Luis Casado.
alainet.org
NOTA DEL
EDITOR DE ESTE BLOG:
A veces, cuando una
parte de los medios de comunicación del sistema, nos pintan el
futuro tiñéndolo de las más agoreras y atroces amenazas, no está
de más adoptar un tono irónico, como hace Luis Casado en este
texto.
Siendo, como es
Donald Trump, un reaccionario, no precisamente un discreto
diplomático en sus declaraciones públicas y alguien que no parece
demasiado preocupado por no parecer un payaso, Casado demuestra que
no será el único presidente que no pase a la posteridad por brillo
intelectual propio -conviene recordar que a Obama le han hecho
siempre los discursos-, ni será seguramente un Presidente benéfico
para sus conciudadanos, ni de los países del resto del mundo. Pero
difícilmente creo que pueda igualar la cifra de muertos producidos
por las guerras que ha provocado Estados Unidos y en las que ha
participado durante el mandato Obama.
Dicho esto, estoy
convencido de que ni el león será tan fiero como los partidarios de
la globalización nos lo quieren pintar, ni siquiera para ella
misma, sino más bien un corderito que la respete, ni será el más
estúpido de los Presidentes USA. Difícil igualar a Bush y a Reagan,
por citar solo a dos de los que menciona Casado en su texto.
Y es que, aunque lo
fuera, solo sería un títere más en las manos del complejo
militar-industrial, como lo ha sido Obama, y serán sus consejeros,
los lobbies de las grandes corporaciones industrilaes, financieras y
de servicios los que se ocupen de hacer la política diaria de la
Casa Blanca.
Mientras tanto sigan
los progres, el Partido Demócrata, MoveOn, la plataforma de
“activistas” profesionales y a sueldo, pagada por Soros, y sus
sucursales en Europa y en España organizando la amnesia sobre lo que ha
sido la Presidencia de Obama con el nuevo espantajo de las amenazas
terribles que señalan nos traerá Trump.
Sin más, les dejo
con el texto de Luis Casado sobre el próximo Presidente de los
Estados Unidos.
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Una semana antes de
la anunciada elección de Hillary a la presidencia de los EEUU
difundí una nota titulada: “¿Y si gana Trump? No pasa nada”.
Tú me entiendes:
nada, lo que se llama nada seguramente no. Yo quise decir nada
excepcional –o nada tan desastroso– como para interrumpir la
siesta parlamentaria, la modorra de La Moneda, el letargo
ministerial. Eso.
Luego pasó lo que
pasó: Trump obtuvo 2 millones 200 mil votos menos que Clinton, pero
muchos más ‘grandes electores’, y dentro de cuatro días se
instalará en la Casa Blanca. La diarrea planetaria tiene
precedentes, sobre todo las provocadas por los pánicos económicos.
Lo cierto es que de Angela Merkel a Bachelet, pasando por Mariano
Rajoy, François Hollande y Theresa May, todos aprietan las nalgas
esperando saber cómo viene la mano.
Entretanto, servidor
persiste y firma. Donald Trump no me parece tener la envergadura que
requiere un desastre como se pide.
Ricardo Lagos
–megalomanía mediante– pudo engendrar el Transantiago, el
MOP-Gate, los jarrones de Corfo, el tren Victoria-Puerto Montt,
Inverlink, un ‘royalty’ que le ahorró 4 mil millones de dólares
de impuestos a las grandes mineras y una larga lista de escándalos
que él es único en haber olvidado.
Guardando las
proporciones, Lagos se sitúa al nivel de su mentor Felipe González
y sus salidas de madre con el GAL, Pablo Escobar, la trama de Filesa,
Malesa y Time-Export, los sobresueldos con las platas reservadas, el
caso Flick y el dinero de la fundación Friedrich Ebert, la venta de
Rumasa al grupo Cisneros, y otros delitos no menores.
En los tiempos que
corren, los presidentes suelen ser de una mediocridad abismante. No,
yo no he mencionado a Sebastián Piñera ni a Bachelet. Me refiero a
los presidentes de los EEUU.
Larry Schwartz
publicó –en febrero del 2015– una reseña de algunos de ellos, y
su nota vale el desplazamiento. Mira ver:
“Algunos fueron
brillantes, otros apenas pálidas ampolletas. Si tuviésemos que
juzgar sólo por la variedad de su vocabulario, parecería que con el
paso de los siglos nuestros presidentes se están poniendo cada vez
más babiecas”.
