Por Marat"Eran los mejores tiempos, eran los peores tiempos, la edad de la sabiduría, el ciclo de la estupidez, la fase de la creencia, la etapa de la incredulidad, la estación de la Luz, la hora de las Sombras, era la primavera de la esperanza, el invierno de la desesperación, lo teníamos todo por delante, nada había frente a nosotros..." (
“Historia de dos ciudades”. Charles Dickens)
PINCELADAS DE UN CUADRO
Hace no mucho tiempo el mundo que dicen desarrollado vivía una opulenta edad dorada del consumo y disfrutaba lo que los frívolos llaman calidad de vida para ocultar la banalidad de lo que en realidad aprecian: el lujo.
Eran tiempos de varios vehículos en cada unidad familiar, una segunda residencia en la playa, un televisor de plasma en cada espacio de la vivienda, individualizando a los miembros de la familia, hijos perfeccionando su segundo idioma en el Reino Unido o haciendo un master en USA y de 100.000 achiperres tecnológicos para honrar al narcisismo en la autoburbuja de aislamiento personal o en el exhibicionismo de ostentar la posesión de lo último.
Eran tiempos de expresiones como
“divina de la muerte”,
“porque yo lo valgo” y, “
vanitas vanitatis”, de la belleza de
“la diosa que hay en ti”.
Los sargentos ejecutivos del marketing se miraban en los espejos de los cruzados de las finanzas y pixelaban sus esperanzas de éxito en un sueño de eterna prosperidad.
Los estudios de mercado recreaban la demoscópica simulación de la realidad que afirmaba que casi todos éramos clase media, aunque fuera a costa de la tarjeta de crédito que pagaba los gastos de otra tarjeta de crédito y ésta de una tercera. El que no estaba en el ansiado centro de la campana de Gauss sencillamente no existía.
El discurso oficial del desarrollo y el bienestar social era el que reproducía la situación de unas clases medias orgullosas de la redondez del universo de sus ombligos. Era lógico que fuera así porque son principalmente ellas las que mantienen la sociedad de consumo en épocas de bonanza económica. Es sobre todo en ese público objetivo en el que piensa el marketing cuando anuncia los productos de la “sociedad del bienestar”, es a ellos a quienes habla y de quienes reproduce y performa sus estilos de vida y valores.
Las gentes combatían la inseguridad que las exigencias de la vida moderna les creaba leyendo libros de autoayuda y descansaban los fines de semana en balnearios y spás. Las farmacias dispensaban ansiolíticos y antidepresivos por toneladas para corregir los desajustes entre expectativas y realización vital y milagrosas pastillas azules permitían alcanzar el olímpico
“citius, altius, fortius”a barrigudos burgueses con jóvenes y exigentes amantes.
Y sin embargo, sociólogos y filósofos post-postmodernos hablaban de la crisis del sentido en las sociedades occidentales, de la sensación de vacío vital, de la angustia derivada de las percepciones personales de lo efímero (pareja, trabajo, relaciones sociales, modas, valores, tendencias,...) y de la ausencia de asideros reales a los que agarrarse en un mundo inestable.
Gurús, santones, sectas, pitonisas televisivas, cursos de meditación transpersonal y religiones pret a porter sustituían a un casposo catolicismo que buscaba en la vuelta a lo retro la salida a un envejecimiento de su clientela y a una pérdida evidente de “sex appeal” entre los necesitados de terapias tranquilizadoras.
Las vías personales para combatir una negada infelicidad rechazaban por antiguo, ingenuo y “utópico”, con la más descarada ignorancia del significado de tal palabra, cualquier proyecto colectivo de emancipación humana y de búsqueda de superación de la fantasía de la jaula dorada de alquiler, pagadera a plazos cada final de mes.
La progresía de la época intelectualizaba la muerte de la clase obrera como realidad estructural y como clase para sí, escondiendo una visión parcelada de las luchas y reaccionaria en su aplanamiento de los proyectos de transformación social. Los “progres” gafapastas se mezclaban con los socialiberales en una supuesta confrontación teórica que ocultaba la indigencia intelectual y la falta de ideas de unos y otros. El oenegero antiglobalización podía hoy votar un partido de la “izquierda alternativa” y mañana a una “opción realista” de la izquierda. Al fin y al cabo, una y otra se nutrían básicamente de los mismos presupuestos de futuro: feminismo, altermundismo, ecologismo y otras reivindicaciones “transversales”, útiles para suavizar la realidad de una sociedad dividida en clases.
