Por Albert Recio. Revista “Mientras Tanto”
Aunque en nuestra imaginación las catástrofes suelan adoptar una forma apocalíptica, como en el desastre de Hiroshima y Nagasaki, a menudo tienen formas menos teatrales: una sucesión de pequeños desastres que acaban por generar un resultado brutal. Muchas de las mayores tragedias de la humanidad, como la sucesión de grandes guerras, han venido precedidas por esta dinámica de los pequeños fallos que al final han conducido a una crisis inevitable. Ésta es la forma que siempre he pensado que va a tomar —posiblemente ya ha tomado— la crisis ambiental y la forma que está adoptando la evolución de la actual crisis —mejor, recesión— económica. Mientras suceden una serie de desastres intermedios aún queda espacio para enderezar el rumbo, pero el apego a una línea de conducta inadecuada bloquea esta posibilidad y conduce a una situación fuera de control.
Estamos asistiendo a un nuevo episodio de este espiral de tragedias. Una nueva tormenta irlandesa (siempre hay un país que sirve para nombrar cada capítulo, un nombre que sirve para eludir el carácter sistémico del proceso) que, de momento, ya ha justificado un plan de rescate y su contrapartida de costes sociales, pero que anuncia nuevos episodios (como los viejos comics de “aventis”) enfocando a Portugal, a España y, más allá, a Italia y Bélgica. Si el rumbo no cambia parece evidente que el ajuste español, por su tamaño, acarrearía un salto cuantitativo importante. Que el modelo irlandés era inestable lo veía cualquiera que no hubiera sido adoctrinado en la dogmática de la economía neoclásica moderna. Pero el ajuste actual no se explica sólo en los fallos del modelo sino también en la contumacia de las recetas.
Por una parte desde el crac de Lehman Brothers la consigna ha sido no dejar quebrar ningún banco más. En teoría esto se limitaría a aquellos con un tamaño multinacional, pero en la práctica la cobertura se ha extendido a un número mucho mayor de entidades. Ello supone una ruptura de la lógica normal de la economía mercantil, que permite la quiebra o concurso voluntario. (El acreedor deja de pagar, negocia una “quita” o reducción de su deuda, unos plazos de pago generosos y, si todo ello es insuficiente, se liquida; lo que supone que los deudores pierden parte de sus ingresos, pagan por sus errores a la hora de evaluar riesgos). La única forma de evitar este proceso es transfiriendo la deuda al sector público, impidiéndo a éste actuar como un ente privado y por tanto endeudando de sopetón al conjunto de la población. La justificación que se da al impedimento de la quiebra bancaria es que, de producirse, afectaría gravemente al hipersensible sistema financiero, lo que generaría un proceso en cadena de incalculables y peligrosas consecuencias. Pero si se acepta este razonamiento, lo que hay que hacer es una regulación/reordenación del sistema financiero que reduzca su hipersensibilidad, que imponga cortafuegos, impida comportamientos erráticos, corte la especulación generadora de desastres. El sistema financiero siempre ha sido una fuente de problemas, pero no cabe duda que la liberalización neoliberal ha incrementado su inestabilidad y sin reconducir este problema sólo queda averiguar dónde estallará la próxima bomba y a qué país le tocará aplicar un ajuste/rescate.
Por otra parte está la Unión Europea. Creada con un modelo que por un lado deja sin control los movimientos del capital y por otro genera directrices rígidas a seguir por los gestores públicos. Un modelo de actuación impuesto al alibi por la dogmática neoliberal y por la pretensión de los grandes países (especialmente Alemania) de imponer sus directrices al resto. El resultado es un modelo que ha fallado en la prevención de los problemas (es notorio el nulo control del pomposo Banco Central Europeo sobre la actuación de la banca privada) y constituye un fracaso en el tratamiento de la enfermedad. La política de austeridad impuesta a los países con problemas no sólo genera enormes costes sociales sino que convierte el endeudamiento en un mal endémico para muchos años. La negativa del BCE a intervenir en el mercado de la deuda (como sí lo ha hecho la Reserva Federal comprando cantidades ingentes de bonos basura) alimenta las tensiones financieras de los estados en dificultades, pues permite a los piratas financieros hacer “apuestas” que fuerzan a incrementos criminales de los tipos de interés. Muchas de estas presiones no se hubieran desencadenado si el BCE hubiera adquirido deuda griega e irlandesa y mucho menos si no se hubiera forzado a los estados a “socializar” las deudas privadas de sus bancos.
El camino del desastre está marcado por políticos y técnicos incompetentes que no saben reconocer que el manual con que se orientaban lo había escrito gente fantasiosa pero poco realista. La fuerza de los intereses creados, de un sistema financiero todopoderoso impone un guión de tragedia griega. Con sujetos que no pueden escapar de una lógica atroz. La combinación de poderosos, y obsesivos, intereses de la elite mundial con la desorientación, seguidismo y conservadurismo de los dirigentes públicos (políticos y asesores) configura un cóctel letal para el bienestar de la inmensa mayoría de la población.
