20 de abril de 2017

EL VIOLINISTA DEL GHETTO DE VARSOVIA

Higinio Polo. El Viejo Topo

No se puede recorrer Muranów, un barrio de Varsovia, sin que el corazón se encoja y un nudo nos atenace la garganta. Aquí estaba el ghetto, y, a cada paso, surgen los recuerdos del horror. Nos hablan de él, Antoni Szymanowski; y los diarios de Emmanuel Ringelblum –los Escritos del ghetto–; y las páginas de Hersch Berlinski, y de Aurelia Wylezynska, muerta durante el levantamiento de Varsovia. Y las de Cyvia Lubetkin, y Jan Karski, correo de los partisanos polacos. Emmanuel Ringelblum, que fue asesinado por la Gestapo en 1944, pudo enterrar en Muranów algunos documentos que reunió. También los nazis hablan de ese infierno: el general de las SS, Jürgen Stroop, conquistador del ghetto de Varsovia; y el propio Goebbels.

Antes de la guerra vivían en Polonia tres millones de judíos polacos, más de la décima parte de la población. En los combates de septiembre de 1939, murieron más de cincuenta mil personas, y, un año después, los nazis crearon los ghettos. En Varsovia, más de cuatrocientas mil personas fueron encerradas en él, entre el hacinamiento, el hambre, las enfermedades. Las condiciones de vida eran inhumanas: cada mes morían más de cinco mil personas; decenas de miles de obreros fueron obligados a trabajar para sus verdugos en condiciones de esclavitud, alimentados sólo con sopa. Otros eran conducidos a fábricas fuera del ghetto: eran un excelente negocio para los industriales alemanes. Miles de mendigos llenaban las calles, junto a centenares de niños abandonados, porque sus padres habían muerto. El tifus, la gripe, y otras enfermedades hicieron estragos, y los piojos se apoderaron de todo. Casi 85.000 personas murieron por efecto del hambre y de las enfermedades en el ghetto de Varsovia, antes de que el resto fueran enviados al campo de exterminio de Treblinka.

Muro del ghetto de Varsovia, con el Palacio
Lubomirski bombardeado
Al alba, los enterradores arrojaban a la fosa común los cadáveres recogidos cada día. Los nazis apenas entregaban alimentos, pero mentían al mundo sobre las condiciones del ghetto: llegaron a rodar noticieros donde forzaron a aparecer al jefe del Judenrat, Adam Czerniaków, y otras personas, en grandes banquetes. Arnold Mostowicz, superviviente de otro ghetto, el de Lodz, nunca pudo arrancarse de la memoria una escena atroz: tenía que atender a una joven enferma. Cuando llegó a la casa, ya había muerto, así como uno de sus hijos pequeños. No pudo hacer nada, sólo estremecerse viendo cómo se agitaba el cadáver en un mar de piojos.

Pese a todo, las organizaciones judías resistieron: en la calle Mila, 18, estaba el cuartel general de la Organización Judía de Combate, y un túnel secreto en la calle Muranowska comunicaba con el exterior del ghetto. Incluso organizaban la vida, atendían a la ciencia y la cultura, imprimían prensa clandestina, crearon una biblioteca infantil. Incluso investigaron, como el doctor Israel Milejkowski, que dirigió un trabajo científico en aquellas increíbles condiciones. En la víspera de su muerte en el ghetto, anotó: “con la pluma en los dedos, siento la muerte deslizarse en mi habitación…”

El 22 de julio de 1942 los nazis iniciaron la operación para liquidar el ghetto de Varsovia: engañaron a la población simulando un simple traslado, y concentraron a miles de personas cada día en la Umschlagplatz, para enviarlas a Treblinka, con los ucranianos y letones nazis disparando a matar para mantener el orden. En septiembre de 1942, los trenes de la muerte transportaban desde Varsovia hacia Treblinka entre cinco y siete mil personas diariamente. Allí, 265.000 prisioneros del ghetto fueron convertidos en humo.