Pero bajo esta visión puramente ideológica de la realidad, reflejo mixtificado, “falsa conciencia” del mundo, se ocultaban unas condiciones sociales de producción y unas relaciones de clase que resultaban mucho menos superestructurales y culturalistas.
Casi nadie denunciaba por aquel entonces la mentira de las cifras del progreso social y de los índices de desarrollo humano de las sociedades “económicamente avanzadas”. Era mucho más fácil echar fuera, al tercer mundo, las cifras de la pobreza y de la desigualdad social. Hablar del cuarto mundo era cosa de curas rojos y de ONGs católicas y se ligaba más a cuestiones de fracaso personal en el itinerario vital, de infraclases, de familias desestructuradas, de falta de inversión social y, en general de origen secundario del injusto reparto de la riqueza, que de sus razones auténticas: las relaciones sociales de producción.
Los mejores años del despegue económico y la orgía de consumo de los años 90 y buena parte del primer decenio del segundo milenio no redujeron las cifras de paro por debajo del 8%, la misma cifra que en USA enciende las alarmas de un desempleo inaceptable para su economía. El 58% de la población asalariada española era mileurista en 2007 y para un importante segmento de los mismos los 1.000 € eran una utopía lejana. Cerca de 10 millones de personas, según cifras de Cáritas, vivían por debajo del umbral de la pobreza antes del inicio de la crisis económica en el Estado español. El trabajo basura, que hizo florecer a las ETTs como setas en primavera, era la norma y la excepción los contratos indefinidos, que los ingenuos desinformados seguían llamando fijos y que en realidad significaban que no estaba definido el momento en el que se produciría el despido. El importe medio de las pensiones de 8.273.940 de ancianos en 2007 era de 673,69 €, siendo los que superaban dicha cuantía una cifra reducida y los que se encontraban por debajo de la misma una cuantía no desdeñable. Cientos de miles de ancianos y personas excluidas socialmente (inmigrantes, discapacitados, personas que viven solos y carentes de recursos,...) habitaban infraviviendas de chabolismo vertical con riesgos de derrumbe. Según datos del mismo año sólo el 38% de los jóvenes entre 25 y 34 años disponían de estudios superiores, que incluyen tanto los universitarios como de formación profesional superior, y de ellos sólo una cifra minoritaria inferior al 20% de ese 38% provenía de las clases subalternas (clase obrera). La “inocente” y aparentemente inconsciente imbricación entre “ser joven” y “ser universitario” demostraba no ser otra cosa que un constructo ideológico, destinado a falsear la realidad social bajo la apariencia de una superficie plana en la que no existen las cases sociales . En 2007 el 55,4% de los españoles no disfrutaban de vacaciones fuera de su residencia y, de ellos, el 46,8% confesaba no hacerlo por motivos económicos, aunque el significativo porcentaje de otras respuestas indeterminadas sugieren que la razón económica fácilmente podría llegar a alcanzar el 60%. De quienes disfrutaban de vacaciones fuera de su residencia el 81% lo hacía dentro del país y sólo el 16,4% hacía algún viaje al extranjero por motivos turísticos. Para la gran mayoría de la gente hacer turismo seguía consistiendo en ir al pueblo a pasar una semana en casa de sus familiares rurales o en dar un paseo por el parque de su ciudad. El relato de los émulos de Phileas Fogg de clase media, en su papel de correcaminos disfrazados de Capitán Tapioca, difundido masivamente por la industria turística, los medios de comunicación y las cifras oficiales de un Estado del Bienestar de que el que no viaja al extranjero es porque no quiere puede que se tambalee un tanto; salvo que no se tengan cargas familiares, una hipoteca, un sueldo de submileurista y/o se sea un joven que puede quedarse todo lo que gana para sus gastos (coche, cachivaches tecnológicos, ocio, viajes,...) porque de su manutención se encargan sus padres.
Y esto sucedía cuando las cosas parecían ir viento en popa, antes del inicio del período de la crisis. Pero de aquellas cuestiones nadie quería ni quiere saber, ni sus propias víctimas, porque la clase obrera no tiene quien la escriba y la dureza de sus vidas es la única experiencia vital que conoce.
