La nueva corriente del pensamiento francés es un
himno a la depresión, un acto de flagelación público cuyo látigo es el
pesimismo, la tristeza y la repetida idea de que Francia está al borde del
abismo. Varios intelectuales, de izquierda y de derecha, se han convertido en
los portavoces recurrentes de una convicción según la cual su país se encuentra
en una irrecuperable cuesta abajo, que la cultura francesa está en una fase
moribunda, o que la inmigración vacía los fundamentos de la identidad nacional.
Los vecinos europeos de Francia conocen la misma crisis, asimilan los mismos
flujos migratorios, pero en ninguno de ellos sus intelectuales han hecho de
esta configuración una teoría del ocaso. El filósofo y ensayista Michel Onfray,
el polemista Eric Zemmour, el escritor Michel Houellebecq, el filósofo Régis
Debray o el ensayista Alain Finkielkraut son los apóstoles de esta corriente
que irriga la sociedad con una filosofía que consagra toda su energía en
diagnosticar la defunción de la cultura. Sudhir Hazareesingh, profesor en
Oxford y autor de un excelente ensayo sobre estos temas, Ese país que ama las
ideas (Ce pays qui aime les idées), lo califica de “movimiento casi filosófico de pesimismo y declinismo en Francia”.
No cabe preguntarse ¿qué le pasa a Francia? A
Francia le ocurre lo que le pasa al mundo. La pregunta es: ¿qué le ocurre a
esos intelectuales, a menudo oriundos de la izquierda, cuyas tesis cruzan las
aguas de la extrema derecha? La respuesta progresista tampoco aparece por
ningún lado, la “pensée de gauche” se
esfumó de la escena y estos pensadores pasan a invadir todo el espectro de los
medios con sus desencantos y su dialéctica del fracaso. Michel Onfray, Eric
Zemmour, Michel Houellebecq, Régis Debray o Alain Finkielkraut, estos cinco
pensadores tienen, además, la cara de lo que venden: los tres primeros son de
una pedantería autoritaria que da miedo, los dos últimos de una tristeza
desértica. Estos neo pesimistas obtienen éxitos editoriales asombrosos. El
libro de Eric Zemmour Le Suicide français (El suicidio francés) superó los 500
mil ejemplares vendidos. Homófobo, sexista, anti extranjeros, El suicidio
francés (el título ya hiela la sangre) retrata a una Francia en irrecuperable
declive, herida en lo más profundo de su identidad por el multiculturalismo,
los homosexuales, las mujeres, los extranjeros y la permanencia de las
conquistas que cierta izquierda hoy espectral supo arrancar a partir de los
años ‘60. Según este polemista, Francia se muere bajo la gravitación de la
libertad de las costumbres, por el retroceso de la “familia, la nación, el trabajo, el Estado, la escuela”. Zemmour
promueve una sociedad colonial y blanca. En los escaparates del horror aparece
igualmente Michel Houellebecq y su libro Sumisión (600 mil ejemplares
vendidos). La novela ha sido celebrada como una obra literaria, pero es en
realidad un aburrido panfleto, una infusión racista y sin aliento, triste como
su autor, que narra una Francia gobernada por un islamista, Mohammed Ben Abbes,
candidato del partido Fraternidad Musulmana. En esa novela llena de bostezos y
obsesiones de un anciano miedoso, la Universidad de la Sorbona pasó a ser un
centro de estudios islámico en donde las paredes exhiben versos del Corán.
El mismo nacionalismo xenófobo y la obsesión por
el fin de la cultura francesa o su contaminación atraviesa la obra del filósofo
Alain Finkielkraut. Los debates que genera son una prolongación de su libro La
identidad infeliz. La palabra “identidad” reemplazó el concepto de República,
la defensa de lo “autóctono” el principio de universalismo. Francia, en su
prosa, se está desvaneciendo por culpa del vaciamiento cultural y la
inmigración. La globalización y la izquierda son así los responsables de la
contaminación. De allí previene también la saña contra las herencias de la
izquierda y sus inclinaciones a la diversidad cultural y al derecho de las
minorías. A esos defensores de la diversidad se los llama “islamo izquierdistas”. El agotador e inagotable Régis Debray
vuelve a brillar en las primeras páginas de los semanarios con un alegato en el
cual (semanario Le Point, de derecha) el intelectual “destruye a la izquierda”. Hace mucho que esa izquierda viaja en
ambulancia, pero la moda vibra con los alegatos envenenados, el silencio de los
atacados y las tramas mórbidas sobre la substitución de la esencia francesa por
los semejantes oriundos de otras culturas y religiones. Precisamente, el
profesor Sudhir Hazareesingh (Ese país que ama las ideas) califica a esta
corriente de neoconservadores de “nacionalismo
étnico”. El otro y la izquierda han sido sentados en el tribunal del
presente. El caso del filósofo Michel Onfray es aún más alarmante. Pasó de la
extrema izquierda a abrazar los ideales de lo que en Francia se llama “los soberanistas”, es decir, la idea
política que antepone la soberanía a cualquier otra instancia (en este caso las
europeas). También se convirtió en un paladín contra Europa y la izquierda, a
la que acusa de haber abandonado al pueblo francés para consagrarse a los
inmigrados. Aunque Onfray se define como un “soberanista
de izquierda”, ocurre que el soberanismo es uno de los motores de la
extrema derecha del Frente Nacional. A mediados de septiembre, el matutino
Libération acusó a Onfray de “hacerle el
juego” a la ultraderecha, de activar la ofensiva “no contra la derecha, sino contra la izquierda”. La trama de su
pensamiento es más culta, más sutil, pero similar: así, por ejemplo, puso en
tela de juicio la foto del niño (Aylan) encontrado ahogado en una playa de
Turquía. La imagen habría servido para manipular a la opinión pública y
sensibilizarla ante el drama de los refugiados. Algo parecido repitió el Frente
Nacional. Su nacionalismo étnico se desnuda cuando afirma (entrevista al diario
conservador Le Figaro): “El pueblo
francés es despreciado desde que Mitterrand (ex presidente socialista francés,
1981-1995) convirtió el socialismo a la Europa liberal. Ese pueblo, mi pueblo,
ha sido olvidado en provecho de micro pueblos de sustitución” (o sea
palestinos, homosexuales, indocumentados). Onfray, en realidad, desarrolla las
mismas obsesiones que los otros autores: Francia, o sea, el centro, está siendo
sustituída por una cultura marginal (extranjeros, homosexuales, ect.). La
impureza que carcome la nobleza y lo torna todo decadente.