En el verano de 1942, algunos judíos del ghetto entran en contacto con la resistencia polaca, para pedir armas. Crean la OJC, Organización Judía de Combate. Consiguen algunas pistolas y dinamita, que introducen en el ghetto por puntos secretos, como el agujero de la calle Bonifraterska, o a través de la fábrica situada en la calle Okopowa, al lado del cementerio judío; y por el túnel excavado en la calle Muranowska, y por la entrada al ghetto de la plaza Parysowski, donde la resistencia consiguió sobornar a los guardias polacos. Contaban además con las cloacas, utilizadas por el mercado negro y para intentar escapar al exterior. La OJC organiza incluso una pequeña prisión dentro del ghetto, ejecuta a judíos colaboracionistas con los nazis y distribuye octavillas explicando sus acciones.

El 18 de enero de 1943, los alemanes lanzan el ataque final. Siguen las deportaciones, y fusilan en el ghetto a los enfermos impedidos. Los grupos judíos responden, y los combates duran cuatro días. El 21 de enero, el mando alemán evita arriesgar a sus soldados en luchas callejeras y decide volar con explosivos los edificios donde se concentra la resistencia, que utiliza tácticas de guerrilla urbana y se mueve por los tejados, los sótanos, las cloacas. La OJC ha conseguido encuadrar a setecientos combatientes, y otro grupo, la AMJ, a cuatrocientas personas más. El 19 de abril de 1943 estalla la insurrección del ghetto. Mordechaj Anielewicz es el principal dirigente de la resistencia: sus integrantes saben que sólo les espera la muerte.

Civiles polacos en armas durante el
levantamiento de Varsovia
Comienzan los combates por diferentes calles, y decenas de alemanes mueren. Los nazis utilizan lanzallamas para incendiar todavía más el barrio, que arde desde los primeros días de luchas. Los informes del general Jürgen Stroop, que manda las tropas nazis, recogen que “familias enteras se arrojan por las ventanas de los edificios incendiados”. Los combatientes se ocultan en sótanos, en pasadizos, y atacan cuando pueden. Algunos grupos de la resistencia polaca intentan abrir brechas en el muro, desde el exterior, para ayudar a los judíos, mientras que otros atacan a los soldados, pero la diferencia de fuerzas es demasiado grande. El 8 de mayo, después de veinte días de combates, las calles del ghetto son una montaña de ruinas y de edificios destripados, donde los insurrectos mueren abrasados o tienen que refugiarse a veces en sótanos en los que se acumulan los cadáveres, que están siendo devorados por las ratas.

Soldados alemanes de las SS durante el levantamiento
Los alemanes se retiran, y deciden destruirlo todo. “Nunca olvidaré la noche que incendiaron el ghetto”, escribió después Cyvia Lubetkin. El día 7 de mayo, muere combatiendo Mordechaj Anielewicz. Algunas decenas de personas permanecen agazapadas en las alcantarillas y en los sótanos, sin alimento, sin agua, con los labios convertidos en esparto: unas pocas podrán salvarse todavía gracias a un camión de la resistencia que espera camuflado en una alcantarilla fuera del ghetto: entre ellos estaba Marek Edelman, uno de los dirigentes de la insurrección. Otros optan por el suicidio, para no caer en manos de los nazis, o se ven forzados a matarse unos a otros, entre lágrimas. El 16 de mayo Jürgen Stroop declara que la resistencia ha cesado: para celebrarlo vuelan con explosivos la sinagoga de la calle Tlomacka. Después, en agosto de 1944, estalla la insurrección general de Varsovia, y en enero de 1945 el Ejército Rojo libera la ciudad. Los combatientes del ghetto de Varsovia escribieron: “¡Vivir con dignidad y morir con dignidad!” Sabían que la resistencia no sólo era posible sino imprescindible para el futuro de la humanidad.

