Andrés Mourenza.Librered
Los alrededores de la estación de tren de Orestiada, situada en el noreste de Grecia junto a la frontera turca, están cubiertos de zapatos, mocasines de imitación y zapatillas deportivas. Los han abandonado inmigrantes y refugiados recién llegados desde Turquía, como si así, cambiando de calzado, pudiesen también trocar su suerte y empezar una nueva etapa.
Hasta hace poco esta estación de tren era una de las primeras paradas ya en territorio europeo de las rutas migratorias que se inician en África, Oriente Medio o Asia. De Orestiada, viajaban a Atenas y, de allí, a la costa oeste de Grecia para colarse en algún barco hacia Italia y, como polizones, continuar su ruta hacia la Europa más próspera.
Ahora las ropas y los zapatos abandonados se pudren a merced de las lluvias del invierno, ya que apenas pasan inmigrantes por este punto.
“En 2010 sufrimos un tsunami de inmigrantes pues por esta zona entraron ilegalmente unos 36.000″, explica el director general de la Policía de Tracia, Georgios Salamangas.
Entonces se desplegó una misión del cuerpo policial europeo Frontex y se reforzó la cooperación con las autoridades turcas. Igualmente, el pasado agosto se enviaron 2.000 efectivos más de Policía a la región y recientemente se concluyó la construcción de un muro en la frontera greco-turca.
La valla, de 10,3 kilómetros de longitud, 4 metros de alto y coronada por alambre de espino, ha sido elevada sobre las huertas que antes hacían de frontera entre estos dos países y su construcción ha costado más de tres millones de euros sufragados enteramente por el Gobierno griego, ya que la Unión Europea se negó a financiar un proyecto que ha desatado protestas de los grupos de derechos humanos.
“Los resultados de la operación policial y de la valla son muy buenos. El número de inmigrantes que cruza ilegalmente se ha reducido drásticamente. Esto debería satisfacer no sólo a Grecia sino a toda Europa porque todos estos inmigrantes no quieren quedarse aquí, sino ir a otras capitales europeas”, añade Salamangas.
Los vecinos que viven junto al nuevo muro están, con todo, satisfechos, aunque reconocen que, aparte de pisadas en sus campos de cultivo, nunca han tenido mayores problemas con los ‘sin papeles’.
“Antes venían muchos. Con el muro ya no pasan más. Pero, ¿por qué vienen a Grecia? Esto no es el paraíso. Aquí hay crisis, no hay trabajo”, critica el viejo Vangelis mientras despluma un pollo.
Sin embargo, Jalid, un paquistaní que hace dos años cruzó ilegalmente esta frontera se defiende: “Ya sé que aquí las cosas no son fáciles, pero en Pakistán están peor. Si no fuese así, no habría venido”.
Algunos locales, en cambio, sí que han alzado la voz contra la construcción del muro, como el joven Panos, de Orestiada.
“Lo irónico es que Orestiada se construyó para los refugiados griegos expulsados de Turquía y los hijos de estos refugiados emigraron en 1960 a Alemania para ganarse la vida. Ahora, construimos una valla contra refugiados e inmigrantes”, lamenta.
Gökhan Tuzladan, periodista turco que vive al otro lado de la valla, asegura además que no solucionará el problema de la inmigración irregular.
“Está claro que la valla tiene un efecto disuasorio, pero sólo cubre 10 kilómetros. Los otros 190 kilómetros de frontera sólo están separados por el río Evros. Y por ahí sigue habiendo gente que cruza ilegalmente”, apunta y añade que incluso se están empezando a producir entradas ilegales de Turquía a Bulgaria, a pesar de que este país no forma parte de la espacio Schengen de libre tránsito europeo.
Las organizaciones humanitarias denuncian que, debido a la valla, los inmigrantes están utilizando rutas más peligrosas, como el Mar Egeo -donde en los últimos meses se han producido varios hundimientos de pateras- o el propio río Evros.
Según datos de la Policía, entre 2010 y 2012, murieron 112 inmigrantes ahogados o de hipotermia mientras trataban de cruzar el río, pero el muftí musulmán de la provincia griega de Evros, Serif Damatoglu, asegura haber enterrado él mismo a unos 400.
“Yo sufro mucho. Ves a esta gente que es tan joven y ha perdido la vida… y en ocasiones no son uno ni dos, sino grupos de nueve o diez a los que tienes que enterrar. Algunos cadáveres llegan incluso mutilados por haber pisado las minas que hay en la frontera”, afirma.
En el pueblo de Sidiro han habilitado un pequeño monte para enterrar estos cadáveres.
La lluvia del invierno cae inmisericorde sobre los montones de tierra, algunos todavía frescos, que cobijan los cuerpos sin vida de los inmigrantes. No hay lápidas. Nadie conoce el nombre de sus ocupantes, ni su país de origen. Ni cuantos miles de kilómetros recorrieron para venir a morir a las puertas de Europa.