La literatura, el cine, el arte, los medios de comunicación, los sociólogos de cabecera del poder, las marcas,...sólo nos hablado durante demasiado tiempo de esas clases medias enamoradas de su propia vaciedad ignorando que, en gran medida, esas mismas clases eran ídolillos con píes de barro que habían edificado su bienestar no en la posesión de medios de producción o de rentas familiares acomodadas sino en vidas a crédito diferido. Hasta que llegó la crisis.
Y mientras tanto, las clases trabajadoras de rentas bajas no existían ni para la historia oficial, ni para las estadísticas del éxito, ni para sus relatores oficiales. Productivos para el sistema pero mucho menos para su lubricante, el consumo, sus vidas, realidades y duras supervivencias materiales carecían del glamour necesario para ser un modelo aspiracional reproducible por los mass media y los aparatos ideológicos del capitalismo.
Y por otro lado, si el llamado Estado del Bienestar, a cuyo entierro estamos asistiendo, era un medio tan perfecto de reequilibrio de las desigualdades sociales, redistribución de la riqueza e igualdad de oportunidades ¿qué hacer entonces con todos esos tozudos datos empeñados en aguarle la fiesta a esa bucólica visión del progreso y el bienestar para todos?
“ES LA GUERRA, MÁS MADERA”
La segunda oleada de la crisis capitalista vuelve a reproducir de nuevo el ciclo de crisis financiera mundial, consecuencias devastadoras sobre las economías reales de las empresas y los hogares, salvataje de bancos y financieras, tsunamis en las bolsas, rebrotes del desempleo,...
Pero ahora la segunda parte del partido se juega con las energías de los participantes mucho más exhaustas. Las islas incontaminadas por la crisis (BRIC y otros países emergentes) empiezan a ser ya alcanzadas por la metástasis de una crisis financiera del capitalismo que ya ha parasitado e invadido a todo el sistema. Los Estados que, mediante la máquina de hacer dinero, habían prolongado la vida del sistema financiero -auténtico sistema de refrigeración, corazón y a la vez cáncer de toda la estructura económica- se endeudaron hasta límites que pusieron en riesgo su solvencia y que abrieron una cascada de quiebras fiscales imparables, que se van extendiendo de unas a otras y a cuyos rescates y préstamos acuden, ávidos de realización de beneficios, los usureros que antes habían sido salvados por los gobiernos.
El problema que impide la cuadratura del círculo es que ahora la crisis que rebotó desde el capital financiero hacia la economía real, vuelve a hacerlo pero en modo ascendente, desde ésta hacia el primero. Y es que las empresas y las familias carecen de crédito, que fue a parar a los Estados, deudores mucho más suculentos para la banca, lo que impide el consumo e incrementa el paro, ralentizando con todo ello la actividad económica. Y los Estados aquejados de mayor riesgo de insolvencia están agotando su capacidad de estímulo a la economía productiva y a las familias, estrategia keynesiana que sólo algunos han aplicado, muy moderadamente, pero que se muestra tan ineficaz como la liberal imperfecta de ayuda al capital financiero porque la recuperación, cada vez más improbable, de esta crisis sólo puede ser global ya que es sistémica y afecta, en creciente medida, a toda la economía mundial.
Desde la estrategia especuladora de la fracción capitalista dominante, la que domina el capital financiero, tampoco parece posible una salida a la crisis, fuera de algunas anecdóticas peticiones de multimillonarios franceses y de algún otro país de que se les aplique un gravamen especial sobre sus fortunas.
Esa posibilidad no existe porque no hay un plan global del capitalismo para salir de su crisis. No lo tienen los más poderosos plutócratas mundiales y lo ignoran sus economistas de cabecera. Tampoco los bancos centrales, los ministros de economía de los gobiernos estatales, ni las alianzas de tipo regional (OCDE, UE, ALADI, MERCOSUR, ASEAN,...), del mismo modo que le sucede a los expertos del FMI. Se parchea sobre la marcha y se opta por recetas que mañana serán sustituidas por otras en una táctica de palos de ciego a una piñata en movimiento. No se trata, al contrario de lo que sostiene el movimiento “indignado”, de una cuestión de voluntad. El capitalismo no tiene vocación de samurai entusiasta del harakiri. Si no aplica una solución global que permita la recuperación de la tasa de ganancia de las grandes corporaciones mundiales es porque carece de ella. Tres hechos resultan sintomáticos en este sentido.
