Ignacio
Ramonet. Le Monde Diplomatique
En
nuestra vida cotidiana dejamos constantemente rastros que entregan
nuestra identidad, dejan ver nuestras relaciones, reconstruyen
nuestros desplazamientos, identifican nuestras ideas, desvelan
nuestros gustos, nuestras elecciones y nuestras pasiones; incluso las
más secretas. A lo largo del planeta, múltiples redes de control
masivo no paran de vigilarnos. En todas partes, alguien nos observa a
través de nuevas cerraduras digitales. El desarrollo del Internet de
las cosas (Internet of Things) y la proliferación de objetos
conectados (1) multiplican la cantidad de chivatos de todo tipo que
nos cercan. En Estados Unidos, por ejemplo, la empresa de electrónica
Vizio, instalada en Irvine (California), principal fabricante de
televisores inteligentes conectados a Internet, ha revelado
recientemente que sus televisores espiaban a los usuarios por medio
de tecnologías incorporadas en el aparato.
Los
televisores graban todo lo que los espectadores consumen en materia
de programas audiovisuales, tanto programas de cadenas por cable como
contenidos en DVD, paquetes de acceso a Internet o consolas de
videojuegos… Por lo tanto, Vizio puede saberlo todo sobre las
selecciones que sus clientes prefieren en materia de ocio
audiovisual. Y, consecuentemente, puede vender esta información a
empresas publicitarias que, gracias al análisis de los datos
acopiados, conocerán con precisión los gustos de los usuarios y
estarán en mejor situación para tenerlos en el punto de mira (2).
Esta
no es, en sí misma, una estrategia diferente de la que, por ejemplo,
Facebook y Google utilizan habitualmente para conocer a los
internautas y ofrecerles publicidad adaptada a sus supuestos gustos.
Recordemos que, en la novela de Orwell 1984, los televisores
–obligatorios en cada domicilio–, “ven” a través de
la pantalla lo que hace la gente (“¡Ahora podemos veros!”).
Y la pregunta que plantea hoy la existencia de aparatos tipo Vizio es
saber si estamos dispuestos a aceptar que nuestro televisor nos
espíe.
A
juzgar por la denuncia interpuesta, en agosto de 2015, por el
diputado californiano Mike Gatto contra la empresa surcoreana
Samsung, parece que no. La empresa fue acusada de equipar sus nuevos
televisores también con un micrófono oculto capaz de grabar las
conversaciones de los telespectadores, sin que éstos lo supieran, y
de transmitirlas a terceros (3)… Mike Gatto, que preside la
Comisión de protección del consumidor y de la vida privada en el
Congreso de California, presentó incluso una propuesta de ley para
prohibir que los televisores pudieran espiar a la gente.
Por
el contrario, Jim Dempsey, director del centro Derecho y Tecnologías,
de la Universidad de California, en Berkeley, piensa que los
televisores-chivatos van a proliferar: “La tecnología permitirá
analizar los comportamientos de la gente. Y esto no sólo interesará
a los anunciantes. También podría permitir la realización de
evaluaciones psicológicas o culturales, que, por ejemplo,
interesarán también a las compañías de seguros”. Sobre todo
teniendo en cuenta que las empresas de recursos humanos y de trabajo
temporal ya utilizan sistemas de análisis de voz para establecer un
diagnóstico psicológico inmediato de las personas que les llaman
por teléfono en busca de empleo…
Repartidos
un poco por todas partes, los detectores de nuestros actos y gestos
abundan a nuestro alrededor, incluso, como acabamos de ver, en
nuestro televisor: sensores que registran la velocidad de nuestros
desplazamientos o de nuestros itinerarios; tecnologías de
reconocimiento facial que memorizan la impronta de nuestro rostro y
crean, sin que lo sepamos, bases de datos biométricos de cada uno de
nosotros… Por no hablar de los nuevos chips de identificación por
radiofrecuencia (RFID) (4), que descubren automáticamente nuestro
perfil de consumidor, como hacen ya las “tarjetas de fidelidad”
que generosamente ofrece la mayoría de los grandes supermercados
(Carrefour, Alcampo, Eroski) y las grandes marcas (FNAC, el Corte
Inglés).
