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Meramente a título instrumental y descriptivo,
podemos poner fecha al nacimiento de la clase obrera en la primera revolución
industrial,mediados del siglo XVIII. El proletariado se convierte en sujeto
histórico en la fábrica, en el trabajo cotidiano, en los cinturones
industriales y en el hábitat de arrabal y extrarradio. Se reconoce a sí mismo
como agente colectivo con problemas y aspiraciones propios. Frente a ella, el
empresariado y la burguesía.
Cerca de la clase obrera, surge el feminismo, la
mujer como entidad singular que exige igualdad y voto, una voz que quiere
emanciparse del patriarcado tradicional que la mantiene encerrada en el hogar
como simple factor reproductivo y auxiliar del hombre. Fuera del proletariado,
el mundo de la cultura, un colectivo heterogéneo con peculiaridades muy
marcadas, pero asimismo utilizado y explotado por las clases pudientes. De
la alianza entre los tres, azarosa y no sin contradicciones, la clase obrera
enriquece su ideario y abre nuevos horizontes en su ideología y en su acción
política cotidiana.
Las revoluciones soviética y china y más tarde Cuba,
suponen la toma de poder efectivo, no sin paradojas, del sujeto histórico clase
obrera. El mundo bipolar afianza, al menos en la teoría y en el terreno
social, las posiciones emergentes del proletariado. El capitalismo
ensaya en la práctica nuevas fórmulas para detener este avance que parece
incontenible mediante la exaltación de nacionalismos emotivos que encubren y
desvían la lucha de clases hacia focos de atención ficticios creados ex profeso
para dividir y neutralizar las energías revolucionarias del trabajador, de la
mujer y de la cultura progresista en general. Hitler, Mussolini,
Franco, la Segunda Guerra Mundial, Hiroshima y Nagasaki, Vietnam y las
dictaduras militares latinoamericanas son hitos a golpe de pistola y bombazo
limpio de esos coletazos del capitalismo global para impedir el ascenso de la
clase obrera al poder real.
Después de la segunda conflagración bélica a
escala mundial, la guerra fría se instala en el juego
político. En Occidente, la presión social provoca el Estado del
Bienestar para contrarrestar las ínfulas transformadoras del pueblo
llano. A cambio, se entregan en sacrificio las ideas socialistas,
comunistas y anarquistas. El consumismo crea nuevas categorías e
identidades, la principal el concepto clase media. La neolengua inventa
otro concepto sibilino, clase trabajadora, con lo que se pretende
erradicar los aromas revolucionarios del término obrero. De esta forma, se dice
que todos los que viven de un salario, incluidos los empleados del sector
servicios y el espacio rural, pueden verse reflejados en la categoría clase
trabajadora.
Es tiempo de dudas y parones en el devenir de la
clase obrera. Desde el poder y los medios de comunicación empiezan a moldearse
nuevas identidades sociales de la noche a la mañana. La complejidad naciente
convierte en enemigos más o menos irreconciliables a unos y otros, en un
laboratorio ideológico que pretende dividir a la clase obrera en intereses
singulares siempre en disputa. El centro neurálgico de la vida ya no es
el lugar de trabajo sino la sociedad en su conjunto. La filosofía y la política
ceden terreno a la psicología y la sociología. La academia oficial
produce análisis por doquier sin referencias políticas. Todo sucede en
un sistema complejo de agentes múltiples creados a propósito, clasificables y
desmenuzados hasta el último detalle. Las nuevas etiquetas de la democracia
liberal para reconocerse cada cual en su idiosincrásica personalidad son
variadas y casi a gusto del consumidor: juventud, mayores, gais, lesbianas,
musulmanes, radicales, antisistema, autóctonos, inmigrantes, terroristas… La
pléyade de nombres surgidos casi de la nada es extensa y prolija. El otro se
transforma en otros innumerables. Mientras la clase obrera se
mantuvo firme y fiel a sus principios internacionalistas, el otro era
el explotador, el burgués, el empresario, la derecha si se quiere. El sujeto
histórico se ha evaporado y troceado en cientos de yoes sociales
en disputa permanente. A esto lo denominan sociedad compleja. En palabras de la
posmodernidad: ya no hay grandes relatos, solo relatos diminutos en busca de la
felicidad y autorrealización privada y particular.