Nos quieren hacer pagar por un endeudamiento que es, básicamente, el resultado de los problemas generados por el modelo neoliberal: el desequilibrio exterior recurrente de muchos países, las desigualdades de renta intolerables y un sistema financiero desbocado. Sin atajar estas tres grandes cuestiones la sucesión de sociedades con problemas será persistente (y su injusta traducción en graves costes sociales para la mayoría). Y por ello hay que partir de la base de que el tema de la deuda no tiene solución sin una reducción de la misma. Y la vía que se me ocurre más sencilla es dejar que los grandes deudores privados, los bancos con problemas, quiebren y funcionen los mecanismos clásicos de la quita y el aplazamiento de pagos. Evidentemente no es la solución global. Pero sí puede ayudar a impedir la expansión de una dinámica enloquecida, al tiempo que ponga a debate las estructuras profundas que están en el origen principal de los problemas: la dinámica de la globalización, las políticas neoliberales, el modelo de construcción europea...
En manos de los pirómanos
Tras examinarse ante los grandes financieros internacionales, ahora Rodríguez Zapatero ha repetido ante los verdaderos amos del país. Sólo ha sacado de la convocatoria, por razones de imagen, a las principales empresas de capital multinacional que controlan posiciones clave en el sector industrial (aunque la presencia de multinacionales es tan grande que no ha podido evitarlas del todo, Agbar y Cepsa se han colado en la convocatoria). Se trata de una muestra representativa de quién manda en el país, de cuáles son sus intereses reales, de cuál es su grado de control sobre las decisiones públicas.
Si adoptamos un punto de vista sectorial, encontramos 7 empresas financieras (Santander. BBVA, Banco Popular, Banco Sabadell, la Caixa, Caja Madrid y la aseguradora Mapfre), 8 ligadas a la construcción y a la gestión de servicios públicos (ACS, FCC, Acciona, OHL, Sacyr, Ferrovial y las ingenierías Técnicas Reunidas y Abengoa ), 5 energéticas (Repsol, Cepsa, Gas Natural, Endesa, Iberdrola), 5 gestoras de servicios públicos (Hispasat, Telefónica, Abertis, Agbar y la aeronaútica Iberia), 3 turísticas (Sol Melià, Globalia y Riu), 3 de distribución (el Corte Inglés, Inditex-Zara, Mercadona, más el representante de Anfac), 2 de medios de comunicación (Telecinco, Planeta) y sólo 5 ligadas a distintas actividades industriales y tecnológicas: Gamesa (equipos eólicos), Indra (electrónica), MCC (grupo de las cooperativas vascas), Grifols (farmaceútica) y Ebro Foods (alimentaria). Esta sola enumeración es significativa del peso que tienen las distintas actividades en el núcleo central de nuestro capitalismo. La mayor aglomeración sectorial se encuentra también en aquellos que han protagonizado la burbuja financiero-constructora. Por el contrario conviene subrayar que el único grupo con una presencia claramente industrial es, no casualmente, un grupo cooperativo que, por muchas cuestiones críticas que tiene abiertas, sigue funcionando con una lógica bastante distinta que la que ha regido en las empresas capitalistas prototípicas.
Hay otras lecturas posibles de esta “selección nacional”. Por ejemplo, resulta palpable que once de las empresas participan del patronato de la Fundación Fedea, el principal productor de propuestas neoliberales y de reformas estructurales del país (sólo cuatro de sus empresas-patrones han sido excluidas del magno evento, la extranjera BP, las menores Bolsa de Madrid e Ibercaja y el grupo March, ya representado a través de sus participadas ACS y Abertis). Muchos de los presentes han firmado asimismo el documento, también neoliberal, de la Fundación Everis. El peso de empresas cuyo negocio se basa en la gestión de servicios públicos o el suministro público es aplastante (incluidas aquellas que provienen directamente de las privatizaciones de la década pasada). No era por tanto imaginable que de la mayoría de estas empresas salieran propuestas orientadas a un cambio profundo del modelo productivo, sino más bien demandas que refuercen sus líneas de negocio. Ellas han sido las principales creadoras-beneficiarias del modelo que nos ha conducido al desastre. Y en lugar de exigirles responsabilidades y emprender su reforma estructural, se les pide una vez más que sigan orientado nuestro futuro.
El resultado de la reunión ha seguido la pauta esperada. Más bien han sido las empresas las que le han marcado el camino al Gobierno, y le han exigido “que no le tiemble el pulso”, que no ceda ante las presiones sociales. Y han sido precisos en sus demandas: culminar la concentración/privatización de las cajas, aclarar el modelo energético (freno a las renovables que complican el modelo de negocio) y, sobre todo, reforma laboral y de pensiones. Ya ha salido la propuesta de crear un organismo nacional de control de la competitividad para “poner presión”, o sea institucionalizar el desguace de derechos sociales, la eliminación de barreras ambientales, condicionar la entera vida social al evanescente objetivo de la competitividad.