“Declinistas” (Francia se hunde), “diferencialistas” (nosotros antes que los invasores), “sustitucionistas” (la cultura francesa está siendo sustituida) son las tres banderas de una filosofía empapada en la nostalgia de un Jurassic Park compartido por la extrema derecha. Los ataques de Libération contra Michel Onfray suscitaron una reacción de un egocentrismo muy parisino: el próximo 20 de octubre, la “izquierda”, se reúne en la sala de la Mutualité de París (emblema de los mitines socialistas) para respaldar al ofendido filósofo. El Frente Nacional no deja escapar el beneficio de la convergencia entre él y esta izquierda soberanista y entristecida. Ocurre que, precisamente, esos intelectuales súper mediáticos promueven mejor que nadie sus ideas. En vistas del mitin del próximo 20 de octubre, su tesorero, Bertrand Dutheil de La Rochère, publicó una tribuna en el portal del Frente Nacional invitando a los intelectuales de izquierda a entablar un diálogo. El Frente Nacional ve claros puentes entre estos turbios moralistas de la identidad y el ombligo y sus ideales. El dirigente frentista convoca a un “diálogo sin concesión” a toda esa izquierda que “denuncia la traición de los partidos que aún se dicen de izquierda. Esos partidos que eligieron la globalización ultra liberal en nombre de Europa. Esos partidos que confunden el internacionalismo con las migraciones masivas que pesan sobre nuestros salarios y desmantelan la protección social”. En suma, el mundo contra Francia. El gran, sutil y universal espíritu rebelde de Europa está embrujado por un partido excluyente y una corte de plumíferos tristes y etno-obsesivos, neuróticos de la identidad y aburridos como un tango desafinado.
NOTA DEL EDITOR DE ESTE BLOG: El neopesimismo francés del que habla Febbro es la continuación, con un giro de tuerca aún más reaccionario, de la corriente de "los nuevos filósofos" iniciada en los años 70 del pasado siglo en dicho país. No es casual que entre los neopesimistas se encuentre Alain Finkielkraut, uno de aquella tendencia del pensamiento involucionista francés.
Conviene que cuando ponemos a Francia como modelo de progreso no olvidemos que ninguna sociedad está exenta de su doble condición de dios Jano (el de las dos caras). Si Francia nos dio 1789 también produjo la reacción thermidoriana. Si ha sido cuna del socialismo como corriente de pensamiento, también fue la de la colaboración del gobiernod e Vichy con los ocupantes nazis.
En cuanto a Debray no estaría de más preguntarse por su responsabilidad en la caída y asesinato de Ernesto Guevara de la Serna (Che) y sus compañeros en las selvas de Bolivia, algo que él mismo ha intentado borrar de su biografía.
Cuando la izquierda no da respuestas a la crisis sistémica y de civilización del capitalismo, es la extrema derecha la encargada de fabricar sus monstruos.
En España tras el desastre del 98 de finales del XIX apareció una hornada de pensadores, escritores, poetas y filósofos que, desde una posición pesimista, también plantearon la necesidad de sacar al país de su frustración. Como quiera que el pesimismo es una corriente antiprogresista, al poner el dedo en la llaga de la nostalgia por lo perdido, también en aquella ristra de ajos intelectuales aparecieron los pensadores prefascistas como Ramiro Maeztu. Aquellos fueron llamados los regeneracionistas, no muy distintos de los hoy partidos de la regeneración en España. En Francia se llaman neopesimistas pero el combustible que les mueve tiene en común un mismo fondo: el llanto por lo perdido.
Por lo demás, no comparto la insinuación de Febbro de que mantener una posición antiUE sea también reaccionaria. Depende desde qué presupuestos se mantenga esa postura. La UE, no tal y como está configurada, sino como lo que es -y no puede ser otra cosa porque nació como ágora de mercado y no cómo ágora política y es, desde ahí, irreformable, como lo es el capitalismo, por mucho que se empeñen en ello los que eufemísticamente rechazan el neoliberalismo para no asustar con posiciones claramente anticapitalistas y revolucionarias- es en buena medida una de las responsables de la reacción nacionalista, excluyente, racista y xenófoba porque, al anular las soberanías nacionales, provoca fuerzas de signo contrario. La otra es la izquierda que, mientras se mantenga en su postración, en su posición a la defensiva, en su aceptación del capitalismo amable que no volvera y en su asunción de discursos antagónicos y ajenos (los liberales en lo económico, ideológico y político) será una herramienta mellada e inútil para hacer frente a toda la involución global que se nos ha echado encima a la clase trabajadora.