· Algunas de las mayores fortunas del mundo están perdiendo dinero en grandes cantidades con la crisis. Warren Buffet, Carlos Slim, Larry Ellison, Lakshmi Mittal, Eike Batista, Steve Ballmer, Sheldon Adelson y un largo etcétera de archimillonarios provenientes tanto de sectores inversores múltiples, como de las tecnologías de la información, la energía o el comercio, entre otros, están recibiendo un severo varapalo desde 2008 en sus fortunas, varapalo que ha sido especialmente notable en 2011. La recesión está afectando también a los negocios de los más ricos del mundo porque la constante caída de las bolsas hace perder valor a las acciones de las principales compañías en los que ellos participan.
· La práctica de los consejeros de entidades financieras y grandes corporaciones rescatadas por los gobiernos de autorremunerarse de un modo escandaloso justo antes de la intervención pública tiene algo de jugada a la desesperada, de “coge el dinero y corre” Incrementan sus fortunas personales pero lo hacen a costa de perder, en muchos casos, el control de empresas a las que han contribuido a arruinar. Y eso representa perder un poder real, el corporativo.
· Apenas se habla ya de las teorías de evolución en L, V o W de la crisis –más bien esté siendo en O por su tendencia a la espiral en la repetición de los acontecimientos económicos que agudizan la gravedad de la situación- y se pospone, cada vez con menor convicción, el inicio de la recuperación a fechas siempre móviles, ahora 2014. Eso sí, los argumentos de esa recuperación son tan científicos como el “razonamiento” de que “no hay mal que cien años dure”. El otro día, un “experto” económico español afirmó que
“en los últimos 2000 años de Historia de la Humanidad siempre se había salido de las crisis más graves y en esta ocasión sucederá lo mismo” . Si siempre he dudado del estatus científico de la economía, ahora esa duda me ha sido radicalmente despejada.
El edificio capitalista ya no amenaza derrumbe. Su situación recuerda las imágenes de las Torres Gemelas cayendo el 11-S de 2001 en un lento pero continuado e inevitable proceso de implosión. Día a día, semana a semana, mes a mes, vemos el desplome del coloso que va hincando su rodilla en tierra ante nuestros propios ojos.
Lo que hoy es miedo y angustia social mañana será horror y pánico. Las cifras actuales de paro palidecerán ante las que producirá la absoluta sequía del flujo financiero. La actividad económica se reducirá mundialmente a niveles de supervivencia. Las voces que hoy llaman al proteccionismo arancelario y comercial de los países frente a las exportaciones de sus competidores amenazarán con paralizar el comercio mundial. La crisis del euro y del dólar acabará con su fuerza como monedas mundiales y arruinará aún más sus economías.
Aún no hemos visto las imágenes de banqueros y plutócratas arrojándose por las ventanas de los despachos de sus rascacielos como sucedió en la crisis del 29. Los suicidas son aún los trabajadores y la epidemia de France Telecom el paradigma más representativo de cómo va el contador en el combate entre explotadores y explotados. Los cortafuegos del sistema capitalista son más eficaces, a corto plazo, que los casi inexistentes en el siglo pasado en el crack de Wall Street pero, al contrario que entonces, no hay solución keynesiana para esta crisis y el sistema financiero se comporta como una combinación de gusano y virus que va derribando imparablemente todas las instancias de la economía mundial, replicando de unos países a otros en un efecto dominó devastador.
Los gobiernos de los Estados no pueden hacer otra cosa que tratar de ralentizar la velocidad del desastre porque, liberado el genio de la botella, tras la deslocalización de las transnacionales, la privatización en los años 80 de las sociedades de calificación de riesgos, la eliminación de controles en el comercio mundial, la proliferación de los paraísos fiscales, la desaparición de los sectores públicos que hiciesen de contrapeso contra la economía privada, ya no es posible obligarle a que vuelva a entrar en ella y ponerle el tapón.
Los Estados ya son sólo superestructuras políticas y administrativas vaciadas de poder real e incapaces de actuar frente al capitalismo de los“condottieri”, ni siquiera en coalición. Los sucesivos fracasos del G-20, los cuchillos largos dentro del FMI (caso Domenique Strauss-Khan), las fuertes divisiones en las sucesivas rondas de los líderes de la UE, muestran que las soluciones no llegan no por los caprichos de autoinmolación de los políticos como mediadores con credibilidad para sus pueblos sino porque no hay modo de embridar a un capitalismo mundial cuya locomotora se dirige, sin frenos, a hacia el desastre.