En una lectura crítica, el grado de sumisión de los poderes públicos a los intereses de una minoría que globalmente representa un modelo de capitalismo rentista y parasitario resulta absolutamente escandalosa. Desde una perspectiva democrática, constituye un acto absolutamente irresponsable que las únicas voces que escuche un presidente de Gobierno de izquierdas sean las de estos intereses oligárquicos o las de sus asesores áulicos (los 100 insignes). Desde una perspectiva reformista, el desprecio que se hace al tejido social (incluso a los segmentos más vivos del mundo empresarial) demuestra la estolidez de unas elites dirigentes que sólo son capaces de pensar la economía en clave de unos pocos intereses. El gobierno se rebaja a ser un mero ejecutor de los grandes intereses, con unas formas que nos llevan a recordar las más esquemáticas formulaciones marxistas sobre el papel del Estado. Podemos pensar en inculpar a estos dirigentes políticos por alentar a los que han creado un grave problema de inseguridad económica.
Macroproyectos y saqueo público
Los grandes proyectos de infraestructuras se hacen más en función de los beneficios que de las necesidades reales. Sus promotores y propagandistas exageran siempre los beneficios potenciales y minimizan sus impactos sociales y ambientales. Para el negocio todo vale. Es algo que economistas ecológicos como José Manuel Naredo y Federico Aguilera llevan años demostrando. La “crisis de las autopistas” constituye un ejemplo de libro de todo este entramado de intereses, despilfarro y saqueo público.
El Gobierno del PP impulso la construcción de una nueva generación de autopistas de peaje, la mayoría en las cercanías de Madrid (radiales, eje Aeropuerto, Madrid-Ocaña-La Roda, Madrid-Toledo) y en el Sureste (circunvalación de Alacant, Alacant-Cartagena, Cartagena-Vera). Una vez realizados estos proyectos, que se han financiado con avales públicos que totalizan 3.513 millones de euros, se han demostrado un fiasco. Por dos razones básicas: porque el tráfico real es muy inferior al previsto para justificar el proyecto (en el caso más escandaloso, la Madrid-Barajas, sólo se ha llegado al 13% del tráfico previsto) y porque algunos fallos judiciales elevaron sustancialmente el pago de las indemnizaciones a los propietarios de los terrenos expropiados para construir las vías. Todo un clásico de los macroproyectos: exageración de los beneficios potenciales y saqueo de los intereses de personas con poco poder social. Lo lógico, de seguir los manuales de capitalismo competitivo, es que las empresas que erraron sus previsiones apechuguen en forma de pérdidas. Pero en el neocapitalismo oligárquico los problemas se resuelven apelando una vez más al paternalismo sumiso de papá Estado, y así las autopistas (sus promotores) van a ser salvadas con dinero público: Por una parte con créditos participativos del Gobierno (inicialmente 135 millones de euros, hasta alcanzar los 250 millones), esto es, créditos que pasan a convertirse en capital no recuperable en caso (seguro) de pérdidas. Y por otra parte con una aportación de 80 millones de euros como “adelanto de ingresos”, justificados como la diferencia entre los ingresos reales por peajes y el 80% de los ingresos teóricos previstos en los próximos tres años (algo totalmente fantasioso visto el bajo nivel de uso de estas autopistas). Como parece que el PP está poniendo trabas a esta última cuestión, el Gobierno ya ha aprobado el pasado 26 de noviembre un nuevo régimen tarifario y una prolongación del plazo de concesión a alguna de estas empresas (la RII de Madrid, la Alicante-Cartagena). Seguramente el siguiente paso será la nacionalización completa, regada eso si de una nueva compensación.
A riesgo de pasar por demagogo no me resisto a transcribir los nombres de los propietarios beneficiados por la medida. No hace falta ser muy experto en economía para adivinar los nombres de los interfectos: Abertis, Acciona. ACS, OHL, FCC, Ferrovial, Sacyr, OHL, Caja Madrid (todos invitados por Zapatero) a los que se suman algunos elementos de la segunda línea de empresas constructoras (Comsa Emte, ICC, Ploder, Sando, Azvi). Puestos a ser malpensados vale la pena anotar que casi todas las empresas del núcleo duro aparecen implicadas en varios de los más importantes escándalos de corrupción que asolan el país, como el caso Brugal (Sacyr), Orihuela (ACS, Acciona), Telde (ACS) o el Palau de la Música (Ferrovial). Eso sí: todos ellos empantanados en complejos procesos de los que nunca se llega a ver la salida. Es incluso morboso detectar que ha sido el grupo parlamentario de CiU el principal promotor de la medida. Una buena muestra de su modelo de colaboración público- privada.
Más allá de la anécdota cruel de inflar con fondos públicos la cuenta de resultados de unas empresas incompetentes (pues ello y no otra cosa es invertir en una actividad que no tiene mercado) lo que este caso muestra a las claras es la lógica de muchas de las políticas de infraestructuras: megaproyectos pensados sobre todo desde el punto de vista de conseguir transferencias públicas a costa de construir equipamientos infrautilizados, de tronchar el territorio, de destruir otras formas de actividad y de generar graves problemas ambientales. Tdo ello da una idea de cómo estamos sometidos al poder obsceno de una oligarquía despiadada y unos políticos sin sentido de lo público.