Nos queda su ejemplo, y las insoportables fotografías del horror: fosas comunes, niños muertos en las aceras del ghetto, el lento paso del niño judío, cubierto con su gorra, con los brazos en alto, con el miedo asomando en sus ojos, observado por los soldados nazis; y el rostro de otro niño, que arrastra un carro con cadáveres; y la del violinista con la piel en los huesos, que pide ayuda: va a arrancar unas notas del violín, mientras nos mira, para que no olvidemos nunca que ellos estaban allí, en el infierno.

14 de abril de 2017

EL FIN DE LA IZQUIERDA POSMODERNA

David de Ugarte. Las Indias.blog

La «identity politics» ha muerto. La mató el triunfo de Trump. Queda como cultura de grupo, como signo de pertenencia a un difuso «progresismo». Pero si la izquierda global quiere cambiar las cosas y darle forma a nuestra época, tiene que abandonarla definitivamente y volver a sus fundamentos.

Durante los años noventa la izquierda americana se transformó profundamente. No venía de la centralidad del trabajo y la producción como la europea sino del consumismo, o mejor dicho del «consumerismo» solapado a partir de los sesenta con las teorizaciones que surgieron a partir del movimiento de derechos civiles y que, siguiendo los textos de Fanon, equiparaban a las minorías raciales americanas y sus movimientos con los movimientos independentistas de las colonias inglesas y francesas.

Poco importaba que se levantaran voces, sobre todo en Europa y Africa, afirmando que ese discurso no era más que una nueva versión, hipócritamente aliñada con Marx, del esencialismo nacionalista anti-ilustrado, de Herder y de Meistre. Era funcional en una manera esencialmente nueva. Lo que el racismo de Fanon y Malcom X propone no deja de ser aplicar lo que hasta entonces el nacionalismo había aplicado al mundo (dividiéndolo en un puzzle de esencias nacionales) a la nación misma. Es decir crean un molde que permite la unificación en un solo marco de los principales movimientos que llaman la atención de los universitarios de los setenta: el feminismo y el nacionalismo negro. Una nueva generación de profesores se apoyará en los nuevos críticos europeos de los discursos de la Modernidad -en Foucault pero sobre todo en Derrida- para intentar darle un fondo intelectual más sólido, pero también para desbancar a la generación en el poder en los claustros.

Y esto fue fundamental, porque la nueva generación de intelectuales americanos entendió el conflicto social en el molde del conflicto por la hegemonía en los claustros. Los discursos sobre la producción, el trabajo, las clases, la organización de la economía… nada de eso estaba en el primer orden del debate. Eran las «identidades» las que lo estaban. La «diversidad», entendida como diversidad de sexo y raza, era la bandera de la nueva revolución universitaria.



El resultado fue una gran coalición que ofrecía hueco en el «asalto de los cielos» universitarios -y en general a todo lugar que permitiera una «acción afirmativa»- a todos los damnificados del sistema establecido a condición de que construyeran una identidad esencial propia, una ideología característica de grupo. Ser feminista dejó de significar batallar por la igualdad social de las mujeres respecto a los varones para implicar una concepción determinada de la mujer asociada a valores, a un «ser mujer» esencialmente diferente a «ser varón». Es decir, por debajo de la determinación cultural de roles, había algo irreductible, una «diferencia», que hacía a las mujeres diferentes en su «ser». Del mismo modo, un activista por los derechos de las minorías raciales dejó de significar alguien que batallaba por los derechos civiles y comenzó a implicar creer y ser parte de una comunidad imaginada de la raza que configuraba a cada individuo que hiciera parte de ella (un pensamiento «blindado» porque si el individuo lo negaba era por «auto-odio» impuesto por el sistema de identidades existente que negaba su «esencia»).

El espectro se abrió pronto pero no sin dificultades a las identidades basadas en la sexualidad y el ecologismo. Las operaciones necesarias fueron a veces difíciles e incluso, en el caso del ecologismo, ridículas. La teoría de género fractalizó el modelo una vez más, llevando la lógica de las identidades esencialistas a lo que no podía dejar de reconocer como un continuo difícil de acotar y por tanto casi imposible de reducir a átomos identitarios esenciales. Por su parte, el ecologismo tuvo que renunciar a la comunidad imaginada para tener un sujeto. En su lugar volvió al modelo últimos de los seres imaginados: la deidad. «Gaia», la personificación de la Naturaleza -la «madre» Naturaleza- se convirtió en un sujeto político más. En la era de la cultura de la adhesión ya no hacían falta siquiera miembros, bastaba con tener seguidores para tener una «identidad».


