20 de junio de 2013

SIN SUJETO HISTÓRICO NO HAY FUTURO

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Meramente a título instrumental y descriptivo, podemos poner fecha al nacimiento de la clase obrera en la primera revolución industrial,mediados del siglo XVIII. El proletariado se convierte en sujeto histórico en la fábrica, en el trabajo cotidiano, en los cinturones industriales y en el hábitat de arrabal y extrarradio. Se reconoce a sí mismo como agente colectivo con problemas y aspiraciones propios. Frente a ella, el empresariado y la burguesía.

Cerca de la clase obrera, surge el feminismo, la mujer como entidad singular que exige igualdad y voto, una voz que quiere emanciparse del patriarcado tradicional que la mantiene encerrada en el hogar como simple factor reproductivo y auxiliar del hombre. Fuera del proletariado, el mundo de la cultura, un colectivo heterogéneo con peculiaridades muy marcadas, pero asimismo utilizado y explotado por las clases pudientes. De la alianza entre los tres, azarosa y no sin contradicciones, la clase obrera enriquece su ideario y abre nuevos horizontes en su ideología y en su acción política cotidiana.

Las revoluciones soviética y china y más tarde Cuba, suponen la toma de poder efectivo, no sin paradojas, del sujeto histórico clase obrera. El mundo bipolar afianza, al menos en la teoría y en el terreno social, las posiciones emergentes del proletariado. El capitalismo ensaya en la práctica nuevas fórmulas para detener este avance que parece incontenible mediante la exaltación de nacionalismos emotivos que encubren y desvían la lucha de clases hacia focos de atención ficticios creados ex profeso para dividir y neutralizar las energías revolucionarias del trabajador, de la mujer y de la cultura progresista en general. Hitler, Mussolini, Franco, la Segunda Guerra Mundial, Hiroshima y Nagasaki, Vietnam y las dictaduras militares latinoamericanas son hitos a golpe de pistola y bombazo limpio de esos coletazos del capitalismo global para impedir el ascenso de la clase obrera al poder real.

Después de la segunda conflagración bélica a escala mundial, la guerra fría se instala en el juego político. En Occidente, la presión social provoca el Estado del Bienestar para contrarrestar las ínfulas transformadoras del pueblo llano. A cambio, se entregan en sacrificio las ideas socialistas, comunistas y anarquistas. El consumismo crea nuevas categorías e identidades, la principal el concepto clase media. La neolengua inventa otro concepto sibilino, clase trabajadora, con lo que se pretende erradicar los aromas revolucionarios del término obrero. De esta forma, se dice que todos los que viven de un salario, incluidos los empleados del sector servicios y el espacio rural, pueden verse reflejados en la categoría clase trabajadora.

Es tiempo de dudas y parones en el devenir de la clase obrera. Desde el poder y los medios de comunicación empiezan a moldearse nuevas identidades sociales de la noche a la mañana. La complejidad naciente convierte en enemigos más o menos irreconciliables a unos y otros, en un laboratorio ideológico que pretende dividir a la clase obrera en intereses singulares siempre en disputa. El centro neurálgico de la vida ya no es el lugar de trabajo sino la sociedad en su conjunto. La filosofía y la política ceden terreno a la psicología y la sociología. La academia oficial produce análisis por doquier sin referencias políticas. Todo sucede en un sistema complejo de agentes múltiples creados a propósito, clasificables y desmenuzados hasta el último detalle. Las nuevas etiquetas de la democracia liberal para reconocerse cada cual en su idiosincrásica personalidad son variadas y casi a gusto del consumidor: juventud, mayores, gais, lesbianas, musulmanes, radicales, antisistema, autóctonos, inmigrantes, terroristas… La pléyade de nombres surgidos casi de la nada es extensa y prolija. El otro se transforma en otros innumerables. Mientras la clase obrera se mantuvo firme y fiel a sus principios internacionalistas, el otro era el explotador, el burgués, el empresario, la derecha si se quiere. El sujeto histórico se ha evaporado y troceado en cientos de yoes sociales en disputa permanente. A esto lo denominan sociedad compleja. En palabras de la posmodernidad: ya no hay grandes relatos, solo relatos diminutos en busca de la felicidad y autorrealización privada y particular.

