la penuria ésta se
percibe con menor intensidad y, por consiguiente, no induce al
conflicto. El modo de vida burgués ha inundado la sociedad, anulando
la voluntad de cambio radical. Los asalariados no quieren otro estilo
de vida ni otra sociedad esencialmente diferente; a lo sumo, una
mejor posición dentro de ella mediante un mayor poder adquisitivo.
El antagonismo violento se traslada a los márgenes: la contradicción
mayor radica más que en la explotación, en la exclusión. Los
protagonistas principales del drama histórico y social ya no son los
explotados en el mercado, sino los expulsados y quienes se resisten a
entrar: los que se sitúan fuera del “sistema” como enemigos.
La
sociedad de masas es una sociedad uniformizada, pero tremendamente
jerarquizada. La cúspide dirigente no la conforma una clase de
propietarios o de rentistas, sino una verdadera clase de gestores. El
poder deriva pues de la función, no del haber. La decisión se
concentra en la parte alta de la jerarquía social; la desposesión,
principalmente en forma de empleo basura, precariedad laboral y
exclusión, se ceba en la parte más baja. Las capas intermedias,
encerradas en su vida privada, ni sienten ni padecen; simplemente
consienten. Sin embargo, cuando la crisis económica las alcanza, las
tira hacia abajo. Entonces, dichos estratos, denominados por los
sociólogos clases medias, salen de ese inmovilismo que era basamento
del sistema de partidos, contaminan los movimientos sociales y toman
iniciativas políticas que se concretan en nuevas formaciones. Su
finalidad no es evidentemente la emancipación del proletariado, o
una sociedad libre de productores libres, o el socialismo. El
objetivo es mucho más prosaico, puesto que no apunta más que al
rescate de la clase media, o sea, a su desproletarización por la vía
político-administrativa.
La
expansión del capitalismo, geográfica y socialmente, comportó la
expansión de sectores asalariados ligados a la racionalización del
proceso productivo, a la terciarización de la economía, a la
profesionalización de la vida pública y a la burocratización
estatal: funcionarios, asesores, expertos, técnicos, empleados,
periodistas, profesiones liberales, etc. Su estatus se desprendía de
su preparación académica, no de la propiedad de sus medios de
trabajo. La socialdemocracia alemana clásica vio en esas nuevas
“clases medias” un factor de estabilidad que hacía posible una
política reformista, moderada y gradual, y desde luego, un siglo más
tarde, su ampliación permitió que el proceso globalizador llegara
al límite sin demasiadas dificultades. El crecimiento exponencial
del número de estudiantes fue el signo más elocuente de su
prosperidad; en cambio, el desempleo de los diplomados ha sido el
indicador más claro de la desvalorización de los estudios y, por lo
tanto, el termómetro de su abrupta proletarización. Su respuesta a
la misma, por supuesto, no adopta rasgos anticapitalistas, ajenos
completamente a su naturaleza, sino que se materializa en una
modificación moderada de la escena política que reaviva el
reformismo de antaño, centrista o socialdemócrata, pomposamente
denominada “asalto a las instituciones”.
La
clase media se halla en el centro de la falsa conciencia moderna por
lo que no se contempla a sí misma como tal; para ella su condición
es general. Todo lo ve bajo su óptica particular exacerbada por la
crisis, sus intereses son los de toda la sociedad. Sociológicamente,
todo el mundo es clase media; sus ideólogos se expresan en el
lenguaje de cartón piedra de Negri, Gramsci, Foucault, Deleuze,
Derrida, Baudrillard, Bourdieu, Zizek, Mouffe, etc. Para ellos el
“gran acontecimiento”, la quiebra del régimen capitalista, es
algo que nunca sucederá. La revolución es un mito al que conviene
renunciar en aras de una contestación realista a la crisis que
fomente la participación ciudadana a través de las redes sociales,
o sea, la cacareada “dialéctica de contrapoder”, no que impulse
el cambio revolucionario. Políticamente, todo el mundo es ciudadano,
o sea, miembro de una comunidad electrovirtual de votantes, y en
consecuencia, ha de apasionarse con las elecciones y las nuevas
tecnologías. Cretinismo ideológico posmoderno por un lado,
cretinismo parlamentario tecnológicamente asistido por el otro, pero
cretinismo que cree en el poder. Su concepción del mundo le impide
contemplar los conflictos sociales como lucha de clases; para ella
aquellos son simplemente un problema redistributivo, un asunto de
ajuste presupuestario cuya solución queda en manos del Estado, y que
por consiguiente, depende de la hegemonía política de las
formaciones que mejor la representan. La clase media posmoderna
reconstruye su identidad política en oposición, no al capitalismo,
sino a “la casta”, es decir, a la oligarquía política corrupta
que ha patrimonializado el Estado. Los otros protagonistas de la
corrupción, banqueros, constructores y sindicalistas, permanecen en
segundo plano. La clase media es una clase temerosa, espoleada por el
miedo, por lo que busca hacer amigos más que enemigos, pero ante
todo busca no desequilibrar los mercados; la ambición y la vanidad
aparecerán con la seguridad y la calma que proporciona el pacto
político y el crecimiento. Al constituirse como sujeto político, su
ardor de clase se consume todo ante la perspectiva del
parlamentarismo; la contienda electoral es la única batalla que
piensa librar, y ésta discurre en los medios y las urnas. En sus
esquemas no cabe la confrontación directa con la fuente de sus
temores y sus ansias -el poder de “la casta”- ya que sólo
pretende recuperar su estatus de antes de 2008, reforma que pasa por
la despatrimonialización de las instituciones, no por su
liquidación.
