Por
Marat
Hay
un tipo de orejeras para caballos, y algunos otros équidos como el
asno, que, a pesar, de su nombre, no tapan las orejas ni las enfundan
sino los ojos, con el fin de que los insectos no se les cuelen y
molesten.
Tomadas
como metáforas, las orejeras aplicadas a los humanos serían una
especie de condones mentales cuya utilidad es la de que no pongamos
jamás en cuestión nuestros propios presupuestos ideológicos ni
nuestros cómodos esquemas mentales.
Esas
orejeras son comodísimas. Impiden que pensemos en exceso, que
digamos inconveniencias, que carguemos con las consecuencias del
libre pensamiento y que evitemos que nos explote la cabeza por hacer
el esfuerzo absolutamente desacostumbrado de poner en duda cualquiera
de nuestras certezas.
De
esas orejeras no escapa ni dios. Solo en ocasiones muy contadas se
nos caen los palos del sombrajo cuando la realidad desafía a nuestro
pensamiento preconcebido, a nuestras construcciones ideológicas del
mundo o, expresado en términos marxistas, de nuestra falsa
conciencia, de nuestra conciencia deformada de la realidad.
Y
ello no siempre sucede por efecto de la ideología dominante; es
decir, por aquello de que “Las ideas de la clase dominante son
las ideas dominantes en cada época; o, dicho en otros términos, la
clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al
mismo tiempo, su poder espiritual dominante” (“La
ideología alemana”. Feuerbach. Oposición entre las
concepciones materialista e idealista. K. Marx y F. Engels).
La
historia nos ha demostrado que, a menudo, dentro de las corrientes
emancipadoras de la explotación de los seres humanos por otros seres
humanos subsisten falsas percepciones de la realidad, “opiniones”,
construcciones “idealistas” que enmascaran la realidad y se
sustentan más en el deseo o incluso el autoengaño, que en “el
análisis concreto de la realidad concreta”, dicho en términos
leninistas.
En
definitiva, cuando nuestras ideas sobre el mundo desafían a la
realidad estamos ante una mixtificación de ésta, ante una
construcción ideológica en el sentido más peyorativo que Marx le
daba al concepto, como relación invertida entre nuestras
representaciones mentales y esa misma realidad. Y de esas orejeras no
han escapado, en buena medida, tampoco quienes se proclaman
seguidores de la “teoría de la praxis”, los cuáles sostienen,
con harta frecuencia, una visión del mundo, cosmovisión les gusta
decir, absolutamente idealista.
Vayamos
a los hechos a partir de dos ejemplos.
Hay un mito fundacional en la idea del avance progresivo en un sentido histórico, y que arranca en los tiempos modernos de Rousseau, que señala que el hombre es bueno por naturaleza y que es la sociedad la que le corrompe. En consecuencia bastaría con cambiar las instituciones (no solo las políticas sino el conjunto de los organismos públicos o privados creados para realizar una determinada función, cualquiera que sea ésta) para que se despliegue esa bondad entre el conjunto de los seres humanos, es decir, de la sociedad.
Ese
pensamiento, que es judeo-cristiano, en la medida en la que parte de
una representación ideal de la persona a imitación de Dios, pues es
el primero obra de su creación, es de una simpleza pasmosa pero
tiene más seguidores de los que parece. Y olvida que la humanidad,
conformada por individuos concretos, es la que crea esas
instituciones.
El
riesgo de tan ingenua concepción del mundo es caer en el extremo
opuesto, planteado un siglo antes por Hobbes (“El Leviathán”),
según el cual el hombre es malo por naturaleza y es necesario un
poder absoluto para controlar su maldad.
Vuelve
a ser un pensamiento tramposo, en este caso por varias razones:
justifica la violencia sin límites de un grupo concreto desde el poder
(en el pasado la monarquía absolutista) sobre el conjunto, exalta, desde una perspectiva moderna, el darwinismo capitalista y tampoco
deja de ser una opinión poco fundamentada, excepto que aceptemos una
selección interesada de algunas experiencias concretas que no pueden
ser elevadas a un rango general por ninguna evidencia científica.