Curiosamente, no todas las «diversidades» quedaron incluidas en la definición de «diversidad» de la nueva ideología ascendente. Por ejemplo, la diversidad lingüística, que hubiera puesto en aprietos la estructura de departamentos de la universidad más allá de las cuotas étnicas, nunca entró siquiera en consideración a pesar de que eran lingüistas muchos de los pioneros del movimiento y de que la diversidad lingüística y la educación pública en otras lenguas distintas del inglés sea un campo de batalla social cotidiano desde siempre en EEUU (con las lenguas aborígenes, con el alemán hasta la guerra mundial, con el español al menos desde la conquista de Texas, etc.).

De ideología a cultura hegemónica en la izquierda
El conjunto de todo este fantástico, complejo y diverso movimiento intelectual es eso que se ha dado en llamar «identity politics». Su éxito fue indudable. La «identity politics» derivó de facto en un conjunto de prácticas y signos que redefinían la pertenencia a la izquierda.

Y es que la «identity politics» ha sido la ideología más atenta a las formas y al lenguaje desde las revoluciones puritanas protestantes -a las que recuerda tantas veces. Un elemento clave fue la definición de un nuevo «political correct»,un registro lingüístico diseñado para «no ofender ninguna identidad» y que derivó el espíritu evangélico de los conversos hacia eso que John Carlin definió como el «fascismo lite de los campus anglosajones». No es de extrañar que la generación de Carlin quedara en shock ante las consecuencias de la nueva ideología: podían compartirla pero no eran parte de su cultura. Y era precisamente como cultura que se estaba extendiendo. La vieja feminista era de repente sospechosa si no usaba el «los/las» continuamente. El militante obrero, otrora idealizado, se convertía ahora en un «varón blanco sin estudios», arquetipo de la categoría social más reaccionaria. La «diversidad», cual nuevo signo de la gracia, se convertía en el mandato de representar una realidad de «demographics» predefinidos más allá de lo razonable.



Esa dualidad de la «identity politics» como ideología y como cultura que quiere ser hegemónica en la izquierda, es lo que ha producido que sirva hoy con el mismo desparpajo para alimentar los guiones de las series americanas con arquetipos de conflicto que para planear estrategias electorales. Solo que mientras las series solo necesitan llegar a la verosimilitud, las elecciones, especialmente las presidenciales, solo tienen un criterio de verdad: ganar.

Y en esto llegó Trump
La noche del martes al miércoles pasado comenzó con una afirmación continua, en prácticamente cada canal de noticias norteamericano, de los presupuestos de la «identity politics». En CBS la tertulia de comentaristas era pura demografía, pura especulación de tendencias por identidades imaginadas: mujeres, latinos, negros, blancos sin estudios… Parecía una clase de Sociología en una universidad americana de los ochenta. El primer analista convocado, sentenció la hipótesis a falsar esa noche: «no se pueden ganar unas elecciones en la América diversa y multicultural faltando el respeto a las comunidades con más crecimiento». Michel Moore en su monólogo electoral en el condado de Clinton, un verdadero concentrado de «identity politics» y condescendencia universitaria, partía de otro hecho muy comentado a principios de la noche: «solo queda un 19% de varones blancos en EEUU».


Nada podía fallar. Pero falló. Esa noche la «identity politics» falló y quedó falsada en la práctica política real. Si Trump tuvo su 18 Brumario, la izquierda posmoderna tuvo, literalmente, su 9 de noviembre.