El
concepto de “ciudadanía” ofrece un sucedáneo identitario allí
donde la comunidad obrera ha sido destruida por el capital. La
ciudadanía es la cualidad del ciudadano, un ente con derecho a
papeleta cuyos adversarios parece que no sean ni el capital ni el
Estado, sino los viejos partidos mayoritarios y la corrupción, los
grandes obstáculos del rescate administrativo de la clase media
desahuciada. La ideología ciudadanista, a la vanguardia del
retroceso social, no es una variante pasada por agua del obrerismo
estalinoide; es más bien la versión posmoderna del radicalismo
burgués. No se reconoce ni siquiera de boquilla en el
anticapitalismo, al que considera caducado, sino en el liberalismo
social de corte más o menos populista. Esto es así porque ha tomado
como punto de partida la existencia degradada de las clases medias y
sus aspiraciones reales, por más que se apoye en las masas en riesgo
de exclusión, demasiado desorientadas para actuar con autonomía, y
asimismo en los movimientos sociales, demasiado débiles para creer y
mucho menos desear una reorganización de la sociedad civil al margen
de la economía y del Estado. En ese punto, el ciudadanismo es hijo
putativo del neoestalinismo fracasado y de la socialdemocracia
obstruida. El programa ciudadanista es un programa de advenedizos,
extremadamente maleable y tan políticamente correcto que da arcadas,
ideal para arribistas frustrados y aventureros políticos en paro.
Los principios no importan; su estrategia es conscientemente
oportunista, con objetivos únicamente a corto plazo, perfectamente
compatibles con pactos que el día antes de las elecciones hubieran
sido considerados contra natura.
En
ningún programa ciudadanista figurarán la socialización de los
medios de vida, la autogestión generalizada, la supresión de la
especialización política, la administración concejil, la propiedad
comunal o la distribución equilibrada de la población en el
territorio. Los partidos y alianzas ciudadanistas se proponen
simplemente un reparto de ingresos que amplíe la base mesocrática,
es decir, pugnan por unos presupuestos institucionales que detengan
las privatizaciones, eliminen los recortes y reduzcan la precariedad
laboral, sea por la creación de pequeñas empresas, o por la
cooptación de una mayoría subempleada de titulados en las tareas
administrativas, intenciones que no son nada rupturistas. No llegan a
la arena política como subversivos sino como animadores; lo de
cambiar la constitución de 1978 no va en serio. Todavía no han
puesto el pie en el ruedo y ya exhiben realismo y moderación a
raudales, enarbolando la bandera monárquica y tendiendo puentes a la
denostada “casta”. Son conscientes de que una vez consolidados
como organizaciones y en posesión de un capital mediático
suficiente, el paso siguiente será una gestión de lo existente más
clara y eficaz que la anterior. Ninguna medida desestabilizadora les
conviene, pues los líderes ciudadanistas han de demostrar que la
economía se desenvolverá menos críticamente si son ellos quienes
están al timón de la nave estatal. Forzosamente han de presentarse
como la esperanza de la salvación por la economía, por eso su
proyecto identifica progreso con productividad y puestos de trabajo,
o sea, es desarrollista. Persigue entonces un crecimiento industrial
y tecnológico que cree empleos, redistribuya rentas y aumente las
exportaciones, bien recurriendo a reformas del sistema impositivo,
bien a la explotación intensiva de los recursos territoriales,
incluido el turismo. Lo de menos es que los empleos sean socialmente
inútiles y respondan a necesidades auténticas. El realismo
económico manda y completa al realismo político: nada fuera de la
política y nada fuera del mercado, todo para el mercado.
El
relativo auge del ciudadanismo, con sus modalidades nacionalistas,
viene a demostrar el deficiente calado de la crisis económica, que
lejos de sacar a la luz las divisiones sociales y sacar a la luz las
causas de la opresión, dando lugar a una protesta consciente y
organizada que se plantee la destrucción del régimen capitalista,
ha permitido a otros disimularlas y oscurecerlas, gracias a una falsa
oposición que lejos de cuestionar el sistema de la dominación lo
apuntala y refuerza. Una crisis que se ha quedado a mitad de camino,
sin desencadenar fuerzas radicales. No obstante, las crisis van a
continuar y a la larga sus consecuencias no podrán camuflarse como
cuestión política y terminarán emergiendo como cuestión social.
Todo dependerá del retorno de la lucha social verdadera, ajena a los
medios y a la política, recorrida por iniciativas nacidas en los
sectores más desarraigados de las masas, aquellos que tienen poco
que perder si se deciden a cortar los lazos que les atan al destino
de la clase media y bajan de su carro. Pero dichos sectores
potencialmente antisistema hoy parecen agotados, sin fuerzas para
organizarse autónomamente, incapaces de erigirse en sujeto
independiente, y por eso el ciudadanismo campa a sus anchas, llamando
suavemente a la puerta de los parlamentos y consistorios municipales
para que le dejen entrar. Esa es la tragicomedia de nuestro tiempo.