Parece
necesario escapar de una visión reduccionista y global en términos
morales para explicar la realidad, al menos desde el presente, ya que
las explicaciones inmanentes y transhistóricas simplifican de tal
modo el análisis que solo perciben aparentes constantes sin ver las
líneas ni los elementos de ruptura que expresan las transformaciones
sociales.
El
ser humano es un producto histórico. Hace y deshace el mundo,
destruye creativamente y reconstruye nuevos órdenes sociales más
veces a su pesar que por su propia voluntad. Para Lukacs (“Historia
y conciencia de clase”) en los momentos decisivos de la lucha “todo
depende de la conciencia de clase, de la voluntad consciente del
proletariado”. El elemento
subjetivo es, para el marxista húngaro, clave.
Pero
en tanto que no se produce ese momento ascendente de la historia
humana, los trabajadores pueden alcanzar la mayor degradación moral
en relación con el respeto que cada uno de sus miembros se debe a
sí mismo y al resto de su clase. No hay un mérito perenne en la
misma, ni el hecho de que sea la que objetivamente, por su posición
en la producción, tiene todos los motivos para rebelarse, y con ello
liberar al resto de la humanidad, convierten a sus componentes en
modernos Prometeos
ni mucho menos.
Durante
los cerca de 10 años que ha durado la crisis capitalista, antes de
que se iniciara la recuperación de sus beneficios, la clase
trabajadora ha soportado con un estoicismo digno de estudio la
depauperación de su nivel de vida, el recorte de sus salarios, la
destrucción de sus conquistas sociales, la sobreexplotación en sus
condiciones de trabajo, la desregulación de sus relaciones
contractuales,…. Sus protestas y huelgas no han significado en
absoluto un rechazo al capitalismo como régimen bajo el que
superviven sus existencias.
Durante
el período en el que se han mantenido sin grandes recortes las
conquistas sociales, producto de las luchas históricas de sus
precedentes, los trabajadores de la segunda mitad del siglo XX han
actuado predominantemente como seres pasivos que validaban el pacto
social de sus organizaciones mayoritarias, mientras se confortaban
dentro del simulacro de una democracia de consumo.
El
sujeto histórico no se ha comportado como tal.
Puede
argüirse que no ha existido una organización (partidos, ya que la
función sindical está básicamente limitada por lo salarial) de la
clase realmente revolucionaria; pero lo cierto es que la relación
entre la clase y sus organizaciones se
ha retroalimentado durante
cerca de 60 años en el mundo capitalista avanzado. Las
organizaciones políticas gestionaban el capitalismo y sus bases
sociales aprobaban con sus votos dichas prácticas.
Pero
es que, además, sostener la tesis del reformismo como única
explicación del aburguesamiento durante este largo período de la
clase trabajadora supone asumir el principio antidemocrático de que
las transformaciones sociales son obra de las organizaciones, no
queriendo entender que aquellas las realiza la clase, y que el papel
de sus organizaciones es el de la dirección de ésta, no su
sustitución en los procesos de lucha.
La
explicación de la alienación como teoría que justifica la
dominación ideológica del capital sobre la clase trabajadora no es
válida porque no estamos ante términos equivalentes, por mucho que
los “izquierdistas” sin formación política los usen como
sinónimos. El primero de esos términos se refiere
a la enajenación del trabajador respecto al producto de su trabajo,
al aislamiento de éste en relación con sus compañeros dentro de la
producción (dificultad para crear conciencia de clase explotada) y a
la negación del potencial humano del trabajador bajo el sistema de
producción del capital. Estamos ante la prohibición del ser humano
como creador. Por contra, la dominación ideológica se refiere a
todos los aparatos de control y justificación del régimen de
explotación laboral a través del mundo de las ideas y los valores
(educación, justicia, cultura, religión, Estado como legitimador,
medios de comunicación convencionales
e Internet como transmisores
de la ideología dominante,…)
Quedémonos
con el uso ignorante del término alienación y aceptemos que la
intención del mismo es la de referirse a
los aparatos ideológicos de dominación y la transmisión de sus
valores.