Un análisis del
diario The Guardian clasificó los discursos presidenciales por nivel
de educación, utilizando el test de legibilidad Flesch-Kincaid.
George Washington y
los Founding Fathers (los padres de la patria del imperio) obtuvieron
nota 20, mientras que los presidentes actuales apenas llegaron a 10.
No parece una coincidencia que los dos Bush –padre e hijo–
estuviesen entre los más iletrados.
Entre las lumbreras
se cuenta Thomas Jefferson. Como dice Schwartz, “Cualquiera
capaz de redactar la frase ‘Tenemos esta verdad como evidente, que
todos los hombres son creados iguales’, ya tiene mérito”.
El tercer presidente
de los EEUU era una bala en matemáticas, filosofía, historia e
idiomas: además del inglés dominaba el francés, el latín y el
griego. Todo gracias a la escuela pública. Por mérito propio llegó
a ser un gran arquitecto, horticultor, autor, inventor, músico
(tocaba el violín, el cello y el clavicordio), jurista, ornitólogo,
paleontólogo, arqueólogo y poeta.
En alguna ocasión,
John F. Kennedy, dirigiéndose a un areópago de premios Nobel,
declaró: “Me parece que esta es la más extraordinaria
colección de talento y de conocimiento que jamás se haya reunido en
la Casa Blanca, con la excepción de cuando Thomas Jefferson cenaba
solo.”
Jefferson, para
orgullo de los estadounidenses, no fue el único. En la lista de los
presidentes que poseían un cerebro, y lo utilizaban, se cuentan
James Madison, John Adams, Woodrow Wilson, Theodore Roosevelt y James
Garfield. Gloria a ellos.
Entre los zopencos,
matungos, alcornoques, babosos, bodoques, bolonios, borricotes,
pelmazos y tontos de capirote hay que filtrar el género para no
alargar la lista. Como es normal, algunos brillan –si oso escribir–
con oscuridad propia.
Warren Harding Larry
Schwartz se pregunta:
“¿Cómo
podemos juzgar la inteligencia de un presidente? Un método consiste
en observar su comportamiento y, según ese estándar, Warren Harding
–vigésimo noveno presidente–
está en la breve lista de los peores mandatarios y fue,
definitivamente, el más idiota de los Comandantes en Jefe.”
Harding era un
senador indiferente, que se transformó en un presidente indiferente.
En su discurso inaugural dijo: “Nuestra tendencia más peligrosa
es esperar demasiado del gobierno, y al mismo tiempo hacer muy poco
por él”. Schwartz asegura que Harding cumplió fielmente esto
último. Durante su presidencia los escándalos aparecían detrás de
cada puerta, y él mismo no se enteraba ni por la prensa.
Los republicanos le
ungieron candidato en parte porque tenía buena pinta y en el año
1920 las mujeres votaban por primera vez. Desde luego Harding ni
siquiera se molestó en ir a votar para acordarles ese derecho. Pero
le gustaban las mujeres, a juzgar por sus numerosos líos
extramaritales. También organizaba fiestuzas en la Casa Blanca, muy
bien regadas con alcohol, algo un poquillo fuera de lugar visto que
su presidencia tuvo lugar en medio de la Prohibición.
H.L. Mencken
–periodista, editor y crítico social, conocido como el "Sabio
de Baltimore", considerado uno de los escritores más
influyentes de los EEUU de la primera mitad del siglo XX– dijo de
Warren Harding:
“Escribe
el peor inglés que jamás vi. Me hace pensar en una fila de esponjas
húmedas; en andrajos colgados; en una sopa de frijoles podridos, en
alaridos académicos, en perros ladrando estúpidamente durante
noches interminables”.
Para desmayo de los
yanquis, si Warren Harding fue el peor, no fue el único. En la lista
de Schwartz figuran –en lugar destacado– George W. Bush, Andrew
Johnson, Gerald Ford y Ronald Reagan.
George W. Bush
A pesar de haber
desertado la guerra de Vietnam enchufándose en la Air Force Reserve,
y de haber fracasado en numerosos emprendimientos, W. Bush aprovechó
su ineptitud llegando a ser un inútil Gobernador de Texas allí
donde el Gobernador –por Ley– literalmente no hace nada. Luego
devino el cuadragésimo tercer presidente de los EEUU.