Sujetos múltiples sin conexión
Hoy, la eclosión de luchas y movilizaciones es difusa y sin un nexo común que las aglutine. Son noes contra situaciones sociales concretas que adolecen de un sí rotundo e integrador alternativo al capitalismo. La coalición inmediata en la calle y en la plaza públicas se resiente de una espontaneidad huérfana de estrategias ideológicas y políticas coherentes. Recomponer el sujeto histórico sería el paso crucial para dar sustento a todos esos movimientos que gritan no de modo automático como consecuencia de la crisis del sistema actual. Solo con la resistencia ética no se abrirán caminos políticos y sociales que permitan acceder al poder a los de abajo. El capitalismo ha demostrado a lo largo de su trayectoria que es capaz de hallar soluciones técnicas de éxito para mantenerse con salud sin cambios profundos, a través de medidas de apariencia democrática o mediante asonadas golpistas de muy diferente signo.

El peligro que se cierne sobre el pueblo llano es el desgaste paulatino de su grito solidario sin que sus aspiraciones legítimas se plasmen en el plano político. Hay dos barreras colosales que evaden y diluyen las responsabilidades de los poderes fácticos y de sus testaferros políticos: los fantasmales mercados y el terrorismo como coartada. Mercados y terrorismo son dos sujetos de laboratorio que no tienen rostro ni son identificables en el paisaje de lo real. Juegan el rol de mitos que producen pánico reverencial. Ese es su cometido fundamental: instalar el miedo para adormecer las mentes y hacerlas más moldeables así a los intereses encubiertos del poder global. Es una manera muy útil de desviar la atención de la realidad de carne y hueso hacia enemigos que no se ven ni se tocan pero están ahí beligerantes contra todos. En realidad, ese adversario, viejo ya en la historia del ser humano, es el germen manipulable del que puede echar brotes fascismos de toda estirpe.

Todos contra el miedo podría ser la consigna, lema o paradigma para que una alternativa sólida, popular y de izquierdas pudiera convertir la pluralidad heterogénea de la actualidad en unidad de acción con un programa común básico de carácter local pero sin olvidar la perspectiva internacionalista o global de la magna y ardua empresa por construir un mundo más habitable, justo y solidario. Esa senda, aún en ciernes, tendría que reconstituir un sujeto histórico fiable e íntegro, fuerte en sus estructuras internas y con visión de futuro. El paso a dar es el que va de la resistencia defensiva al ataque afirmativo, del no social reivindicativo al sí político e ideológico.

Sin sujeto no hay historia ni futuro. La izquierda debe luchar en todos los frentes posibles y con todas las armas ideológicas, políticas y sociales a su alcance para detener la proliferación constante de sujetos ficticios que merman y diluyen las energías de la lucha de clases soterrada entre mensajes de complejidad construidos para no hacerla visible en el teatro público. El otro no es el inmigrante ni la mujer ni el terrorista. El otro no es más que la referencia contradictoria y opositora a la clase trabajadora (u obrera o pueblo llano) que compra o alquila su fuerza, conocimientos y habilidades concretas en el mercado laboral. Esto es, el empresario de turno, la derecha, incluso en sus versiones solapadas social-liberales y socialdemócratas.

Los puntos de encuentro son muchos, el principal el rescate de lo público como factor de igualdad y redistribución equitativa de la riqueza. Sobre él giraría el resto del programa a desarrollar, con consecuencias directas en la sanidad y la educación. Y también en la cultura. La erosión de lo público se ha asumido desde hace décadas como algo inevitable por diversas gentes de izquierda. La batalla viene de lejos: se ha podido amortiguar más o menos en lo social y en lo político a duras penas, pero en el terreno ideológico la victoria ha sido total para la derecha y comparsas nominales de la izquierda privatizadores.

Hace bastante tiempo ya que el capítulo ideológico se dejó gratuitamente en manos de la derecha. Era un campo de conflicto que con el asentamiento del bienestar a plazos y el consumismo compulsivo daba la sensación que era inocuo e intrascendente. Ahora vemos que no era así, que las derrotas en ese terreno han precipitado las medidas anticrisis agresivas y reaccionarias. Si la ideología de la clase trabajadora se debilita, resulta difícil y complicado reconocer las ideas de izquierda genuinas y los intereses propios. En este escenario de confusión, discursos similares y sopa de siglas, la coletilla todos los políticos son iguales y van a lo mismo se alza como una opinión generalizada lógica y mayoritaria.


Recuperar las señas de identidad de un sujeto colectivo es prioritario. Sin sujeto que se reconozca a sí mismo en plenitud no será factible una alternativa de izquierdas poderosa y coherente. Lo urgente: combatir con argumentos convincentes a tanto sujeto sin objeto histórico que puebla la realidad como un verso suelto en busca de un poema que dé sentido a su lucha

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