Pues
bien, por mucho que la dominación ideológica explique gran parte de
la falta de conciencia de
clase, de la desmovilización de la clase trabajadora y de la
aceptación del status quo actua,l no lo explica todo. Nunca lo hizo
en otros momentos de la historia y no lo hace ahora.
Es
cierto que la derrota que para la
clase trabajadora en general y para los comunistas en particular
supuso la desaparición de la Unión Soviética, como ejemplo de que
era posible construir una sociedad no basada en el beneficio
capitalista, provocó un pesimismo profundo y drástico que significó
un golpe de gracia para los proyectos colectivos de clase y de
carácter emancipador. Ello
se plasmó en el abandono de
muchos militantes revolucionarios en
un contexto de
involución ultraliberal mundial, agudizó las tendencias
individualistas dentro de la clase trabajadora y la aceptación del
discurso general del capital por parte de la misma. Pero su
desclasamiento, la autoidentificación de muy amplios sectores de los
trabajadores como clase media, avergonzados del rótulo obrero, y su
caída en el escapismo de lo
banal venía
ya de los años 70 del pasado siglo, con rasgos que anunciaban estos
hechos desde una década antes.
Los
marxistas tendemos a entender todo desde lo social y casi nada desde
lo individual. Craso error en el que incurrimos voluntariamente. Así nos va. Psicólogos comunistas como Wilhem Reich o Lev Vygotski fueron
estigmatizados por la corriente dominante en aquellos años dentro
del comunismo por esa estupidez de que la psicología es una
doctrina burguesa -así, sin distinción de corrientes ni escuelas
concretas- y que solo lo que
tenía algún anclaje próximo a las ciencias sociales era
susceptible de una aproximación a la concepción
progresista de la historia. Esa excomunión se hizo en la inmensa
mayoría de los casos desde visiones cerradamente ideológicas y un
desconocimiento absoluto de las aportaciones que una concepción
marxista de lo psicológico podía hacer a la de toma de conciencia
de clase, construcción de teoría alternativa al capitalismo y
procesos de revolución social, entre otros beneficios. Eso sin
contar con la pasarela que entre lo macro y lo micro representa la
psicología social.
Sin
considerar el elemento individual, por supuesto afectado por la
componente social, del mismo modo en el que lo personal afecta a lo
colectivo, no se comprenden
cuestiones tales como por qué, mientras muchos trabajadores son unos
esquiroles ante una huelga general, hay una minoría de ellos que pone
en riesgo su libertad, la seguridad de sus empleos o su propio
desarrollo profesional, sin ser liberados sindicales, actuando como
piquetes. Tampoco es posible entender porqué hay tantos chivatos en
una empresa, tanto trabajador que evita comprometerse en un conflicto
laboral, mientras algunos de ellos están dispuestos a llegar hasta el final.
Del mismo modo, no hay manera de explicar qué
lleva a un trabajador que nunca fue políticamente consciente a tomar
conciencia sin una influencia externa a él fácilmente atribuible
(la organización o el militante como transmisores de esa
conciencia).
Igualmente no es fácil deducir qué hace que un trabajador posea
conciencia crítica, sin ser un militante revolucionario, ni siquiera
alguien próximo a ella, y que ello no provenga ni de una experiencia
ajena pero próxima (transmisión intergeneracional, grupo de
referencia del tipo amistades), mientras la inmensa mayoría se mueve
entre el fútbol, la preparación de sus vacaciones de verano, el
chascarrillo de la última parida supuestamente graciosa y el ir cada
uno a su bola.