Sujetos múltiples sin conexión
Hoy, la eclosión de luchas y movilizaciones es
difusa y sin un nexo común que las aglutine. Son noes contra
situaciones sociales concretas que adolecen de un sí rotundo e integrador
alternativo al capitalismo. La coalición inmediata en la calle y en la plaza
públicas se resiente de una espontaneidad huérfana de estrategias ideológicas y
políticas coherentes. Recomponer el sujeto histórico sería el paso crucial para
dar sustento a todos esos movimientos que gritan no de modo automático como
consecuencia de la crisis del sistema actual. Solo con la resistencia ética no
se abrirán caminos políticos y sociales que permitan acceder al poder a los de
abajo. El capitalismo ha demostrado a lo largo de su trayectoria que es
capaz de hallar soluciones técnicas de éxito para mantenerse con salud sin
cambios profundos, a través de medidas de apariencia democrática o mediante
asonadas golpistas de muy diferente signo.
El peligro que se cierne sobre el pueblo llano es
el desgaste paulatino de su grito solidario sin que sus aspiraciones legítimas
se plasmen en el plano político. Hay dos barreras colosales que evaden
y diluyen las responsabilidades de los poderes fácticos y de sus testaferros
políticos: los fantasmales mercados y el terrorismo como coartada. Mercados y
terrorismo son dos sujetos de laboratorio que no tienen rostro ni son
identificables en el paisaje de lo real. Juegan el rol de mitos que producen
pánico reverencial. Ese es su cometido fundamental: instalar el miedo
para adormecer las mentes y hacerlas más moldeables así a los intereses
encubiertos del poder global. Es una manera muy útil de desviar la atención de
la realidad de carne y hueso hacia enemigos que no se ven ni se tocan pero
están ahí beligerantes contra todos. En realidad, ese adversario, viejo ya en
la historia del ser humano, es el germen manipulable del que puede echar brotes
fascismos de toda estirpe.
Todos contra el miedo podría
ser la consigna, lema o paradigma para que una alternativa sólida, popular y de
izquierdas pudiera convertir la pluralidad heterogénea de la actualidad en
unidad de acción con un programa común básico de carácter local pero sin
olvidar la perspectiva internacionalista o global de la magna y ardua empresa
por construir un mundo más habitable, justo y solidario. Esa senda, aún en
ciernes, tendría que reconstituir un sujeto histórico fiable e íntegro, fuerte
en sus estructuras internas y con visión de futuro. El paso a dar es el
que va de la resistencia defensiva al ataque afirmativo, del no social
reivindicativo al sí político e ideológico.
Sin sujeto no hay historia ni futuro.
La izquierda debe luchar en todos los frentes posibles y con todas las armas
ideológicas, políticas y sociales a su alcance para detener la proliferación
constante de sujetos ficticios que merman y diluyen las energías de la lucha de
clases soterrada entre mensajes de complejidad construidos para no hacerla
visible en el teatro público. El otro no es el inmigrante ni
la mujer ni el terrorista. El otro no
es más que la referencia contradictoria y opositora a la clase trabajadora (u
obrera o pueblo llano) que compra o alquila su fuerza, conocimientos y
habilidades concretas en el mercado laboral. Esto es, el empresario de turno,
la derecha, incluso en sus versiones solapadas social-liberales y socialdemócratas.
Los puntos de encuentro son muchos, el
principal el rescate de lo público como factor de igualdad y redistribución
equitativa de la riqueza. Sobre él giraría el resto del programa a desarrollar,
con consecuencias directas en la sanidad y la educación. Y también en la
cultura. La erosión de lo público se ha asumido desde
hace décadas como algo inevitable por diversas gentes de izquierda. La batalla
viene de lejos: se ha podido amortiguar más o menos en lo social y en lo
político a duras penas, pero en el terreno ideológico la victoria ha sido total
para la derecha y comparsas nominales de la izquierda privatizadores.
Hace bastante tiempo ya que el
capítulo ideológico se dejó gratuitamente en manos de la derecha. Era un campo
de conflicto que con el asentamiento del bienestar a plazos y el consumismo
compulsivo daba la sensación que era inocuo e intrascendente. Ahora vemos que
no era así, que las derrotas en ese terreno han precipitado las medidas
anticrisis agresivas y reaccionarias. Si la ideología
de la clase trabajadora se debilita, resulta difícil y complicado reconocer las
ideas de izquierda genuinas y los intereses propios. En este escenario de
confusión, discursos similares y sopa de siglas, la coletilla todos los
políticos son iguales y van a lo mismo se alza como una opinión
generalizada lógica y mayoritaria.
Recuperar las señas de identidad de un sujeto
colectivo es prioritario. Sin sujeto que se reconozca a sí mismo en plenitud no
será factible una alternativa de izquierdas poderosa y coherente. Lo
urgente: combatir con argumentos convincentes a tanto sujeto sin objeto
histórico que puebla la realidad como un verso suelto en busca de un poema que
dé sentido a su lucha