En el hipotético caso de que los Estados pudiesen superar sus divisiones nacionales, inevitables cuando el hundimiento impone el “sálvese quien pueda”, y presentar un proyecto global del que carecen, no encontrarían enfrente un bloque homogéneo al que oponerse o con el que dialogar.
El capitalismo financiero que hoy arruina al mundo es enormemente lábil, escurridizo y cambiante. Compra, trocea y vende empresas, cambia sus inversiones bursátiles en función de los valores que en cada momento se presentan como más atractivos, se esconde detrás de sociedades opacas, mueve su dinero a velocidades electrónicas de una punta a otra del mundo, compra voluntades, maneja formidables ejércitos de mercenarios (contratistas), capaces de desestabilizar gobiernos,...y, a la vez, combate entre sí en una guerra sin cuartel del todos contra todos.
Incluso si los Estados más poderosos del mundo alcanzaran algún tipo de acuerdo para sujetar a los mercados, la terapia a aplicar debiera ser tan radical, con el fin de derrotarlos e imponer la voluntad de la acción política sobre la economía, que su intervención exigiría acabar con el capitalismo. La situación es tan grave a nivel global y el capitalismo está tan desatado que ya no valen los paños calientes de una bienintencionada intervención pública welfarista. Ya hemos visto cómo el capitalismo de los globalistas se ha merendado sin dificultad al Estado del Bienestar. Y declarar fuera de la ley al capitalismo no creo que sea la voluntad de Estados asentados en legitimación de la “economía de mercado”, ¿verdad? No veo a Sarkozy, Obama, Merkel, Cameron o Berlusconi siguiendo la senda de Lenin, ni siquiera del nacionalista popular Hugo Chávez. Más bien me recuerdan a otro Marx, Groucho, corriendo de un lado para otro, con alguna frase extravagante colgada de los labios y tratando de transmitir la sensación de que están muy ocupados haciendo algo que ni ellos mismos saben en qué consiste.
ENTONCES, ¿QUÉ DEMONIOS HACER?
Si, como parece, estamos ante la madre de todas las crisis, los expertos gurús están más perdidos que un sordo en un tiroteo, los políticos no aciertan con medidas económicas eficaces ni por equivocación, nada indica que lo que hoy va mal no vaya a ir mañana mucho peor.
Es tan profundo el desastre económico y la gravedad presente y futura de sus consecuencias sociales para los sectores más débiles de la sociedad que cualquier proyecto de reacción colectiva que pretenda revertir la situación a un momento anterior a lo que ahora está sucediendo es absolutamente absurdo e irrealizable. Y muy probablemente también ingenuo o cínico o ambas cosas a la vez.
El capitalismo, señores, es esto. No hay un capitalismo bueno, el anterior, al que ha matado el malo, el actual. Para los conservadores que creen que “en el centro está la virtud de las cosas” puede que eso aún sea creíble pero lo cierto es que el capitalismo en sus etapas de desarrollo compite cada vez más salvajemente por los mercados y el beneficio y, en su interior, lleva la lógica de su destrucción. No es ésta una ley física e inmutable o una afirmación de fe. Sus escenarios de evolución pueden llevarle al derrumbe, a un avance entre crisis y períodos de prosperidad o a otras posibles salidas. Pero la tendencia actual parece abocada a un desastre total (económico, ecológico, alimentario, energético,...) del que sólo es posible salir desde la acción política.
Pero lo cierto es que las iniciativas políticas no están en manos de los Gobiernos ni de los Estados. La decisión que tendrían que afrontar para corregir la devastación que el sistema capitalista está creando les obligaría a tomar medidas que irían directamente contra el propio sistema económico porque ya no se trata de moderarle, ni de controlarle parcialmente, ya que está totalmente desatado. No es posible educar hoy a los capitalistas en los principios de un capitalismo responsable y humanitario. Han tenido más de 200 años para practicar algún aprendizaje en ese sentido y no han hecho otra cosa que poner la dinámica del modelo económico por encima de cualquier otra consideración moral y colectiva.