Ya
no estamos solos frente a la pantalla de nuestro ordenador. ¿Quién
ignora a estas alturas que son examinados y filtrados los mensajes
electrónicos, las consultas en la Red, los intercambios en las redes
sociales? Cada clic, cada uso del teléfono, cada utilización de la
tarjeta de crédito y cada navegación en Internet suministra
excelentes informaciones sobre cada uno de nosotros, que se apresura
a analizar un imperio en la sombra al servicio de corporaciones
comerciales, de empresas publicitarias, de entidades financieras, de
partidos políticos o de autoridades gubernamentales.
El
necesario equilibrio entre libertad y seguridad corre, por tanto, el
peligro de romperse. En la película de Michael Radford, 1984,
basada en la novela de George Orwell, el presidente supremo, llamado
Big Brother, define así su doctrina: “La guerra no tiene por
objetivo ser ganada, su objetivo es continuar”; y: “La
guerra la hacen los dirigentes contra sus propios ciudadanos, y tiene
por objeto mantener intacta la estructura misma de la sociedad”
(5). Dos principios que, extrañamente, están hoy a la orden del día
en nuestras sociedades contemporáneas. Con el pretexto de tratar de
proteger al conjunto de la sociedad, las autoridades ven en cada
ciudadano a un potencial delincuente. La guerra permanente (y
necesaria) contra el terrorismo les proporciona una coartada moral
impecable y favorece la acumulación de un impresionante arsenal de
leyes para proceder al control social integral.
Y
más teniendo en cuenta que la crisis económica aviva el descontento
social que, aquí o allí, podría adoptar la forma de motines
ciudadanos, levantamientos campesinos o revueltas en los suburbios.
Más sofisticadas que las porras y las mangueras de las fuerzas del
orden, las nuevas armas de vigilancia permiten identificar mejor a
los líderes y ponerlos fuera de juego anticipadamente.
“Habrá
menos intimidad, menos respeto a la vida privada, pero más
seguridad”, nos dicen las autoridades. En nombre de ese
imperativo se instala así, a hurtadillas, un régimen de seguridad
al que podemos calificar de “sociedad de control”. En la
actualidad, el principio del “panóptico” se aplica a toda
la sociedad. En su libro Vigilar y castigar. Nacimiento de la
prisión, el filósofo Michel Foucault explica cómo el
“Panóptico” (“el ojo que todo lo ve”) (6) es un
dispositivo arquitectónico que crea una “sensación de
omnisciencia invisible” y que permite a los guardianes ver sin
ser vistos dentro del recinto de una prisión. Los detenidos,
expuestos permanentemente a la mirada oculta de los “vigilantes”,
viven con el temor de ser pillados en falta. Lo cual les lleva a
autodisciplinarse… De esto podemos deducir que el principio
organizador de una sociedad disciplinaria es el siguiente: bajo la
presión de una vigilancia ininterrumpida, la gente acaba por
modificar su comportamiento. Como afirma Glenn Greenwald: “Las
experiencias históricas demuestran que la simple existencia de un
sistema de vigilancia a gran escala, sea cual sea la manera en que se
utilice, es suficiente por sí misma para reprimir a los disidentes.
Una sociedad consciente de estar permanentemente vigilada se vuelve
enseguida dócil y timorata” (7).
Hoy
en día, el sistema panóptico se ha reforzado con una particularidad
nueva con relación a las anteriores sociedades de control que
confinaban a las personas consideradas antisociales, marginales,
rebeldes o enemigas en lugares de privación de libertad cerrados:
prisiones, penales, reformatorios, manicomios, asilos, campos de
concentración… Sin embargo, nuestras sociedades de control
contemporáneas dejan en aparente libertad a los sospechosos (o sea,
a todos los ciudadanos), aunque los mantienen bajo vigilancia
electrónica permanente. La contención digital ha sucedido a la
contención física.
