Mi padre: Blas López Rodriguez. Mi orgullo, mi amigo y camarada y mi mejor maestro |
Por Marat
Ustedes muy
probablemente, y no sin razón, me respondan “Y a mí qué me
importa”. Perfectamente. No soy quien para soltarles mi charla.
Pero dado que tengo la ventaja de poner por delante mis palabras,
seguiré en el intento de explicárselo.
Mi padre, la persona
que más me ha marcado en esta vida, para bien, creo yo, era un
derrotado. En la mesa de las 12 del mediodía, porque entonces muchos
obreros comían a esa hora, se desahogaba. Hablaba en clave como si
fuera criptógrafo: Franco era El Afilador (por cómo afilaba el
machete criminal) y su mujer La Collares. Y así con algunos otros.
Vivíamos en un
barrio de la fábrica en la que él trabajaba y a la que ésta había
dado nombre el barrio de Candina, en Santander. Pero su auténtico
nombre era el Barrio Venecia, cuya denominación provenía de las
marismas que lo habían infectado tiempo atrás.
Recuerdo que en mi clase
unitaria (de primero a octavo con una sola profesora) entre payos
y gitanos éramos unos 50 en la clase.
También recuerdo
que los viernes de cada mes mi madre, que aún vive con sus 98
espléndidos años, me llevaba a que me cortara el pelo un
esquilaovejas de la fábrica que nos cobraba una peseta. Y siempre le
decía: “Gildo, al 2, que hay muchos piojos en el colegio, pero sin
escalones”. Aún me vive la vieja y yo me descompongo de ternura ante ella.
Y no me he olvidado
de que los sábados, en casa de la vecina del segundo, los niños del
portal podíamos ver una de vaqueros. A pela la peli y bajándonos la
silla, que había que pagar los plazos de la tele.
Mi padre, cuando se
fue dando cuenta de que ni me iba enderezar ni estaba sobrado de
ganas de hacerlo, empezó a desmelernarse políticamente conmigo. Era
normal. Estábamos en 1974 y yo ya tenía 12 cuasiadultos años. Y él necesitaba crecientes desahogos políticos para no volverse loco.
Me enteré entonces
de que a sus 17 años hizo 2 cosas a la vez: afiliarse a las
Juventudes Socialistas y ponerse al servicio de la República el 18
de Julio de 1936. Y también que le cogió el inicio de la guerra en
lo que hoy es el Ministerio de Agricultura en Madrid, justo delante
de la estación de Atocha.
Aquí se llevó mi padre la metralla en sus piernas de la aviación fascista |
Luego se le fue
desatando, con el paso de los días, la lengua. Y me enteré de cosas
como que la URSS fue el único amigo real de la República, que los
soviéticos -"los rusos", decía él- hicieron cosas en su unidad como
mezclar la comida de oficiales y de soldados porque todos luchaban
por el pan y la República. También de que Fidel le parecía “un
tío cojonudo”.
En 1976 encontré a
un grupo de militantes de la UJCE haciendo una pintada y les dije que
quería ser comunista. Aún sigo intentándolo. Mi padre me pilló en
casa en la quedada por teléfono y me preguntó si era tonto o lo
eran mis camaradas. Para él era idiota ese canal de citas en ese
momento. No le faltaba razón. Al día siguiente acabé comiendo
manzanas en un almacén-frutería cerrado en Torrelavega. Se iniciaba
mi militancia. No me arrepiento en absoluto de haber militado en
aquel PCE y de haber sido tan ingenuo de haber pertenecido a él
hasta 1992. Carrillo se fue y dejó al partido ante la eventualidad de buscar un culpable de sus miserias. Anguita y sus sublimaciones “urbi et orbi” me
hartaron. Algunos pensarán que el personaje entonces era cojonudo. Yo en aquél
momento vi el falangista que es hoy.
En 1984 mi padre
presentaba ante la puerta del Ayuntamiento de Santander a más de 60
“pobres”, exigía al después encausado Juan Hormaechea una
entrevista como Alcalde, y tras meses de incordiarle, lograba esa
entrevista. Pero fue acompañado a ella por más de 20 personas del
colectivo de miserables de la calle. Logró algunas conquistas para los que carecían del
derecho a ser y existir.
Unos años antes,
debía ser 1980, iba caminando hacia la entonces casa paterna y me
encontré a mi padre con un militante de la agrupación comunista de
Santander. Estaban de charleta. Me acerque a saludar. Entonces
Salgado, que así se llamaba el camarada, se mostró sorprendido al
ver que besaba a mi padre al saludarle. Entendió que era su hijo. Por saludo, me dijo algo que nunca olvidaré: “si
llegas a ser la mitad de decente que tu padre, merecerás la pena”.
Me quedé a escuchar. Hablaban del campo de concentración que habían compartido en Argelés Sur Mer (Francia) como refugiados tras la
guerra civil ( https://www.youtube.com/watch?v=YAfZK17IeCY)
Le gustaba tocar la guitarra, de oído, tal como aprendió. Pasodobles, boleros, coplas y, sobre todo tangos. Gardel era su mejor desnudez, como es la mía. Me envenenó con la nostalgia de los que perdieron su tierra (un manchego que dio mil vueltas por España, reconvertido en cántabro) y amaron en la distancia el recuerdo de su niñez.
Aún más tarde supe
que había estado en la resistencia francesa, que había sido
prisionero de los nazis tras el desastre de la línea Maginot (el Frente
Popular Francés, que había traicionado a la República Española,
ofreció a los refugiados, “sus presos”, la libertad si defendían
Francia ante la invasión nazi) y que aún hubo de comerse el
batallón de trabajadores del Palacio de la Magadalena en Santander.
Y agradeciendo al comandante Chicote, primo de Pedro Chicote, el del
bar de putas de la Gran Vía, su reconocimiento en él y en otros
presos el haber sido tratado bien por las tropas republicanas. Un
buen tipo, al fin y al cabo.
Con el tiempo, a mi padre se le fue agriando su esperanza de transformación. Comprendió que la vieja memoria democrática y de lucha por un mundo más justo había sido arrinconada en nombre de la conciliación. Los últimos días que compartimos eran de desolada amargura, suya y mía, compartida. Pero en medio hubo muchos besos y abrazos. Se me fue hace tres largos años y fue ayer para mí. Entre él, lo que me enseño a ser y toda esa masa indecente de políticos que aparecieron en estos años, incluidos los nuevos, hay la distancia entre lo bello por bueno y un montón de mierda.
Con el tiempo, a mi padre se le fue agriando su esperanza de transformación. Comprendió que la vieja memoria democrática y de lucha por un mundo más justo había sido arrinconada en nombre de la conciliación. Los últimos días que compartimos eran de desolada amargura, suya y mía, compartida. Pero en medio hubo muchos besos y abrazos. Se me fue hace tres largos años y fue ayer para mí. Entre él, lo que me enseño a ser y toda esa masa indecente de políticos que aparecieron en estos años, incluidos los nuevos, hay la distancia entre lo bello por bueno y un montón de mierda.