Resulta que esos varones blancos sin estudios a lo mejor no son esos «dinosaurios sollozantes» porque «después de un presidente negro viene una presidenta mujer» y «después vendrá un gay», «y después un transexual» que caricaturizaba Moore. A lo mejor ni siquiera, salvo unos cuantos tarados, se definen y votan como «blancos» o como «varones» aunque toda la dialéctica de la «identity politics» pretenda eso de ellos. A lo mejor son de todos los colores y lenguas maternas. A lo mejor no es la «identidad» sexual y étnica lo que les abruma. A lo mejor no es que «no comprendan» la globalización como nos dicen. A lo mejor la comprenden perfectamente y a lo mejor no aceptan ser divididos como si fueran especies de ganado en variantes genéticas y culturales. Tal vez, lo que están es hartos del neoliberalismo y de la desigualdad al punto de darse un tiro en el pie con tal de dárselo a una élite tramposa y «listilla» como apuntaba «The Idler».

Puede, simplemente que como comentaba Tyler Cowen la diversidad fuera otra cosa porque a fin de cuentas si un 29% de «latinos» votó por Trump:

muchos de esos votantes no ven «latino vs no latino» como la frontera de diversidad que les interesa con más intensidad.

En algunos lugares, como «Politico», el think tank de facto más potente de los demócratas, manifestaciones-antitrump hasta ahora un difusor acrítico de la política identitaria, empezó ya una cierta autocrítica:

Cuando empiezas a pensar en términos de gestión por un lado de las élites globales al nivel supranacional y por otro en entidades desterritorializadas en nivel subestatal [los sujetos de la «identity politics»] que buscan pero nunca encuentran acomodo en sus «identidades», las consecuencias son significativas: tasas bajas de crecimiento (alimentadas por el endeudamiento) y ciudadanos aislados que pierden su interés en construir un mundo juntos. En consecuencia por supuesto aparece un capitalismo de amigotes rampante cuando, en nombre de la eliminación de los «riesgos globales» y proveyendo distintas formas de «seguridad», la colusión entre las siempre crecientes burocracias estatales y los mastodontes corporativos globales crea una clase cerrada de ganadores y otra de perdedores. Esta es la alta disparidad de riqueza que vemos en el mundo de hoy.

Conclusiones
Puede que a pesar de nuestras críticas de hace unos días, Zizek llevara razón y el triunfo de Trump sirva de disparo de salida para cambiar la cultura y la ideología de la izquierda en los países centrales. El primer paso ha de ser una crítica en profundidad, una «deconstrucción» si se quiere llamar así, de la ideología identitarista que le alimentó hasta ahora en el mundo anglosajón y de su matriz, el nacionalismo. Porque la igualdad social no se construye convirtiendo en sujeto político -con sus consecuentes burocracias y «representantes» con cuotas de poder fijadas legalmente- a todas esas «identidades» o categorías sociológicas sobre las que históricamente se discriminó o ejerció el poder, sino eliminando la relevancia legal, cultural, social y sobre todo, económica de esas divisiones artificiales.

Y en todo caso, lo que parece indudable es que será imposible recomponer la izquierda sin pasar la página de la «identity politics» y tomarse en serio, como núcleo central del orden social que son, a la producción y al trabajo.

NOTA DEL EDITOR DE ESTE BLOG
Comparto el análisis esencial del autor sobre la necesidad de desmontar el discurso de las identidades, fundamentalmente porque el relato de los comeflores neopijos postmodernos es de un liberalismo reaccionario que tira para atrás y porque divide la a la clase trabajadora en 100.000 identidades incomunicadas entre sí, salvo por las plataformas del capitalismo pseudoprogre que las pastorean.

Comparto, por tanto, la necesidad de recuperar una perspectiva de clase en la lucha por la emancipación del ser humano.

Sin embargo, no comparto en absoluto dos cuestiones que se desprenden del texto, sea directa o indirectamente.