Sus bases utilitaristas y del egoísmo racional son el ardid ideológico de la lógica de acumulación del capital y la elevación constante de la tasa de ganancia como objetivos supremos. La realidad es más sencilla: el capitalismo no puede funcionar de otro modo. Es algo que va más allá de sus planteamientos. Cuando su proceso de realización del beneficio se quiebra o entra en crisis, el capitalismo empieza a venirse abajo y aparece de forma totalmente trasparente su rostro más feo –paro, pobreza, desigualdad creciente, encarecimiento de los precios, desestabilización económica,...-, que el resto del tiempo suele estar oculto a los ojos de la mayoría de la estructura social porque, en tiempos de bonanza, casi todos los sectores creen beneficiarse en cierto modo de la misma, aunque en muchos casos no suceda así en términos reales.
El Estado del Bienestar no es un tipo de capitalismo opuesto al liberalismo. Afirmar tal cosa es no comprender nada de lo que es realmente este sistema económico, su dinámica, procesos y evolución. El Welfare State no fue otra cosa que una etapa evolutiva y una respuesta necesaria del sistema cuando y donde las debilidades de la estructura económica provocaron crisis que exigieron la intervención del Estado para activar y dinamizar la economía. Inversión pública, reactivación del consumo, incentivación del empleo, eran partes de los elementos que componían la ecuación de la recuperación económica. Como etapa, el welfarismo ha sido superado y lo ha hecho en paralelo al modo en que las teorías económicas, las corrientes políticas y el peso de los Estados se han visto derribados. Todo forma parte de la misma estructura. La política y la economía van a la par.
La globalización fue la etapa necesaria para un despliegue completo de las fuerzas del capitalismo, liberadas de toda forma reguladora y de intervención pública. Ésta es, de momento, la última fase del capitalismo, una etapa que va más allá de las teorías de economía mixta público/privada y por supuesto de la economía clásica del liberalismo primitivo.
Por tanto, no es válido oponer una crítica al capitalismo que no conlleve siquiera unos rudimentos de alternativa radicalmente opuesta a dicho sistema.
Carece de sentido rechazar y condenar el espíritu de avaricia del capitalismo actual, como si el problema del capitalismo estuviera en la personalidad de los capitalistas y no en la naturaleza del sistema, y reclamar los “beneficios” que, mucho más para las clases medias que para los trabajadores y los sectores más débiles de la sociedad, ha aportado el modelo welfarista. En el interior del capitalismo avanzado de los Estados del Bienestar estaban los gérmenes que desarrollaron luego esa desregulación globalista de vuelta al liberalismo que algunos prefieren llamar neoliberalismo. Ya sabemos que lo que se matiza pierde una parte de su fuerza esencial.
Los primeros recortes al Estado Asistencial fueron efectuados bajo la argucia de hacerlo más “eficiente”, ese término tan propio de la cultura de “gestión” capitalista. Y ese discurso se sigue manteniendo aún hoy cuando apenas queda ya del Estado Providencia el nombre, incluso en países en los que tradicionalmente fue siempre raquítico. Sólo los liberales –neoliberales si prefieren ustedes un lenguaje más suave- y los teóricos de esta corriente económica de la época de Thatcher y Reagan hablaron claro.
Así pues, o se está contra el capitalismo como sistema general, no respecto a alguna de sus etapas particulares, o se está jugando a una hipocresía bastante deleznable.
Y cuando se está contra el capitalismo ha de apostarse claramente y sin maquillajes por un modelo de sociedad opuesto, antagónico, no simplemente reformista. Hoy ser reformista es algo tan absurdo como decir que “se está un poco contra la pena de muerte”. Se está claramente a favor o en contra de la pena de muerte o del capitalismo o se está por un parcheo ideológico de saldo y contemporizador. Ya no hay espacio para vueltas atrás a un “brillante porvenir” de bienestar y desarrollo social, que sólo lo fue para una parte en el pasado, con el Estado capitalista benefactor.
Y una apuesta contra el capitalismo exige una definición, siquiera básica del modelo de sociedad que se pretende. No basta con decir qué cosas del capitalismo no gustan y contra cuáles se está sin definir qué características fundamentales ha de tener la sociedad futura. El nombre de la cosa dice mucho de lo que se pretende que ésta sea. Cuando no lo tiene es sensato desconfiar de ciertos “anticapitalismos” de oportunidad: los surgidos justo cuando sus intereses como parte de la clase media se han visto amenazados.