Ni siquiera se
enteró de la llegada de la gigantesca crisis económica que hundió
el planeta, y en los últimos meses ni siquiera le dejaron participar
en las reuniones del gobierno. Como presidente se tomó exactamente
879 días de vacaciones, más de dos años del tiempo de su mandato.
En sus propias inmortales palabras, “Pasará mucho tiempo
después de mi partida antes de que alguna persona inteligente llegue
a comprender lo que pasó en esta Oficina Oval”.
Andrew Johnson
El décimo séptimo
presidente de los EEUU fue un borrachín, un pechoño y un líder
desastroso. Sucedió a Abraham Lincoln, y es difícil imaginar dos
personalidades más alejadas intelectualmente. Aún cuando era
partidario del esclavismo, durante la Guerra Civil se mantuvo en el
campo de la Unión con el fin de satisfacer sus ambiciones
presidenciales.
Cuando Lincoln
-baleado- estaba muriendo, no encontró nada mejor que emborracharse.
Al morir Lincoln tuvieron que despertarle para que jurase el cargo.
Aún borracho, “los ojos hinchados, el pelo cubierto de lodo de
la calle”, hizo un discurso inaugural digno de ser olvidado,
para decirlo diplomáticamente. Más tarde fue inculpado, aún cuando
escapó milagrosamente de ser condenado y destituido del cargo.
Gerald Ford
El trigésimo octavo
presidente llegó al poder cuando Nixon dimitió para evitar la
destitución en razón del escándalo del Watergate. En la
Universidad, Gerald Ford se destacó jugando fútbol americano.
Habida cuenta de sus inhabilidades, Lyndon Johnson pudo declarar que
Ford “había jugado demasiado fútbol sin el casco”. En
otra ocasión, Johnson afirmó: “Jerry Ford es tan idiota que no
puede tirarse un pedo y mascar chicle al mismo tiempo”.
Schwartz agrega que
si alguien dudase de lo cretino que era Gerald Ford, una de sus
frases bastaría para convencerle: “Si hoy día Lincoln
estuviese vivo, se daría vueltas en su tumba” (sic).
Ronald Reagan
Del cuadragésimo
presidente de los EEUU se cuentan historias. Interrogado por un
periodista acerca de la hora tardía en que llegaba a la oficina, y
lo temprano que se iba, respondió: “Es cierto que el trabajo no
mata, pero… ¿para qué correr riesgos?” En las reuniones del
G7 se sentaba junto a los otros seis mandatarios, contaba el último
chiste y se iba.
Alarmado por la
dimensión gigantesca que adquiría la deuda pública del gobierno
federal, un periodista le preguntó qué pensaba al respecto. La
respuesta de Reagan: “La deuda ya está bastante grandecita para
cuidarse sola”. En la práctica Reagan no gobernó, dejándole
esa aburrida tarea a sus colaboradores. A Ronnie le gustaba hacer
discursos. Una de sus frases célebres, pronunciada con una sonrisa y
un guiño: “Los hechos son cosas estúpidas”.
Hasta donde uno
puede juzgar, Donald Trump está lejos de ser un Jefferson, pero nada
asegura que sea un Ronald Reagan. Si el primero era un brillante
intelectual, y el segundo un papanatas, Donald Trump parece navegar
en las procelosas aguas de la medianía, ya se verá si podemos
llamarla mediocridad.
Visto a la
distancia, Trump no parece más idiota que W. Bush, ni más
proteccionista que Washington, Hamilton, Clay o Lincoln, ni más
reaccionario, brutal y grosero que Nixon, ni más putero que Kennedy,
ni más irresponsable que Bill Clinton.
Como todos los
presidentes del imperio, Trump está rodeado de intereses creados,
del complejo militaro-industrial, de Wall Strett, la banca, las
compañías de seguros, big business, el Congreso, la FED, los
gobiernos estaduales y una nube de cabilderos voraces y venales.
Sus diatribas contra
la gran industria –que ante la duda prefiere ser obediente–
tienen un regusto a desplante torero, a un muy machacado “deténganme
que si no lo mato”. El mundo es algo más que eso. Por el momento,
los “mercados” no se inmutan. Como siempre, consideran que hasta
una pasajera fiebre proteccionista es “una oportunidad de negocio”.
Servidor toma palco,
se arrellana y observa. Ya veremos.