La primera de ellas es la de la necesidad de recuperar la izquierda o recomponer la izquierda. Aunque esto se haga en términos de “la producción y el trabajo”, como propone el autor ¿Qué duda cabe que si no se pone el énfasis en el antagonismo de clase, que se encuentra precisamente en el enfrentamiento de intereses explotador-explotado o capital y trabajo, si se prefiere -y no en esa tontuna de ricos y pobres o de arriba y abajo, que se usan con la intención de esconder el origen de la desigualdad real-, seguiremos uncidos a la dominación de los seres humanos por otros seres humanos.

La izquierda es irrecuperable y es bueno que así sea. Y no por las teorizaciones de la New Left o post68, que la han degenerado irreversiblemente, sino porque dentro de la fracción mayoritaria de la misma que se asentaba en una posición de clase estaba ya el mal en sí mismo.

Me explicaré porque quiero aclarar que lo que cuestiono no es en absoluto la posición de clase sino la consecuencia de lo que es la "izquierda" antes de los "cumbayá". Los límites políticos en los que esa izquierda mayoritaria encarceló a dicha posición de clase: el reformismo.

Desde Bernstein y Kautsky la izquierda mayoritaria era ya socialdemócrata en el sentido de evolucionista hacia una mejora de la situación de la clase trabajadora sin intención alguna de romper el capitalismo. La fórmula oportunista bersteiniana “el movimiento lo es todo; la meta final no es nada” señalaba ya lo que podía esperarse de “la izquierda”. Mucho más tarde pero siguiendo ese mismo trazado llegarían el eurocomunismo -socialdemocracia vergonzante- y el social-liberalismo, ambos cara amable de la acumulación capitalista; títeres domesticados del capital y domesticadores de la clase capitalista. Así pues, es desde entonces cuando comenzó a joderse todo. Pijoflauta o reformista con origen de clase, “la izquierda” está degenerada irreversiblemente. Es incapaz, porque no lo considera deseable, defender la lucha por una sociedad socialista. Cuando habla de “anticapitalismo” vende keynesianismo. Cuando denuncia al capital, le pone sordina al hecho de que la Unión Europea es uno de sus centros y que no hay que reformarla sino destruirla. Cuando habla de revolución se refiere a la “revolución ciudadana” de los Correa o los Lenin Moreno, gestores humanistas del capitalismo y, cuando se pone “hiperrevolucionaria” se conforma con apoyar al histrión de “el pajarito”, gestor inútil y creador de corrupción a su alrededor que, cuando ha tenido el aparato del Estado capitalista, porque lo sigue siendo, se ha limitado a redistribuir las rentas del petróleo en lugar de destruir dicho aparato y sustituirlo por uno de la clase trabajadora , en el que ella sea la dueña de los medios de producción, cosa que no ha tocado apenas. Esa izquierda que cuando se pone levantisca en España se limita a envolverse en la bandera de una república que fue burguesa hasta su final, a pedir procesos constituyentes de no se sabe qué -o si se sabe: se limita a cambios cosméticos en el aparato institucional, nunca en la base social de la propiedad- y a sumarse a todo lo que dé la puntilla a una perspectiva de clase, como en el pasado el 15M o en el presente la Renta Básica o el empleo garantizado.

A algunos de ellos ya se les va viendo el plumaje antiobrero con ese discurso de que la clase trabajadora vota a la ultraderecha o el fascismo, como si fueran lo mismo, aunque ambos enemigos de una clase a la que hablan porque los “progres”, la “izmierda” han dejado de lado la radicalidad necesaria en un mundo en el que la acumulación capitalista pasa por expropiar a nuestra clase de todo lo que conquistó en su día a costa de cárcel, represión, torturas y muerte en tantos y tantos casos.

No, no hay que recuperar a “la izquierda”. Quede ésta en su tumba, que ahí es donde debe estar. Lo que hay que recuperar es la lucha por una sociedad socialista y comunista pero sin museos, ni mausoleos, ni nostalgias, ni naftalina, sino desde una vuelta a Marx , a un Marx al que los degenerados han intentado prostituir con sus infectadas babas de elogios, mientras afirman que la dictadura del proletariado es que gobiernen “¡los pobres!” y que eso hoy es la democracia. 


Que les den.