No digo en absoluto que éste sea el caso –me resulta muy respetable la trayectoria política de Carlos Taibo- pero declarar, en relación al movimiento “indignado” que le gustaría que se convirtiese en
“una instancia de asamblea y autogestión que plante cara con radicalidad al capitalismo desde la lucha antipatriarcal, el antiproductivismo y la solidaridad internacionalista” (1) es un modo lamentable de agarrársela con papel de fumar y de marear la perdiz para no decir qué tipo de sociedad se quiere. Lo opuesto al capitalismo es el SOCIALISMO y si la palabra se evita -salvo desde fuera por parte de algunos tenaces izquierdistas empeñados en ver revolución donde sólo hay protesta por lo perdido pero no exigencia de algo radicalmente diferente- es porque se sabe que la fracción dominante de ese movimiento es la pequeñoburguesa clase media y se prefiere nadar en la indefinición antes que romper una unidad que sólo impide el enfrentamiento abierto con el capitalismo y la propuesta de una sociedad socialista como salida a la barbarie. Las palabras no son sólo palabras. Definen el horizonte por el que se lucha.
La naturaleza y la dirección de un movimiento tiene mucho que ver con sus postulados políticos y programáticos y con los sectores sociales dominantes en él y si lo que se opone frente a las consecuencias antisociales del capitalismo en crisis es democracia, “real”, figurada o pluscuamperfecta, y afirmación del yo (individuo) dentro del movimiento, está clara cuál es la naturaleza de clase de ese movimiento y su proyecto de sociedad.
La pequeña burguesía y las clases medias tienen uncido su destino al capitalismo. No puede ser de otro modo. Sólo él, en sus períodos de crecimiento y desarrollo, les ofrece su supervivencia como clase, aunque atente contra ellas en las etapas económicas más contractivas, que tienden a dualizar las clases sociales, simplificando el enfrentamiento de intereses. La pequeña y mediana burguesía y las clases medias aspiran al bienestar material de consumo que el capitalismo les ofrece y, cuando deja de ofrecérselo, se lo reclaman pero sin ejercer la crítica de base del sistema que les ha repartido algunas de sus migajas y les ha permitido escapar a la condición proletaria. Éste es el gran fantasma de las clases medias: proletarizarse. El 15-M y el protagonismo universitario dentro de él no se entienden sin el hecho de que el Estado español sea el único de la OCDE en el que el título de estudios superiores se devalúa desde hace años como ventaja competitiva en el mercado laboral (2). De hecho, es llamativo y reconocido por los propios integrantes de los “indignados” su escasa conexión con la clase trabajadora y con sus organizaciones, más allá de lo que el minoritario “sindicalismo alternativo” les aporta.
Las clases medias nunca han hecho una revolución social. Puede que algunos de sus miembros intelectuales y políticos lo lideren pero no son la base social que “asalta los cielos” (3); lo suyo históricamente son las revoluciones políticas y “democráticas”.
Sí han tenido la virtud de tomar la iniciativa en las movilizaciones nacidas al socaire de la crisis capitalista y de convertirse en interlocutores mediáticamente mimados de los poderes políticos y, muy secundariamente económicos, si descontamos los apoyos y las simpatías declaradas de algunos de los multimillonarios más famosos del mundo. A buen seguro que como revolución socialista no los hubieran tenido, mucho menos públicamente.
Pero su recorrido no está llegando más allá de una crítica a los excesos del capitalismo, que nace más de la pérdida de status social, como consecuencia de la crisis, del sector dominante en el movimiento, que de una toma de conciencia de lo que este sistema representa; salvo que se trate de una conversión tan notable como la de Pablo de Tarso, que de perseguidor de una fe pasó a seguidor de la misma.
Cuando la crisis capitalista se agudice será el momento para ver si la respuesta sigue siendo la emocionada autoafirmación en la masa de quienes no quieren otro sistema económico, sino el mismo mejorado, o la agitación social que empuje el derribo del edificio para construir una sociedad radicalmente diferente y socialista por parte de sus principales víctimas.
Pero analizar porqué los trabajadores no han despertado hasta ahora es tarea de otro momento.
NOTAS:
(1)
http://www.kaosenlared.net/noticia/entrevista-carlos-taibo-sobre-15-m-sesenta-preguntas(2)
http://www.elpais.com/articulo/sociedad/titulo/universitario/devalua/elpepusoc/20070919elpepisoc_1/Tes(3)
http://tomarelcieloporasalto.wordpress.com/2007/09/04/tomar-el-cielo-por-asalto/