A
veces, esta vigilancia constante también se lleva a cabo con ayuda
de chivatos tecnológicos que la gente adquiere libremente:
ordenadores, teléfonos móviles, tabletas, abonos de transporte,
tarjetas bancarias inteligentes, tarjetas comerciales de fidelidad,
localizadores GPS, etc. Por ejemplo, el portal Yahoo!, que consultan
regular y voluntariamente unos 800 millones de personas, captura una
media de 2.500 rutinas al mes de cada uno de sus usuarios. En cuanto
a Google, cuyo número de usuarios sobrepasa los mil millones,
dispone de un impresionante número de sensores para espiar el
comportamiento de cada usuario (8): el motor Google Search, por
ejemplo, le permite saber dónde se encuentra el internauta, lo que
busca y en qué momento. El navegador Google Chrome, un megachivato,
envía directamente a Alphabet (la empresa matriz de Google) todo lo
que hace el usuario en materia de navegación. Google Analytics
elabora estadísticas muy precisas de las consultas de los
internautas en la Red. Google Plus recoge información complementaria
y la mezcla. Gmail analiza la correspondencia intercambiada, lo cual
revela mucho sobre el emisor y sus contactos. El servicio DNS (Domain
Name System, o Sistema de nombres de dominio) de Google analiza los
sitios visitados. YouTube, el servicio de vídeos más visitado del
mundo, que pertenece también a Google –y, por tanto, a Alphabet–,
registra todo lo que hacemos en él. Google Maps identifica el lugar
en el que nos encontramos, adónde vamos, cuándo y por qué
itinerario… AdWords sabe lo que queremos vender o promocionar. Y
desde el momento en que encendemos un smartphone con Android, Google
sabe inmediatamente dónde estamos y qué estamos haciendo. Nadie nos
obliga a recurrir a Google, pero cuando lo hacemos, Google lo sabe
todo de nosotros. Y, según Julian Assange, inmediatamente informa de
ello a las autoridades estadounidenses…
En
otras ocasiones, los que espían y rastrean nuestros movimientos son
sistemas disimulados o camuflados, semejantes a los radares de
carretera, los drones o las cámaras de vigilancia (llamadas también
de “videoprotección”). Este tipo de cámaras ha
proliferado tanto que, por ejemplo, en el Reino Unido, donde hay más
de cuatro millones de ellas (una por cada quince habitantes), un
peatón puede ser filmado en Londres hasta 300 veces cada día. Y las
cámaras de última generación, como la Gigapan, de altísima
definición –más de mil millones de píxeles–, permiten obtener,
con una sola fotografía y mediante un vertiginoso zoom dentro de la
propia imagen, la ficha biométrica del rostro de cada una de las
miles de personas presentes en un estadio, en una manifestación o en
un mitin político (9).
A
pesar de que hay estudios serios que han demostrado la débil
eficacia de la videovigilancia (10) en materia de seguridad, esta
técnica sigue siendo refrendada por los grandes medios de
comunicación. Incluso una parte de la opinión pública ha terminado
por aceptar la restricción de sus propias libertades: el 63% de los
franceses se declara dispuesto a una “limitación de las
libertades individuales en Internet en razón de la lucha contra el
terrorismo” (11).
Lo
cual demuestra que el margen de progreso en materia de sumisión es
todavía considerable…
NOTAS
(1)
Se habla de “objetos conectados” para referirse a aquellos
cuya misión primordial no es, simplemente, la de ser periféricos
informáticos o interfaces de acceso a la Web, sino la de aportar,
provistos de una conexión a Internet, un valor adicional en términos
de funcionalidad, de información, de interacción con el entorno o
de uso (Fuente: Dictionnaire du Web).
(2)
El País, 2015.
(3)
A partir de entonces, Samsung anunció que cambiaría de política, y
aseguró que, en adelante, el sistema de grabación instalado en sus
televisores sólo se activaría cuando el usuario apretara el botón
de grabación.
(4)
Que ya forman parte de muchos de los productos habituales de consumo,
así como de los documentos de identidad.
(5)
Michael Radford, 1984, 1984.
(6)
Inventado en 1791 por el filósofo utilitarista inglés Jeremy
Bentham.
(7)
Glenn Greenwald, Sin un lugar donde esconderse, Ediciones B, Madrid,
2014.
(10)
“‘Assessing the impact of CCTV’, el más exhaustivo de los
informes dedicados al tema, publicado en febrero de 2005 por el
Ministerio del Interior británico (Home Office), asesta un golpe a
la videovigilancia. Según este estudio, la debilidad del dispositivo
se debe a tres elementos: la ejecución técnica, la desmesura de los
objetivos asignados a esta tecnología y el factor humano”.
Véase Noé Le Blanc, “Sous l’oeil myope des caméras”,
Le Monde diplomatique, París, septiembre de 2008.
(11)
Le Canard enchaîné, París, 15 de abril de 2015.