Mientras
una minoría muy reducida pero cualitativamente más que interesante
por sus motivaciones, que
incluso no aparece conectada a militancia alguna ni a influencias de
la misma, forma parte de un segmento de trabajadores conscientes y
comprometidos con la identidad y la conciencia de clase, la gran mayoría de los trabajadores carece de la misma y, en el mejor de los
casos, algunos segmentos desclasados se dejan llevar según sople el
viento o se vean afectados en su situación inmediata y personal.
Empieza
a ser el momento de desacralizar a la clase trabajadora por parte de
los marxistas, a entender que si es la clase que puede cambiar el
mundo porque la gran mayoría de los no asalariados está
objetivamente comprometida con la supervivencia de un sistema que no
le extrae la plusvalía, esto no la hace en absoluto eximible de su
papel como aceptadora acrítica de las reglas del juego. Toca ya
dejar de justificar su pasividad, su rol como cómplice de su propia
esclavitud, más allá de lo duro que es el enfrentarse a su
explotación o a la dominación ideológica que se ejerce sobre
ella. Si hay hombres y mujeres, no tocados por el mensaje
revolucionario, que se rebelan, el comportamiento del resto, la
mayoría, carece de justificación porque, seguramente, las
condiciones de unos y de otros no sean muy diferentes.
Establecer
esa diferencia no significa hacer rangos que diferencien entre "buenos" y "malos", al
estilo de Rousseau o de Hobbes. Es hacer una lectura realista sobre
la clase trabajadora, sus aspiraciones y comportamientos, las formas
de ser de sus componentes y tratar de entender qué hace que tantos
tengan la moral del esclavo y otros pocos la de señores (Nietzsche). No
hablo de clasismo al señalar la diferencia con los señores sino de autorespeto, por aquello que decía Marx de
que “el obrero tiene más necesidad de respeto que de pan”.
Si las cosas son así, va siendo el momento de virar en algunas
cuestiones en relación con la visión de la clase trabajadora y de
sus componentes:
-
Separar el hecho de que ninguna otra clase sufre las contradicciones entre la supuesta igualdad y libertad política y el modo en que el capitalismo demuestra que niega ambos, de la factualidad de la clase en cada momento.
-
Abandonar el paternalismo que convierte en heroica a determinada clase social en tanto que no existe correspondencia entre ser sujeto histórico y su propia práctica.
-
Situar a cada miembro de la clase trabajadora ante su trayectoria de forma que nadie pueda reclamar una solidaridad que se negó a dar a quienes antes la necesitaron, del mismo modo que el trabajador combativo merece un tratamiento especial.
-
Rechazar tanto el asistencialismo, que otorga protección sin intercambio de participación, como los derechos sobrevenidos de quienes jamás formaron parte de la lucha sino que incluso la desprestigiaron. No puede ser que el esquirol, el “apolítico” pro empresarial, el ausente de la lucha, se beneficie de esta. Basta ya de que el sindicalismo represente a todos, incluido al que se opuso a la huelga.
Solo
cuando cada trabajador concreto comprenda las consecuencias de su
propia posición en el antagonismo de clases (indiferente o
contrario a la lucha vs. comprometido, insolidario vs. solidario) y
cuando entendamos los marxistas que entre necesidades objetivas y
subjetivas hay una distancia enorme que cubrir y que en
ella debe reflejarse también la máxima de recibir tanto como lo
merecido, será posible ir construyendo una solidaridad y una
conciencia interna a la clase que no llegará jamás desde la fe de
que alguien tiene derecho a lo que no ha contribuido, porque de
chivatos, esquiroles, desclasados e indiferentes vamos sobrados.
EPILOGO: Sin la discusión con quien está llamada a ser una gran comunista, y una persona comprometida con su clase, este texto no hubiera sido espoleado para nacer. Estoy en deuda contigo. Gracias por el debate, aunque llegara a adquirir tintes broncos.